España

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CAPITULO XVIII

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CAPITULO XVIII

PORTUGAL

Las relaciones entre España y Portugal se ajustan a la regla que rige las relaciones entre los demás pueblos peninsulares. Un doble muro de orgullo, erizado por el lado portugués de recelo ante las ambiciones españolas, impide la comprensión clara de una realidad que en su esencia es sencilla. Tan sencilla que puede definirse repitiendo, mutatis mutandis, la fórmula más arriba apuntada para definir el problema catalán: el portugués es un español con la espalda vuelta a Castilla y los ojos en el Atlántico.

Queda ya descrita en otro capítulo la simetría de la situación. La historia política y literaria confirma en todas sus partes la descripción dada entonces. Si la aceptamos como exacta, confiando en que las páginas que siguen aportarán nuevas pruebas de las ideas centrales que implica, hallaremos en ella la causa inicial de la separación permanente entre Portugal y España: la identidad de temperamento entre estas dos variedades de la raza ibérica. Aquí, como en el caso de Cataluña, los argumentos, las teorías, la historia, la geografía y tantas otras cosas han de considerarse como marionetas intelectuales movidas por una emoción radical que no es otra que la fuerza dispersiva de la raza. Sin duda alguna existen factores geográficos que ejercen su influencia sobre el problema. Así como puede explicarse Cataluña por su posición tras el Ebro, al margen, por decirlo así, de la meseta castellana, así Portugal halla base geográfica para su existencia separada en el hundimiento de la planicie portuguesa, que corta su territorio del de Castilla por un accidente geológico. Pero queda por explicar la diferencia entre los destinos de Cataluña y los de Portugal, puesto que la una permaneció unida a Castilla, mientras que la otra, con excepción de un corto período de sesenta años, en el siglo XVI-XVII, ha conseguido sostener una evolución histórica separada hasta la fecha.

Como era de esperar, las razones son numerosas y se hallan íntimamente entrelazadas por la historia. Conviene apuntar que la simetría entre los dos casos no es geométricamente completa: con relación a un eje norte-sur, la Península es simétrica, con Portugal a la izquierda y Cataluña a la derecha de Castilla; mas con relación a un eje este-oeste, la simetría se invierte, o si se quiere, la figura que esquematiza la situación no es una M, sino una N, observación que se aplica a la geografía como a la historia. En cuanto a la geografía, Cataluña se halla escondida tras las alturas que limitan la meseta hacia el nordeste, mientras que es muy accesible por las llanuras de la Mancha y la planicie costera de Valencia, siguiendo una línea de sur a norte a lo largo de la costa. Además, la región catalanovalenciana posee su núcleo principal al norte, en Barcelona, con un núcleo secundario al sur, en Valencia. Portugal, en cambio, tiene su núcleo principal al sur, en Lisboa, y su segundo puerto al norte, en Oporto; por consiguiente, en una situación inversa a la de las dos ciudades marítimas de la región catalanovalenciana. De igual modo, aunque el acceso de Madrid a Lisboa en dirección sudoeste no sea difícil, esta vía de acceso se hallaba bajo la ocupación musulmana en el momento en que se estaban formando las nacionalidades españolas, mientras que el movimiento de Reconquista de Portugal tenía que operarse, como el de las demás regiones españolas, de norte a sur. Sabemos, por otra parte, que la meseta castellana asumió muy pronto un papel importante como centro de atracción, de modo que el esfuerzo cristiano, nacido en Asturias y Galicia, concentrado más tarde en el reino de León, acaba por establecerse en Castilla. Estos hechos determinan el diseño de la Reconquista, que se orienta, según una diagonal, de Galicia hacia Murcia y Alicante, es decir, en dirección noroeste-sudeste, línea que constituye el trazo mediano de la N que nos sirve de esquema para resumir los movimientos medievales de reconquista y de formación nacional.

De estos hechos se desprenden otros no menos importantes en la historia peninsular. Cataluña nació en su capital. Empezó como “Barcelona” y esta ciudad fué siempre elemento tan predominante en su historia, que aun hoy el título del rey de España a la soberanía sobre Cataluña es el de conde de Barcelona. Partiendo de su base, Barcelona, Cataluña, no podía, pues, avanzar hacia el interior sin alejarse de ella, y, por tanto, sin acercarse, debilitada, al imán castellano, que la atraía a través, ya de Aragón, ya de Valencia. Las empresas de los catalanes en Francia, en Italia, en África, fueron admirables esfuerzos para rehuir este destino inexorable. Pero el condado de Barcelona no ofrecía base suficiente para estas vastas expansiones. La confederación aragonesa y la conquista de Valencia surgen como acontecimientos inevitables en la historia de Cataluña, y ya hemos visto cómo, una vez federada con Aragón, Cataluña sucumbe a la atracción política de Castilla. El caso de Portugal es exactamente inverso en sus consecuencias políticas, como resultado de la inversión que la geografía y la historia imponen a la simetría peninsular. Lisboa, la base de lo que había de ser Portugal, estaba en poder de los moros. Portugal nace como una mera creación feudal, un regalo de bodas de Alfonso VI a una de sus hijas, que había dado en matrimonio a un turbulento francés de la casa de Borgoña. Este primer conde de Portugal, con la mira puesta en sus propios fines, contribuyó activamente a la anarquía que imperó a la muerte de Alfonso VI e intentó redondear su dominio apropiándose tierras típicamente castellanas, llegando a ocupar los territorios gallegos de Orense y Tuy. Su hijo, Alfonso Enríquez, entró en conflicto con el rey de Castilla, Alfonso VII, que, como prueban sus pretensiones al título imperial, era un tanto dado a imponer sus derechos de soberanía sobre los demás príncipes peninsulares. Esto explica, quizá, que, después de haberle derrotado, concediese a Alfonso Enríquez el título de rey bajo la soberanía del rey de Castilla (1143). Resulta, pues, claro que Portugal nació sin base, y Cataluña no sólo con base, sino en ella. Esto explica también que Portugal naciera con una tendencia histórica a separarse de la unión castellanoespañola, y Cataluña con una tendencia histórica a entrar en esta unión; sobre todo, si se tiene en cuenta que, mientras la expansión de Castilla tenía que seguir, como hemos visto, la diagonal noroeste —Castilla— sudeste, la línea portuguesa de avance se orientaba, inevitablemente, en dirección sur hacia Lisboa, creando, por consiguiente, una divergencia natural; en cambio, la línea catalana de avance, también dirigida al sur por la costa (evitando en lo posible la atracción castellana), tenía forzosamente que converger con el avance castellano precisamente en donde ocurrió la confluencia, es decir, en Murcia. De aquí el acuerdo entre el rey-conde de Aragón-Cataluña, y el rey de Castilla sobre la conquista de Murcia. Así se ve cómo este esquema en N, que nos sirvió para explicar las características de la literatura y de la cultura de la Península, explica también los movimientos de su historia medieval. Mientras Cataluña, por Aragón, cae en el cesto castellano, Portugal permanece colgando hacia fuera.

No faltaron esfuerzos, tanto portugueses como españoles, para incorporarlo a la unión peninsular. En el siglo XIII, Juan I de Castilla, por su matrimonio con la princesa portuguesa doña Beatriz, heredó el trono de Portugal, que, sin embargo, no pudo conquistar a causa de una rebelión de los portugueses, dirigida por el maestre de la Orden de Avis, que se coronó rey con el nombre de Juan I de Portugal. Los Reyes Católicos hicieron lo posible por incluir a Portugal en la vasta redada matrimonial que con tanta paciencia calcularan. No fué Portugal obstáculo a sus planes. El obstáculo fué el destino por mediación de la muerte. Hay, en efecto, una persistencia asombrosa en la sucesión de intervenciones del destino, para mantener a Portugal separado de España. En cierto sentido, la lucha entre Isabel la Católica y su sobrina, Juana la Beltraneja, implicaba para Castilla una elección entre la unión con Aragón-Cataluña o la unión con Portugal, porque doña Juana, hija de una princesa portuguesa, aportaba a la corona de Castilla el reino de Portugal. Pero esta elección entre Portugal y Aragón la había hecho ya la propia Isabel, porque cuando su hermano Enrique IV, padre, al menos oficial, de doña Juana, desheredó y repudió a ésta, reconociendo a Isabel como heredera del trono, expresó el deseo de que Isabel contrajese matrimonio con el rey de Portugal. Isabel prefirió a Fernando, heredero de Aragón. Los portugueses se hallaban entonces bajo la influencia del imán castellano, pues la tendencia hacia la unión se manifestaba entonces con tanta fuerza en Alfonso V de Portugal como en la Corte castellana. Pero Castilla no podía casarse a la vez con el este y con el oeste, y la futura reina Isabel pensó, quizá, que la gran confederación aragonesacatala-novalenciana, tan fuerte en el Mediterráneo, valía más que Portugal, entonces todavía perdida frente a un Atlántico desierto; a no ser que, al fin mujer, prefiriese Fernando a Alfonso por razones menos históricas, aunque quizá más potentes. Sea de ello lo que fuere, la preocupación unitaria de la reina Isabel se manifiesta francamente en años posteriores. En 1479 los Reyes Católicos acuerdan el matrimonio del heredero don Juan con Juana la Beltraneja, mientras que la infanta Isabel se casaría con un príncipe portugués. El primero de estos matrimonios fracasó, porque Juana la Beltraneja prefirió retirarse a un convento, y el segundo también, porque el príncipe portugués murió prematuramente, primer caso en que la muerte corta las redes de Fernando e Isabel. Sin darse por convencidos, los Reyes Católicos casan a su hija Isabel con el duque de Beja, heredero del trono portugués, y don Miguel, hijo de este matrimonio, llegó a ser, por la muerte del príncipe don Juan de Castilla y Aragón, heredero presunto de una España que abrazaba a toda la Península. Pero don Miguel murió mero heredero presunto, y, como si no le bastase a la muerte con estas tres víctimas de la unidad española, también se llevó a su madre, la princesa Isabel. Los Reyes Católicos, persistiendo en su política, casaron al viudo portugués con otra de sus hijas, María, que también cortó la muerte, y todavía con otra hija, doña Leonor.

La muerte, sin embargo, no era el único elemento que actuaba en pro de la separación. La era de los descubrimientos, que tan fatal había de ser al separatismo de Cataluña, dió nuevos ímpetus a la existencia separada de Portugal. Recordemos nuestras definiciones. El catalán es un español en las costas del Mediterráneo; el portugués, un español en las costas del Atlántico. Un viento histórico que soplaba del este al oeste tenía que producir, forzosamente, efectos diametralmente opuestos en Cataluña y en Portugal. La actividad marítima de los catalanes se debilita y casi perece al mudarse el escenario histórico del mero Mediterráneo al vasto Atlántico y al misterioso Pacífico. La misma causa vigoriza con ímpetu formidable la actividad marítima de los portugueses. Poco les importaba que la reina de Castilla les prohibiese comerciar con los imperios recién descubiertos. Se lanzaron a los mares, o mejor, se siguieron lanzando a los mares, pues, como buenos atlántidas, habían empezado a navegar antes que los castellanos, verdaderos precursores de la aventura de mar, y la de Cristóbal Colón no hizo sino darles más espacio para hacer

 

“Mais do que prometia a força humana

Por mares nunca de antes navegados”.

 

Oliveira Martins ha descrito dramáticamente las emociones de los exploradores portugueses que descubrieron la vía oriental hacia el Pacífico cuando con gran asombro suyo hallaron en aquellas aguas tan lejanas el pabellón del rey castellano flotando en el mástil de las naves de Magallanes, y el mismo Magallanes, al escribir a un su amigo en la India oriental, expresaba su esperanza de verle algún día cuando volviese a Europa, ya por “la vía portuguesa” (es decir, la vía oriental) o por la “vía castellana” (es decir, el estrecho de Magallanes). El mundo era entonces pequeño para Castilla y Portugal. Hubo necesidad de recurrir al Papa para que lo dividiese entre los dos ambiciosos rivales, dando a Portugal las tierras al este de una línea definida con tanta vaguedad, que el acuerdo permitió abundante cosecha de conflictos a ambos lados. Fernando el Católico no vaciló en organizar resistencia armada contra los portugueses en sus dominios de ultramar, y esta rivalidad de actividades coloniales contribuyó en gran medida a reforzar el vigor histórico de Portugal.

Tanto Carlos V como Felipe II casaron con princesas portuguesas y dieron a sus hermanas en matrimonio a príncipes de Portugal. El matrimonio de Carlos V fué la causa de la unión con Portugal, que duró de 1580 a 1668, porque el trono de Portugal, vacante por la muerte de don Sebastián, dejó a Felipe II candidato con el título legal más válido y con el ejército más fuerte, combinación generalmente irresistible. El período en que reinaron en Portugal los reyes españoles no es, ni mucho menos, un período de dominación española. El estudio imparcial de estos sesenta años de historia portuguesa permite, por el contrario, eliminar no pocos prejuicios y a la vez confirmar las características esenciales de la psicología ibérica. La reputación de Felipe II se ha hecho sobre su política con los Países Bajos, pero puesto que esta política se inspiraba en la estrecha devoción a la fe católica que distinguía al rey, es evidente a priori que sus relaciones con una nación tan devotamente ortodoxa como lo era entonces Portugal tenían que ser muy diferentes de las que le han dado triste celebridad en el norte europeo. Y es que, aunque los holandeses, herejes perdidos a sus ojos, tenían que obligarle a actos que le dan aspecto repulsivamente intolerante, Felipe II no era un maniático de la intolerancia. Comparado con los monarcas europeos de entonces, todos ellos intolerantes en materia de imperiosidad personal, Felipe II no dejaba de ser un rey moderado y razonable aun en materia religiosa, como lo prueban sus esfuerzos para calmar el celo inquisitorial de María Tudor. El período español en Portugal confirma esta manera de ver. Fué un período relativamente corto, y el lector que recuerda la historia deplorable de Alba y Egmont se dice que no podía ser de otro modo. Pero ¿qué ocurrió durante estos sesenta años? Felipe II no concedió cargos portugueses a ningún español; no puso mano en ninguna institución portuguesa; respetó todas las libertades de Portugal. Su única dificultad procedió, desde el principio, del bajo clero, muchos de cuyos miembros hubieron de recibir castigo por sus violentos ataques contra el rey. La Corte portuguesa permaneció intacta, y la rama de Braganza, respetada en plena posesión de sus dignidades y privilegios, moderación a que había de corresponder bien mal en años ulteriores; la organización política y comercial de las colonias continuó en el mismo estado, y Lisboa no perdió ni material ni moralmente con la unión personal; no se exigió ni solicitó ayuda alguna militar, naval o financiera para las empresas del rey de España en el Extranjero; se abolieron las barreras aduaneras entre España y Portugal; se prepararon obras públicas a fin de facilitar la navegación en el Tajo, que fluye a los pies de Toledo y de Lisboa sin unir la noble capital imperial de España a la admirable capital marítima de Portugal; se mejoró la legislación y la administración; la aristocracia y las clases comerciales y liberales se sintieron satisfechas y bien gobernadas. Pero quedaban los curas del bajo clero y los jesuitas, que odiaban a Felipe II, el cual correspondía cordialmente a este sentimiento. Y los jesuitas, el clero bajo y las ambiciones de una mujer española rompieron la unión, aprovechando la ocasión, que nunca falta en España, en que un ministro de la corona cometió suficiente número de errores de gobierno.

Las cosas empezaron a torcerse, porque el rey de España quiso hacer justicia a los judíos. La historia de España está llena de paradojas. Felipe III y luego Felipe IV intentaron hacer menos dura la situación de los judíos portugueses, desde luego no de un modo exagerado, pues eran ambos demasiado piadosos para permitirse el uso de la caridad cristiana de una manera escandalosamente excesiva para con los judíos. Sólo se permitieron proponer que, cuando un judío se decidía a emigrar hacia tierras más libres, se le permitiera vender sus bienes. El clero bajo de Portugal y las masas que le seguían se sintieron profundamente ofendidos por estos vientos de herejía que soplaban de Castilla, y ya entonces el humor de Portugal pedía secesión. Había llegado el momento para que Olivares cometiese las oportunas equivocaciones. El conde-duque aconsejó a Felipe IV que visitase de cuando en cuando a Portugal, que nombrase a nobles portugueses para altos cargos, tales como embajadores, virreyes y altas dignidades de su casa real y servicio, y, en reciprocidad, hiciese lo propio con españoles en Portugal, a fin de intercambiar el personal de la monarquía en ambas naciones. Este consejo, sabio y prudente en sí, produjo verdadera furia en el separatista ibérico de Portugal. Por último, el peor de los errores vino de Madrid, pues, rompiendo con la sabia tradición de Felipe II, se pidieron impuestos a los portugueses para subvenir a empresas del reino en Europa. Olivares intentó primero alejar al duque de Braganza, heredero presunto de la rama portuguesa, nombrándole virrey de Nápoles, honor que el duque no quiso aceptar; luego, cogiendo el toro por los cuernos, Olivares confió al duque el mando de las fuerzas militares del reino portugués. El duque, que era hombre de honor, se vió colocado en una posición de confianza que espontáneamente no habría utilizado para fines desleales. Pero Olivares se olvidó de la duquesa, hermana del duque de Medina-Sidonia, el mismo duque que se hizo famoso organizando un movimiento separatista en Andalucía. Por lo visto, la ambición y el separatismo iban en la sangre de los Medina-Sidonia, y la duquesa de Braganza, incapaz de resistir la atracción de una corona regia tan cerca de sus manos, arrastró al duque a la rebelión y le hizo proclamar rey de Portugal en 1641.

Con sólo echar una ojeada al mapa de Europa le bastaba para divisar a sus aliados. Los franceses, los holandeses y los ingleses se le ofrecieron. Los ejércitos españoles, afortunados al principio, se dejaron envolver en una guerra larga, que Felipe IV llevó con poco entusiasmo, distraído con tantos otros conflictos simultáneos, y por último, la secesión quedó consolidada en la batalla de Villaviciosa (1665), sin otras pérdidas para Portugal que la de algunas de sus colonias, que uno de sus aliados, Holanda, le quitó durante la crisis.

Pero Portugal perdió, a la vez, otro bien más preciado: su independencia. El apoyo inglés implicaba condiciones que ligaban sus destinos a los de la estrella naciente del norte. La dependencia de Portugal a Inglaterra quedó sellada para muchos siglos, no precisamente por los dos tratados angloportugueses (el de 1654 con Cromwell y el de 1661 con Carlos II), sino por el nuevo sistema de fuerzas creado por la propia secesión. Portugal separado vino a ser el punto de apoyo de la palanca inglesa contra la potencia de España. Ya entonces no era España la de Felipe II, sino aquel imperio fantasmático que regía un rey imbécil; medio siglo más tarde, durante la guerra de Sucesión, Inglaterra se apoderó del segundo punto de apoyo que posee en el territorio peninsular: el inestimable Peñón. Pero la secesión de Portugal fué el más importante de los acontecimientos que marcan la decadencia histórica de España como potencia política, y, en un sentido más profundo del que se suele aplicar en este caso, de la decadencia portuguesa también. La dominación política de Inglaterra sobre Portugal es el último factor, pero quizá el más importante de los que actúan para mantener la separación de las dos naciones peninsulares. Las razones políticas que explican este hecho, son tan evidentes que no necesitan desarrollo. Con una España cada vez más débil y una Inglaterra cada vez más fuerte y más consciente de la importancia de mantener dividida a la Península, los esfuerzos españoles en pro de la reunión por medio de acuerdos dinásticos no podían tener ya sentido alguno 30. Pero la existencia de este fuerte interés de Inglaterra en Portugal actuó en contra de la unión de dos modos más, mucho más importantes ambos que la mera política.

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La política, al fin y al cabo, no es más que la superficie de las aguas, y nuestro conocimiento de la vida no pasa de superficial si nos limitamos a los hechos políticos. En el caso de las relaciones entre España y Portugal es indispensable prestar atención a la historia literaria. Uno de los documentos más importantes a este respecto es la carta que el marqués de Santillana escribió a don Pedro, condestable de Portugal en 1449, enviándole un presente de sus obras. Don Pedro, príncipe de la casa real, fiel a las tradiciones de su familia, era poeta, el primero de los portugueses que escribió prosa y verso castellanos. El marqués, después de aludir en su carta a los clásicos, luego a los franceses, italianos, catalanes, valencianos “e aun algunos del reyno de Aragon” que “fueron e son grandes officiales desta arte”, recuerda a su amigo portugués que el arte mayor fué descubierto en Galicia y Portugal; “e después fallaron esta arte que mayor se llama e el arte comun, creo, en los reynos de Galiçia e Portugal, donde non es de dubdar que el exerçiçio destas sçiençias mas que en ningunas otras regiones e provinçias de España se acostumbro, en tanto grado, que non ha mucho tiempo cualesquier dezidores e trovadores destas partes, agora fuessen castellanos, andaluçes o de la Estremadura, todas sus obras componian en lengua gallega o portuquesa”. La poesía en España nació, pues, en galaicoportugués. En esta lengua permaneció mientras fué poesía lírica. Luego cambió el ánimo de la Península, pasando de lo lírico a lo épico. Habían cambiado las circunstancias. Ya no eran los españoles un pueblo de cristianos arrojados de su país por los moros, sino una raza que había reconquistado la tierra perdida y sentía en sus venas el vigor que más tarde iba a extender la civilización europea más allá de lo soñado por la imaginación medieval más desbordante. España (incluso Portugal) se hizo épica y dramática, y, por tanto, pasó a expresarse en castellano. Aquí, como en Cataluña, no se trata, pues, de una relación política que precede y determina una conquista lingüística, sino de un cambio en el estado de ánimo nacional que determina un cambio en el lenguaje, de modo que la cultura española se unifica antes de que aparezca una unidad política. Hasta 1580 no se une Portugal a España con lazo político (aun éste débil y puramente nominal), pero don Pedro escribe ya prosa y verso castellanos en 1449. El castellano pasa a ser medio normal de expresión para los portugueses, como lo había sido el portugués para los castellanos: El Catálogo Razonado, que publica Domingo García en Madrid, en 1890, contiene unos seiscientos nombres de autores portugueses que escribieron en castellano. El instrumento más potente de penetración del castellano en Portugal fué el romance, precisamente la forma más representativa del ánimo épico del país. El romance castellano prendió en Portugal tanto como las cántigas líricas de Portugal habían prendido en Castilla. Y aun quizá más, porque la poesía lírica de Portugal fué, como dice Santillana, cosa de decidores y trovadores, mientras que el romance castellano se encuentra en boca del pueblo. Su popularidad en Portugal puede demostrarse con el número de romanceros que aparecen en Lisboa. Además, antes de que se hubiesen publicado en las prensas portuguesas, los romances castellanos hacen su aparición en la escena de Portugal y precisamente en boca de personajes populares. Así, por ejemplo, en las obras de Gil Vicente, aquel poeta magnífico, uno de los mejor dotados por la Naturaleza en todo el Parnaso europeo, creador del teatro portugués, cuya obra constituye, tanto por su forma como por su esencia, un lazo de unión entre las dos naciones, una guirnalda poética que adorna y une al espíritu de España y de Portugal.

El 6 de junio de 1502 —ya llevaba Portugal cuatro siglos de independencia y le faltaban sesenta y ocho años para que iniciase Felipe II su “período español”— nació un príncipe a la reina de Portugal, el que había de ser Juan III. Al día siguiente, Gil Vicente, el poeta portugués, puso su musa al servicio de su patriotismo, y, disfrazado de pastor, celebró el nacimiento del infante en un monólogo pastoral dicho ante la Corte. Este esbozo dramático para ocasión tan oficial estaba escrito en castellano. Doce años antes, en un torneo celebrado en Evora con ocasión del matrimonio real, todas menos una de las divisas de los caballeros que tomaron parte en la justa estaban en castellano. Llegó a entrar tan profundamente esta lengua en la Corte portuguesa, que la palabra Rei no admite aun hoy en portugués el artículo nacional y se usa siempre con el artículo castellano, El Rei.

Gil Vicente, que puede considerarse como el poeta de la Corte, escribía en una y otra lengua, ora empleando el castellano para toda una obra (con indicaciones escénicas en portugués), ora escribiéndola enteramente en portugués, ora mezclando ambas lenguas en la misma obra, como cuando pone en labios de una nodriza un romance en castellano. Y es curioso que en una de sus obras maestras, As Barcas, trilogía dramáticolírica, las Barcas del Infierno y del Purgatorio están en portugués, mientras que la Barca del Cielo está en castellano. Gil Vicente es, además, autor peninsular, no sólo en el lenguaje, sino también en el espíritu de su obra, obra que, por extenderse desde los autos sacramentales hasta las comedias y farsas alegres y satíricas, recuerda las características del teatro castellano. Es, pues, autor del linaje de los grandes dramaturgos peninsulares, sucesor y discípulo de Encina (muy superior a su maestro) y predecesor de Lope y Calderón. Mas con esta diferencia: que poseía en alto grado un don maravilloso de poesía lírica, que es en la Península privilegio del oeste galaicoportugués.

Las vicisitudes de la influencia castellana sobre la literatura portuguesa no nos conciernen aquí. Lo que sí importa observar es que los poetas portugueses más grandes utilizaron ambas lenguas espontáneamente por la mera fuerza y riqueza de las impresiones e inspiraciones que deseaban manifestar. Mientras los hombres de letras de mero talento, si bien refinado, más imitativos y cultos que creadores y espontáneos, hombres como Sá de Miranda o Antonio Ferreira, se abstuvieron severamente del uso del castellano, Gil Vicente lo emplea con frecuencia, y Camoens, el poeta portugués por excelencia, escribió en castellano con tanto esplendor, que merece figurar como uno de los poetas mejores de la lengua castellana. Una edición cualquiera de los poemas y cançoes de Camoens pasa insensiblemente del portugués al castellano y del castellano al portugués, sin siquiera separar las dos lenguas en sendas secciones dentro del libro. Y este hecho tan sencillo es significativo. Tanto Gil Vicente como Camoens eran ardientes patriotas, de quienes es imposible sospechar acto alguno que a sus ojos significase menosprecio o prejuicio del genio y cultura de Portugal o de la soberanía e independencia de su patria. Los dos grandes poetas sentían que el espíritu que movía la inspiración peninsular podía manifestarse por igual en una u otra lengua (como también lo puede en catalán o en castellano), puesto que todo depende del estado de ánimo que el poema encarna. Poseían dos modos de expresarse, como el pintor posee el óleo y la acuarela, y por tener mucho y bueno que decir, se apropiaron sin discusión todos los medios posibles para decirlo.

No es posible estudiar separadamente las literaturas castellana y portuguesa, como tampoco las literaturas castellana y catalana. Cuando el coleccionador de romances prepara una antología, difícil es que pueda decir cuántos de ellos nacieron en suelo portugués. La antología de poesía portuguesa que publica la prensa de la Universidad de Oxford (Oxford Book of Portuguese Verse) contiene buen número de poetas españoles de todos períodos, desde los gallegos y aun castellanos medievales hasta los del siglo XIX. El Oxford Book of Spanish Verse, antología castellana, aun omitiendo, como lo hace por olvido imperdonable, el nombre y las poesías castellanas de Camoens, contiene buen número de poetas portugueses. El hecho es que existe una unidad intrínseca bajo las diferencias ibéricas, que hace que las dos culturas de estas dos naciones sean tan sólo dos aspectos de un mismo espíritu.

La unión política con Felipe II, lejos de favorecer, perjudicó a la manifestación de esta armonía inherente a las cosas de España. La edad dorada de la colaboración hispanoportuguesa en la esfera del espíritu es precisamente aquella en que las dos naciones, aunque unidas en cultura, se hallan separadas en política. En el siglo XVI, España y Portugal eran dos reinos separados pensando más o menos vagamente en unirse, con monarcas trabajando activamente, si bien de un modo intermitente, en pro de la unión, y al mismo tiempo, curiosamente enlazados por un sentimiento subconsciente de común ‘‘hispanidad”. La unión política bajo Felipe II hizo mucho para atenuar este sentimiento. Camoens murió el mismo año en que Felipe II inicia su reinado portugués. En esta fecha empieza un período que cerró en el siglo siguiente la guerra de sucesión, con su secuela, los tratados ingleses.

Estos tratados y lo que implican permiten comprender la fase de negligencia mutua y creciente distancia que auguran. El imán ya no es Castilla, sino Inglaterra. En Portugal, este cambio produjo profundos efectos espirituales. No era, por cierto, el Gobierno de Felipe II el mejor que podía desearse para Portugal, aunque, desde luego, era el único disponible entonces en la imaginación divina. Este hecho, combinado con la tendencia dispersiva que llevan en sí los portugueses, como todos los demás españoles, tenía por fuerza que llevar a la secesión. Pero ciego será quien no vea que, a la larga, hubiera convenido más a los intereses de Portugal seguir siendo un reino español, aun con el riesgo de caer bajo el absolutismo unitario de los Borbones. El error que Cataluña intentó cometer varias veces en su historia lo cometió Portugal en 1662. La psicología, la geografía y la historia determinan una evolución ibérica para Portugal. Portugal prefirió una vida precaria bajo la alianza inglesa, olvidando que no hay alianza entre el muy débil y el muy fuerte. Y aunque Inglaterra ha sido buena amiga, y aun generosa, y aunque Portugal, en contra de lo ocurrido a España, no ha perdido sus colonias, ha perdido su alegría. Para Portugal hubieran valido más tres siglos de guerras civiles con los castellanos que esta independencia meramente nominal bajo la soberanía política de Inglaterra.

Desde el punto de vista de España, la nueva fase histórica determina una especie de inhibición de las cuestiones portuguesas. La casi total indiferencia para con Portugal, la ignorancia de la vida portuguesa, la aniquilación casi completa de Portugal en la conciencia española, han sido observadas con frecuencia. Mas no lo ha sido tanto el hecho de que estos fenómenos datan precisamente del momento en que entra en escena Inglaterra. Nos hallamos en presencia de un rasgo del carácter español, que se puede observar en otros casos — la tendencia a renunciar a todo interés y a retirarse bajo la tienda del silencio y de la pasividad cuando las circunstancias hacen inútiles los actos y las palabras. Citemos como ejemplo de esta tendencia española la digna retirada de Catalina de Aragón renunciando a defenderse ante el Tribunal de los dos legados pontificales, que por complacer a Enrique VIII examinaron la legitimidad de su matrimonio, y en época más moderna, la inhibición de los intelectuales españoles ante la dictadura de Primo de Rivera. El caso de Portugal es análogo. Allí estaba Inglaterra. Perfectamente. Allá que los portugueses se las entiendan con ella. Y España volvió la espalda a Portugal.

La tradición de unidad seguía, no obstante, viviendo al menos entre los cultos. Nadie que volviera los ojos a los siglos XV y XVI podía dejar de percibirla en manifestaciones tan elocuentes como la íntima cooperación entre las Universidades de Coimbra y Salamanca o el renacimiento español, tan lleno de nombres portugueses. Además, la misma idea de unión o federación política no llegó nunca a desaparecer ni en España ni en Portugal, sobre todo en el siglo XIX, al renacer por todas partes el interés en la mera política. Cosa curiosa, se siente más actividad en este terreno por parte de Portugal que por la de España, quizá porque el cambio producido por la unión hubiera sido más profundo en Portugal. No faltaron nunca portugueses penetrados de la idea de que para Portugal el dilema es: o ser miembro autónomo del cuerpo ibérico, o ser, con disfraz de independencia, miembro apenas más autónomo del cuerpo británico. Una de las voces más elocuentes que en el siglo XIX resuenan para hacer renacer a España, la España que comprende a Cataluña como comprende a Portugal, fué la de un historiador portugués, Oliveira Martins. En su Historia de la Civilización Ibérica, dedicada a Juan Valera, Oliveira Martins penetra bajo los detalles históricos para extraer la unidad esencial de la civilización española. La inspiración que domina todo su libro se manifiesta claramente en el siguiente párrafo del capítulo primero: “Se a geographia é a nosso vêr uma causa das graves differenças que, segundo as regioes distinguiram os hespanhoes na historia e os distinguem ainda hoje, mantendo visiveis caracteres ethnologicos nem sempre faceis de determinar nas suas affinidades, essa causa nao basta para que, acima de taes differenças, a historia nos nao mostre a existencia de um pensamento ou genio peninsular, caracter fundamental de raça, phisionomia moral commum a todas as populaçoes de Hespanha”; y en su último capítulo afirma su fe “em uma vindoura Hespanha, mais nobre e mais illustre ainda do que foi a do seculo XVI”. Pero con su habitual penetración apunta que “Por muitos lados a nossa historia de hoje repete a antiga; e meditando a bem, nós, peninsulares, accaso descubramos n’ella a prova da existencia de uma força intima e permanente que, libertandonos da imitaçao das formas extrangeiras, poderá dar a obra da reconstituçao organica da sociedad um cunho proprio, mais solido por assentar na natureza da raça, mais efficaz porque melhor corresponde ás exigencias da obra”.

Uno de los eruditos portugueses más autorizados, Teófilo Braga, en su As modernas ideias da Litteratura portugueza, enumera los esfuerzos hechos por los portugueses a través de la historia en pro de una unión dinástica; desde los de Juan IV, a la muerte de Carlos II de España, hasta diversas tentativas hechas en el siglo XIX, entre ellas la de Luis I cerca de Napoleón III cuando Prim buscaba rey en Europa y terminó por ofrecer la corona a Amadeo de Saboya. Del lado español no se dan tentativas dinásticas en tiempos modernos, pero parece haberse pensado en el asunto de cuando en cuando. Campuzano, embajador en Londres, lo planteó con Canning, en 1844, en forma de matrimonio entre Isabel II y Luisa Fernanda con el heredero de la corona portuguesa y su hermano. El problema se discute también en otras formas más adecuadas a la vida moderna a mediados del siglo. Se eclipsa la idea de unión y emerge la de federación. Así se arguye en el libro Estudos sobre a reforma em Portugal (1851), por el portugués Henriques Nogueira, y un folleto titulado A Iberia. Memoria em que se provam as ventagems politicas, economicas e sociaes da uniao das duas monarchias peninsulares em uma so naciao, en el cual, no obstante, también figura la idea de unión dinástica. Como en todas las cosas españolas, sobreviene el cisma entre derechas e izquierdas, y en ambos países la derecha se inclina a la unión dinástica, mientras que la izquierda, generalmente republicana y siempre anticlerical, prefiere la federación. Llega a hacerse la discusión tan ardiente, que, en 1853, el Gobierno de Madrid la prohíbe en los periódicos. En 1854, el propio Cánovas del Castillo aboga por la unión dinástica en un folleto titulado El Recuerdo.

La revolución del 68 absorbe la atención del Gobierno español en la necesidad de obtener cooperación y simpatía del extranjero, con lo cual este tema, algo delicado en relación con Inglaterra, pasa a un prudente segundo plano. En esta época se hace propaganda contra la federación, en particular por Teixeira de Vasconcelhos, que emplea el método usual, y siempre seguro del éxito, consistente en afirmar que España prepara la conquista de Portugal; sin embargo, las esperanzas federalistas figuran en el manifiesto de Bruselas que Ruiz Zorrilla lanza desde el destierro y llegan incluso a inspirar una sensacional campaña republicana dirigida en colaboración por españoles y portugueses, campaña que culmina en el Congreso Ibérico Republicano de Badajoz (1889).

Por aquel tiempo empiezan a germinar en Cataluña ideas federalistas análogas a las que inspiraba la obra de Oliveira Martins. El este como el oeste se orientaban hacia el nuevo ideal de la reconstrucción peninsular. Como era de esperar, la idea progresó más rápidamente en el Mediterráneo que en el Atlántico. Oliveira Martins tuvo poco éxito, y aun puede decirse que arriesgó su popularidad. Sus doctrinas ibéricas ofendían el sentimiento popular, vigorizado por el dispersionismo ibérico. El temor de una interpretación política rígida de la unión se alía en muchos portugueses con el recelo más concreto de una conquista española. La actitud poco inteligente de algunos políticos y periódicos castellanos hacia Cataluña estimula estos naturales sentimientos en Portugal. En Castilla, no obstante, nadie piensa en la unión o federación como no sea a base libre voluntaria y espontánea por ambas partes. La labor de aproximación material y cultural que hacer es todavía muy larga y difícil antes de que madure por ambos lados la opinión necesaria a tal empresa. Y si, al fin y al cabo, Portugal prefiriese permanecer aislada, ¿por qué había de pensar España de otro modo? En la víspera de la accesión al trono de don Alfonso XIII, Ganivet resumía el problema con su admirable sentido común:

“El problema de la unidad ibérica no es europeo ni español: como las palabras lo declaran, es peninsular o ibérico. Aunque algunas naciones de Europa tengan interés en mantener dividida la Península, no se sigue de aquí que el asunto sea europeo; si todas las naciones toleraran que constituyésemos esa venturosa unidad, no por eso nosotros habríamos de cometer una agresión; no habría en España, aunque otra cosa se piense, nadie capaz de hacerlo. En cambio, si España y Portugal, voluntariamente, convinieran en la unión, nadie en Europa pondría reparos a un acuerdo que no afectaba al equilibrio político continental. La unión debe de ser obra exclusiva de los que pretenden unirse: es un asunto interior en el que es peligroso acudir a auxilios extraños...

“Asimismo no he comprendido nunca la unión ibérica como cuestión puramente española... Hace tiempo que a mí también me entristecía ver el mapa de nuestra Península teñido de dos colores distintos... Mas después he visto tantas uniones artificiales, que he cambiado de parecer: si habíamos de estar unidos, como Inglaterra e Irlanda, como Suecia y Noruega, como Austria y Hungría, más vale que sigamos separados y que esta separación sirva al menos para crear sentimientos de fraternidad, incompatibles con un régimen unitario violento. La unión de nacionalidades distintas en una sola nación no puede tener más fin útil y humano que el de aproximar diversas civilizaciones para que del contacto surja un renuevo espiritual; y este fin acaso pueda conseguirse sin el apoyo de la dominación material, política.”

 

 

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