España

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CAPITULO III

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CAPITULO III

IDEALISTAS E IRREALISTAS

El 14 de julio de 1931 (delicado homenaje a la República francesa) se reunió por primera vez la Asamblea Constituyente en Madrid. Habían tenido lugar las elecciones el 28 de junio, por sufragio universal a razón de un diputado por cada 50.000 habitantes. Las Cortes Constituyentes así reunidas diferían no poco de las Cortes monárquicas. Figuraban entre los diputados dos mujeres y unos cuantos sacerdotes; había más gente joven que en las antiguas Cortes, menos diputados con experiencia política y todavía menos con experiencia administrativa y de gobierno. Las Cortes revelaban en su composición la multiplicidad de opiniones y partidos que es usual en España como en la mayoría de los países de la Europa Central y meridional. De izquierda a derecha, la componían: 116 socialistas; 60 radicales socialistas, 30 de Acción Republicana (Azaña); 17 federales; 90 radicales (Lerroux); 22 progresistas (Alcalá Zamora y Maura). Frente a estas izquierdas, las derechas, compuestas de agrarios, vascos, algún que otro monárquico y demás, sumaban 60 diputados. La superioridad de las izquierdas era todavía mayor, pues había también en la Asamblea 43 catalanes y 16 gallegos que votaban generalmente con el partido de Acción Republicana. Las Cortes Constituyentes eligieron para presidirlas a don Julián Besteiro, el veterano adalid del partido socialista cuya distinción intelectual, política y hasta física prestaba especial dignidad a la Asamblea.

La primera tarea de las Cortes fué desde luego la redacción de la Constitución. Ello no obstante, la mayoría de los diputados, noveles en la vida pública, venía impulsada por ardiente deseo de infligir condigno castigo a los opresores expulsados del poder, y más orientada a las pasiones del pasado que a las acciones del porvenir. Parece como si les interesara más la demolición de lo caduco que la construcción de lo nuevo y el castigo de las culpas pasadas de los demás que la creación de méritos futuros para ellos mismos. Daban aquellas Cortes Constituyentes a España la primera ocasión de manifestarse a sí misma en plena libertad que España había tenido desde 1923. El ímpetu, la pasión con que las Cortes Constituyentes comenzaron a legislar contra el pasado más bien que por el porvenir, fué la consecuencia natural de ocho años de dictadura, si no muy dura al menos sumamente arbitraria. Puesto que el temperamento suele mover a los seres humanos más que la lógica, volvieron a resurgir las tendencias arbitrarias de la dictadura en las filas de sus propios adversarios; así la Ley de Responsabilidades establecía una comisión política con poderes judiciales para enjuiciar a los responsables de la dictadura prescribiendo que para tal caso se prescindiría de las garantías con que a los acusados protege el código de procedimiento criminal. Recuerdo que esta anomalía fué motivo para mi primera intervención como diputado. Conseguí que se retirase tan monstruosa proposición, pero el hecho de que la presentara la comisión parlamentaria, donde desde luego figuraban numerosos juristas, prueba hasta qué punto domina el temperamento sobre la razón aun en aquellos que constituyen partidos políticos explícitamente fundados en el racionalismo liberal.

La mayoría de los diputados carecía de experiencia parlamentaria, y un número no pequeño de entre ellos eran hombres de espíritu doctrinario y dogmático. Esta circunstancia fué un verdadero infortunio para la República, pues llevó a las Cortes a poner en pie una Constitución que no era viable Los tres defectos capitales de esta Constitución eran: la flojeza del ejecutivo, la falta del Senado y la separación de la Iglesia y del Estado — todos tres debidos a la inexperiencia política y al espíritu de animosidad contra la dictadura que caracterizaron aquella juvenil asamblea. Para la mayoría de los diputados era el Presidente de la República una especie de monarca de paisano, y por lo tanto, con una desconfianza póstuma, rodearon los poderes presidenciales de toda serie de vallas y de pinchos. De todos los poderes presidenciales, era el más ansiado y temido el de disolver el parlamento. Los diputados (revelando así las tendencias de poder personal que les rondaban por la subconciencia) inscribieron en la Constitución unos preceptos de extraordinaria rigidez para impedir que el Presidente abusara del decreto de disolución. Sólo una vez le estaba permitido disolver las Cortes en plena libertad. Si firmaba un segundo decreto de disolución, las Cortes elegidas como consecuencia tenían como primera obligación plantear un debate sobre esta disolución y aprobarla o desaprobarla. Esta increíble disposición constitucional vino a aplicarse en 1936, como más adelante se verá, de un modo más increíble todavía.

Y no era éste el único dispositivo de la Constitución inspirado por la desconfianza para con el poder ejecutivo. Nacida como reacción a una época de arbitrariedad, disponía la Constitución un sinnúmero de cortapisas que impedían al Gobierno retirar de la libertad usual a los ciudadanos peligrosos y tomar otras medidas preventivas para asegurar el orden que aun en los países más democráticos ha demostrado la experiencia ser imprescindibles. La República, aun en sus etapas de izquierda, quizá más todavía en sus etapas de izquierda, se vió precisada a protegerse contra su propia Constitución mediante leyes de excepción como la de Defensa de la República o la de Orden Público, que aunque poco conciliables con los principios constitucionales, apenas fueron suficientes para evitar accesos de violencia y la continua efervescencia de los impacientes. “El martes” —me dijo un día en su despacho de la Puerta del Sol un ministro de la Gobernación muy de izquierda, hallándome yo, entonces embajador en París, de paso en Madrid— “se reúnen las Cortes. Tengo en la cárcel en Zaragoza un centenar de anarquistas. Los tendré que soltar el lunes, para que no me hagan preguntas en la Cámara, puesto que su detención es ilegal. Los soltaré el lunes, me dejarán en paz el martes en las Cortes y el miércoles habrá sangre en Zaragoza.” Todo salió como lo había profetizado.

La comisión de juristas nombrada por el Gobierno Provisional para preparar un proyecto de Constitución había propuesto dos Cámaras: un Congreso elegido por sufragio universal y un Senado de 24 miembros elegidos por partes iguales por: a) las profesiones liberales, b) las Universidades y otras instituciones culturales y religiosas, c) los trabajadores y d) los patronos. Tratábase, bajo formas más modernas, de un Senado parecido al bastante original de la Constitución monárquica. Hubo que abandonar la idea a causa de la oposición de los socialistas. Pero al prescindir así de una segunda Cámara, como algunos de nosotros argüimos en vano en los pasillos y el tiempo demostró, la República arrojó por la ventana una de sus más seguras garantías contra los violentos movimientos de opinión que en desenfrenada oscilación pendular iba a desencajarla y derrumbarla.

Por último, en sus medidas constitucionales para con la Iglesia, cometió la República algunas de sus faltas más garrafales. Si hubiera tenido la sabiduría de atenerse al Concordato vigente, habría heredado los excepcionales privilegios de que gozaba el Estado español, conquistados sobre el Vaticano en el curso de los siglos por unos monarcas que si bien devotos casi hasta el fanatismo no habían sido nunca clericales. Con sólo insistir en la estricta aplicación de las cláusulas de aquel notable instrumento, la República habría obtenido una situación de preeminencia en la gestión y evolución de la Iglesia Española y habría liberado al país de tres cuartas partes de las órdenes religiosas superfluas sin hacer otra cosa que aplicar rigurosa y sinceramente el régimen concordado. Pero las Cortes estaban comprometidas a la separación por las prédicas de sus partidos y dieron al mundo el espectáculo de un Estado que se despoja de sus más valiosos privilegios en el momento en que más los necesita. La Constitución privó al clero de sus sueldos en el plazo perentorio de dos años, sin considerar que existía en España un proletariado eclesiástico en oposición a los obispos pudientes predispuesto a simpatizar con la República; mientras las órdenes religiosas, si bien privadas de sus privilegios y libertades, permanecían fuertes y mal dispuestas. Quedó disuelta la Orden de los Jesuitas. El argumento contra toda esta política anticlerical, tan pasional y teórica y tan desprovista de sentido positivo, podía resumirse en un dilema: o las Cortes no se daban cuenta de que obispos y sacerdotes ejercían en España un poder espiritual y social comparable al de la prensa —y en tal caso, mal andaba mi observación—, o si se daban cuenta tomaban un rumbo tal como si un Estado entregase gratuitamente a un Gobierno extranjero la facultad de nombrar y separar libremente a todos sus periodistas. No faltaron los consejos de prudencia para que se evitase este error. Pero era tal la fuerza del prejuicio que los artículos anticlericales de la Constitución se agotaron por gran mayoría aun teniendo que arrostrar una crisis seria del Gobierno Provisional en plena Asamblea, y sin que todavía existieran los poderes moderadores para negociarla. Los diputados vascos, ofendidos en su política clerical, se retiraron en masa. El presidente del Gobierno Provisional, señor Alcalá Zamora, y el ministro de Gobernación, don Miguel Maura, jefes de los católicos republicanos, dimitieron en plena sesión. Tuvo que actuar de poder moderador improvisado don Julián Besteiro, presidente de las Cortes, y tras breve negociación, tomó la presidencia del Gobierno Provisional el adalid de los anticlericales, don Manuel Azaña (octubre 13-14, 1931).

Al lado de estas tres lamentables equivocaciones, los demás artículos de la Constitución apenas tienen más que una importancia histórica y académica. Inspiraba a los más de entre ellos un espíritu igualitario, generoso y popular; otros, como los que concernían al divorcio y al matrimonio, aguardaban ya desde hacía tiempo en la opinión a cristalizar en leyes; otros, como el sufragio femenino, eran experimentos liberales aunque arriesgados; otros, como las promesas que con todo detalle se hacían a los trabajadores, si bien de buena intención, iban quizá más allá de lo inmediatamente posible. El 9 de diciembre de 1931 quedó ratificada con las Cortes en voto final la carta constitucional de la segunda República. Al día siguiente eligieron las Cortes presidente de la República a don Niceto Alcalá Zamora. Azaña pasó de presidente del Gobierno Provisional a presidente de Consejo de Ministros. La República zarpó hacia una travesía tempestuosa que fue a parar en la guerra civil.

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La Constitución nació el 9 de diciembre de 1931 y murió el 18 de julio de 1936, al quedar suspendida hasta la independencia de España. En estos cuatro años y medio, vivió España tres fases distintas de vida pública: a la izquierda de diciembre de 1931 a 3 de diciembre de 1933; a la derecha (3 de diciembre de 1933 a 16 de febrero de 1936); y a la izquierda otra vez (16 de febrero de 1936 a 18 de julio de 1936). Durante el primer período, la izquierda en el poder tuvo que hacer frente a un alzamiento armado de la derecha (agosto 1932). Durante el segundo período, la derecha en el poder tuvo que hacer frente a un alzamiento de la izquierda (octubre 1934). Durante el tercer período, la izquierda en el poder tuvo que hacer frente a un alzamiento armado de la derecha. La República sucumbió a estas violentas sacudidas. Lo demás es retórica.

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Echemos ahora una ojeada a las cosas tal y como se presentaban a la vista de un observador bien informado, realista e imparcial, en el momento en que España emprende de nuevo en 1931 su camino por la senda constitucional. En primer plano, los problemas ya familiares se dibujan en luz más clara, ahora que el velo que sobre ellos habían echado la monarquía y la dictadura se ha desgarrado al tirón enérgico de la mano nacional. La cuestión catalana puede ya plantearse en un ambiente de generosidad y de sentido común sin que frunzan el ceño monarcas ni juren o conjuren generales. El nudo gordiano clerical puede cortarse. Es posible fomentar la instrucción pública sin trabas monárquicas o clericales. Cabe reducir el Ejército a su función estrictamente técnica. Los trabajadores pueden ir a su labor seguros de que se hallan sus intereses en mano de uno de sus caudillos más respetados. Podrá resolverse la reforma agraria. En política extranjera, se encontrará España en situación no ya de seguir a los demás sino de dar el ejemplo en las sesiones del Parlamento de las Naciones. No hay razón ninguna para que la República Española no consiga construir una España próspera, progresiva, satisfecha.

Hasta aquí el cuadro. Pero bajo sus perfiles claros y al parecer luminosos, siguen ocultándose los dos problemas de fondo, los dos únicos problemas reales y constantes que dificultan la vida pública española: una administración que ni en cantidad ni en calidad corresponde a la técnica moderna, juntamente con la carencia de paz interior que permita desarrollarla; y la flojedad de los instintos colectivos de ciudadanía en la psicología española.

Toda nación necesita un grupo de hombres —diez mil, cien mil, un millón— para dirigir su vida pública. Hombres que colocar a la cabeza, ya política, ya administrativa, de los departamentos del Estado; dirigentes para sus instituciones de enseñanza, de comercio, de industria, obreras, científicas, artísticas; especialistas de las numerosas especialidades que constituyen la vida moderna, a la vez tan compleja en su conjunto y tan precisa en sus detalles. Al hundirse a principios del siglo XIX la armazón tradicional del Estado español, fué necesario comenzar a reconstruir desde los cimientos. De aquí y de allá, vinieron haciéndose esfuerzos a tal fin, ya por individuos particulares, ya por el mismo Estado, para crear y fomentar este tejido director del cuerpo político. Estos esfuerzos fracasaban lastimosamente tarde o temprano cuando volvía a sacudir a España la fiebre terciana de su guerra civil. El último de estos movimientos de honda creación, el que debe su origen a don Francisco Giner de los Ríos, fué el que alcanzó mayor éxito. Gracias al período relativamente largo de paz interior de que gozó España bajo la restauración borbónica (1876-1931) pudo este esfuerzo ir adquiriendo volumen e importancia, y como el país de suyo da vigor y posee ricos dones creadores, el reinado de don Alfonso XIII contará en la historia de la cultura española sino como un siglo de oro al menos como una era de plata.

La tarea esencial de la República debió haber sido procurar que continuase la paz interior para que en el cuerpo político de la nación fuese desarrollándose aquel tejido dirigente con fuerza y espesor suficientes para habérselas con los problemas que dividían a la opinión. Los prohombres de la República debieron haber considerado como su primera obligación reducir sus diferencias al mínimo indispensable, no sólo dentro de los límites de la ciudadela republicana (en cuyo seno eran demasiadas las facciones) sino hasta con sus adversarios extra muros de la República, que, bajo la impresión primera de su derrota, se sentían demasiado embargados por el temor para manifestarse exigentes. A pesar de lo cual, el número y poder de los enemigos de la República triunfante era tal como para inspirar cierta prudencia entre los republicanos, pues era incalculable lo que podría ocurrir de haberse provocado a rebelión abierta a elementos tan arraigados en la nación. Faltó esta prudencia en los republicanos, y fué gran dolor, pues un conflicto armado interior, fuera cual fuere su origen, causa o responsabilidad, por fuerza tenía que producir en el país efectos mucho más hondos que la derrota de tal o cual partido y hasta de tal o cual régimen, ya que implicaba una consecuencia fatal de carácter biológico: el obstáculo o rémora al proceso creador de un Estado moderno que la nación necesitaba como el pan y sin el cual ni los cambios podían tener significación ni las reformas administrativas podían tener eficacia.

Las condiciones psicológicas en que había nacido la República hubieran podido facilitar una actitud de prudencia y moderación por parte de sus directores. El hecho mismo de que los monárquicos y el rey decidieran evitar la guerra civil pudo haber quitado presión y calor a las pasiones políticas acumuladas por una dictadura de ocho años que, aun opresiva y poco inteligente, parece hoy bien moderada a la luz trágica de lo que ocurre en nuestros días. Pero aunque la República pudo haber sido moderada, el caso es que no lo fué. El ímpetu de ocho años de energía comprimida y la fogosidad de ocho años de ensueños políticos sin acción vencieron a la prudencia en el alma de los hombres que tomaron a su cargo la nave del Estado, y así llevaron a la República a todo vapor a estrellarse contra las rocas inmutables de la terquedad española.

Quedó, pues, destruida aquella paz siempre precaria y siempre inestimable sin la que España no podrá nunca llegar a construirse el Estado fuerte y competente que una nación tan vigorosa y creadora necesita poseer. Agobiado a diario por incidentes constantes y por revueltas mayores y menores que su propio doctrinarismo estimulaba, como si para tales cosas fuera necesario el estímulo, el Gobierno se veía incapacitado para emprender la educación política del pueblo — si es que pensó en hacerlo. Y claro está que no me refiero al analfabetismo, ni me parece que sea cuestión esencial para un país como el nuestro el del tanto por ciento de españoles capaces de leer las inepcias de la prensa barata o de sublimar sus instintos criminales leyendo novelas policíacas. Lo que en 1931 se hubiera necesitado era una organización mucho más vasta y omnipresente que la escuela para hacer penetrar en la conciencia de los individuos sueltos el concepto de esa unidad superior de que forman parte, y que se llama la nación; para hacerles comprender que el éxito de la República dependía de que todos y cada uno de sus ciudadanos cumpliesen con sus deberes privados y públicos lo mejor que les fuera posible. En las páginas que siguen no faltarán ocasiones para ilustrar este punto y hacer ver que las más de las veces la almendra de los problemas públicos resultaba ser menos política que psicológica, y casi siempre se resolvía en un abandono del deber por parte de alguna clase o cuerpo o sección del país. Estos descubrimientos no tenían, claro está, nada de agradable y permanecían discretamente ocultos en los bastidores de la escena política. Eran sin embargo síntomas del mal profundo que afligía al país, y el hecho de que no se atendió a este mal, de que no se intentó la educación cívica del pueblo a fin de darle la noción del gobierno democrático y lo que implica en deberes más que en derechos, ha de contarse en toda historia honrada de la República como una de las causas de su fracaso.

 

 

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