España

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CAPITULO XXIII

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CAPITULO XXIII

LA GUERRA

Los acuerdos de Cartagena, firmados en 1907, y las conversaciones de 1913 entre M. Poincaré y el conde de Romanones, estipulaban que, de producirse nuevas circunstancias tendentes a cambiar el statu quo territorial en el Mediterráneo y en las costas africanas y europeas del Atlántico, los Gobiernos de Inglaterra, Francia y España entrarían en comunicación con el fin de adoptar las medidas requeridas por la nueva situación. La declaración de guerra debía, desde luego, entenderse como una de las circunstancias consideradas en esta estipulación, y es casi seguro que el Gobierno español esperaba se produjese la “comunicación” prevista. En vista del silencio aliado, sin embargo, Dato, sin perder tiempo alguno, declaró a España neutral. A medida que Europa va recobrando su salud mental, la palabra neutral vuelve a hacerse respetable. Hubo un tiempo en que era sospechosa. Ese tiempo pasó. Hoy, pues, podemos decir claramente que España pudo y casi debió haber caído en el abismo de la guerra. Ribereña de dos de los tres mares principales en que tuvo lugar el conflicto, fronteriza en tres fronteras con los países aliados, íntimamente ligada por su política extranjera con los dos países directores de este grupo, ¿cómo era posible que España permaneciese neutral? Las razones, sin embargo, son evidentes y se hallarán en las circunstancias internas y externas de la política española de entonces. La nación estaba dividida en dos. En conjunto, la opinión liberal, anticlerical y progresiva, vagamente llamada “izquierda”, era aliadófila, reaccionaria, clerical, la “derecha”, era germanófila. Un estudio más detallado de la situación revelaba razones más complejas y sugería la conclusión de que, estrictamente hablando, no había en España ni germanófilos ni aliadófilos, sino tan sólo actitudes mentales y emotivas para con ciertos problemas nacionales, históricos y filosóficos, que podrían representarse de un modo elemental con estas dos etiquetas cómodas y populares.

Los llamados proaliados tenían por jefes a la minoría intelectual de carácter liberal y progresivo. Sería difícil encontrar un caso de mayor capacidad para elevarse por encima de la miopía nacional en opiniones y sentimientos que el de la minoría intelectual española al declararse en favor de Francia e Inglaterra en 1914. Los hombres que entonces defendieron a los aliados conocían el papel histórico que estas dos naciones habían representado en la decadencia de la casa de Austria y en la destrucción del poder de España que Fernando VI y Carlos III habían reconstruido después de la guerra de sucesión. Sabían perfectamente que Inglaterra había tomado parte principal en la destrucción del Imperio español, desde Canning a Salisbury, y habían observado recientemente la conducta de Francia en Marruecos. Sin embargo, no vacilaron. Para ellos, Francia e Inglaterra luchaban en su pro, pero incidentalmente luchaban por el liberalismo, es decir, por la escuela de ideas políticas que ve en el individuo, no un mero instrumento en manos del Estado, sino su fin. No eran precisamente aliadófilos, sino antiprusianos, y en este último concepto no condenaban al pueblo de Prusia, sino al sistema político que para bien o para mal se identificaba entonces con Prusia como podría hoy identificarse con Italia. La mayoría de ellos debían más a Alemania que a Francia y sentían mayor simpatía por la cultura, la filosofía y las letras de Alemania que por las de Francia. No pocos tuvieron que dominar sus sentimientos, que les habrían llevado, naturalmente, a abrazar la causa de Alemania, porque su intelecto les indicaba claramente otro camino, aun desde el punto de vista de los mejores intereses de la propia Alemania. Y para muchos de ellos la defensa abierta de la causa aliada implicaba un sacrificio penoso de amistades y memorias conservadas afectuosamente desde los días de sus estudios en Universidades y escuelas de ultra Rin.

La línea divisoria que los mejores intelectos de la nación habían distinguido desde el principio acabó por partir a la opinión pública de un modo independiente y distinto de las fronteras de política interior. En el fondo, la cuestión que se ventilaba era el conflicto entre el temperamento liberal y el temperamento imperioso. Tras los intelectuales y los temperamentos liberales del mundo político (no todos los cuales pertenecían al partido liberal) iba una proporción notable, acaso la mayoría de las profesiones y casi todas las masas obreras organizadas, con una fuerte minoría del Ejército y algunos elementos ilustrados del clero. Los campesinos permanecían indiferentes. La burguesía superior, el mundo eclesiástico, la mayoría del Ejército y los políticos reaccionarios, eran germanófilos. Los hombres de negocios eran en su mayoría aliadófilos, aun cuando, por temperamento y corazón, se inclinasen al prusianismo, y es que por entonces los vientos de la prosperidad soplaban del Oeste. La Corte estaba dividida: el rey, con su habilidad sin par y sus facilidades excepcionales para ello, consiguió ocultar sus verdaderos sentimientos durante toda la guerra. La reina es inglesa; la reina madre era austríaca. La Corte fué siempre un campo de batalla ardiente, aunque no escandaloso, entre los elementos clericales y reaccionarios atrincherados en el ala del palacio regentada por la reina madre, y los elementos liberales (si bien con moderación), que se agruparon en torno a la reina joven. Los primeros eran probablemente más fuertes y, desde luego, más ruidosos. Poco después de la muerte del príncipe Mauricio de Battenberg, hermano de la reina, el señor Vázquez de Mella, jefe del partido carlista, pronunció una elocuente oración germanófila ante una multitud de aristócratas, que aplaudieron con entusiasmo su admiración por la poderosa Alemania, su piedad por la “pobre Francia” y su odio hacia la pérfida Albión. Un buen contingente de damas de la Corte se hallaba presente y aplaudió con ostentación al orador, a cuyos pies echaron ramos de flores.

Es evidente que una nación tan profundamente dividida en dos por la guerra no podía entrar a combatir ni a un lado ni a otro. Además, ambos sectores de la opinión pública estaban de acuerdo en que la guerra no era cosa que concerniese a España, para lo cual había por lo menos dos razones: cierto escepticismo, debido a una larga experiencia histórica, que el tratado de Versalles había de justificar ulteriormente, y la convicción íntima de que no se ventilaba ningún interés español vital ni podía desprenderse para España beneficio alguno de una intervención activa.

Esta segunda razón parecía, desde luego, influir también en el ánimo oficial de Francia y de Inglaterra, ya que ni una ni otra manifestaron ardiente deseo de reclutar la cooperación beligerante de España. Ambas sabían perfectamente que España no podía engancharse sin poner Gibraltar y Marruecos sobre la mesa el día del tratado de paz. Por otra parte, España les podía ser un centro admirable de fabricación de pertrechos de guerra, ya que la Península produce casi todas las primeras materias minerales, animales y vegetales, excepto el caucho y el petróleo, y dispone de abundante mano de obra y de técnicos y capital en cantidad no despreciable. La elección para los aliados no parecía, pues, dudosa. Y como los intereses inmediatos de todos convergían a la neutralidad, España permaneció neutral.

La guerra, sin embargo, produjo en España efectos profundos, que pueden resumirse en una idea: hizo penetrar una corriente de vitalidad extranjera hasta los rincones más íntimos de la nación. Corriente tan cenagosa e impura como impetuosa, que llevaba mucho oro y también mucho veneno mezclado con fermentos de nuestra vida, que vino a completar y hacer más agudos todavía todos los problemas que agitaban a la nación y sus Gobiernos. En la atmósfera intensa de la guerra, y a través del clamoreo del constante debate entre los abogados de una y otra causa, los procesos ya conocidos de la política española iban desarrollándose al paso que surgían graves dificultades internacionales con motivo de los incidentes de la campaña.

Este período se caracteriza por los hechos siguientes:

La descomposición gradual de los dos partidos políticos, en parte, a causa de su propia debilidad interna; en parte, a causa de la política especial del rey.

La preferencia definida del rey por Ministerios de coalición, hecho que a su vez iba a acelerar la descomposición del sistema de los partidos.

La emancipación gradual del Cuerpo electoral, que terminó, al final del período, por hacer imposible el manejo de las elecciones desde Madrid, y la seguridad de obtener mayoría por parte de los Gobiernos.

La rebelión del “Ejército”, es decir, del soviet de oficiales, y su usurpación de los poderes del rey y del Parlamento.

El rápido desarrollo de movimientos sindicalistas, comunistas y anarquistas, debido, en parte, al estímulo político de la Revolución rusa.

Los esfuerzos de ciertos catalanistas para procurarse el apoyo, ya de Alemania, ya de Francia, con el fin de organizar una nación independiente.

El cuadro no podía ser más negro. Pero empezó color de rosa. Los aliados mandaban pedidos, y el dinero entraba en la nación abundantemente, lo que permitió al Gobierno preparar la repatriación de la deuda exterior. Subió la peseta de un modo halagüeño, y el país parecía irse organizando como establecimiento industrial de guerra, cuando un debate sobre las reformas militares obligó a Dato a dimitir (diciembre de 1915). Subió al Poder el conde de Romanones en circunstancias difíciles. Las operaciones militares en Marruecos le hacían sospechoso ante la opinión, recelosa de sus intereses financieros en aquella región; y los submarinos alemanes hacían una guerra sin cuartel a los barcos españoles, precisamente cuando la opinión sospechaba también que el presidente deseaba alistar a España en las huestes aliadas. El conde de Romanones asumió sus responsabilidades con decisión frente a una violenta campaña de la Prensa germanófila, y mientras llegaban nuevas de fuertes combates en Marruecos presentaba firmes protestas a Berlín. Al propio tiempo tenía que hacer frente a una huelga general de ferrocarriles en el verano de 1916, y en septiembre, a una campaña violenta contra su ministro de Hacienda, don Santiago Alba, por el odioso crimen de haber presentado un proyecto de ley para que el Tesoro participase en los fuertes beneficios que los industriales hacían a favor de la guerra. Llevaba España perdidas 40.000 toneladas de Marina mercante, y cuando Alemania presentó su nota de bloqueo absoluto de las costas aliadas, el conde de Romanones decidió pulsar la opinión pública, contestándola en términos de inusitada firmeza (6 de febrero de 1916). La opinión pública se hallaba, sin embargo, no sólo dividida sobre este punto importante de política extranjera, sino profundamente trabajada por tres movimientos de carácter revolucionario, que más abajo se describen, y el conde de Romanones decidió dejar el Poder el 19 de abril.

Sabía el astuto político que se preparaba una rebelión militar grave. Como curiosa secuela del sindicalismo que por aquellos años fermentaba en Barcelona, el estado permanente de semirrebelión de los oficiales españoles había cuajado en forma que no hubiera repudiado el propio Sorel. Las ideas del teórico francés habían encontrado en España tierra favorable. Los dogmas de asociación particularista, abstención de la política y acción directa, tenían que hablar con suma elocuencia al alma individualista de los españoles, y estaban, por tanto, revolucionando el movimiento obrero, erigiendo en su seno una Confederación Nacional del Trabajo en Barcelona frente a la Unión General de Trabajadores que representaba el Socialismo en Madrid. Estas ideas fermentaban del modo más inesperado en el ambiente militar. Las Juntas de Defensa, organizadas por los oficiales con una conciencia, una disciplina y una previsión que, de haberse aplicado a los fines propios del Ejército, habrían influido del modo más saludable sobre la eficacia y rendimiento, surgieron en la política del país como una reacción irritada contra las formas más violentas del catalanismo “antipatriótico”, y también como un instrumento de solidaridad interna orientada a depurar al Ejército del nepotismo y a destruir la influencia de la Casa militar del rey. Sus fines oficiales eran “moderación en las recompensas, justicia en los ascensos, respeto a la antigüedad, reorganización de los Cuerpos de Sanidad y de Administración, mejoras en el personal y el material y exclusión de las fuerzas militares de todo conflicto civil, a fin de evitar luchas peligrosas entre el pueblo y el Ejército”. Los fines aparentes eran perfectos. Los métodos, desde luego, inadmisibles. No sólo era toda Asociación de este tipo ilegal entre oficiales del Ejército, sino que además las Juntas, aunque teóricamente secretas, pronto iniciaron una política de amenaza contra los Gabinetes de la corona y contra la corona misma.

Y, sin embargo, la corona continuaba su política de desintegración y destrucción de partidos. El señor García Prieto, siempre instrumento dócil en manos del rey, había organizado un Gabinete de liberales, incluyendo, por indicación regia, al almirante Miranda, ministro de Marina, a pesar de su etiqueta conservadora. Pero al poco tiempo, y mientras surgían en el horizonte amenazas de disturbios sociales, las Juntas de Defensa iniciaron su ataque contra las instituciones. El general Aguilera, ministro de la Guerra, ordenó el arresto de los directores del movimiento. Las Juntas contestaron con un ultimátum. La presión de la corona hizo el resto. El Gabinete dimitió y ganaron las Juntas.

Cosa curiosa: la nación simpatizaba con los oficiales, hecho que puede explicarse de dos modos, ambos plausibles. En primer lugar, todo hombre o grupo de hombres que consigue vencer por mera fuerza de voluntad frente a obstáculos fuertes, tiene mucho ganado con el pueblo español, cuyo sentido dramático es quizá el más fuerte de sus resortes políticos. Las Juntas fueron populares porque vencieron al rey; no precisamente por enemistad del pueblo hacia el rey como persona o como institución, sino meramente porque vencer a un rey es cosa sonada. Por otra parte, había la impresión de que las Juntas aportaban un elemento renovador a la vida política española. El antiguo sistema de apariencias se estaba disgregando; surgían realidades. El aire estaba lleno de “Renovación”. Esta palabra llegó a ser un santo y seña, casi una palabra mágica. Hizo de ella su divisa El Sol, nuevo diario fundado en Madrid por un industrial inteligente e intelectual, don Nicolás María Urgoiti, con una política limpia, ilustrada, generosa y liberal, libre de prejuicios y de compromisos. Rompiendo valientemente con el pasado, El Sol exponía a la opinión pública, sobre la cual adquirió en poco tiempo gran ascendiente, que por medio de la acción revolucionaria de las Juntas, el antiguo régimen se vería obligado a inspirarse en un nuevo espíritu y a organizar la vida de España sobre una base nueva. Se recibió, pues, la crisis no como lo que era, el triunfo de un Sindicato rebelde de oficiales contra la corona, el Gabinete y el Parlamento, sino como el principio de una nueva era en la historia de la Restauración, el momento en que habría que llamar al gobierno de España a hombres nuevos e ideas nuevas. El rey llamó a Dato.

Grande fué el desengaño. Cataluña, donde el fermento nacionalista que agitaba entonces a Europa, desde Irlanda hasta Macedonia, había estimulado la causa nacionalista, se sintió defraudada de las altas esperanzas que el movimiento de “renovación” le había hecho concebir. Reunióse en Barcelona una Asamblea de parlamentarios catalanes, que decidió pedir al Gobierno la apertura de las Cortes, amenazando convocar directamente a los parlamentarios de toda España de no aceptar el Gobierno su petición. El Gobierno, deseoso de evitarse nuevas dificultades en el Parlamento, cuando ya tenía tantas en la política social e internacional, declaró facciosa la Asamblea y se dedicó, con bien poca prudencia por cierto, a desacreditarla en Castilla, manejando el prejuicio anticatalanista. La Asamblea, no obstante, tuvo lugar el 19 de julio, constituida por setenta y un parlamentarios de ambas Cámaras, o sea, aproximadamente, el diez por ciento. Decidió considerarse permanentemente constituida y formar tres Comisiones: una, sobre la Constitución; otra, sobre el Ejército y la Justicia, y otra, sobre la Economía nacional, que prepararían informes a discutir en una reunión ulterior. Fué la Asamblea profundamente popular en todo el país; los Ayuntamientos de Barcelona, Málaga, Oviedo, Salamanca, Zaragoza y las Provincias Vascongadas expresaron oficialmente su apoyo, y en las demás provincias, a pesar del silencio de las corporaciones oficiales, refrenadas por el mecanismo político del régimen, la aprobación popular fué evidente y vigorosa. El movimiento de la Asamblea de parlamentarios se orientaba hacia un Ministerio neutral y de prestigio que organizase unas elecciones con garantías de respeto al voto popular y unas Cortes Constituyentes.

Este movimiento pudo haber sido la salvación de España, y en particular de la monarquía, de haber probado la corona una convicción más sincera de las ventajas del sistema parlamentario y de haber probado los jefes del Socialismo una convicción menos profunda de las ventajas de una revolución improvisada. Pero la acción, a la vez osada y prudente, de la Asamblea parlamentaria, fracasó ante el ataque combinado de la izquierda y de la derecha. Habíase iniciado años antes en Barcelona un movimiento hacia la acción directa y la violencia. Los orígenes de este movimiento se perdían en los de la tendencia a atentados anarquistas que hemos visto ser endémica en la capital catalana. Más tarde, hacia 1910, algunos de los secuaces más emprendedores del señor Lerroux adoptaron costumbres de guerrillas políticas. A imitación de los camelots du roy, el partido carlista catalán organizó sus requetés, que provocaron en el campo opuesto, como émulos, los pelotones radicales de los jóvenes bárbaros. Todo este fermento de agitación y violencia fomentaba indirectamente la causa del sindicalismo, que se proponía influir sobre los acontecimientos públicos por medio de la fuerza y no de las instituciones políticas. Añádase al cuadro el deplorable ejemplo de anarquía que daba el Ejército, y sobre todo ello las noticias que comenzaban a llegar de la Revolución rusa, nueva entonces y todavía gloriosa. El 10 de agosto de 1917, seis días antes del elegido para la segunda reunión de la Asamblea parlamentaria, estalló la huelga general revolucionaria. La Unión, de Madrid, a fin de no dejarse adelantar por la Confederación de Barcelona, tomó esta vez la cabeza del movimiento. El objetivo era político y social: una República democrática socialista. Propagóse la huelga a todo el país; Madrid, Barcelona, Bilbao, Oviedo, las zonas industriales de Valencia, Cataluña, Aragón y Andalucía quedaron paralizadas. Trenes, tranvías, panaderías, construcciones, todo paró. Pero el Ejército estaba intacto. Se declaró el estado de guerra. Las ametralladoras y la Artillería barrieron las dos capitales. En tres días se limpió a España de desorden con plomo y acero. La revolución dejó tras de sí dos mil prisioneros, varios centenares de víctimas entre muertos y heridos y la Constitución muerta. Los jefes del partido obrero habían entregado la nación y a su Asamblea de parlamentarios con todas sus esperanzas a la única fuerza que quedaba: el Ejército.

El 10 de agosto aprobó el Gobierno un crédito para gastos militares. Pero el 19, el Ejército había “salvado a la nación” y ya no se contentaba con meros créditos. Los representantes de las Juntas de Defensa habían visto al rey en Madrid y hecho otras visitas de interés, llegando a la conclusión de que su hombre era el señor La Cierva, el mismo que había insistido en que se fusilase a Ferrer. Se envió a palacio un mensaje, que era difícil distinguir de un ultimátum, y el rey dió a entender a Dato que sería conveniente un cambio de Gobierno. Se constituyó el nuevo Ministerio a base del señor La Cierva, impuesto por las Juntas. Sólo el señor García Prieto se prestó a ser presidente en estas condiciones. La crisis se negoció mientras celebraba su segunda reunión en Madrid la Asamblea de parlamentarios, y por una serie de circunstancias no puestas en claro todavía, el nuevo Gobierno privó a la Asamblea de su elemento más fuerte, conquistándose la cooperación del señor Cambó, que delegó a dos de sus amigos para entrar en el Ministerio. Así, pues, por una mezcla de la falta de sentido político en los socialistas, de astucia en el régimen, firmeza en la represión por parte del Gobierno Dato, vacilación y desunión en la Asamblea y táctica inexplicable en los catalanes, la grave crisis de 1917, tan llena de esperanzas, pasó estérilmente sin otro resultado que dejar la vida pública española a merced de las armas.

Ya había sufrido el antiguo régimen tan fuertes embates, que nadie se extrañaba de ver en el Poder a un Gobierno compuesto de mauristas, catalanistas y liberales. El verdadero dictador del Ministerio era el señor Maura. La primera dificultad con la que tuvo que luchar fué un movimiento de los sargentos, que, no sin lógica, se habían constituido en Juntas de Defensa imitando los métodos de sus superiores. El señor La Cierva, desde el ministerio de la Guerra, que regentaba, los redujo a disciplina por métodos de un rigor sin piedad. Sucedía esto a primeros de 1918. Pero la fiebre del sindicalismo se propagó entonces a todos los Cuerpos del reino, desde los empleados de Correos hasta los grandes de España, que se sindicaron y publicaron un manifiesto. Esta ebullición se desbordó cuando los telegrafistas se declararon en huelga, y el señor La Cierva, al querer aplicarles sus métodos favoritos, hundió al país en el caos. Combinado este hecho con los resultados de las elecciones (que trajeron al Parlamento a los cuatro jefes de la revolución del 17 condenados a muerte, indultados después, finalmente elegidos diputados por Madrid, Barcelona y Valencia), causó la caída del Gobierno, crisis grave que necesitó laboriosas negociaciones y, finalmente, una reunión de ex presidentes del Consejo provocada por el rey en la noche del 21 de marzo. Dícese que el monarca tuvo que amenazar con su abdicación para obtener que se constituyera un Ministerio presidido por Maura y compuesto de todos los ex presidentes y algunos prohombres, entre ellos el señor Cambó, nombrado ministro de Hacienda, y el señor Alba, de Instrucción.

Fué recibido este Gobierno con gran júbilo popular, pues era de efecto dramático y además significaba una derrota del señor La Cierva. El Gabinete adoptó una medida tan sabia como atrevida, aunque quizá ilegal en estricto derecho: la validación de las actas de los cuatro diputados socialistas, que pasaron de la cárcel al Parlamento. A pesar de este acierto inicial, el Gobierno nacional duró poco, disgregándose por disensiones internas debidas en gran parte al antagonismo entre el señor Alba (centralista castellano) y el señor Cambó. Su caída (6 de noviembre) coincidió con sensacionales acontecimientos europeos. El kaiser había huido a Holanda, y cada día llegaban noticias de una nueva abdicación. La caída de los tronos es contagiosa, y el temor al contagio inspira prudencia a los más temerarios. Era la hora de un Gobierno liberal. El primer intento con el señor García Prieto fracasó. El conde de Romanones asumió el Poder (3 de diciembre de 1918) no sólo como liberal de tanda, sino como aliadófilo de reserva. Consecuente con sus ideas, tomó inmediatamente el tren para ir a visitar al presidente Wilson en París.

Presa de tan graves crisis internas, España se había visto en momentos difíciles para su neutralidad. El Gobierno alemán, acosado por tanto enemigo, había concentrado sus esfuerzos en las exigencias de la guerra sin considerar otras atenciones. Sus servicios de propaganda y espionaje en España poseían medios ilimitados, así como notoria libertad de prejuicios en cuanto a la manera de usarlos. Los anarquistas y los sindicalistas más subidos pudieron entonces organizarse a sus anchas y declarar huelgas con toda seguridad del apoyo. Veíanse extraños tipos tudescos siempre activos, ya del lado patronal, ya del lado obrero, pero siempre del lado de la agitación, del tumulto y, a veces, hasta del derramamiento de sangre. Barcelona vivía en pleno sobresalto. Se propagaban los disturbios a otros centros industriales. Frecuentaban los submarinos alemanes las costas españolas, no siempre en vano. La Prensa germanófila, con deplorable carencia de espíritu público, defendía al Gobierno alemán, con o sin razón. El Gobierno se veía obligado a manifestarse no sólo de un modo que evitase toda ruptura de neutralidad exterior, sino toda apariencia de ruptura de neutralidad interior entre aliadófilos, más apasionados que los aliados, y germanófilos, más apasionados que los alemanes. En 1917 entró en la bahía de Cádiz un submarino alemán, que fué internado bajo palabra, lo que no le impidió violarla y escaparse. Todo comercio había llegado ya a ser monopolio de los aliados, y así España se veía obligada a proteger el de ellos para salvar el propio.

Hacia fines de 1917 se negoció un acuerdo a tal fin con el Gobierno británico. Pero las pérdidas de la Marina mercante española iba creciendo, y el Gobierno acababa de arrancar de Alemania el reconocimiento del principio de la indemnización a tonelada por tonelada cuando terminó la guerra. España había perdido 65 barcos y 140.000 toneladas.

¿Qué había ganado? Primero, un aumento considerable de su capital. Su balanza mercantil había cambiado de signo durante la guerra, de modo que entre 1915 y 1919, ambos inclusive, las cifras oficiales arrojan un balance de 768 millones en su favor. Pero la entrada de capital fué muy superior, y en su consecuencia, España pudo rescatar una proporción considerable de su deuda industrial exterior y casi toda su deuda nacional. Los ferrocarriles, en particular, son ya suyos. La indicación más clara de este cambio en su situación económica puede verse en las estadísticas del Banco de España, sobre todo en lo concerniente a reservas de oro. El Banco poseía en 1914 una reserva de 567 millones, que había subido en 1918 a 2.223 millones. Al propio tiempo, la base del comercio español se ensanchaba, como se ve en el cuadro siguiente:

 

1 9 1 4

 

Importaciones

Por 100 del total

Exportaciones

Por 100 del total

Con Europa

708.786.634

65,19

697.251.646

75,91

Con Asia

78.601.471

7,20

7.764.949

0,84

Con África

19.824.235

1,83

19.349.856

2,10

Con América latina

97.920.988

9,01

126.884.661

13.82

Con América sajona

154.813.522

14,26

65.664.740

7,15

Con Oceanía

27.228.598

2,51

1.420.668

0,15

TOTAL

1.087.175.448

100,00

918.336.520

100,00

 

 

1 9 2 0

 

Importaciones

Por 100 del total

Exportaciones

Por 100 del total

Con Europa

730.880.894

49,79

700.449.370

66,64

Con Asia

91.576.896

6,24

3.560.510

0,33

Con África

26.784.757

1,83

30.134.127

2,85

Con América latina

264.176.256

17,99

238.675.120

22,73

Con América sajona

345.840.071

23,55

78.782.456

7,44

Con Oceanía

8.742.050

0,60

69.352

0,01

TOTAL

1.468.000.924

100,00

1.051.670.035

100.00

 

Se observa, sobre todo en este cambio, el gran incremento del comercio con América, tanto la del Norte como la del Sur, y en particular el de las importaciones y exportaciones con la América española y el de las importaciones de los Estados Unidos.

Buena parte de este aumento de la actividad comercial de España fué debida al estímulo comercial e industrial producido por la necesidad de trabajar en condiciones de tiempo y calidad que la guerra hacía exigentes. Fundáronse entonces numerosas industrias, que desaparecieron más tarde al desvanecerse las circunstancias anormales a las que debían su existencia. Pero algunas consiguieron sobrevivir y otras renovar sus instalaciones y organización, en particular las industrias del hierro y del acero en país vasco y en algún nuevo establecimiento de la costa levantina.

Las clases obreras conocieron entonces un período de altos salarios, que contribuyó a madurar sus opiniones, haciendo sus objetivos más exigentes y sus métodos más moderados y constructivos. Aunque todavía iba a soportar España numerosos disturbios por parte de los elementos anarquizantes, que estorban su evolución social —tanto del lado patronal como del obrero—, el progreso hecho entonces no se ha perdido, como hubo de demostrarse repetidas veces. El país aprendió la importancia de los grandes esfuerzos industriales y públicos, así como el papel importante que desempeña la maquinaria en el mundo moderno. Es la época en que aparece la influencia norteamericana sobre España. Invadieron el territorio español en este período toda suerte de fugitivos de Europa, desde esos seres humanos que viven su vida en aislamiento individualista y feliz de todos eventos históricos, hasta esos tipos indeseables que flotan entre el espionaje y la cocaína, la trata de blancas y el juego, la finanza fraudulenta y el robo sencillo. Madrid y Barcelona se cubrieron de constelaciones de cabarets, y las joyerías, perfumerías y agencias de viajes conocieron años de prosperidad. Junto con este internacionalismo de baja y media estofa, España tuvo que mezclarse a la política internacional fuera y dentro de su territorio. Era Madrid la capital neutral más importante de Europa, suelo propicio y atmósfera favorable para toda suerte de negociaciones financieras y políticas. El rey organizó una excelente oficina de información y ayuda mutua para las familias de los soldados desaparecidos de ambos campos. El servicio diplomático español tuvo que encargarse de un número creciente de Embajadas y Legaciones a medida que se extendía el área de la beligerancia, y llegó un tiempo en que el embajador español en Berlín representaba en Alemania a casi todas las naciones. Médicos militares españoles viajaban en los barcos-hospitales aliados para garantizar ante los capitanes de los submarinos alemanes su lealtad en el uso de la Cruz Roja; oficiales y diplomáticos españoles inspeccionaban los campamentos de prisioneros para asegurar su bienestar. Todos estos deberes de cooperación internacional actuaron como estímulos de la imaginación española, y en su conjunto hicieron que España viviese entonces con una actividad internacional como no la había conocido desde los siglos XVI y XVII, cuando sus hombres de Estado, generales, eclesiásticos y embajadores, predominaban en el concierto de la política europea.

 

 

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