España

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CAPITULO III

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CAPITULO III

EL IMPERIO ESPAÑOL

La historia moderna de España puede dividirse en dos períodos de duración aproximadamente igual:

1º Auge y decadencia del Imperio español (1492-1700).

2º a) Restauración, nuevo auge y nueva decadencia de España como potencia mundial bajo la dinastía borbónica (1700-1800).

b) Restauración de la España moderna como nación (1800 a la fecha).

En 1479 suben al trono Isabel la Católica, reina de Castilla, y Fernando, rey de Aragón. En 1492 conquistan a Granada, último reducto de los reyes moros en España, y Cristóbal Colón descubre a América. Empieza la carrera de España como potencia universal.

Es, pues, España la primera gran nación que alcanza talla de tal. El reino de Fernando e Isabel puede considerarse como simbólico de las fuerzas que actúan a través de toda la historia de España. Estas fuerzas pueden reducirse a tres: las dos tendencias extremas, individualismo y universalismo, típicas del carácter español, y la fuerza media, entonces vigorosa por doquier en Europa: la conciencia estatal. Anarquía, religión, política. El individuo, la Iglesia, el Estado. La primera de estas tres fuerzas se da libre juego a través de toda la Edad Media tanto en Castilla como en Aragón. Isabel debe la corona, a lo menos en parte, a los desórdenes de la turbulenta nobleza castellana frente a su predecesor y hermano, el pobre Enrique IV. La religión y la política encarnan respectivamente en Isabel de Castilla y en Fernando de Aragón. No en balde es Isabel la reina de la Meseta, que se inclina alejándose del Mediterráneo y alzándose sobre las costas del Atlántico, en aislamiento, austeridad y sencillez primitivas; mientras Fernando es el rey del valle del Ebro, inclinado hacia el Mediterráneo, abierto a los vientos de Italia y a las tentaciones de la riqueza y de la conquista.

Isabel, hija de una princesa loca y madre de una reina loca, es mujer de nervios tensos, firme, convencida, consciente, profundamente poseída de su propia responsabilidad como ministro del Señor en la tierra. Todas sus acciones tienen por fondo la eternidad. Puede errar, y lo hace a veces, pero su intención es siempre pura e inmejorable. Su reino se inspira en la necesidad de hacer de España un solo espíritu. Su visión es esencialmente religiosa y universal.

Fernando es un político. Es el político, el modelo de Maquiavelo en su Príncipe. Era su método astucia más que fuerza. Le dicen que el rey de Francia se queja de que le ha engañado dos veces, y comenta: “Miente el rey de Francia: le he engañado diez veces”. Sus fines no son espirituales, sino políticos. De España no quiere hacer un espíritu, sino un Estado. Su visión es positiva y nacional.

Isabel y Fernando reinan como iguales. Así, pues, en este reinado se convierte a España en nación imperial: las fuerzas políticas y religiosas actúan conjuntamente, tanto más en armonía cuanto que la realidad las conduce a resolver problemas similares con similares modos. En este reinado, la anarquía española se transforma en un Estado, y el Estado español, en una Iglesia.

No, entiéndase bien, en la Iglesia, y menos todavía en la Iglesia católico-romana. Fernando e Isabel tienen sobre este punto ideas concretas. La expulsión de los judíos no fué idea romana, sino española. La Inquisición se concibió y fundó como un Ministerio de Estado, fuera de la jurisdicción de la Iglesia y de sus obispos; y aunque más tarde Roma intentó dominarla y llegó, en parte, a hacerlo, la tendencia real a ceder lo menos posible a la presión vaticana permaneció siempre activa en la Corona española.

La reina Isabel se mantuvo siempre firme frente a la Iglesia, v se resistió con gran energía a todos los intentos de la jurisdicción eclesiástica para invadir la del Estado. Con ayuda de su confesor, el Cardenal Cisneros, emprendió una reforma severa de la Iglesia española. Reclamó para la Corona el derecho de proponer personas para las sedes episcopales de España, y protestó vigorosamente en uno o dos casos en que el Papa hizo el nombramiento sin consultarla. Por último, obtuvo de Roma una autoridad considerable sobre la Iglesia de América. Así, pues, el Estado español, aun identificado en lo espiritual con la fe católica, no se sometió jamás a la Iglesia romana. Era el propio Estado de España una iglesia, en cuanto la nacionalidad y la religión se fundieron en un solo interés espiritual, y, por tanto, sus intereses oficiales eran religiosos y tenían por norma el bienestar espiritual de sus súbditos.

De las dos fuerzas que entonces convergen hacia la creación del Estado-Iglesia absoluto en España, la política, representada por Fernando, era circunstancial y transitoria, siempre preocupado del cómo y cuándo; la religiosa, encarnada por Isabel, era esencial y permanente y orientada al fin. Ambas se transmitieron a los sucesores de los Reyes Católicos y determinaron la política de España en la Península, en Europa y en América.

Como era de esperar, el elemento esencial y permanente de esta política, es decir, su carácter religioso, era el más fuerte de los dos. Así se explica que el criterio que sirviera para unificar al Estado no fuese tanto político y lingüístico como religioso. Los Reyes Católicos insistieron en la conversión de sus nuevos súbditos a la fe católica, dejando subsistir entretanto una separación estricta entre las instituciones políticas de los dos reinos, con excepción significativa de la Inquisición, que, con perseverancia lindante con la obstinación, impusieron a una Cataluña reacia bajo formas y personas castellanas. Los catalanes, súbditos de la Corona de Aragón, continuaron sosteniendo sus cónsules en puertos castellanos como en puertos extranjeros aun después de la unión de las dos Coronas. Las Cortes, el sistema judicial, siguen separadas para uno y otro reino. En cuanto a la lengua, el reino de Aragón era bilingüe, porque Aragón propiamente dicho hablaba castellano, mientras los catalanes, que empezaban entonces a hablarlo también por causas meramente sociales, como el prestigio natural de la lengua de la Corte, no eran objeto de presión alguna oficial para estimular esta evolución. No se consideraba entonces la unidad política y cultural como fin esencial del Estado, ni a nadie preocupaba. Lo esencial entonces era la unidad de la fe. De aquí la expulsión de los judíos. Una legión de sabios, economistas e historiadores ha acusado a los Reyes Católicos severamente por haber olvidado las desastrosas consecuencias económicas de tal medida. Es como si nos entretuviésemos en criticar a Mahatma Gandhi por olvidar la filosofía política de Henry Ford. El decreto que sancionaba la expulsión lleva fecha de 31 de marzo de 1492. La expulsión se justifica por “ser tanto el daño que a los cristianos se sigue é ha seguido de la participacion, conversaçion o comunicaçion, que han tenido é tienen con los judíos, los quales se preçian que procuran siempre, por quantas vias é maneras pueden, de subvertir de Nuestra Sancta Fée Católica á los fieles, é los apartan della é tráenlos á su dañada creençia é opinion”. Toda la labor real no se inspira, desde luego, en celo religioso tan directo. Ambas tendencias, la política y la religiosa, se combinan en una serie de medidas tendentes a reforzar el Estado. Una mano de hierro reduce a la obediencia a los díscolos nobles y unifica la legislación; las libertades municipales, aun conservando sus formas externas, van poco a poco cayendo bajo la autoridad y el dominio reales; se define con exactitud el valor de la moneda, y se uniforma en todo el territorio; se crea una política comercial de carácter proteccionista, no siempre bien inspirada y generalmente concebida con excesiva confianza en la reglamentación estatal y en la intervención de la Corona en materia económica; la mano y la mente de los reyes se sienten por doquier.

Así reforzada, la nación, ya una, sale al exterior e invade los campos de la historia universal. Si la inspiración religiosa de la reina castellana prevalece en los asuntos interiores, el genio político del rey aragonés y las tradiciones mediterráneas de la Corona de Aragón triunfan en política extranjera. El valle del Ebro se orienta hacia el Sureste. Cataluña es rival natural del rey de Francia sobre el Rosellón, catalán de raza y lengua, francés por necesidad geográfica. El duelo será, pues, contra el rey de Francia, y el campo de batalla, Italia. Después de muchas vicisitudes y episodios, la rivalidad termina con la victoria del rey de España, que al morir en 1516 deja a su heredero las islas de Cerdeña y Sicilia, más la mitad de la península italiana y todo el Rosellón.

Pero no fué la guerra su único método para establecer la supremacía de España. Los Reyes Católicos entretejieron una tupida red de matrimonios reales, que, aun después de desgarrada por la mano cruel de la muerte, logró captar grandes riquezas políticas para la Casa de España. Todas sus hijas se casaron políticamente: Isabel, con el duque de Beja, heredero de la Corona de Portugal; Catalina, con Enrique VIII de Inglaterra; Juana, con Felipe el Hermoso, jefe de la Casa de Borgoña. A la muerte de Fernando, que sobrevivió a Isabel doce años, Carlos, hijo de Juana la Loca, se encuentra rey de España, de la mitad de la península italiana, de los Países Bajos y de una porción considerable del Nordeste y Sureste de lo que es hoy Francia.

Tal era la base política que Fernando preparó para que el espíritu de Isabel se elevase, por encima de las limitaciones nacionales, hacia fines universales. El hombre predestinado a inaugurar esta política universal en Europa era medio español, medio flamenco por su sangre, completamente flamenco por su educación. Extraño y desdeñoso al principio para con la tierra de su madre, llegó a ser el instrumento del destino histórico de España, y cuando, agotado por la lucha, busca alivio en la abdicación, escoge un monasterio español para su retiro.

* * *

En la historia de España bajo la dinastía austríaca se entrelazan tres corrientes: la evolución natural de la misma España; la evolución de España como factor primordial de la política europea; la historia del descubrimiento y colonización de América. Durante este período, España es la potencia más importante del mundo. Abarcan sus territorios el Sur de Italia, Holanda, Bélgica, España, Portugal y partes considerables de Francia; toda la América Central y Meridional y la mayor parte de los territorios occidentales y meridionales de los Estados Unidos; las islas Filipinas, Madera, Azores, Cabo Verde; la Guinea, el Congo, Angola, Ceilán, Borneo, Sumatra y las Molucas, con numerosos establecimientos en otras tierras insulares y continentales del Asia. Durante el reinado de Carlos V, es Portugal nación distinta, pero los territorios centroeuropeos de la Corona Imperial se hallan en la práctica bajo el dominio del Imperio español.

Este Imperio no era tan sólo grande en tamaño. Lo era también en prestigio, ganado por la índole aventurada y romántica de sus descubrimientos y por las emociones varias y profundas que en la imaginación de otros pueblos evocaban los metales preciosos extraídos por España de sus vastos dominios. Durante dos siglos fué, pues, España enemigo natural de todo el mundo, ya que todo el mundo se esforzaba en arrancarle algunas, si no todas, las ventajas que sus maravillosos destinos habían traído a su regazo. Otras causas de enemistad vinieron a añadir su efecto a este puramente natural y hasta material. España se lanzó a la escena universal con un impulso de unidad religiosa nacido en el seno de su problema nacional y prolongado subconscientemente a los internacionales. Tal impulso dominó toda su política en el interior, en Europa y en Ultramar. En el interior, explica la Inquisición, la decadencia de su Universidad, el agotamiento de las clases directoras intelectuales que venían produciendo su burguesía y aristocracia, el empobrecimiento de su administración pública y, en último término, la debilidad lamentable del Estado en las postrimerías de la Casa de Austria, bajo Carlos II, el rey incapaz. En Europa produce los esfuerzos trágicos de Carlos V para curar las heridas causadas en la unidad europea por la Reforma; su decisión de legar los Países Bajos a la Corona de España, y no a la Corona Imperial alemana, la decisión más desastrosa quizá de cuantas han influido en la historia de España; las luchas entre Felipe II y los Países Bajos, con el consiguiente agotamiento de la monarquía española en la ingrata e inútil tarea de retener a los holandeses en el rebaño romano. En América, el impulso del pueblo español hacia la unidad religiosa es causa del celo y proselitismo de los conquistadores, tan sólo moderado de cuando en vez por algún fraile sensato (como en el caso de Cortés); la base de igualdad racial que distingue a la colonización española y el prodigioso esfuerzo de educación religiosa y general de los indios, que hace de esta colonización una empresa excepcional en aquellos tiempos y digno modelo en los nuestros.

El resultado neto de todos estos esfuerzos fué que España llegó a ser el enemigo, aunque por razones diferentes, de casi todas las naciones que entonces contaban en el mundo. Dos siglos de luchas no se olvidan fácilmente. El mundo vive aún todavía dominado por las ideas y opiniones que aquellos ardientes sentimientos y aquellas violentas emociones fomentaron en todas partes. Apenas empezamos hoy a dejar de sentir las últimas consecuencias de la Reforma. La herida que Carlos V intentó curar se ha cerrado quizá, pero la cicatriz todavía desfigura el alma europea. Si queremos llegar a una comprensión mejor de la historia, será menester que nos esforcemos por escribir bajo la luz tranquila y segura de este principio: que Europa es fundamentalmente una y que sus guerras fueron y son guerras civiles. Esta luz iluminará los hechos desfavorables como los favorables a nuestras convicciones, pero los iluminará equitativamente y les dará sus proporciones naturales. El primer período imperial de la historia de España sólo puede comprenderse si se comprende y estima en su verdadero valor el motivo que lo anima. Fuerza será, por tanto, desentrañar su verdadero sentido desde el comienzo. La dinastía austríaca, en este punto digna heredera de los Reyes Católicos, supo siempre distinguir entre la pureza de fe y dogma, por una parte, y la sumisión a Roma, por otra. El Estado español fué una iglesia, pero no fué la Iglesia. España fué el soldado de Dios, pero no permitió nunca que el Papa definiese sus deberes. Lejos de ello, como lo demuestra la historia de la Contrarreforma, España fué el factor principal de la Reforma y purificación de la Iglesia por dentro. Desde los días en que Cisneros aplicara su severa personalidad a la tarea de reformar la Iglesia española a los días de Santa Teresa y San Juan de la Cruz, esta labor, inspirada en los criterios de la más desnuda austeridad, tuvo siempre en España caudillos y trabajadores. Carlos V y Felipe II fueron, además, las fuerzas motoras del Concilio de Trento, cuya dirección intelectual y moral fué, en gran parte, española.

Por convicción asimismo, España no estaba entonces dispuesta a permitir que el Papa, quienquiera que fuese, echase a perder la alta labor en que había puesto su alma. Tanto Carlos como Felipe lucharon contra el “Rey de Roma”. El embajador español de Carlos V en Roma le aconsejaba que aprovechara sus malas relaciones con Clemente VII para abolir el poder temporal del Papa. Felipe II creó un Consejo presidido por el arzobispo de Toledo para sustituir al Papa en España siempre que el rey rompiese relaciones con el Vaticano. La brillante escuela de teólogos y juristas que produjo España en este período, casi todos hombres de Iglesia, se pusieron del lado del Rey. Eran hombres de firme y segura fe religiosa y, por lo tanto, dispuestos siempre a rebatir la argumentación meramente eclesiástica de Roma. Por la misma razón, es decir, una profunda libertad intelectual dentro de los límites del dogma, aunque con el Rey contra el Papa, estaban con el pueblo contra el Rey. El Rey es el ministro de Dios en la tierra, y ha de ajustar su conducta a su alto ministerio, so pena de castigo. El padre Mariana, historiador jesuita, justifica el regicidio contra el rey que traiciona la confianza del Señor. No fué Mariana el único jurista que pensase con tanta osadía en aquellos tiempos de monarquía absoluta. Fox Morcillo, a quien estimaba tanto Felipe II que hizo de él el tutor de su hijo y heredero, opinaba que no se debe obediencia al rey que burla las leyes y declara que la forma de gobierno, monarquía o república, importa poco. El más grande de los juristas españoles, el padre Vitoria, precursor de la Sociedad de las Naciones, discutiendo sobre la guerra, limita los poderes del rey a lo que es justo, y el derecho de sus súbditos a lo que ellos piensen que es justo. Este punto es de capital importancia. El padre Vitoria no era un mero intelectual irresponsable: era una gran autoridad en materia de derecho y de teología, y su opinión merecía la consulta real en cuestiones de momento. Era, además, aquélla una época en que los reyes tenían conciencia, porque se daban cuenta de su responsabilidad como ministros del Señor en la tierra; Carlos V siente escrúpulos en cuanto a sus derechos para reinar sobre Navarra; era, pues, una época en que las decisiones políticas se tomaban, por decirlo así, en la presencia augusta del Señor. Ahora bien: en aquellos tiempos, hablando ex cátedra, en palabras que sus estudiantes tomaron por escrito y uno de sus grandes sucesores publicó, el padre Vitoria formuló la teoría de la objeción de conciencia en términos indudables: “Si el súbdito está convencido de la injusticia de la guerra, no debe servir en ella, aunque lo mande el príncipe... De aquí se desprende el corolario que los súbditos cuya conciencia es contraria a la justicia de la guerra no pueden participar en ella, tengan o no razón en pensarlo así. Esto es claro, pues lo que no es de fe es de pecado”. No se trata de un caso aislado. Tan individualista para con el problema de los deberes del súbdito es la postura que adopta el alcalde de Zalamea. Este alcalde es un rico aldeano, cuya hija ha sido deshonrada por un capitán de la infantería del Rey, alojado en su casa. El Alcalde ahorca al capitán. El Rey en persona, Felipe II, le afea su proceder. El Alcalde contesta en cuatro versos que han alcanzado en España fama merecida:

 

Al rey la hacienda y la vida

se ha de dar, pero el honor

es patrimonio del alma,

y el alma sólo es de Dios.

 

El espíritu que animaba a la nación española no era, pues, entonces mera beatería romana ni abyecta sumisión a un rey tiránico, sino algo más sutil, más noble y más alto. Intransigente en materia de unidad religiosa, austero en materia de deber y de conciencia, pero lo bastante libre para erguirse con el rey frente al papa y con el pueblo frente al rey. Como dice el padre Vitoria, “El Príncipe recibe su autoridad de la República”: “(Princeps) habet auctoritatem a republica”. Tal espíritu combina la tendencia a la unidad religiosa, que siglos de cruzada y de predicación habían encendido en el pecho español, con la tendencia individualista que anima el carácter de la raza; la síntesis de estas tendencias, intensificadas por el descubrimiento de América y por los acontecimientos dramáticos de la Reforma, tal es la fuerza que impulsa a España, en su accidentada historia, por la gloria hacia la ruina.

 

 

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