España

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CAPITULO X

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CAPITULO X

LA CUESTION AGRARIA

La base de la vida nacional de España es su agricultura. Síguese de aquí que la base de su vida social tiene que ser su organización agraria. El estudio de los obstáculos que una organización agrícola defectuosa, en combinación inextricable con un sistema político defectuoso, han alzado en el camino de España, sería una de las lecciones más instructivas de la complejidad de la vida colectiva moderna. La mayoría de los factores que integran hoy la situación general del campo español era ya conocida hace más de un siglo. "La situación en el noroeste español —escribe don Francisco de los Ríos— es la misma que describía el informe de 1763 sobre derechos señoriales, afortunadamente conservado en el Archivo Nacional, mientras que la situación en el resto de España se refleja ya en las Memorias presentadas a la Sociedad Económica de Madrid y publicadas en 1780”. Es aquí, pues, uno de los hechos graves de la Historia de España. Mucho se ha escrito y mucho queda por escribir todavía en los tinteros del mundo sobre el conservatismo español. Pero ¿hasta qué punto se debe este conservatismo al hecho de que, una vez que el sistema agrario de un país se ha torcido, se entrelaza de un modo tan íntimo con una evolución política también torcida, que no bastan siglos enteros para que la nación consiga librarse de las redes que la aprisionan, ya desentrañando el entrelazamiento políticoagrario, ya rompiendo las redes de modo violento hacia una libertad nueva?

España, con una superficie de 504.500 kilómetros cuadrados, tiene una población de 22.000.000 de habitantes. Constituye, pues, una excepción en la Europa occidental, cuya densidad de población es más del doble y, en algunos casos, más del triple. España fué en un pasado remoto, y bajo condiciones políticas y sociales favorables, un país densamente habitado. Esta baja considerable en su población no puede atribuirse sólo a que haya permanecido fiel al castizo deporte europeo de la guerra civil mucho más tiempo que las demás naciones de la Europa occidental, con la única excepción de Irlanda; otras causas más profundas y permanentes han actuado, y, en particular, el hecho de que su producción agrícola y aun la fertilidad misma de su suelo, y hasta su mismo clima, hayan ido deteriorándose a causa de un sistema agrario defectuoso.

Existen regiones españolas, en particular en el noroeste, como, por ejemplo, la provincia de Pontevedra, cuya población es tan densa como la de Bélgica; otras, como ciertas zonas de los valles del Ebro y del Guadalquivir, así como algunos distritos privilegiados de la Costa Oriental, en las cuales la cooperación del agua y del sol ha hecho surgir verdaderos paraísos; pero al lado de estas regiones ricas y desarrolladas se extienden vastos desiertos de tierras incultas, verdaderas estepas como sólo se encuentran en ciertas regiones de Hungría y de Rusia, en la que se pierden para siempre los tesoros de luz y calor que sobre ellas vierte un sol generoso. En cuatro provincias de esa Andalucía, cuyo nombre solo evoca riqueza y fertilidad, el área de tierras esteparias alcanza la enorme cifra de 1.650.000 hectáreas. El señor Flores de Lemus estimaba antes de la guerra el área de las tierras incultas españolas en 5.478.000 hectáreas. Aunque estas cifras resultarían excesivas hoy, un cálculo aproximado de las tierras incultas y de monte que añadiese a la categoría anterior las cifras correspondientes a pastos, praderas y bosques, daría un área equivalente, o quizá superior, a la de las tierras cultivadas. Además, estas últimas no producen tanto como debieran. Aquí también hallamos distritos de buen clima y de agua abundante, cultivados intensa e inteligentemente, con resultados envidiables; pero la inmensa mayoría de las tierras cultivadas de España arroja un promedio de producción inferior al de otros países. Suele este hecho servir de base para demostrar una inferioridad del español que el crítico aporta al problema en su propio cerebro, y a este respecto no dejan de citarse cifras de producción de trigo en España y en Dinamarca para demostrar que si el español hubiese abjurado la religión católica, conseguiría producir una cantidad de hectolitros de trigo por hectárea que equiparase España a Dinamarca en las columnas de la estadística mundial. Aun sin negar que las creencias religiosas del labrador puedan influir sobre el rendimiento del suelo —porque ¿quién sabe hasta qué punto la calidad y cantidad de la fe del corazón pasan al brazo y del brazo al arado y del arado al surco?—, parece más seguro y sencillo limitarse a la consideración del suelo mismo y del clima en que vive. Ahora bien, la mayoría de las tierras cultivadas de España son pobres; tan pobres, que sólo especialistas en tierras miserables las pueden creer dignas de ser arañadas para producir trigo o vid; y el clima es tan seco, que sólo una raza de sobriedad de cabra puede esperar ver alzarse sobre su dura corteza mieses dignas de recolección.

Sin embargo, el progreso es posible. Un técnico distinguido, don José Gascón, asegura que, en el curso de un experimento sobre tierras excesivamente pobres en los campos de Palencia, ha obtenido una cosecha media de 2.695 kilogramos por hectárea, es decir, tan alta como cualquier cosecha europea y más de dos veces y media superior a la del promedio de los campos españoles. Tanto el Sr. Gascón como su colega el Sr. Carrión sostienen que, salvo algunos distritos del sudeste, toda la tierra seca de España, bien cultivada, podría rendir un promedio de cosecha tan buena como el promedio del área lluviosa de Europa. Esta opinión optimista refleja quizá la influencia de los excelentes resultados obtenidos bajo una dirección técnica de excepcional competencia y afición. Ello no obstante, queda en pie que existe posibilidad de hacer progresar notoriamente el rendimiento de las tierras españolas. El progreso agrícola de España puede, pues, desarrollarse en dos direcciones: primera, por el desbroce y explotación de tierras hoy incultas, y segunda, por la mejora en el cultivo de tierras cultivadas. Ambas líneas evolutivas tendrían por resultado evidente el aumento de la población española y el ensanche de la base de su riqueza económica. En ambas se ha iniciado, con más o menos timidez, una acción de Estado. Planes de reformación forestal aparecen de vez en vez en el presupuesto, y aun a veces consiguen evadirse hasta el distrito que los aguarda con impaciencia. La Junta de Colonización Interior se esfuerza, con mayor o menor intermitencia, en instalar colonos en tierras que piden brazos. Finalmente, las granjas agrícolas actúan como centros de instrucción y estímulo en sus respectivas zonas. El progreso es evidente, y, sin embargo, insuficiente para hacer salir a la situación en su conjunto de su antigua inercia. Y es que, en su esencia, no se trata tanto de un problema agrícola como de un problema jurídico.

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Desde el punto de vista del tamaño de las propiedades agrarias, España puede dividirse en dos zonas: pequeñas propiedades con largos contratos y grandes propiedades con contratos cortos. Los problemas de estas dos zonas difieren profundamente. La línea divisoria entre una y otra zona viene a ser, con algunas excepciones, la misma línea que separa las zonas lluviosa y seca del clima de la Península, porque es evidente que, en iguales condiciones, el clima húmedo favorece el cultivo intensivo y la permanencia. Esto se confirma con el hecho de que la zona de la pequeña propiedad cubre, poco más o menos, el tercio septentrional de la Península, prolongándose hacia el sur por la costa del Levante, y aun en dirección occidental por la costa del sur, a causa de darse en estas regiones zonas de irrigación. Las excepciones se dan, sobre todo, en la rica vega de Granada, que, aun siendo abundante en agua, es tierra de grandes propiedades.

La primera diferencia entre estas dos zonas es que, mientras los problemas de la zona de grandes propiedades son bastante uniformes, los problemas que presentan los distritos de pequeña propiedad varían según las regiones. La parte oriental de esta zona se compone de pequeñas propiedades, suficientes en tamaño y productividad para sostener una familia. Con frecuencia, y así sucede en los distritos irrigados de Valencia, Murcia y Aragón, su misma fertilidad exige una cantidad de trabajo y atención que absorbe la actividad de una familia entera en saludables esfuerzos. La situación en la costa norteña es también relativamente equilibrada. Pero en el noroeste, en las regiones de Asturias y León, así como en toda Galicia, la situación es mucho menos satisfactoria. En estas regiones impera un sistema anticuado de fueros o derechos señoriales que oprimen pesadamente al productor. Estos fueros forman parte de la propiedad y no dependen de las relaciones legales que puedan establecerse entre el propietario y su colono. De aquí resulta que la seguridad de un ingreso cómodo permite al propietario abandonar su propiedad por completo y ausentarse del campo.

Tanto la zona de grandes como la zona de pequeñas propiedades presentan el inconveniente quizá más grave y retrógrado de la vida agrícola española, a saber: el derecho del propietario a definir las condiciones del contrato de arriendo sin limitación ninguna por parte de la ley. En el contrato a corto plazo, esta libertad del propietario puede equilibrarse hasta cierto punto con la libertad análoga que la ley concede al arrendatario. La diferencia de situación económica entre uno y otro basta, sin embargo, para destruir esta simetría meramente legal con excesiva frecuencia. Este hecho es, desde luego, evidente en Galicia, donde no sólo es frecuente que el arrendatario se halle en deuda para con el propietario a causa del foro, sino que la gran densidad de población sostiene a título endémico una carestía de tierras. Galicia es, pues, la madre de los emigrantes españoles, y el gallego expatriado, figura familiar del resto de la Península y de toda Sudamérica, es el testigo vivo de un régimen agrario tan anticuado e injusto como deplorable en sus efectos económicos.

El cuadro no es mucho más risueño en la zona de grandes propiedades y contratos cortos. Este nombre no es muy exacto, porque lo que verdaderamente sucede en esta zona es que un número muy pequeño de propietarios posee una cantidad determinada de tierras, dejando el resto a distribuir en pequeñísimas propiedades de muy corto valor. Así, por ejemplo, los datos oficiales de la provincia de Ávila apuntan que de 13.530 contribuyentes por tierra, 11.452 viven con ingresos inferiores a una peseta diaria; 1.758, con ingresos inferiores a cinco pesetas, y todavía quedan 155 con ingresos que varían entre cinco y ocho pesetas. Puede decirse, por tanto, que en esta provincia, bastante representativa de España, más del 91 por 100 de los propietarios ganan menos que el promedio de los trabajadores urbanos. Las cifras correspondientes al territorio que ha sido objeto de catastro —aproximadamente 1/3 de la superficie nacional— arrojan conclusiones análogas. De 1.026.412 propietarios que pagan impuestos, 1.007.616 “gozan” ingresos de ocho pesetas diarias o menos; y de éstos, 847.548, una peseta diaria o menos. Por consiguiente, el sistema agrícola de esta parte de España produce, como consecuencia, una clase proletaria de propietarios de la tierra que no difiere en nada de los propietarios agrícolas o trabajadores del campo en cuanto a su absoluta dependencia del mercado de los salarios.

Dos circunstancias de carácter jurídico vienen a agravar esta situación. La primera es que la ley no limita en nada la libertad del propietario para cultivar o no sus propiedades. El pequeño propietario, obligado por la necesidad, vive del suelo y le hace producir; el gran propietario, con frecuencia ausente, puede limitarse a cultivar ciertas zonas de su propiedad y vivir del producto, dejando otras para la caza o la cría de reses bravas o el mero adorno de su corona ducal. Además, el gran propietario puede cultivar sus tierras como quiera y decidir qué labores han de hacerse o no. Si por razones económicas o políticas prefiere dar trabajo a unos centenares de hombres, le basta con mandar a la plaza del pueblo más cercano a su mayordomo para que le firmen un contrato de trabajo sin poner peros a las cláusulas que contiene. Si, por el contrario, le conviene más reducir a los hombres por la necesidad y el hambre, puede hacerlo, aunque con ello pierda cierta proporción más o menos fuerte de su cosecha. Este análisis no se apoya en mera especulación, sino en hechos ocurridos.

La segunda circunstancia jurídica que contribuye a empeorar la situación es la libertad, más arriba apuntada, que el propietario posee en cuanto a las condiciones del contrato de arriendo. Claro está que esta libertad es teóricamente simétrica; pero en la práctica, el colono necesita la tierra, mientras que el propietario no siente igual urgencia en arrendarla. La explotación de grandes propiedades por un sistema de arrendamiento que las divide y subdivide en provecho de numerosos intermediarios y en perjuicio del desgraciado que tiene que arañar el suelo es una de las enfermedades graves del cuerpo político del país. La ley no hace nada para remediarla. Antes, por el contrario, puesto que permite al propietario aumentar la renta siempre que lo desee y aun desahuciar al colono con tanta facilidad que éste no se siente nunca seguro de su tierra, ni tiene garantía de que el dinero que gastare en mejorarla no iría a aumentar la renta que el propietario le exigiría a él o quizá a su sucesor.

Ya se entiende que en estas condiciones el país produce una clase de trabajadores del campo en completa dependencia de los propietarios. Esta masa de trabajadores vive en estado endémico de paro forzoso y tiende, por lo tanto, a gravitar sobre los distritos donde existen propiedades vastas y prósperas. Esta situación es, desde luego, desfavorable desde el punto de vista económico. Por un lado, los trabajadores se dan perfecta cuenta de las ventajas del trabajo mínimo, puesto que el número de bocas que alimentar excede al de labores que ejecutar; el propietario, a su vez, tiende a reducir los salarios a medida que se reduce la productividad del obrero, y el resultado es una especie de competencia en sentido inverso al de la buena economía. Andalucía es un país típico a este respecto. Aunque los salarios son muy bajos, hay períodos de paro forzoso que van de noventa días en distritos avanzados a ciento cincuenta días anuales en distritos más atrasados. Los trabajadores casados luchan por conquistarse una posición menos miserable alquilando pequeñas parcelas y utilizando el trabajo de sus mujeres e hijos. En estas condiciones es imposible aplicar estrictamente las leyes de enseñanza obligatoria, y la instrucción pública padece tanto como la economía.

La existencia de una masa campesina numerosa, que las clases dirigentes no han sabido salvar de la miseria, es quizá uno de los males más graves de la vida contemporánea española. Mal económico, porque es evidente que la riqueza del país se acrecería si existiese una relación más adecuada entre la tierra y sus cultivadores, y que, por medio de una reforma agraria, España conseguiría producir los alimentos necesarios a su demanda y un exceso considerable para la exportación a precios que le hiciesen posible. Mal social y político, a causa de los numerosos fermentos sociales que la situación tiende a desarrollar con profundos efectos en la masa de los trabajadores del campo. Mal alimentados, mal vestidos, mal educados, sin intereses en la tierra que habitan, privados de sus mejores individuos por la emigración, los trabajadores agrícolas, de Andalucía en particular, constituyen un terreno propicio al desarrollo de todas las formas de propaganda violenta. Por temperamento y psicología, el andaluz tiende a la anarquía filosófica de Kropotkin; por ambiente y experiencia, le tientan a que siga los senderos más violentos que le muestra Bakunin. Blasco Ibáñez, que estudió esta situación de cerca, nos ha pintado un cuadro vívido y luminoso, todo inspirado por la luz que arroja un apóstol anarquista sobre las tierras miserables y desdichadas de la España meridional. Los observadores de la vida política española conocen perfectamente la curiosa relación que existe entre el fermento anarquista activo, endémico en Barcelona, y la actitud anarquista pasiva, que espera en los campos andaluces. Esta actitud se fortifica al contacto con propietarios y administradores no siempre prudentes y a veces dominantes y desprovistos del sentido necesario para darse cuenta de los tiempos en que viven; pero lo peor es que no faltan estímulos por parte del mismo Gobierno. El partido socialista hizo una labor admirable durante años enteros para convertir a esta masa miserable al credo constitucional parlamentario. Se trataba de una tarea hercúlea cerca de una raza vieja, escéptica e individualista que padecía una tiranía secular en nombre de la ley y del orden establecido; pero cuando las masas, al fin convertidas, acudían a los comicios, todos los medios, buenos y malos, y sobre todo los malos, se utilizaban por parte del Gobierno para impedirle el uso legítimo del voto; candidatos encarcelados a quienes se vedaba el acceso a partes del distrito; votos falsificados o mal contados, no hubo recurso bastante bajo e injusto para que los Gobiernos llamados conservadores o llamados liberales lo desechasen en su afán por “hacer” las elecciones desde Madrid. En cuanto a conflictos sobre salarios, el campo andaluz no ha olvidado que un ministro de la Gobernación, conservador, ideó, como remedio a una huelga sobre salarios, aumentar el sueldo a la Guardia civil.

La situación es, pues, deplorable. ¿Qué se puede hacer para mejorarla? Dos son los problemas que requieren atención urgente: en primer lugar, la cuestión de la propiedad de la tierra y de los conflictos de arriendo; en segundo lugar, el crédito. No han faltado los esfuerzos en una y otra dirección. En cuanto a la propiedad de la tierra, la dificultad es doble: por un lado los latifundios, o vastas extensiones de tierra bajo un solo propietario; por otro, la propiedad demasiado pequeña para una explotación económica. Estimulada la opinión pública por una serie de enquisas, y en particular, la de 1912, sobre la situación agraria en el sur v sudeste, y la de 1919 sobre las provincias centrales y de Levante, se presentó un proyecto de ley al Parlamento en 1921 para hacer que los latifundios cayesen obligatoriamente bajo el régimen de la colonización interior. Ha habido ideas atrevidas y numerosas, pero aunque a veces llegaron hasta el Parlamento, rara vez alcanzaron realización. Sin embargo, en 1907 se instituyó una Junta Central de Colonización interior, que, reorganizada en 1917, llegó a constituir un organismo semiautónomo para administrar los fondos que el Estado dedica a la adquisición de tierra y su distribución entre pequeños colonos. También se han hecho esfuerzos por parte del Estado para limitar la excesiva parcelación, orientados algunos a reformar las leyes de sucesión. Aunque no precisamente dirigida al mismo fin, la ley de 1907 sobre el patrimonio familiar tiende a producir efectos similares, ya que limita al Estado, la municipalidad, el cónyuge y los hijos, las personas morales en cuyo favor puede hipotecarse la tierra del colono, mientras que estipula que el producto de la tierra permanecerá en todo caso libre de cargas. Se ha criticado esta medida inicial, proponiéndose medidas para completarla de un modo liberal, en particular en 1921. Pero la tendencia general de la labor realizada en relación con la propiedad de la tierra es más bien hacia el estudio y la preparación, que suelen ser excelentes, que hacia la ejecución y la legislación, que suelen ser mediocres. Ello se debe, en parte, a la influencia política de los propietarios de la tierra y, en parte, a la inestabilidad política española.

En cuanto al crédito, los Pósitos constituyen una institución tradicional de crédito rural, municipal en su origen y basado no en dinero, sino en grano. La existencia de estos Pósitos ha constituido, hasta cierto punto, un obstáculo más que un estímulo al desarrollo de medidas más modernas de crédito agrario. Sin embargo, se han modernizado los Pósitos, y sus operaciones de crédito se han elevado a la suma de 24.000.000 anuales. En época más reciente se ha constituido una organización nacional de crédito agrario con el nombre de Junta del Crédito Agrícola, que lleva ya varios años actuando con éxito creciente, no sólo proveyendo de crédito al pequeño cultivador, sino también como el deus ex machina, que en tiempo de crisis de una u otra de las producciones agrícolas españolas —vino, aceite o fruta— interviene para salvar al productor del ansia excesiva que suele afligir al intermediario.

La única institución que rivaliza con el Estado en este terreno es la Iglesia. Ya al principio del siglo algunos católicos inteligentes se dieron cuenta de la importancia social y política de la cuestión. Tras una campaña de propaganda apoyada por obispos y curas, se llegó a la creación de Sindicatos o Asociaciones rurales de crédito apoyadas en Bancos de responsabilidad colectiva e ilimitada, sistema que, sobre la base social restringida que da la comunidad aldeana, parece presentar grandes ventajas prácticas. El movimiento ha obtenido éxito considerable, llegándose incluso a un esqueleto de Federación en 1912 y a la creación en la misma fecha de la Federación de los Sindicatos de Castilla la Vieja y León. Actualmente la Confederación Nacional Católicoagraria se extiende a todo el territorio nacional.

Esta organización aspira a fines ambiciosos y, además, los consigue. Organiza la compra colectiva de abonos y de maquinaria y la venta colectiva del producto, así como la explotación colectiva de un buen número de operaciones industriales-agrícolas, tales como las correspondientes a la producción del vino, de la harina, del aceite, la administración de mataderos, la construcción y explotación de centrales eléctricas, etc. Estimábanse en 1926 sus edificios en un valor de 20.000.000 de pesetas; sus depósitos y préstamos, en 250 y 200 millones, respectivamente. Este organismo ha llevado a efecto amplias operaciones de colonización interior y valiosas labores de irrigación.

Se observará que la palabra católico figura como bandera de combate en el título mismo de la Federación. Puede parecer extraño que se insista sobre el carácter católico de una institución de fines no precisamente religiosos en un país en que —sobre todo si hemos de creer a la Iglesia— todo el mundo es católico. Así se revela la tendencia militante y política de la organización. La Iglesia se ha dado cuenta de la enorme importancia política del campo en España, y la Federación gasta abundantes fondos en propaganda. Posee 70 periódicos y cinco diarios.

A pesar de la actividad que despliegan, tanto el Estado como la Iglesia, la cuestión agraria no está resuelta en España. La parcelación de grandes propiedades pudiera no ser una buena solución, porque, dados los nuevos métodos que los tiempos imponen a la producción, parece más económico conservar vastas superficies bajo una misma dirección técnica y económica, sin contar con que no hay garantía ninguna de que, por aplicación de los mismos métodos dudosos que prevalecieron en el pasado, las parcelas distribuidas a costa de las grandes propiedades no volverán otra vez a caer en las manos de algún gran propietario poco escrupuloso, reconstituyendo así la gran propiedad. Los técnicos del asunto parecen inclinarse a una solución más en armonía con las tendencias añejas en el pueblo español. La vida municipal era vigorosa en la España de antaño, que había heredado de los habitantes más antiguos de la Península una tendencia a la propiedad colectiva municipal de la tierra. Muchos Ayuntamientos españoles poseen todavía bienes de propios. Es probable que con el retorno a la propiedad municipal de la tierra, combinado con una organización técnica y financiera más en armonía con nuestros tiempos, España encuentre una solución original, sana y económica para asegurar la prosperidad de su agricultura y una vida social y política independiente para su pueblo.

 

 

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