España

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CAPITULO XI

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CAPITULO XI

LA CUESTION OBRERA

En el plano material, la nota típica del siglo XX en España ha sido un rápido desarrollo de su vida económica en general y de poderosos centros industriales en Vasconia, Cataluña, Asturias y Valencia, así como en otros distritos como Sevilla y Zaragoza. Por otra parte, como acaba de apuntarse, su organización agraria defectuosa, jurídica y socialmente, puebla al campo con una numerosa clase campesina que en la mayoría del país, y sobre todo en el sur, vive en circunstancias precarias y aun miserables. He aquí, pues, en presencia elementos que contribuyen a crear una cuestión obrera difícil. Por un lado, centros de atracción industrial en los que los salarios tienden a subir, atrayendo las masas del campo miserables hacia las grandes ciudades, ya por efecto de la presión que ejerce la necesidad económica, ya como consecuencia de un acto de guerra industrial; por el otro, una masa de trabajadores urbanos bajo una amenaza continua de paro por explotación a favor de las reservas ilimitadas de amarillos, que en enjambres, mal alimentados y mal vestidos, vegetan sobre los campos incultos. Añádanse a este cuadro de elementos objetivos y económicos los rasgos subjetivos y psicológicos que da el carácter nacional, y se obtendrá la clave de la historia obrera contemporánea de España en todas sus complicaciones.

No hay quizá otro aspecto de la vida española contemporánea que mejor se preste al estudio comparado de las variaciones locales de carácter en la Península. Tiene este punto cierta importancia, sobre todo en relación con algunos de los argumentos manejados a este respecto por los adalides extremistas del catalanismo. La cuestión obrera en España permite observar claramente el papel director que desempeñan dos regiones: Cataluña y Castilla, y quizá con más exactitud, dos ciudades: Barcelona y Madrid. Las zonas de influencia de estos dos centros son para Barcelona, Andalucía y, hasta cierto punto, Murcia, Valencia y Aragón. Para Madrid, el resto de la Península. Esta distribución geográfica es muy significativa, por ser espontánea y natural, de ningún modo consecuencia de un esfuerzo deliberado de organización, ni de una línea preexistente de comunicaciones o administrativa, sino, por el contrario, un hecho natural que, desde el principio, determinó los acontecimientos. Además, este dualismo no se debe a una mera oposición entre instituciones u hombres rivales, ni puede explicarse por intervenciones locales o de Estado, ni menos todavía por la existencia del nacionalismo catalán, ya que las líneas divisorias de las cuestiones obreras para nada coinciden, antes bien cruzan las líneas divisorias del nacionalismo peninsular. Aquí, pues, nos encontramos en presencia de un hecho espontáneo de la naturaleza cuyas raíces han de hallarse en el carácter. La clave de los movimientos de Barcelona es el individualismo, la de los movimientos obreros de Madrid es el institucionalismo, contraste que, en último término, reside en el carácter, y sobre el que es preciso insistir.

En general, Barcelona es anarquista y Madrid socialista. Cuando el movimiento obrero europeo se partió en dos en la crisis de la primera Internacional de 1879, al separarse Marx y Bakunin en diferentes direcciones para no volver a encontrarse jamás, los temperamentos que latían bajo sus respectivas doctrinas correspondían a los temperamentos que podían observarse respectivamente en Madrid y en Barcelona. Así, pues, en este terreno insospechado de la evolución obrera, volvemos a encontrar al sentido institucional y de autoridad que en la Península Ibérica es característico de Castilla. Prueba de que ambas partes sabían a qué atenerse sobre el particular es este detalle significativo: cuando en 1879, como consecuencia del cisma de La Haya entre Marx y Bakunin, el movimiento español se dividió (en el Congreso de Zaragoza), los secuaces de Marx se definieron como autoritarios, mientras que los de Bakunin adoptaron el nombre de anti-autoritarios. Esta diferencia marca a las claras la oposición entre el concepto castellano y el catalán.

Los caminos del espíritu no son siempre inescrutables, pero suelen dar rodeos pintorescos. Aunque el socialismo de Castilla se ufana de su libertad religiosa y se considera como el adversario natural de la fe católica, su política se inspira, al menos subconscientemente, en una actitud para con las cosas de la vida fuertemente influida por las profundas tradiciones de la España católica. El sentido de autoridad, el instinto de gobierno desde arriba, de firme dirección, de responsabilidad y poder en el jefe, de peso y dignidad en las instituciones, todas las tendencias subconscientes del socialismo castellano, que posee, desde luego, en común con las demás manifestaciones de la vida pública y privada de Castilla, pueden considerarse como manifestaciones del sentido católico de la debilidad del hombre y de su tendencia al error, de esa profunda convicción que ni es prudente para con la sociedad ni caritativo para con el individuo, permitir al hombre que sobrelleve un peso excesivo de libertad individual. Los autoritarios del siglo XIX eran los dignos descendientes de aquellos españoles del siglo XVI que concibieron el imperio español como una vasta institución basada en la autoridad y orientada al bien del hombre. Ha cambiado la fe, y el otro mundo ha pasado de una eternidad soñada a un ideal soñado; pero el sentido grave, serio e institucional que anima a los socialistas castellanos de hoy es el mismo que inspiraba a los teólogos y juristas de antaño 8. El movimiento socialista de Madrid es, pues, la única entidad verdaderamente histórica en la política moderna española, la única que posee una vida íntima que le da un valor prominente, creciente y formativo en la historia contemporánea de España 9.

En profundo contraste con esta versión contemporánea de un aspecto secular de la vida española, el movimiento obrero de Cataluña se nos aparece como una serie de agitaciones violentas y pasajeras que surgen de un individualismo ilimitado, en la teoría como en la práctica. El socialismo de Madrid, aun viniendo de Marx, evoca el castizo pesimismo ortodoxo de las profundidades del alma castellana, y así se nacionaliza rápidamente. El anarquismo de Barcelona, inspirado en las enseñanzas de Bakunin, procede del incurable optimismo de Rousseau y se agita con todo el entusiasmo del romántico mediterráneo. Si los hombres son naturalmente malos, o, como dijo Sancho, “como Dios los hizo y a veces peores", se necesitan instituciones que, uniéndolos en conjunto orgánico, les obliguen al bien mutuo. Mas si los hombres son naturalmente buenos, los males de la vida colectiva, por fuerza, han de fluir de las instituciones y de los tiranos, de modo que con destruir unas y otros hallaremos al hombre bueno restablecido a su estado prístino y natural. Este credo tenía que atraer poderosamente a un pueblo tan individualista como el catalán; tenía que provocar entusiasmo en una raza de andaluces pobres que no habían visto nunca en su historia los beneficios de institución alguna. La evolución del movimiento obrero en España resulta de la acción mutua de estos dos polos: Madrid y Barcelona; socialismo y anarquismo; instituciones y agitaciones, acción política y acción directa.

Las raíces históricas del movimiento son ya antiguas, y los juristas nos dicen que ya en Las Siete Partidas, Alfonso el Sabio dicta medidas contra las cofradías de obreros, perjudiciales para la tierra o para la soberanía del rey, pero que no son, sin embargo, contrarias a la mera asociación. Clarifícase esta diferencia en siglos posteriores, separándose las cofradías propiamente dichas, cuyo objeto es la organización de clase, de los gremios, basados en la industria y no en la clase, que intentan fomentar leyes castellanas, catalanas y valencianas. Hacia 1770 el Consejo Superior de Castilla estimaba que existían en España 25.927 cofradías, con un gasto anual de 11.687.618 reales y vastas propiedades. El siglo XVIII se orienta en sentido desfavorable, tanto a los gremios como a las cofradías, y los pensadores políticos de la época, como Ward, Campomanes y Jovellanos, los atacan en nombre de la libertad industrial. Carlos III y Carlos IV legislan en ese sentido, y las Cortes de Cádiz, al abrir ampliamente las puertas de la libertad, decretan plena libertad industrial en 1813. Fernando VII, que puso especial empeño en cerrar todas las puertas que habían abierto las Cortes, se remontó en su celo antiliberal a la legislación anterior a la de su abuelo. Pero su absolutismo no le sobrevivió, y antes de que su hija llegase a empuñar el cetro, la reina Regente dictó los decretos del año 1834: uno, sobre los gremios, que sólo permitían si se orientaban al progreso industrial y no eran contrarios a la libertad de la manufactura, la circulación de mercancías y productos en el territorio nacional o la competencia ilimitada entre el capital y el trabajo; el otro, declarando que todos los que ejercen las artes mecánicas y los oficios, ya directamente, ya por medio de terceras personas, son dignos de honor y estimación por servir al Estado de modo útil, y como consecuencia lógica de este magnánimo principio, el decreto reconocía que las personas así ocupadas en trabajos útiles podían tener acceso a puestos, honores y dignidades, lo mismo que las personas desocupadas. A pasos tan atrevidos avanzaba la monarquía española preparando la resurrección de los principios liberales de Cádiz, que proclamó, al fin, en 1836.

Pero el movimiento obrero, en el sentido moderno de la palabra, no es meramente industrial: ha menester respirar el aire libre de la opinión pública y, por consiguiente, necesita poseer órganos políticos y vida política. El movimiento obrero español no podía adquirir desarrollo hasta que el derecho de asociación y reunión estuviese reconocido por el Estado y dejase de estar considerado como sedicioso. La conquista gradual de estos derechos pertenece a la historia política del siglo. Como era de esperar, no se hicieron grandes progresos bajo Fernando VII, el rey para quien pensar era una funesta manía. A pesar de la ley tímidamente liberal de 1822, la opinión oficial en 1848 todavía declaraba ilícitas las Asociaciones "en las que se leen periódicos y se debaten cuestiones políticas”. Hasta 1862 no se vislumbra el movimiento que la historia preparaba. En aquel año 15.000 obreros de Barcelona presentaron al Congreso de Diputados una petición solicitando “libertad de asociación para combatir contra el capital noble y pacíficamente”. En 1864, la opinión pública obliga a Cánovas a dar un paso por el camino de la libertad con una ley de espíritu tan conservador que definía las reuniones públicas como reuniones de más de veinte personas en el domicilio de una de ellas. Pero la revolución del 68 precipitó los acontecimientos, y por un decreto del 28 de noviembre se reconoció el derecho de reunión y asociación sin otro límite que el de hacerse con independencia de todo país extranjero.

El sistema bajo el cual se desarrolla el movimiento obrero en nuestra época data de 1876. La Constitución nacida en aquella fecha estaba destinada a alcanzar la edad, relativamente avanzada, de cuarenta y siete años. Esta longevidad la ha debido quizá a una cláusula que le permitía dormir con frecuencia. El artículo 17 autoriza las suspensiones de garantías constitucionales mediante una ley cuando la seguridad del Estado lo demanda y “en circunstancias extraordinarias”. Si el Parlamento no está abierto cuando se presentan estas circunstancias, el Gobierno puede, no obstante, suspender las garantías, sometiendo su decisión a la aprobación de las Cortes tan pronto como fuere posible. Esta cláusula permitió a los autores de la Constitución ser bastante generosos en la concesión de garantías constitucionales, entre las cuales encontramos un artículo 13, que otorga el derecho de reunión pacífica, el de expresar el pensamiento y el de asociación para los fines de la vida humana. Mas si el sistema permitió que la Constitución viviese cuarenta y siete años —vida honorablemente larga, dado el promedio de vida de las Constituciones españolas—, obligó gradualmente al movimiento obrero a refugiarse en las fronteras de la legalidad, puesto que tan pronto se encontraba “garantizado” por la Constitución como perseguido cuando, caso frecuente, el Gobierno opinaba que las circunstancias eran “extraordinarias” y suspendía las garantías. Esta ducha escocesa que le administraba el Estado resultó estimulante para el movimiento obrero, pero contribuyó a desarrollar la tendencia individualista y anarquista de Barcelona a expensas de la tendencia institucional y constructiva de Madrid.

Los primeros síntomas del movimiento se presentan hacia 1840. En esta fecha, Munts, tejedor catalán, funda la Asociación de los Tejedores, mientras en Casabermeja, provincia de Málaga, se produce un alzamiento campesino que se apodera de varias propiedades, organizando una especie de Estado rebelde, que fué enérgicamente reprimido por las autoridades. La iniciativa de Munts tuvo gran éxito, y fué imitada por otros oficios, dando lugar a la Confederación de Uniones Obreras, creada en 1854, con el nombre de Unión de Clases. Dos de los rasgos que distinguían la cuestión obrera española, la tendencia a la asociación pacífica y la tendencia a la acción directa, aparecen, pues, desde el principio. El tercero, la tendencia del Estado a intervenir sin comprensión y casi siempre por medio del brazo militar, no iba a tardar en revelarse. En 1855, la intervención del general Zapatero, capitán general de Cataluña, provoca la primera huelga general que España ha conocido, y que se extendió a 40.000 obreros. Produjéronse entonces no pocos actos criminales, pero al fin prevaleció la prudencia y se terminó la huelga con una transacción en virtud de la cual los obreros renunciaron a su petición de diez horas diarias y aceptaron un jurado mixto para resolver sus diferencias. Este período se distingue por la agitación obrera que reina en toda España: Sociedades secretas, rebeliones en Zaragoza y Valencia (1855); incendios en Valladolid, Palencia y Zamora (1856); desórdenes en Olivenza y Badajoz (1859); alzamiento grave en Loja, en nombre de “los derechos del hombre, el respeto de la propiedad, el hogar doméstico y todas las opiniones”. Esta es la época de las exigencias moderadas y de los métodos violentos.

Entretanto actuaba el fermento en otros terrenos. El mismo año de 1840, que ve la iniciativa de Munts, se considera también como la fecha inicial del movimiento cooperativo con la fundación de la Asociación Cooperativa de Consumidores, que forman cien familias en Barcelona. Las Cooperativas de consumidores se propagaron entonces con relativa rapidez en el Levante y, sobre todo, en Cataluña. La primera Cooperativa de productores aparece en Valencia en 1856 con el nombre significativo de La Proletaria y con el objeto de fabricar seda. El movimiento se extiende y alcanza cierta prosperidad semipermanente. Madrid y Barcelona siguen el ejemplo de Valencia, y en 1871 se constituye una Cooperativa de impresores en Madrid.

El socialismo intelectual empieza, hacia la misma fecha, con Joaquín Abréu, que introduce en España las doctrinas de Fourier, y más tarde con Fernando Garrido, fundador del primer periódico socialista de España, La Atracción (1845), e inspirador del primer núcleo socialista de Madrid. Es significativo que la fundación del primer periódico socialista español tenga lugar en Madrid poco después de que Munts funde, en Barcelona, la primera Unión obrera; así, Barcelona y Madrid adoptan desde el principio sus posiciones como los centros directores, respectivamente, de los aspectos societarios e intelectuales del movimiento. En Madrid el tono inicial es bastante moderado, sobre todo con el sucesor de Garrido, Ordaz Avecilla, mientras que en Barcelona, Abdón Terradas y Monturiol toman en el semanario La Fraternidad actitudes claramente comunistas y abogan por medios revolucionarios.

El año 1868, en que la revolución liberal echa del trono a Isabel II, trae a España el primer emisario de la Internacional, Farinelli, de la escuela de Bakunin, a quien sigue poco después Lafargue, yerno de Marx. La Internacional hace grandes progresos en España durante aquellos años generosos en que el pueblo español se ejercita a la nueva libertad política (1868-1874). El Manifiesto de los trabajadores internacionales de la Sección de Madrid a los trabajadores de España (diciembre de 1869) va tan lejos como pudiera desear el más ferviente secuaz del marxismo. Dos Congresos obreros tienen lugar en Barcelona: uno en 1870 y otro en 1872, en que están representadas 150 Asociaciones obreras. No faltaron espíritus conservadores que, asustados por la Comuna de París, preguntaron al Gobierno lo que contaba hacer en estas circunstancias; el debate (octubre de 1871) que tuvo lugar en las Cortes puede consultarse como el repertorio más completo de todas las ideas que es posible relacionar con la libertad de asociación, sin excluir los temas de la inmanencia y de la trascendencia de Dios, que discutió Salmerón, con abundancia y autoridad. A pesar de esta universalidad, o quizá a causa de ella, el debate no dejó tras sí resultado alguno como no fuese una libertad de acción concedida al Gobierno para limitar las actividades de una Asociación nacida con tanto gas en la cabeza. En este breve período la sección española de la Internacional reunía 25.000 miembros, 149 federaciones locales, 361 secciones, 12 uniones regionales. El Gobierno provisional, formado después del golpe de Estado del 74, que cierra el período revolucionario, la declaró ilegal. Pero este primer experimento fué más útil al movimiento obrero de lo que la mayoría de sus secuaces podía imaginar entonces, porque durante estos cinco años pudo eliminar no poco de su inexperiencia y de esa falta de sentido político que tiene que purgar todavía antes de que pueda constituir uno de los valores permanentes más importantes en la vida del país.

La era de la prudencia se anuncia con la aparición del deseo de saber. Después de la Restauración del 75, algunas cabezas claras se preguntaron si no había llegado el momento de investigar los hechos de la situación social e industrial. No era la idea del todo nueva. Ya se habían hecho tentativas el año 55 por Luxán, el 69 y el 71 por las Cortes. Hasta 1883, sin embargo, no llega a tomar cuerpo la idea. En aquella fecha Moret funda la Comisión para el estudio de las cuestiones que interesan a la mejora o bienestar de las clases obreras, tanto agrícolas como industriales, y que afectan a las relaciones entre el capital y el trabajo. Cánovas acepta la presidencia. Estimularon esta actividad investigadora los crímenes y desórdenes producidos por la “Mano Negra”, sociedad secreta que comprendía 150 federaciones y 50.000 socios, y que en aquella época instauró en Andalucía un régimen de terror.

Mientras que la Comisión trabajaba e iba reuniendo una cantidad monumental de materiales, cuya publicación se prolongó desde 1889 a 1894, el movimiento en sí avanzaba en sus dos direcciones, la anarquista y la socialista. Los anarquistas formaron la Federación de Trabajadores de la Región Española, que se reunió en los Congresos de Barcelona, 1881; Sevilla, 1882; Valencia, 1883; Madrid, 1887, y Valencia, 1888, año en que fué disuelta, aunque dejando tras sí un número considerable de adeptos y algunos periódicos como Tierra y Libertad, publicado en Barcelona. Entretanto, las dos fuerzas que habían de constituir el movimiento socialista de España se manifestaban en organizaciones políticas e industriales. La primera estaba representada por un número pequeño de autoritarios que habían seguido la opinión de Marx cuando el cisma de Zaragoza, y a los cuales se debe la fundación del Partido Democrático Socialista Obrero (1879) y la del diario El Socialista (1886). En 1888 tuvo lugar el primer Congreso del partido en Barcelona. La mayoría de sus directores, y en particular Pablo Iglesias, constituían también elemento propulsor de la organización industrial que progresaba paralelamente, puesto que en 1888 se creó la Unión General de Trabajadores.

La minoría del rey Alfonso coincide con el período de preparación del desarrollo industrial del siglo XX. Durante este período las dos ramas del movimiento obrero se hallan en plena actividad. El Gobierno, a veces bien dispuesto, a veces excesivamente entregado a las clases patronales, no parece darse cuenta todavía de las ventajas que presenta un movimiento constructivo societario, y no deja de añadir sus esfuerzos a los esfuerzos de la reacción industrial.

No cabe duda, sin embargo, de que la responsabilidad de muchos de los desórdenes de esta época debe atribuirse a los anarquistas. Bombas, asesinatos y otros crímenes análogos no son ciertamente buenos métodos de propaganda, y es difícil exigir de un público poco experto en estas materias que llegase a distinguir atinadamente entre socialistas y anarquistas, sobre todo cuando tantos intereses en presencia se oponían a que se hiciese tal distinción. Aunque el Congreso de Valencia había disuelto la Federación anarquista, había quedado una Comisión de Relaciones y Estadística que actuaba como comité director y centro de intercambio para las Asociaciones locales, y que se esforzaba en atraer prosélitos por medio de Congresos y “federaciones de resistencia al capital”. Tratábase de un movimiento francamente dirigido a soliviantar las pasiones de la multitud, a estimular revueltas y acción directa. En 1889 estalló un petardo en el palacio real y fué asesinado un patrono en Barcelona; hubo una verdadera epidemia de bombas que hicieron numerosas víctimas en Barcelona de 1893 a 1896. Andalucía, eco siempre de Barcelona, vió en 1892 la rebelión campesina de Jerez, consecuencia del movimiento de la ‘‘Mano Negra” y tan criminosa como ésta. De 1890 a 1902 se produjeron series de huelgas en casi todas las partes del territorio nacional con frecuentes excesos, generalmente reprimidos con excesiva violencia por parte del Gobierno. El origen de estos disturbios, o por lo menos de su carácter revolucionario, era casi siempre anarquista por acción o por inspiración. El partido socialista y la Unión General de Trabajadores, aunque activos e inclinados a simpatizar con todos los casos concretos de abuso social, concentraban su esfuerzo en el desarrollo de sus organizaciones, la propaganda y campañas políticas de carácter liberal. Su actividad societaria se orientaba siempre a fines estrictamente profesionales, y medían su cooperación con suma prudencia siempre que se trataba de alzamientos de tipo anarquista. Los anarquistas, no obstante, consiguieron alarmar a la nación, y Cánovas, imitando ejemplos del campo liberal, hizo votar una ley para defender a la sociedad contra el terrorismo de los que tenían prisa en hacerla perfecta. Cánovas hubo de pagar con su vida, pues fué asesinado, en 1895, por un anarquista italiano.

El período que sigue a su muerte, con el franco desarrollo de la actividad industrial que se manifiesta en el país, se presta favorablemente al avance del movimiento obrero en todas sus variedades. El partido socialista y la Unión General de Trabajadores consolidan su situación en el Norte y en el Centro; la Unión General pasa de 15.000 asociados en 1899 a 147.000 en 1913, y sus secciones entre estas dos fechas pasan de 65 a 351. Aparecen entonces dos factores importantes nuevos. Por un lado, el ala revolucionaria del movimiento halla en las ideas sindicalistas aportadas de Francia una transacción adecuada entre su propio concepto anarquista y la necesidad de una organización que impone todo esfuerzo colectivo. En líneas generales, esta nueva filosofía, formulada por Georges Sorel en su famosa obra Réflexions sur la Violence, lleva a organizar el mundo de los productores, por los productores y para los productores, por métodos puramente societarios, puesto que, según él, la política no es más que la economía disfrazada como arte de gobierno; la táctica será la de guerra; las tropas serán Asociaciones de los hombres de la misma industria, es decir, los Sindicatos; las armas, la lucha de clases, incidentes, huelgas, violencia. En tanto en cuanto las ideas surgen del temperamento, había mucho en esta filosofía para atraer a la escuela de Barcelona, y poco importaba que Sorel se presentase como un Mahoma cuyo Alá era Marx y no Bakunin, pues podía aplicarse a este Evangelio lo de “hágase el milagro y hágalo el diablo”. Los cuadros de la organización se presentaban de por sí, ya que la idea de unir a los hombres de un mismo oficio era demasiado evidente para no ser aprovechada en una época tan rica en actividad obrera, y ya existían en Madrid, Barcelona y otras poblaciones industriales varias Federaciones que agrupaban a los obreros del mismo oficio bajo una dirección central. No hacía falta más que la conversión de estas Federaciones a la opinión apolítica del nuevo Evangelio. Esta fué la labor que intentó, no sin éxito, la organización centralizadora, que entonces aparece con el nombre de Confederación Nacional del Trabajo, y que, desde luego, se estableció en Barcelona como rival de la Unión General de Trabajadores, orientada hacia la política y situada en Madrid. También comenzó entonces a dibujarse en el sindicalismo el Sindicato Único, que había de hacerse famoso en los anales de la historia contemporánea española como uno de los factores más importantes de los años trágicos de Barcelona.

Mucho de lo que iba ocurriendo y de lo que había de ocurrir podía explicarse por los defectos del patrono español.

No suelen distinguirse los patronos españoles por su moderación o por su sentido del espíritu de los tiempos, pero entre ellos quizá sea el catalán el más exigente y menos tratable. “No hay peor cuña que la de la misma madera”, y el patrono catalán, generalmente pequeño patrono, suele proceder de la clase obrera y justificar este dicho en demasía. La animosidad, y a veces la violencia de los conflictos catalanes resulta tristemente clara cuando se considera el problema a la luz de este hecho. Los patronos españoles, alarmados ante el éxito de las organizaciones obreras, decidieron imitar a los sindicalistas reuniéndose en un Congreso de Federaciones Patronales en 1914. Hasta entonces habían adoptado una línea oblicua de ataque, consistente en organizar Sindicatos amarillos que, generalmente, y no deja de ser este hecho significativo, se abrigaban bajo la bandera católica. Los Centros católicos de obreros se proponían, sobre todo, conservar cierta disciplina social entre las clases proletarias. El jesuita padre Vicent, gran organizador, había conseguido establecer relaciones entre estos Centros y el movimiento obrero católico internacional dirigido por Bélgica. La organización nacional se centralizó en el Consejo Nacional de las Corporaciones Católicas Obreras, fundado en 1910, bajo la presidencia del arzobispo de Toledo. El movimiento ha alcanzado amplio desarrollo, ayudado, sin duda, por recursos financieros más amplios que los que permite el fondo de salarios estrictamente económico. El número de Círculos católicos obreros pasó, de 160 en 1906, a 376 en 1913. Este movimiento tiene indudables caracteres de complejidad, porque los Círculos procuran subsidios en casos de enfermedad, paro forzoso, vejez, accidentes del trabajo. Existe también un tipo más estrictamente societario de Asociación católica obrera desarrollado en época reciente bajo la dirección de especialistas dominicanos, como el padre Gerard y el padre Gafo.

Cuando, en el torbellino que produjo la guerra, los movimientos diversos que agitaban el país, entre ellos el obrero, convergieron hacia la crisis de 1917-21, la organización obrera de España iba progresando en sus diversas ramas, todas divergentes. Los acontecimientos de la guerra son tan complejos, que no pueden interpretarse sólo desde el punto de vista obrero. Bastará con apuntar aquí que cuando don Alfonso XIII se encargó directamente de la corona como rey nominalmente irresponsable de una monarquía nominalmente constitucional, el obrerismo no era ya en España espíritu vaporoso de una utopía extranjera flotando vagamente sobre una masa dispersa e ignorante de obreros miserablemente explotados, sino movimiento relativamente poderoso en plena evolución hacia un socialismo de Estado conscientemente republicano en Madrid, hacia instituciones religiosas y sociales en las organizaciones católicas y hacia un esfuerzo de subversión deliberadamente violenta de la sociedad en el centro siempre agitado de Barcelona y en las llanuras, hambrientas de tierra, de Andalucía.

 

 

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