España

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CAPITULO XIII

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CAPITULO XIII

EL EJERCITO. - MILITARISMO

La palabra militarismo no corresponde muy exactamente al fenómeno español que pretende describir. Adóptase aquí tan sólo para conformarse a un error tradicional que le da, hasta cierto punto, carta de naturaleza. No se trata en España de un fenómeno comparable al de países, como la Prusia de anteguerra, en que una casta militar dominaba la política nacional, sobre todo en materia de defensa y relaciones exteriores, con un espíritu y una intención belicosos. El mal que aflige a España merecería con más exactitud el nombre de pretorianismo, puesto que un cuerpo de oficiales, sin la menor pretensión a formar casta, domina la vida política nacional con poca o ninguna preocupación en materia extranjera y atento tan sólo a asegurar su propio poder sobre el Estado y a gozar de una proporción desmesurada del presupuesto nacional.

El mal es relativamente reciente en España, mas no sin raíces en una tradición añeja y hasta en el carácter nacional. Empiezan a figurar los generales en la política española durante la guerra de la Independencia. Pausa y meditación merece este hecho: que el pretorianismo aparece en la política española al propio tiempo que España da sus primeros pasos como pueblo libre.

Castaños, el vencedor de Bailén, y Riego, el primer conspirador, son los primeros nombres de una lista que había de llenar todo el siglo XIX y aun prolongarse inesperadamente en el XX. La guerra civil, que, con cortos intervalos de precaria paz, constituyó la ocupación más absorbente de los españoles de 1800 a 1876, y las guerras coloniales, que, en una forma u otra, continúan hasta la fecha, proporcionaron pretextos plausibles para sostener un pie militar que permitía a un buen número de oficiales elevarse a los cargos más altos del Estado mediante el escalafón militar. Hombres como Espartero y Serrano, que llegaron a ser regentes del reino por una combinación de audacia militar, valor personal y éxitos de campaña relativamente fáciles, no se habrían elevado a alturas comparables de haber seguido carreras que necesitasen un ejercicio más que mediano de la fuerza cerebral. El Ejército, además, al establecer la costumbre, que él mismo se encargó de convertir en necesidad, de confiar los Gobiernos generales de ultramar a jefes militares, acaparó cierto número de puestos envidiables, a la par que por medio de audaces intervenciones en la política se alzaba también de cuando en cuando con altos cargos del Estado. Este conjunto de circunstancias vino a hacer de la profesión militar una especie de lotería en que los hombres ambiciosos y atrevidos, mas no excesivamente dados a la lectura, entraban con entusiasmo. Sería erróneo imaginar al Ejército español como una vasta máquina militar poderosamente organizada para alcanzar el mayor rendimiento posible en la guerra a base de la fuerte proporción del presupuesto que consume. Se trata, por el contrario, de una máquina burocrática que gasta la mayor parte del dinero que recibe en personal superior de generales y oficiales, una proporción más pequeña en material y una proporción todavía menor en la preparación técnica de la guerra. De hecho, el Ejército español importa más como instrumento de política interior que como arma de guerra.

Durante buena parte del siglo XIX fué el Ejército una fuerza más bien liberal. Se ha observado con bastante agudeza que la guerra civil intermitente del siglo XIX puede interpretarse como una lucha por la supremacía entre el Ejército y la Iglesia, lucha que termina en una transacción y alianza entre ambas fuerzas. Esta observación explicaría el cambio de frente que hace el Ejército durante la restauración, desde su liberalismo de antaño hasta su actitud reaccionaria de hogaño. Pero este cambio se debe a causas más complejas. Cánovas, que se dió perfecta cuenta del mal pretoriano, hizo lo que pudo por que los generales no se mezclasen en política; pero, falto de verdadera altura como hombre de Estado, no supo proporcionar al trono una base distinta de la militar, con lo que dejó al país en peligro de recaída que las circunstancias hicieron fatal. La Iglesia ya no era rival suficiente para el Ejército, porque en España, la Iglesia, aunque apoyo fuerte de la estructura, dada la estructura, caería de por sí si el conjunto cayese. El peligro apuntaba desde otra zona, y, en particular, del desarrollo del espíritu de ciudadanía.

Hay dos razones que lo explican. La primera es que el desarrollo del espíritu de ciudadanía tendía gradualmente a crear una colectividad nacional capaz de apoyarse sobre base propia, y, por consiguiente, independiente de la especie de aparato quirúrgico del Ejército (o de la Iglesia). El Ejército se dió perfecta cuenta que esta fuerza nueva, al crecer, acabaría por abolir la actividad política de la institución militar, reduciéndola a las proporciones modestas que objetivamente requiere un país tan libre de toda amenaza extranjera territorial como España. La segunda razón es que, mientras este espíritu de ciudadanía estimulaba formas sanas de vida política, también inspiraba otras formas más violentas, quizá no más graves que las que han agitado a otras democracias, pero, al fin y al cabo, deplorables. Las nuevas fuerzas sociales no suelen estar muy bien dotadas de sentido común ni de tacto. Así que a veces era difícil distinguir entre los que se agitaban para construir una España nueva y los que se agitaban por destruir una España vieja, arrastrando en su labor buena parte de la nueva también. Por otra parte, no son los Ejércitos instituciones en las que abunde la penetración psicológica. Por un proceso de selección natural atraen a su seno hombres de más temperamento que juicio. Añádase que los oficiales atravesaron después de 1898 un período de sensibilidad exacerbada muy explicable en las circunstancias de entonces, ya que en ultramar el Ejército había desplegado el valor y el espíritu de sacrificio que le son usuales, pero no el rendimiento y la capacidad administrativa ni la competencia en el mando que hubieran sido de desear. Además, el espíritu de ciudadanía se movía precisamente en direcciones contrarias a las tendencias más íntimas del Ejército. Es natural que el Ejército en todo país tienda a considerarse como la encarnación de la patria, y así el de España se sintió ofendido por las formas nacionalistas que el progreso ciudadano vino a tomar en Cataluña, y en las que veía, no siempre sin causa, un peligro para la unidad de la patria. Los movimientos políticos de las masas tomaron a su vez una forma republicanosocialista, y el Ejército, entonces profundamente monárquico, se manifestaba directamente interesado en la materia. Todas estas tendencias y estos sentimientos se polarizaban en un vigoroso espíritu de cuerpo. Aunque procedente de todas las clases sociales y tan abierto y democrático como el Ejército francés, sin razón ninguna que pueda separar a sus 20.000 oficiales de las clases medias de que en su mayoría proceden, el Ejército español posee un fuerte espíritu de cuerpo que viene a ser una forma colectiva del individualismo de la raza. Finalmente, el Ejército posee la fuerza, y la fuerza, tentadora para todos los pueblos, es la más irresistible de las tentaciones para el español.

El conflicto comenzó a manifestarse en Cataluña cuando, en 1905, una caricatura de pésimo gusto en un periódico catalanista sin importancia produjo un estado de excitación tal en la oficialidad, que la redacción del periódico, invadida por un grupo de oficiales, quedó poco menos que destruida en unos minutos. Las autoridades no tomaron ninguna medida disciplinaria contra los oficiales culpables; lejos de ello, la agitación militar así iniciada culminó, tras dos crisis ministeriales, en la llamada ley de Jurisdicciones, que entrega a los tribunales militares a todo aquel que de palabra o por escrito ataque a las instituciones militares.

El Gobierno y el Parlamento que votaron esta ley eran de origen liberal. La votaron contra su voluntad y con los ojos abiertos. Sabían perfectamente que la batalla que las instituciones civiles acababan de perder había de ser la primera en una larga campaña cuyo fin preveían por lo menos algunos de los hombres que acababan de humillarse en su derrota. Desde aquel día el poder de la clase militar en el Estado —poder que en asuntos puramente militares había sido siempre predominante— franqueó los límites profesionales y empezó a intervenir imperiosamente en el terreno civil. El progreso de la ciudadanía se encontró, pues, con serio obstáculo. Pero el peligro había de amenazar también a instituciones más antiguas y más altas, y esta ley, que la corona había ayudado al Ejército a arrancar del Parlamento, iba a reforzar el Ejército contra los intereses, quizá la seguridad, desde luego el prestigio, de la corona misma.

A partir de este momento, el Ejército es la fuerza predominante en la política española. El rey se apoya en él contra el movimiento de avance del progreso civil. Ya reclamaba el derecho de comunicar directamente con los generales en jefe sin contacto con sus ministros, uso francamente anticonstitucional, que toleraron con culpable flaqueza sus consejeros, ya organizaba audiencias militares exclusivamente reservadas al Ejército y a la Marina, ya visitaba ostentosamente cuarteles y Círculos militares, acudía a banquetes, hacía discursos. El presupuesto de Guerra llegó a hacerse sagrado para manos civiles. Concediéronse a laboratorios militares, escuelas militares, establecimientos de sanidad militar sumas sin límite, que se negaban con parsimonia a los establecimientos civiles análogos. Los cargos de ministro y subsecretario de la Guerra quedaron monopolizados en general, sin que fuera posible su acceso a los civiles. Desapareció en la práctica toda intervención civil de los gastos militares. El Ejército y su administración llegaron a ser un Estado en el Estado.

De aquí dos consecuencias. Esta enorme administración, libre de toda intervención por parte del Tesoro, que la alimentaba, llegó a ser tan pesada como incompetente. Se desarrolló desproporcionadamente la cabeza mientras padecía el cuerpo evidente descuido, hasta el punto de que en 1927 contaba el Ejército con 19.906 oficiales (entre ellos 219 generales) para 207.000 soldados, número que venía a reducir todavía la costumbre de licenciar antes de tiempo a una parte considerable de los reclutas. Aun así, y aceptando sin corrección estas cifras, la proporción de oficiales a soldados era de diez por ciento, mientras que en Francia no llegaba en igual fecha a cinco por ciento (30.622 oficiales y 606.917 hombres). Esta comparación con el país mejor organizado militarmente prueba que la administración del Ejército español se halla sobrecargada de burocracia, que no tiene suficientes quehaceres profesionales, precisamente porque el objeto de su administración, la defensa nacional, se halla sacrificado al sujeto, que es la oficialidad.

Como resultado natural de esta situación, la oficialidad —que es la realidad a que se refiere la palabra Ejército en política— se orientó hacia los asuntos civiles. Existía un antagonismo latente implícito en las condiciones en que venía desarrollándose la vida política española, antagonismo que se manifestaba agudamente siempre que la opinión civil venía a cruzarse con uno u otro de los dogmas militares. Ya fuese una tentativa de reducción de los gastos excesivos de personal militar, ya una concesión al autonomismo catalán, ya una decisión en materia marroquí que tendiese a limitar las perspectivas de prestigio y movimiento de escalas de tan costosa aventura, los Gabinetes parlamentarios y el personal político sabían que tenían que exponerse a un verdadero calvario de actos de franca indisciplina: protestas, reuniones de oficiales, discursos insolentes de diputados militares y hasta de ministros de la Guerra que no vacilaban en declarar desde el banco azul que hablaban en nombre del Ejército. La corona, desde luego, apoyaba en todo a “sus” oficiales.

Gradualmente, este antagonismo entre el Estado y el Ejército vino a provocar la organización de los oficiales en una especie de sindicato profesional que no tenía por objeto el perfeccionamiento de los deberes profesionales de sus armas dentro de la jerarquía y de la disciplina, sino, por el contrario, la defensa de sus intereses de cuerpo. Este episodio del pretorianismo español viene a engarzarse tan estrechamente con los acontecimientos que determina la guerra, que será conveniente dejarlo para un capítulo posterior. Nos limitaremos aquí a apuntar que el movimiento conocido por las Juntas de Defensa es una de las aberraciones más monstruosas que registra la historia de las instituciones españolas. Los oficiales del Ejército hallaron esta arma en el parque del obrerismo sindicalista y volvieron contra el Estado la fuerza que el Estado les había confiado. El efecto moral de este ataque, verdaderamente anarquista, contra la fuente de toda autoridad y de toda institución fué tan profundo, que desde entonces han venido cayendo instituciones en España, y no es seguro que las caídas hayan terminado.

Y sin embargo, la experiencia enseña que el Ejército es un elemento indispensable en la vida interna de España. Difícil sería explicar cómo una institución totalmente inútil podía haber adquirido tamaña ascendencia sobre la nación. El Ejército asegura ese mínimo de orden externo y mecánico, sin el cual es imposible la evolución hacia el orden interno y espiritual, que es el verdadero sentido del progreso. La tendencia al desorden se produce en el pueblo español por el juego de ciertos rasgos esenciales de su carácter. Normalmente pasivo, el español es dado a explosiones de actividad al ser provocado por los acontecimientos. Los jefes políticos lo saben perfectamente, como lo prueban frases como “hay que calentar las pasiones” o “el ambiente está caldeado”, expresiones que en un medio político inglés serían incomprensibles, pero que leídas en un periódico español resultan naturales. Por otra parte, el carácter extremo del idealismo español, ese ritmo pendular entre el nada de la depresión pesimista y el todo de la exaltación optimista que lo caracteriza, multiplica en el español las energías de sus momentos enérgicos. Por último, late siempre en España la tendencia a partirse en grupos antagonistas dispuestos a saldar sus diferencias en lucha civil.

En un pueblo así, el Ejército es un órgano indispensable de Estado. Asegura el orden y proporciona un ambiente neutral, en el que pueden mezclarse todas las tendencias. Incidentalmente, desempeña ciertos servicios auxiliares, como escuela de adultos, dando instrucción elemental a los reclutas analfabetos. Este detalle sugiere un paralelo curioso entre el Ejército y la Iglesia. Ambos son útiles como instituciones en un país en el que las instituciones son escasas y precarias a causa del excesivo vigor del individualismo: la una es el agente más importante de desarrollo espiritual; el otro, el agente más importante de orden y de estabilidad. Y, sin embargo, por una trágica inversión de las reglas normales de la vida, la Iglesia, con su beatería y superstición, se vuelve con toda su fuerza formidable contra el desarrollo espiritual del país, y el Ejército, por su actitud imperiosa e indisciplinada, socava la ley civil, corta las raíces del orden y precipita la decadencia de las instituciones, a comenzar por la suya propia.

Así, pues, durante la primera parte del reinado de don Alfonso XIII se discernían ya las líneas generales del problema actual: ¿cómo crear instituciones bajo la “protección” de las dos existentes, ambas orientadas en contra de sus propias funciones, olvidando, falseando y hasta invirtiendo trágicamente sus deberes y sus fines?

 

 

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