España

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CAPITULO XIV

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CAPITULO XIV

LA CUESTION CATALANA

I. Aspecto psicológico.

 

La cuestión catalana, y en menor grado las que plantean los movimientos de resurgimiento de conciencia local en Vasconia y Galicia, son quizá las más difíciles, pero también las más fértiles en la vida pública contemporánea de España. Complícalas increíblemente una mezcla de nociones más o menos confusas emanadas de la antropología, el arte, la literatura, la historia y la economía política. Así, por ejemplo, la disputa sobre si Cataluña es o no nación, sobre si los catalanes son o no raza aparte y otras disquisiciones de análoga puerilidad enturbian y apasionan una discusión que las circunstancias hacen difícil y los caracteres hacen espinosa, pero que, al fin y al cabo, es posible encauzar hacia soluciones claras y sencillas.

La Península, como todo el mundo sabe, manifiesta una unidad fundamental en una admirable variedad de formas y aspectos, observación que se aplica idénticamente a sus habitantes. Hallamos en la Península un rasgo general común, cuya impresión dominante es el de una elevada inaccesibilidad, y al mismo tiempo variedad de ambientes de clima y tierra separados por obstáculos naturales que vienen a constituir entre las partes otra inaccesibilidad interna análoga a la inaccesibilidad externa del conjunto. De igual modo hallamos en el carácter español un vigoroso individualismo que lo separa netamente del resto del mundo occidental, mientras que en el interior de la nación se acusan caracteres regionales netamente separados entre sí por mutua diferenciación, especie de afirmación del individualismo español hacia dentro, imagen del individualismo hacia fuera que distingue al español de los demás europeos.

Este rasgo del carácter nacional es, pues, el verdadero origen de los movimientos centrífugos que se observan en la Península y que se deben, precisamente, a su profunda unidad psicológica. Y no se debe a mero accidente el que tales movimientos se manifiesten en Cataluña, Vasconia y Galicia, ya que son éstas las partes de España en donde se observa la indicación más clara de un genio nacional individualizado. Un lenguaje, en cuanto es creación de un pueblo y no imposición de una cultura extraña, es como una señal natural que indica la existencia del pueblo que lo ha creado. El que el francés y el español se parezcan no indica que los pueblos respectivos se parezcan, puesto que el parecido de las dos lenguas no se debe a los dos pueblos, sino al hecho histórico, fortuito y externo a ambos, de una conquista romana común; el que el francés y el español difieran significa, en cambio, que los pueblos respectivos difieren, puesto que las diferencias entre ambos idiomas, nacidos de un tronco común, sólo pueden deberse a las diferencias entre los dos pueblos que los han ido formando a partir del latín.

La pretensión de Cataluña a constituir algo más que una mera región se desprende, por consiguiente, con toda evidencia del hecho de que habla una lengua propia. (Las tentativas de algunos castellanos para eludir este problema, considerando al catalán como dialecto del castellano, no merecen siquiera discusión. Para la ciencia filológica, como para el sentido común, el catalán es tan lengua como el castellano.) No faltan discusiones, más o menos académicas, sobre si el catalán procede del provenzal o de otra fuente. Pero el caso no puede ser más claro. El catalán procede de Cataluña.

Ahora bien, ¿qué es catalán y qué es Cataluña? Para los catalanistas de la escuela nacionalista, Cataluña es las cuatro provincias del condado, más el reino de Valencia y las islas Baleares. No faltan los que, llevados por una lógica entusiasta más allá de las fronteras, se lanzan a la anexión del Rosellón, y si no añaden al mapa de “Cataluña” la villa de Alghero, en Cerdeña, que todavía habla catalán, no olvidan mencionarla en su inventario. Tal es, en efecto, la Cataluña filológica. Pero es el caso que Valencia no quiere ser otra cosa que Valencia. Su lengua difiere lo bastante de la catalana para poder permitirse gramática y vocabularios propios si sus literatos quisieran construírselos, como lo han hecho los catalanes a la suya. Sin embargo, cabe dudar de que el valenciano hubiese subsistido como dialecto aparte, de haber florecido la cultura catalana en Barcelona durante varios siglos. Desde luego, el valenciano difiere menos del catalán que los dialectos franceses del francés de París o que el inglés de Yorkshire del inglés literario. Con todo, puesto que el valenciano puede explicarse históricamente por la repoblación de Valencia con colonos catalanes después de la conquista de Jaime I, la existencia de este lenguaje en Valencia no bastaría para justificar la catalanidad de los valencianos como la existencia del catalán justifica la de los catalanes, ya que en el caso de Valencia el fenómeno lingüístico sería análogo al de la común latinidad del francés, español e italiano, debida al accidente común de la conquista romana, y por lo tanto, en el caso Valencia-Cataluña, lo importante sería, no la similitud, sino la diferencia de las lenguas, y la conclusión sería, no la similitud, sino la diferencia de los pueblos.

Dejando a un lado, por ahora, el vasco, existen en la Península tres lenguajes principales: el castellano en el centro; el portugués en el sudoeste (con el dialecto gallego en el noroeste), y el catalán en el nordeste (con el dialecto valenciano en el sudeste). Este hecho se interpreta del modo siguiente en otro de los libros del autor 11.

“Vista en conjunto, por encima de las contingencias históricas y políticas que han ocultado su unidad intrínseca, la Península española se nos aparece como una entidad espiritual bien definida. Hecho es éste que los críticos portugueses comienzan a percibir y los catalanes a olvidar, unos y otros obedeciendo a una ley histórica, pues si Portugal ha pasado ya del período de su propia afirmación como subentidad aparte dentro de la entidad hispana, Cataluña, por el contrario, inicia una época de lucha encaminada a poner su personalidad dentro de la Península a salvo de los prejuicios políticos. La psicología de guerra no es la más propicia al pensamiento, y así no extrañará que los críticos catalanes no se den cuenta muy clara del vigor de los lazos que les unen a la Península, o, mejor, de las raíces que hacen de ellos parte y esencia del espíritu de la Península como la tierra que habitan lo es de su cuerpo. Pero la unidad espiritual de España 121 no depende de las opiniones de los críticos, sino que se funda en más hondas realidades. Lo cual no quita para que estas opiniones tengan su utilidad, puesto que ponen de relieve un hecho no menos importante que el que tienden a obscurecer, y es que España no es una unidad simple, sino una unidad compleja, una trinidad compuesta de tres modalidades: la occidental, la central y la oriental, cuyas normas respectivas son Portugal, Castilla y Cataluña.

Tales lenguas (o grupos de lenguas) expresan estas tres modalidades de la raza española. Al oeste, la modalidad atlántica halla su expresión en el portugués, de todas las lenguas latinas, la más tierna y melodiosa. En el centro, la modalidad continental inspira al majestuoso castellano, en el que la fuerza y la gracia se hallan tan armoniosamente combinadas como la tragedia y la comedia en el teatro digno de este nombre. Al este, la modalidad mediterránea da forma al catalán y sus dialectos, lenguas blandas y pastosas como arcilla, vívidas como paletas de pintor, receptivas como las quietas aguas del limpio mar que baña las costas en que se hablan.

En la literatura y las artes, el carácter de cada una de estas tres modalidades del genio español puede definirse por el predominio de una tendencia estética determinada. Esta tendencia específica es lírica en el oeste; épicodramática, en el centro; plástica, en Levante. La actitud lírica es personal, y su objeto es el propio artista. El artista lírico ve la vida como un fluir y escucha los rumores que se elevan en su alma al caer en ella el fluir de las cosas. La actitud dramática es pasiva, y su objeto es el mundo de los hombres. El artista dramático concibe la vida como un continuo drama entre el carácter y el destino. La actitud plástica es activa. Extiende la mano hacia la materia, deseosa de imprimir en ella las formas que el artista siente obscuramente en su alma. La materia es, pues, el objeto del creador plástico, y su vía de acceso va de fuera a dentro, de la corteza de las cosas hacia su íntimo sentido. Así, pues, la modalidad oriental de la raza española presenta las cualidades y los defectos de la tendencia plástica.

El catalán revela firme asimiento de los aspectos materiales de las cosas y una decisión de estampar su personalidad sobre la arcilla de la vida, que se deja sentir, por ejemplo, en ciertas cadencias del lenguaje; compárense los vocablos génie y seny: el primero es como una línea geométrica trazada sobre el papel blanco y por un matemático, y el segundo, como la huella del pulgar de un escultor sobre una mota de arcilla.

El catalán siente siempre en sí formas implícitas que piden materia en que tomar cuerpo para pasar así de la mente al espacio. De aquí cierto sentido del orden que ha inducido a muchos —y entre ellos a no pocos catalanes— a ver en Cataluña una especie de islote espiritual de Francia en España. Pero el orden francés procede de una mente lógica, mientras que el catalán surge de un sentido plástico. El orden francés puede expresarse sobre el papel: es sucesivo y de dos dimensiones, y es instantáneo como el sentido de “arriba y abajo”, de “anverso y reverso”, de cimera, cuerpo y pedestal, de simetría, y el más misterioso de todos, el que guía la ordenación de los objetos inútiles que se colocan sobre la chimenea.

Ello no obstante, este sentido del orden, aunque plástico más que lógico, hace de Cataluña el país puente entre Europa y el resto de España. Europa, es decir, el núcleo oeste-centro-europeo que encarna de modo consciente e inteligente los ideales de la raza blanca, prefiere el sendero apolíneo al dionisíaco en su peregrinación hacia el Templo de los Misterios, y aunque se cuida muy mucho de no rechazar los testimonios dionisíacos, los ve y estudia con ojos apolíneos. Ahora bien: los tipos atlánticos y central del genio español veneran más a Dionisos que a Apolo. No así Cataluña. Si no siempre en su vida, al menos en sus ideales, Cataluña es griega; griega en esa acepción “clásica” que surge de una comprensión más literaria que histórica del carácter helénico; griega, no como Esquilo, sino como Goethe. El más original y vigoroso de los catalanes modernos, Eugenio D’Ors, ha expresado este ideal en una página digna de citarse por entero:

 

“Es imposible hablar con Goethe tranquilamente. Le estorba una cosa dura de confesar, pero imposible de desconocer.

Estorba la envidia.

La envidia peor, porque no se refiere a los atributos, sino a la substancia. Generalmente se les envidia a las grandes figuras alguna propiedad o cualidad. Uno aspira a tener de ellos el don eminente o el botín precioso, pero sin dejar de ser uno mismo... Pero la pasión respecto a Goethe se hace más grave, porque tienta a la blasfemia de renunciar a la propia personalidad: quisiéramos hablar como Demóstenes, escribir como Boccacio, pintar como Leonardo, saber lo que Leibnitz; tener, como Napoleón, un vasto imperio, o, como Buelbeck, un jardín botánico... Quisiéramos ser Goethe.

Todas las almas olímpicas, ven en este olímpico la imagen de ellas mismas elevadas al máximo poder, de gloria y de serenidad.” 13

 

En estas palabras se afirma el ideal centroeuropeo de Cataluña con toda sinceridad, y, obsérvese, con toda la precisión de tres dimensiones, de la plásticamente catalana. La elección de Goethe como modelo es típica. Ni a Castilla ni a Portugal ocurriría. Castilla y Portugal prefieren a Shakespeare, pese a su falta de modales olímpicos. Y es que, mientras Portugal y Castilla buscan el carácter, Cataluña busca la cultura.

Cataluña quiere recoger la ruta del progreso. Deja a Castilla la eternidad y se contenta con el tiempo, y en particular con el tiempo presente, tal y como se manifiesta en los varios objetos de la vida cotidiana. El español mediterráneo no tiene nada de ascético. Siente la alegría de vivir y vive. No busca las altas cumbres de la especulación, y halla bastantes motivos de goce intelectual en los valles más accesibles. Ve los espectáculos naturales, precisamente como espectáculos, no como símbolos de más alta y honda significación, sino meramente como objetos cuya forma y color son para él suficientes atractivos. El catalán es sensual.

Español, no obstante, en cuanto su carácter es más sintético que analítico. Pero difiere de los dos otros tipos españoles en que se desarrolla hacia el talento y el intelecto más que hacia el genio y el espíritu. Así, pues, Cataluña es, mentalmente, tierra de llanuras a buen nivel, por bajo y por cima del cual caen y se yerguen las desigualdades del genio castellano. El talento catalán es laborioso y utilitario. Sabe de la lima y de ese instrumento literario que Flaubert llamaba gueuloir. Español porque improvisa, deja de serlo porque procura refinar los materiales que arroja la improvisación: escultor que se esfuerza en labrar estatuas griegas en lava.

Al extenderse hacia el mediodía, el genio catalán, sin perder la tendencia plástica que le es específica, se modifica considerablemente. Valencia es país de llama y color —pintada en tonos subidos—; el oro y verde de sus naranjales, plantados sobre una tierra ocre; el azul claro de sus cielos, el deslumbrante blancor de sus casas bajas, sobre las que se yergue aquí y allá una cúpula oriental cubierta de azulejos vidriosos. Aquí, la belleza abunda tanto en la superficie de las cosas, que los hombres se olvidan de cómo buscarla en lo hondo. Cualquiera es un artista. Cualquier cosa, una obra de arte. Así, Valencia dispersa su genio y gana en extensión lo que pierde en intensidad. Tierra de pintores de talento decorativo y con excelente sentido de los valores de la luz y de las “calidades” de la superficie de las cosas. Cuando, además, se da el vigor, resultan obras de gran valor descriptivo: Blasco Ibáñez.

Hay al sur de Valencia una región, históricamente en el reino, espiritualmente distinta: es la provincia de Alicante. Al norte de ella se extienden las llanuras de Valencia; al este, el mar latino; al noroeste, la Mancha. Así como Galicia es la transición entre Portugal lírico y la Castilla dramática y el plástico Levante. Aquí el espíritu de Castilla toca al espíritu levantino; Castilla se asoma al Mediterráneo. El sentimiento dramático del hombre emerge de las honduras de la concentración y toca al sentido plástico. Esta zona, delicadamente situada, del espíritu español, se halla representada en las letras españolas por dos autores: “Azorín” y Gabriel Miró 14.

Hasta aquí los hechos de primera observación y sus consecuencias obvias. Los nacionalistas catalanes se han esforzado en extraer de ellos otras conclusiones de índole más aventurada. Hubo un tiempo en que una minoría de catalanistas se imaginó que, acumulando injurias y desprecios sobre la historia, el carácter, la política y la administración de Castilla aparecerían más en relieve ante la opinión pública las manifestaciones progresivas que se les antojaba ver por contraste en la vida catalana. Coincidió este tiempo con una época de abundantes lucubraciones europeas sobre razas y progreso, y entonces fué cuando el famoso doctor Robert, alcalde de Barcelona, alcanzó a vislumbrar una diferencia de dimensiones cranianas entre el catalán y el mero español, a favor, por supuesto, del catalán. Sus observaciones provocaron ardorosas protestas en la prensa castellana, protestas que los patriotas de Madrid se hubieran podido ahorrar, pues no sólo es algo cómico el intentar establecer diferencias mentales sobre diferencias cuantitativas de dimensión craniana, sino que está hoy perfectamente demostrado que en punto a índices antropológicos no hay manera de establecer diferencia alguna entre las diversas sedicentes razas de la Península.

Volvamos al lenguaje, que es, al fin y al cabo, el punto de partida de nuestras opiniones. A primera vista, no cabe duda de que el catalán difiere profundamente del castellano y sugiere cierta semejanza externa con el francés. Ese equilibrio que el castellano deriva de la coincidencia frecuente entre el acento y el centro de gravedad de sus palabras desaparece en el catalán, que, además, deja caer las vocales finales, que son las que dan su redondez al castellano. Las palabras catalanas resultan así como recortadas y hasta peladas, recordando en esto a las francesas, rasgo que en ambos casos nos sugiere la tendencia a la parsimonia y aun a la tacañería que los castellanos suelen atribuir a los catalanes como a los franceses. Y, sin embargo, sería erróneo identificar el rasgo catalán con el francés, como nos lo advierte la existencia de otras características del lenguaje catalán. Por ejemplo, mientras el francés distribuye el acento por igual sobre todas las sílabas de la palabra, el catalán comparte con las demás lenguas españolas la posesión de un fuerte acento tónico. Es un lenguaje con un ritmo muy acusado, en contradicción directa con el ritmo suave y sutil que el francés deriva de la igual repartición de sus acentos. Por otra parte, la vocal dominante del catalán difiere típicamente de la del francés y hace del catalán una lengua evidentemente española. En francés la vocal dominante es la e, la vocal moderada y media por excelencia, tan distinta de la i, intencionada y penetrante, típica del italiano, como de la a y de la o, las vocales plenas y sonoras, típicas del castellano. La vocal característica del catalán es la ae, e muy abierta, mejor aún, no una vocal pura, sino una emisión de voz con un movimiento muy definido y con esa sensación característica de lanzamiento como de honda, que sabemos ser una de las manifestaciones más directas del genio español15. Espontáneo, integral, personal, este sonido ae viene a ser como un frecuente diptongo. Ahora bien, el diptongo es la entidad lingüística más netamente contraria al genio francés y la más característica española. Nadie que haya oído hablar del catalán, aun a personas de la selecta minoría que se esfuerza en someterlo a severa disciplina, duda por un momento de que el catalán sea un lenguaje español, directo, espontáneo, vigoroso, plenamente manifestado y popular, esto es, un lenguaje de hombre de pasión.

Confirma esta conclusión el hecho de que el catalán presenta este otro rasgo exclusivamente español: la existencia de dos verbos, ser y estar, que en las demás lenguas no se distinguen. Ahora bien, este hecho lingüístico corresponde a una profunda característica de la nación española, la distinción entre lo que es esencial y lo que es pasajero, entre el ser, que es permanente, y las circunstancias, que sólo están. La existencia de esta distinción en el lenguaje catalán bastaría para demostrar que es uno de los lenguajes de la familia española, tan español como el castellano, el gallego o el portugués. Otro rasgo que confirma esta solidaridad es que las diferencias cuyo conjunto permite observar la existencia de dos lenguas distintas, catalán y castellano, no aparecen de modo abrupto, sino por una especie de transición gradual del castellano al catalán a través del aragonés, diferencia que puede estudiarse hoy gracias a los nuevos métodos de geografía lingüística por trazado de mapas filológicos. Esta es una observación evidente, sólo estampada aquí en vista de las afirmaciones aventuradas que se hacen a veces por razones políticas, y que tienden a establecer una distinción tan excesiva como falsa entre el carácter de los varios pueblos peninsulares.

Queda la notoria diferencia del “recorte” de las palabras catalanas comparadas con las castellanas. Conviene observar este aspecto de la cuestión en relación con la existencia de la vocal abierta y diptongada ae, a fin de darle su valor exacto, pues si bien recuerda el sentido del ahorro y de la parsimonia que corresponde en la psicología francesa a la e moderada y limitada de la lengua, la ae catalana nos recuerda que hay en la psicología catalana algo de abierto, una disposición a dar y gozar la vida tal como viene y sin excesiva previsión del porvenir, en contra de lo que es típico de la nación francesa. Es cierto que en España abundan los cuentos en que el catalán aparece en postura desfavorable cuando se trata de dinero, largueza y rumbosidad. A primera vista, estos cuentos recuerdan los que en Inglaterra abundan sobre los escoceses. Una observación más atenta señala al punto diferencias notables. Los cuentos ingleses sobre Escocia sugieren un pueblo orientado a las economías por una naturaleza miserable 16, pero Cataluña es abundante. Goza de sol espléndido, no carece de agua. Es industrioso. La vida es fácil para el catalán que trabaja. Los cuentos a costa del catalán no revelan precisamente parsimonia, sino interés, un interés inclinado a la intransigencia y a la afirmación de lo propio. El cuento típico es el del burgués de Barcelona, que era comunista porque “con lo que me toque el día de la distribución y la casa que tengo en Sans...”

Caricaturas, sin duda, mas no sin valor. “Cuando el río suena, agua lleva”, dice nuestro proverbio, típico de un país en el que los ríos no llevan siempre agua. Cuando la vox populi marca insistentemente ciertos rasgos en una fisonomía, ya individual, ya colectiva, cabe sospechar que habla en ella la vox Dei. Pero estos cuentos sobre el catalán no lo pintan precisamente mezquino, ahorrador ni tacaño. Tan sólo implican que, como todos los mediterráneos, el catalán tiene la vista puesta en las cosas materiales, en los placeres de la vida y en los medios que permiten gozarlos, así como que es sensible a los derechos del yo, o, en una palabra, que el catalán es un fuerte individualista. Ahora bien, el primero de estos juicios era de esperar por parte del castellano, cuyo modo de comprender la vida es más espartano, aun en la misma Andalucía; pero el segundo parece sorprendente, porque he aquí un pueblo de tan intransigentes individualistas como el castellano acusando de individualismo a otro pueblo vecino como el catalán. Resulta, pues, que el catalán da la impresión de individualismo aun a los más individualistas. La conclusión es que el catalán es un ultraindividualista.

Esta conclusión, basada en los signos indirectos y espontáneos, que revela la vida española, se halla desde luego implícita en nuestra interpretación del lenguaje. Lenguaje de un hombre de pasión, hemos dicho. Y, naturalmente, de un hombre de pasión que vive en las costas mediterráneas. En nuestra opinión, por tanto, la clave de la cuestión catalana se halla en esta observación, que al principio del capítulo hubiera parecido una perogrullada, pero que a esta altura adquiere —al menos así es de esperar— visos de verdad demostrada: que el catalán es un español que habita, las costas del Mediterráneo. Síguese de aquí que sus rasgos esenciales son los españoles, mientras que algunas de sus características secundarias difieren de la de los demás españoles, constituyendo un subtipo dentro de la familia hispana. Esta españolidad inherente al catalán es, como veremos, no un factor favorable, sino uno de los obstáculos más serios para la solución del catalanismo.

En algunos sentidos el catalán tiene una españolidad más acusada todavía que la de los demás españoles, y, lejos de ser, como lo imaginan algunos teóricos del catalanismo, un europeo desterrado en la africana Iberia, es un íbero con los rasgos típicos de esta raza todavía más vigorosamente en relieve que en los demás pueblos peninsulares. Así, mientras, como sabemos, los demás españoles son esencialmente hombres de pasión, en la mayoría de los tipos peninsulares esta vida “pática” fluye en un estado de quietud que mantiene una reserva estoica y un sentido de equilibrio; pero en el tipo mediterráneo del hombre de pasión la naturaleza se manifiesta externamente con más facilidad, y el hombre de pasión se apasiona. La reserva no es tan típica del catalán como de los demás íberos. En cierto modo, la crítica del catalán que se siente implícitamente en los cuentos españoles, por ejemplo, sugiere que le falta reserva y no sabe encauzar la vida tan bien como los españoles.

El catalán se inclina tanto como el castellano, si no más, a mezclar su personalidad íntegra con su pensamiento, de modo que sus ideas son sintéticas, personales, sueltas en el tiempo y el espacio y dictadas por su sentimiento pasional de la vida en grado igual o mayor que en los demás españoles.

De esto hallaremos pruebas abundantes al estudiar la historia intelectual del movimiento catalán. Mas, aunque esencialmente español, el catalán es mediterráneo, vive plásticamente, vive en el reino de los movimientos y de las formas, y respira la atmósfera de comercio, intercambio y cruce que hace del mar latino una especie de mercado rodeado en todas sus costas de tiendas activas. El español que vive en este mercado, por fuerza ha de diferir del que mira hacia los desiertos de Castilla o a las costas del inmenso Atlántico. Tenderá más a racionalizar sus pasiones e intuiciones, y como es rico en ambas, al par que los demás españoles, su intelecto hallará tarea más difícil y más frecuente ejercicio. El catalán, por tanto, es más dado a la actividad mental que el castellano; es más ingenioso constructor de sistemas intelectuales, más feliz artista de la frase, mejor orador. Mas, con toda su aplicación intelectual, el catalán no es un intelectualista como el francés. Antes al contrario, es tan intuitivo como los demás españoles y tan poco metódico también. El estímulo del intelecto catalán que, como hemos visto, procede de su deseo de racionalizar sus pasiones e intuiciones, le lleva con frecuencia a vuelos aventurados de la imaginación, característicos del tipo de pasión e inconcebibles en el intelecto genuino, que es siempre moderado y metódico. A su debido tiempo hemos de ver algunos efectos de esta ingeniosa imaginación al tratar de los aspectos políticos del movimiento catalán.

Por último, en cuanto a la acción, el catalán es típicamente español por su individualismo. Por ejemplo, una ojeada a las estadísticas de Sociedades por acciones fundadas en Barcelona, Madrid y Bilbao en un año cualquiera probará que el capital medio por Compañía es mucho menor en la capital catalana que en la castellana o la vasca, porque en el caso catalán, la Sociedad suele representar los esfuerzos de un solo hombre o, cuando más, de un corto número de amigos o parientes. Esta observación se aplica muy especialmente al capital medio de los Bancos, que es necesariamente inferior en Cataluña que en Vasconia o Castilla, y aun que en otras provincias, como La Coruña. Análoga conclusión se desprende de una curiosa página debida a la pluma de tanta autoridad como la del Sr. Cambó 17: “Para gobernar un negocio individual difícilmente se encuentran hombres mejor dotados que los catalanes. Para regir una Empresa que reúna intereses de muchos, el director raramente se encuentra en Cataluña. Es por eso por lo que entre nosotros las Sociedades anónimas llevan una vida precaria”. Es, pues, evidente que el catalán no puede permitirse tirar piedras a nadie en materia de individualismo. Pruébase esto de nuevo con observar que, en contra de lo que suele creerse, el dominio de capitales y Empresas de origen extranjero es mayor en Cataluña que en Castilla, Vasconia o Andalucía, y, lo que es todavía más significativo, hay relativamente más Empresas vascas y castellanas en Cataluña que catalanas en Castilla o Vasconia. Ya que estamos en este terreno comparativo, recordaremos que Cataluña no va a la cabeza de las regiones españolas en materia de instrucción. En la lista de las provincias por orden de menor a mayor analfabetismo, figura como primera una provincia tan castellana como Santander; la segunda es Alava; la tercera, Madrid; la cuarta, Palencia (lo que no deja de tener profundo interés, por ser esta provincia típica del caciquismo); la quinta, Burgos; la sexta, Segovia; la séptima, Guipúzcoa; la octava, Vizcaya, y sólo después de estas ocho provincias de Castilla y Vasconia llega Barcelona en el puesto noveno. Las otras provincias catalanas figuran con los números diecisiete (Gerona), veintiuno (Lérida) y veintidós (Tarragona). Y no se arguya que este retraso relativo de Cataluña se debe a la falta de libertad, puesto que en materia de instrucción primaria los municipios tienen amplias iniciativas, aparte de que tanta libertad tienen las provincias catalanas como las demás provincias, muchas de las cuales, como queda visto, les aventajan en instrucción pública.

Parece, pues, evidente que no existe diferencia alguna esencial entre los demás españoles y el subtipo que ocupa la parte norte de la costa oriental. Observamos, desde luego, en este subtipo la tendencia dispersiva que caracteriza a todos los españoles. Evidente en las relaciones entre personas, constituye, en su forma colectiva, el resorte más fuerte del movimiento catalanista, dando lugar a sus formas varias del regionalismo al catalanismo. El sentido separatista, fuerte conciencia de lo distintivo y lo diferenciado en el yo, es la tendencia profundamente española que hallamos ser el alma del catalanismo. Y así nos vemos llevados a esta conclusión tan inevitable como paradójica: que los tipos más puros de españolismo son en Cataluña precisamente aquellos que llevan a su extremo la tendencia dispersiva de los españoles negando su propio españolismo y soñando a Cataluña como una nación separada, independiente.

Pueden contrastarse estas conclusiones con el testimonio de nuestros mismos amigos catalanes. El señor Rovira y Virgili es una autoridad respetable en materia de nacionalismo catalán. Sería difícil hallar en toda la Península un tipo más español que el de este hombre que sinceramente se imagina no serlo. Español en todas sus cualidades, su puritano desinterés en el servicio de las ideas (o sea el quijotesco amor hacia su Dulcinea), su fe intransigente, su extremismo, su honradez intelectual; español también en sus defectos, esa manera de pensar que deforma los hechos al calor de la pasión intelectual, esa falta de sentido político, esa incapacidad para ver la incoherencia del razonamiento propio, esa erupción de ideas inconexas como lavas de un volcán. Escuchémosle explicar cómo los catalanes, bajo la corona de Aragón, se sentían extranjeros respecto a los aragoneses, a fin de sacar la conclusión de que Cataluña era ya entonces una nación con fuerte conciencia nacional. Olvida que entre leoneses y castellanos prevalecían, precisamente, idénticos sentimientos, y aun quizá más fuertes, pues al fin y al cabo Aragón y Cataluña no llegaron a verter sangre, mientras que la rivalidad entre Castilla y León hizo de ambos frecuentes campos de batalla. Que los catalanes se sintiesen extranjeros frente a los aragoneses y aun que poseyesen entonces conciencia nacional, no prueba absolutamente nada. En cambio, lo que sí prueba, más de lo que quisiera el señor Rovira y Virgili, es el detalle histórico que utiliza para su demostración 18 : “Jaime I, por ejemplo, dice en su Crónica que los castellanos són de molta ufana e erguylloses (son gente muy hinchada y orgullosa)”, y en el mismo libro, al trazar una semblanza de Almirall, nos dice: “Almirall era un catalán completo, un catalán por los cuatro costados, un espíritu catalanísimo. Su temperamento, sus virtudes, sus defectos mismos, son los de nuestro pueblo. Constituye un magnífico ejemplo racial. Era, sobre todo, rico de ese sentido de dignidad, de orgullo si se quiere, que están en la médula del carácter catalán”. Observemos no sólo la conclusión evidente que se desprende de estos dos textos, a saber: que el rasgo que al señor Rovira y Virgili le parece característico de los catalanes es precisamente el que Jaime I observó en los castellanos, sino —lo que es quizá más elocuente todavía— el carácter profundamente español del estilo y de la actitud mental del señor Rovira y Virgili mismo, como lo revelan estas dos citas. Esa actitud de altivez y de desplante que le distingue en estos extractos —como en el resto de las páginas de que proceden— es precisamente el alma del problema catalán por ambas partes, actitud que impide trágicamente la unidad de pensamiento, precisamente porque expresa una unidad de temperamento.

Demos otro ejemplo, aunque no sea más que porque arroja nueva luz sobre ciertas modalidades del problema mismo. La ambición de los catalanistas es formar una “Gran Cataluña”, incluyendo a Valencia y a las Islas Baleares. Pero la raza catalana es tan española, que Cataluña propia, como centro de unidad, se encuentra en Valencia con la misma fuerza centrífuga que, como pueblo peninsular, ella misma opone a Castilla. Los valencianos no quieren oír hablar de la “Gran Cataluña”. Así como hay castellanos que neciamente niegan al catalán su carácter de lengua reduciéndolo a dialecto del castellano, así hay catalanes que (con mejor fundamento) consideran al valenciano como dialecto del catalán. Mas Valencia no admite esta opinión. El bibliotecario de la Universidad de Valencia declaró al hispanista inglés Mr. J. B. Trend 19: “Tan grave herejía es catalanizar al valenciano como castellanizarlo”. Nótese la palabra herejía. Y un escritor valenciano, el señor Durán y Tortajada, por esforzarse en propagar la causa catalanista en Valencia, tuvo que abandonar su país e instalarse en Barcelona, “ante la hostilidad de sus paisanos”, dice el propio Rovira y Virgili 20, sin por ello darse cuenta del fuerte sabor español de todos estos hechos.

Desde luego, por el lado de Castilla se observarán condiciones idénticas. La masa del país siente el problema catalán obscuramente; Castilla y Aragón, de modo más definido. Dejando para más adelante los factores históricos, podemos adelantar aquí que Aragón y Castilla constituyen las dos fases sucesivas del proceso de absorción de Cataluña en una nacionalidad más alta, es decir, más universal. Castilla, en particular, siente instintivamente el concepto de imperium de un modo quizá más semejante al que se observa en el genio romano que otro país europeo alguno, con excepción de Inglaterra. De aquí una situación psicológica de franco antagonismo. Cataluña tira hacia fuera por dispersión; Castilla tira hacia dentro por cohesión. Y como por ambos lados el temperamento es idéntico, este esfuerzo antagónico va acompañado de fuertes recriminaciones mutuas.

En general, hay más inteligencia en Cataluña y más voluntad en Castilla. Los ingenios fértiles y sutiles del Mediterráneo vienen a quebrar sus olas sucesivas sobre los tercos acantilados de la meseta central. El castellano, firme y tesonero, mira al levantino brillante de un modo que recuerda la actitud desconcertada, suspicaz, pero firme, que el inglés adopta frente a los ataques de la inteligencia francesa. Pero ni el catalán es francés ni es inglés el castellano, y el temperamento ibérico hace al levantino impaciente para con la pasividad inconmovible del castellano, tan pronto alzándole hasta la furia como hundiéndole hasta el pesimismo o adormeciéndole en una especie de paciencia desesperada. En último término, la dificultad procede no tanto de la carencia de un terreno de acuerdo común —pues teóricamente el terreno de acuerdo existe—, sino de falta de confianza mutua; el catalán desconfía del castellano por su sentido autoritario y por lo que él cree incapacidad para comprender la libertad; mientras que el castellano sospecha en el catalán falta del sentido cooperativo y una tendencia dispersiva que le llevaría a utilizar su libertad en contra de la unidad nacional que Castilla llegó a construir durante siglos de ardua labor iluminados por breves fases de visión política. Los conflictos de confianza no se curan más que con el tiempo. La solución objetiva hacia la que puede orientarse el tiempo en su labor ha de inspirarse en la fórmula, obvia en apariencia, pero significativa, si se da a cada palabra su pleno valor: el catalán es un español que vive en las costas del Mediterráneo.

 

 

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