España

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CAPITULO IV

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CAPITULO IV

PRIMERA FASE. - IZQUIERDA

I. PROBLEMAS AUTONOMICOS

 

I. La Cuestión Catalana

 

Barcelona se había adelantado a Madrid en proclamar la República. Uno de los nuevos concejales elegidos el 12 de abril tomó la iniciativa izando las banderas de Cataluña y de España republicana en el noble edificio del Ayuntamiento. El mismo día (14 de abril) el caudillo de la izquierda catalana, don Francisco Maciá, era elegido presidente de la República catalana y dirigía a las multitudes entusiastas las siguientes palabras:

“En nom del poble de Catalunya, proclamo l’Estat Catalá, sota el régim d'una República Catalana, que lliuremente i amb tota cordialitat anhela i demana als altres pobles germans d’Espanya llur collaboració en la creació d’una confederació de pobles ibérics, oferint-los, pels mitjans que siguin, alliberar-los de la monarquía borbónica. En aquest moment, fem arribar la nostra veu a tots els Estats lliures del món, en nom de la llibertat, de la justicia i de la pau dels pobles.”

Así en el primer día de la nueva era de las esperanzas españolas afirmaban los catalanes los rasgos típicos de su carácter: su espíritu republicano; su tendencia autonomista; su naturaleza romántica. Había cambiado la voz. La del coronel Maciá no era ya aquella media voz, cautelosa, bien a tono, sabiamente manejada, de los diplomáticos jefes de la Lliga, el partido bien montado y seguro de sí de los autonomistas conservadores de Cataluña; era la plena voz generosa y sentimental del catalán de clase media. Maciá hablaba en catalán, y como catalán, poniendo por delante las aspiraciones de Cataluña. Pero casi al mismo tiempo, hablaba en español, y dirigiéndose a los pueblos hermanos de España animándoles a crear una federación de pueblos ibéricos; y casi al mismo tiempo, como hombre universal, se dirigía a todos los pueblos libres de la tierra ofreciéndoles paz y fraternidad.

Ahogaron sus palabras las aclamaciones entusiastas de la multitud y apenas calmada la primera se alzó sobre Barcelona una segunda ola de entusiasmo al llegarle la noticia de la proclamación de la República en Madrid. El Gobierno Provisional había recibido la noticia de Barcelona con menos entusiasmo. Figuraba entre ellos un eminente catalán, el señor Nicolau d'Olwer, que representaba en el Gobierno todo lo que encarnaban Maciá y sus amigos. La divergencia entre Madrid y Barcelona sobre el verdadero carácter del Estado que se había proclamado en Cataluña se produjo, pues, en una atmósfera de cordialidad. Para los hombres de Madrid, se trataba de sostener una tradición de unidad hispánica que arraigaba a través de las dinastías de Borbón y Austria en todos los reyes españoles, aunque parezca paradójico, hasta en los de Aragón y Portugal, yendo al fondo visigodo e hispano-romano del país. Sabían que podían confiar en Cataluña cualesquiera poderes de autonomía, pero que si aceptasen una república catalana separada, libremente federada a otros “pueblos” de España, que ni estaban organizados en Estados locales ni podían organizarse como tales en un tiempo todavía largo, expondrían al país a una guerra de secesión. Era imposible que el Gobierno Provisional asumiese a la vez los papeles de Wáshington y de Lincoln, que echase al rey e hiciese una guerra civil en pro de la unión.

Les asistía, por otra parte, cierto derecho basado en el pacto de San Sebastián, en cuya virtud los no catalanes se habían obligado a hacer discutir y votar por las Cortes Constituyentes de la República española la autonomía para los catalanes, pero a nada más. El conflicto se resolvió por negociación amistosa. Gracias a que en esta ocasión triunfó sobre el separatismo típico de nuestro pueblo su no menos típico buen sentido, por ambas partes. El “Estat Catalá” se transformó en “Generalitat”, histórico vocablo catalán rico en asociaciones y fecundo en enseñanzas, sobre todo para un pueblo de individualistas, y quedó convenido un procedimiento de relaciones constitucionales equitativo para ambas partes. La Constitución estipularía Estatutos locales dentro de ciertas líneas generales, y estos Estatutos, una vez adoptados y definidos según su parecer por las regiones y aprobados por las Cortes Constituyentes pasarían a regir la vida regional, dando así a los países autónomos poderes específicamente concedidos por el Estado español.

El 2 de agosto de 1931, por un plebiscito que resultó casi unánime, adoptó Cataluña su Estatuto. Se discutió este texto en las Cortes Constituyentes durante el verano de 1932, aprobándose con cierto número de enmiendas que los catalanes, maestros en el arte del regateo, aceptaron con buen semblante aunque con cierta desilusión. Los puntos difíciles habían sido el lenguaje, la enseñanza y el orden público. No siempre se hace justicia al Estado Central en los comentarios sobre esta materia. Los catalanes no parecen haberse dado cuenta tanto como el resto de los españoles de la necesidad de mantener el lenguaje castellano, como una fuerza viva de unidad nacional a través de todo el país, necesidad tanto mayor cuanto mayor sea la autonomía que se dé a las regiones, y que se explica por dos razones al menos: unidad política y utilidad administrativa 47. Así, pues, el Estatuto hizo del catalán la lengua oficial de la Generalitat, con el castellano reducido a las relaciones entre la Generalitat y el Gobierno de la República, pero las Cortes lo enmendaron colocando al castellano y al catalán en situación de igualdad oficial en Cataluña, lo que además de ser razonable en política, venía impuesto por el sentido común dada la alta proporción de españoles que no conocen el catalán y que se hallan establecidos en Cataluña y la intimidad de las relaciones entre unos y otros. En cuanto a enseñanza, la Generalitat aspiraba en líneas generales a una especie de monopolio y la República a un condominio, o a un campo libre para ambos Gobiernos, el catalán y el central. Aquí también, aunque la Generalitat no consiguió la posición exclusiva a que aspiraba, no parece que en buena justicia quepa acusar de poco generosas a las Cortes Constituyentes. Por ejemplo, hubiera sido equitativo acordar el sistema que muchos propugnaban, consistente en establecer en Barcelona dos Universidades, una de cultura catalana bajo la Generalitat, otra de cultura general española, bajo el Gobierno central, y ambas con mayor o menor autonomía; pero ante la objeción de los catalanes, se tomó una solución intermedia que, en la práctica, vino a entregar la Universidad única de Barcelona a los catalanes.

El Estatuto catalán provocó una oposición considerable en España. Esta oposición era en parte sincera, y surgía de dos sentimientos, legítimo el uno, ilegítimo el otro. Si, por una parte, había cierta estrechez de miras en los que se negaban a admitir el derecho de los catalanes a vivir a su manera y con sus instituciones, no dejaba de tener cierto fundamento por desgracia el resquemor de los que veían en el catalanismo visos de separatismo no ya de Castilla —lo que en sí es lícito— sino del concepto superior de una España orgánica, indudable síntoma de tribalismo a la marroquí. Prueba de que en el sentimiento anticatalanista de muchos españoles existía y existe este resquemor es que, en contra de lo que parecería desprenderse de la tesis meramente anticastellanista, no son los castellanos strictu sensu los que más se oponen al catalanismo extremista, sino otros pueblos como los murcianos, los andaluces, los leoneses o gallegos, y hasta regiones de habla catalana como la mayoría de los valencianos. En cuanto a que esta sospecha de tendencia disruptiva de una España orgánica esté o no justificada, aun aquellos que, como el autor de estas líneas, han apoyado al catalanismo siempre, tienen que rendirse ante la evidencia y hacer constar que la experiencia de la República es terminante: el catalanismo, aun siendo en los mejores catalanes hondamente español, cae con frecuencia en un separatismo políticamente reaccionario, negador de España y francamente marroquí.

Pero, por otra parte, la oposición que en 1931 intentó alzarse contra el Estatuto catalán no era sincera en numerosos sectores, sino tan sólo parte más o menos disfrazada de la campaña antirrepublicana que ya por entonces, pasado el primer estupor, volvía a alzar la cabeza. El conflicto dió a Azaña una de las grandes ocasiones para mostrar sus grandes dotes de parlamentario y de estadista. Sin el asombroso poder de su dialéctica y de su fe, de su confianza en Cataluña que consiguió hacer vivir en todos los pechos republicanos, es posible que hubiera zozobrado el Estatuto catalán en aquellas sesiones de las Cortes que la pasión hacía borrascosas. Pero Azaña triunfó y el 9 de setiembre de 1932, las Cortes ratificaron el Estatuto por 314 votos contra 24. Entró Cataluña plena y oficialmente en el goce de sus libertades autónomas de que ya en la práctica disfrutaba y el 25 de setiembre de 1932, Azaña en persona fué a Barcelona para celebrar el hecho. Dirigiéndose a una multitud que merecidamente le hacía objeto de una clamorosa ovación, “Ahora sois de la República”, les cantó tres veces con voz sonora que afirmaba y preguntaba a la vez, y tres veces, la multitud entusiasta le contestó con un resonante: “Sí”.

 

2. La Cuestión Vascongada El 17 de abril de 1931, junto a la histórica encina de Guernica, los nacionalistas vascos habían intentado una imitación improvisada y un sí es o no es pálida de la proclamación del Estado catalán hecha en Barcelona tres días antes por Companys y Maciá. Más que un acto político, fué una ceremonia, sin éxito ni resonancia. Pero al estímulo de los éxitos catalanes, a cuyo remolque han ido los vascos nacionalistas desde que Sabino Arana transplantó a Vizcaya la simiente del nacionalismo que había adquirido en Barcelona48, siguieron adelante con proyectos y estudios para poner en pie un Estatuto vasco. A tal fin se reunieron en Estella, la vieja ciudad carlista, vascos y navarros de todos colores políticos menos los socialistas y los republicanos de izquierda. Vuelvo a insistir sobre este carácter netamente conservador y hasta reaccionario del nacionalismo vasco que nunca debemos olvidar. Estaba todavía este movimiento nacionalista en pleno resentimiento contra la política anticlerical de la República, que había inducido a los diputados nacionalistas vascos a retirarse in corpore de las Cortes — gesto, por otra parte, de un españolismo castizo. La inquietud causada en el país vasco por esta situación obligó al Gobierno a cancelar las ceremonias anunciadas para conmemorar el Pacto de San Sebastián (17 de agosto). El Gobierno, muy liberal y muy de izquierdas, pero en fin Gobierno, suspendió doce periódicos vascos, con la misma autoridad que lo hubieran hecho Narváez, Cánovas o Primo de Rivera, sencillamente porque estos periódicos, españolísimos a fuer de vascos, incitaban al pueblo a la guerra civil para defender los intereses de la religión (27 de agosto de 1931). El 17 de setiembre del mismo año vascos republicanos y vascos nacionalistas vinieron a las manos, y cuenta que no eran manos desarmadas, pues hubo un muerto y dos heridos. La policía clausuró el centro de la Juventud Vasca de Bilbao, organización nacionalista, y más tarde el Gobierno dió la orden de clausurar todos los centros nacionalistas vascos, no por cierto por nacionalistas, ya que era entonces la política de la República, como lo fué siempre, decididamente autonomista, sino por antirrepublicanos. Esta decisión dió lugar a nuevos desórdenes en Bilbao. Tal era la atmósfera en que se procedió a la redacción del Estatuto, que hizo muy laboriosa la tensión producida por el problema, candente entonces de las relaciones con la Iglesia, que más adelante se examinan. Dándose cuenta de que peligraba el Estatuto, de persistir en su actitud, los redactores del proyecto renunciaron a su idea de incluir en los poderes reclamados para el país vasco la cuestión religiosa, caballo de batalla de todo el nacionalismo vasco hasta entonces, pero para tomar tal decisión tuvieron que hacer frente a fuerte oposición por parte de numerosos municipios de Guipúzcoa que, con extraño concepto de lo que se entiende por autonomía, aspiraban a un Concordato separado con el Vaticano. Puesto a votación en Pamplona (junio de 1932) el proyecto fué rechazado por los navarros por 123 contra 109; mientras que las Tres Provincias lo adoptaron por 245 a 14. Aprobado por los municipios de Alava, Vizcaya y Guipúzcoa, quedó finalmente adoptado por las Tres Provincias en plebiscito que dió mayorías favorables respectivamente de 50 %, 89 % y 87 %. La tibieza de Alava, la oposición de Navarra y la urgencia de otras labores parlamentarias suspendieron indefinidamente la discusión de este laborioso y disputado Estatuto por las Cortes Constituyentes.

 

3. La Cuestión Gallega A juzgar por el número de sus diputados en las Cortes Constituyentes era el partido más importante de Galicia en los primeros días de la República la O. R. G. A. (Organización Regional Gallega Autónoma) dirigida por don Santiago Casares Quiroga, vigoroso vástago de una ilustre familia republicana de La Coruña. Era desde luego un partido autonomista, que organizó la redacción y plebiscito de un Estatuto regional gallego en el cuadro de lo estipulado por la Constitución, pero sin obtener más que cierto interés de curiosidad en la región gallega, porque el gallego es sutil y práctico y mucho menos aficionado a problemas teóricos y dogmáticos que el catalán o el vasco. Con todo, hubo proyecto y se votó en diciembre de 1932. Pero como nadie parecía tener prisa especial en ponerlo a discusión en las Cortes, fué aguardando y aguardando sigue en el limbo de los proyectos sin fe.

 

 

II. EL PROBLEMA RELIGIOSO

 

Conviene partir de la base de que de lo que adolece la Iglesia en España es de intolerancia más que de excesivo poder49. Desde el punto de vista político, es la Iglesia una fuerza indiscutible que intrigaba en Palacio y en los ministerios y ejercía indudable influencia sobre la opinión pública. Pero la Iglesia española había abandonado ya desde hacía siglos el campo que con más derecho y con más vigor debió de haber cultivado: el de la cultura y el espíritu. Si la República la hubiera dejado en paz, la mera labor creadora liberada de las trabas de antaño que el régimen republicano en paz y tranquilidad habría podido realizar en las artes y las ciencias, en las letras y el bienestar general, hubiera bastado para reducirla a completa impotencia, ya que, para bien o para mal, pues eso va en gustos, la Iglesia tiene tendencia a caer por su propio peso cuando el espíritu no la sostiene.

Tal hubiera, pues, debido ser la política de la República para con la Iglesia. Pero no se lo permitió el apasionamiento anticlerical de sus prohombres, empeñados en asestarle a la Iglesia un ataque frontal. Bien es verdad que algunas de las medidas de tinte anticlerical que adoptaron eran inevitables. La ley estableciendo el divorcio, por ejemplo, respondía a una necesidad del ambiente social de los tiempos y llegaba con tanto retraso que, cuando se promulgó, se formó al punto una larga cola de parejas desavenidas aguardando a que los tribunales las disolvieran ante la ley. Aun aquí, la República no supo hallar el justo medio, y pasó de un extremo al otro, de un matrimonio que sólo la muerte podía disolver a una relación conyugal que ambos cónyuges podían anular por mutuo consentimiento a los dos años de matrimonio. La Iglesia recibió esta ley con indignación. Justo es añadir que por aquel entonces se venía haciendo gran negocio en la archidiócesis de París disolviendo matrimonios españoles con bastantes francos franceses para hacer frente a los gastos que la operación implicaba, con la ventaja de que, por ser universal la Iglesia, era válida esta anulación en España. Justo es también declarar que los interesados no hubieran encontrado iguales facilidades de interpretación del canon eclesiástico en ningún obispado español. Pero sea de ello lo que fuere, tratábase de pequeñas flaquezas del poder espiritual que sólo al poder espiritual concernían, y subsiste el hecho de que, en cuanto a divorcio, si bien la República estaba en terreno firme, actuó con poca moderación.

En enero de 1932 fué disuelta la Orden de los Jesuitas y confiscados por el Estado sus cuantiosos bienes. Esta medida mereció la aprobación general, pues solía decir un conocido doctor republicano pero buen católico: “Mi profesión me lleva a hogares altos y bajos y nunca he visto un jesuita en casas de menos de cinco mil duros de renta”. Quizá hubiera sido más útil esta medida de haberse aprovechado como compensación para adoptar otras más generosas en sentido contrario como alguna que más adelante se apuntará, pero en el conjunto de los golpes apasionados, casi vengativos, entonces asestados contra la Iglesia, la disolución de los jesuitas vino a añadir un enemigo más, y muy potente, a los que la República venía creándose en este campo de la Iglesia mucho menos antagonista para ella de lo que algunos fogosos anticlericales se imaginaban. Por otra parte, esta medida vino a crear una curiosa situación. El artículo 26 de la Constitución prohibía en su párrafo 4 a las órdenes religiosas entregarse a la enseñanza. Tuvieron, pues, los jesuitas que cerrar sus establecimientos dedicados a fines educativos. Pero al quedar disuelta la orden, cesaron de ser jesuitas ante el Estado y por consiguiente pudieron volver a dedicarse a la enseñanza como particulares que eran. No fué este el único caso de incoherencia legislativa en la historia de la República.

Como estaba prescrito en el mismo artículo 26 (uno de los sepultureros de la República), las Cortes Constituyentes tuvieron que aplicar su propio precepto: “Una ley especial regulará la total extinción, en un plazo máximo de dos años, del presupuesto del clero”. Quedó este presupuesto reducido a un tercio en 1932 y totalmente suprimido en 1933. Tratábase de una cantidad global de treinta y cinco millones de pesetas. La táctica en este caso hubiera debido ser precisamente la contraria: aumentar el presupuesto del clero todo lo que fuera necesario para dignificar al cura de aldea a quien hubiera sido relativamente sencillo convertir a la República, y al propio tiempo, volver a incorporar la preparación cultural de los sacerdotes a la Universidad deshaciendo lo desastrosamente hecho por los revolucionarios de 1868 que habían suprimido las facultades de teología de las Universidades españolas. Los incautos entusiastas de 1931 completaron el error de sus predecesores rechazando al cura de aldea, su aliado potencial, al campo enemigo y condenándole a la inseguridad, a la pobreza y al resentimiento contra su agresor.

Este espíritu de anticlericalismo estrecho y vengativo se manifestó en otras medidas de carácter baladí, como la negativa a reconocer toda forma de matrimonio que no fuera matrimonio civil (junio de 1932) y la supresión del cuerpo de Capellanes Castrenses (julio de 1932); dando su obra maestra en materia tan teórica e inactual como la de los cementerios. ¿Qué podía importar a una República moderna dónde se entierra la gente, con tal de que se respetase el reglamento de sanidad? La Iglesia tenía sus razones para dar importancia a esta materia, de carácter sacramental algunas, de propaganda otras. Casos se han dado en España, algunos no muy dignos de la Iglesia misma, de intrigas y hasta tretas para enterrar con ritos religiosos a personas conocidas a pesar de sus instrucciones testamentarias en contra. En las ciudades españolas, el Cementerio Civil venía a constituir al lado del más populoso cementerio religioso, una especie de lazareto para los muertos de la cáscara amarga. Vino luego la República y hubo quien pensó que por lo menos terminaría esta grotesca guerra civil con los huesos de los muertos. Pero velaban los beatos y los frailes de la Santa Iglesia Anticlerical, y cuando tantas cosas urgentes tenía que hacer la República, los nuevos gobernantes de España hallaron tiempo y humor no sólo para decretar que se secularizasen los cementerios sino para prohibir el sepelio religioso en todos los casos en que no hubiese decisión explícita a tal efecto en el testamento del difunto — lo cual en un país en donde de cien personas que mueren una a lo más se toma el trabajo de confiar al papel sus últimas decisiones, tenía que resultar opresivo.

Esta política suicida proporcionó a las fuerzas de la derecha, en plena desbandada al caer la monarquía, las armas necesarias para rehacerse en la oposición sobre un terreno mucho más vasto que el de sus propios intereses y prejuicios, ya que hasta cierto punto, lo que con tal política se venía hiriendo era un sentimiento muy general en el país. Mucho se ha criticado a Azaña por el famoso discurso en que declaró que España había dejado de ser católica. Este discurso, pronunciado con motivo de la discusión del artículo 24 en la sesión del 13 de octubre de 1931, lejos de merecer tales críticas, es en mi opinión uno de los mejores de aquel alto espíritu y luminoso intelecto, y revela un sentido profundo de la historia humana, y en particular de la española, y una penetración quizá nunca igualada en los anales del pensamiento parlamentario español, con haber sido siempre este pensamiento singularmente fértil. Pero medía un mundo entre la teoría, por muy fina, exacta y profunda que sea, y la práctica que el día exige; medía un mundo de la verdad como la ve el hombre de pensamiento a la situación que se presenta ante el estadista. En aquella asamblea anticlerical que escuchaba y aplaudía con entusiasmo a su anticlerical presidente del Consejo, es seguro que no había un dos por ciento de diputados capaces de hacer frente a sus respectivas mujeres en materia de misa, sacramentos y enseñanza, y de éstos ni uno solo que, aun bastante heroico para hacer frente a su mujer, fuera bastante heroico para vencerla50.

Los hechos son que mientras progresa el ateísmo en las clases obreras (quizá con más rapidez en los hombres que en las mujeres), el campo, la clase media y aun las familias obreras no militantes siguen constituyendo un fondo católico. Esta opinión católica difusa y no militante habría tolerado y hasta deseado medidas anticlericales que redujesen a la Iglesia a sus límites legítimos en la vida nacional. Pero el anticlericalismo punzante y constante de la República proporcionó al cogollo de católicos militantes y reaccionarios el pretexto que deseaban para movilizar contra ella a la opinión religiosa del país. Así se explica que el origen de la oposición que terminó con la caída de la República haya sido netamente católico.

Durante el verano de 1932 salen a escena pública dos organizaciones católicas de combate: Acción Católica, asociación de católicos que profesaba abstenerse de toda política para dedicarse exclusivamente a la defensa de la Iglesia; y Acción Popular, su emanación en el terreno político. Alarmáronse los republicanos conservadores, dándose cuenta de que estas organizaciones les ganarían a la mano si ellos y sus partidos no salían a la palestra en defensa de los intereses de la religión tradicional de los españoles. Don Miguel Maura, que después de la elección del señor Alcalá Zamora como presidente de la República, había quedado único jefe del partido progresista, pasó a la oposición; el señor Lerroux, a pesar de un pasado pecaminoso en esta materia, también aspiró a atraerse el voto católico. En junio de 1933 se promulgó la Ley de órdenes Religiosas, que confiscaba su propiedad y les prohibía toda actividad en materia industrial, comercial o de enseñanza. El Papa condenó la Ley en una Encíclica, y los obispos de España publicaron una pastoral prohibiendo a sus fieles que enviasen sus hijos a las escuelas del Estado.

Así derrochó sus energías la joven y entusiasta República en un ataque frontal contra la Iglesia que vino a reforzar a este su enemigo tradicional con todo el vigor de la oposición.

 

 

III. EL PROBLEMA MILITAR

 

Sus frecuentes intervenciones en la vida política del país durante el siglo XIX habían hecho del Ejército español —por lo que aquí se entiende el cuerpo de oficiales— una especie de partido político. El Ejército tenía su prensa, incluso uno o dos diarios, sus diputados y senadores, oficiales metidos a politiquear, que aun elegidos por los diversos procedimientos de la Constitución monárquica, se consideraban abiertamente como portavoces de la milicia, y su ministro, pues con muy pocas excepciones, el de la Guerra solía ser un general que también se consideraba como el portavoz de sus compañeros de armas. Aun después de desaparecidos los últimos restos del Imperio español, seguía el Ejército disfrutando de casi todas las sinecuras del Estado: el Alto Comisario de Marruecos era casi siempre un general, y en el Ejército mismo, se preveían un número relativamente crecido de sinecuras cómodas y decorativas, como las direcciones generales de la Guardia Civil, de Carabineros, y hasta de Inválidos, pero sobre todo los mandos de las ocho regiones militares a cargo de ocho capitanes generales con más honores e influencia política que quebraderos de cabeza.

El Ejército se había tallado con la espada en el derecho público una situación de exorbitante privilegio, fundada en la famosa Ley de Jurisdicciones que le permitía enjuiciar en sus tribunales a todos aquellos, militares o civiles, que fuesen culpados de ataque a la patria o a sus instituciones fundamentales, entre las cuales desde luego ocupaba lugar preeminente el propio Ejército, juez y parte. Venía a ser, pues, el Ejército un Estado dentro del Estado, susceptible y de humor más que vidrioso.

Durante sus largos años de conspirador republicano, Azaña se había dedicado con atención preferente a los problemas de la milicia, y al llegar al poder, traía ideas concretas para imponer orden en la rama del Estado español, que, a pesar de ciertas apariencias, era quizá la más anárquica del Estado. En el Gobierno Provisional se encargó del Ministerio de la Guerra, que conservó aun después de encargarse de la Presidencia del Consejo.

Azaña comenzó por abolir la Ley de Jurisdicciones, el Consejo Supremo de Guerra y Marina y todos los privilegios jurídicos que hacían del Ejército una anomalía en el derecho público español. Para hacer frente a objeciones posibles de carácter técnico, creó en el Tribunal Supremo una Sala especial dotada de asesores militares para que conociera de los casos relativos a los cuerpos armados. Suprimió los ocho capitanes generales y los dos rangos superiores de la jerarquía militar, poniendo el tope en el de general de división. Había en España entonces exceso de oficialidad. Azaña intentó combinar dos fines en una sola operación: deshacerse del sobrante de oficiales y quedarse sólo con los fieles a la República. A tal fin hizo jurar lealtad a los oficiales que se quedasen en servicio activo, permitiendo a los demás que se retirasen con la paga entera que disfrutaban a la sazón. Y así liquidadas las medidas de orden negativo, el primer ministro de la Guerra republicano se dispuso al fin a preparar el entrenamiento e instrucción y el equipo del Ejército como arma eficaz de defensa, ya que hasta su advenimiento al poder sólo había sido como tal arma de defensa una institución inactiva e ineficaz y demasiado activa y eficaz como fuerza política.

Asistía, pues, a Azaña plena razón en cuanto a su propósito. Pero no anduvo tan acertado en cuanto a su manera de alcanzarlo. Era hombre tímido y dado a ocultar lo que quizá en el fondo fuera debilidad de carácter bajo una máscara rebarbativa y una seca austeridad en el trato social. Era de pocas palabras, salvo con los íntimos, cerrado y taciturno con los jefes del Ejército, y en lugar de conquistarse a algunos con la confianza de planes compartidos, les impuso a todos sus decisiones en una serie de hechos y medidas que, a pesar de tocar a la carne viva de sus intereses y privilegios, permanecían ocultos en el secreto de la intención del ministro hasta que los militares se enteraban por la prensa. Así se fueron infligiendo a este servicio, que había sido siempre el más mimado de España, una serie de heridas morales que le causaron quizá más resentimiento todavía que el perjuicio material que implicaban. Entretanto un número crecido de oficiales se había acogido al retiro con paga entera por sentir poco afecto para el nuevo régimen. Muchos de entre ellos se dedicaron a negocios y profesiones liberales, contando con la ventaja material de sus pensiones. Otros, quizá la mayoría, dedicaron el ocio a que la República los recluía, a conspirar contra ella. Poco a poco fué aumentando el grupo de los militares descontentos y comenzó a fermentar entre ellos el espíritu de conspiración que tan desarrollado estaba en el Ejército español desde principios del siglo XIX, y para el que nunca habían faltado instigaciones de políticos impacientes, tan pronto de la izquierda como de la derecha. La República se iba, pues, haciendo otro enemigo — quizá aquel cuya causa se justificaba menos, pero quizá el más peligroso.

 

 

IV. EL PROBLEMA AGRARIO

 

Al instaurarse el régimen republicano, sólo era agudo el problema agrario en una zona vasta del sur y del suroeste de España, es decir en Andalucía y Extremadura, en donde, a causa de un sistema defectuoso de propiedad, quedaba sin cultivar un 60 % de la tierra, mientras que el 40 % restante no es siempre apto para producir las cosechas que se le imponen. En estas regiones había unos pocos propietarios con enormes tierras, rodeadas de un proletariado sin tierra cuya subsistencia dependía del capricho de los mayordomos del amo.

Este fué el mal hondo y urgente que la República propuso arrancar de raíz con la Reforma Agraria. Al estudio de esta reforma consagraron las Cortes Constituyentes todo el verano de 1932. La ley quedó aprobada en setiembre de aquel año. En sus artículos se echaba de ver el conflicto entre opiniones teóricas encontradas — marxismo, individualismo español, generoso idealismo de algunos, pesimismo y desilusión de otros. Se estipulaba que se dedicaría un año entero al estudio de las tierras y a formar un censo de los obreros del campo — error político de bulto que los extremistas de la derecha como los de la izquierda supieron explotar. Se confiaba este estudio preliminar, así como la ejecución de la ley, a un Instituto de Reforma Agraria, dotado con cincuenta millones de pesetas al año. La ley se aplicaba a catorce provincias: las ocho de Andalucía, las dos de Extremadura, tres castellanas (Ciudad Real, Toledo y Salamanca) y una de Murcia (Albacete), pero también se admitía la posibilidad de expropiar latifundios en términos iguales en cualquier otra provincia de España. Se confiscaba sin compensación a los fundos feudales; las demás tierras se pagarían capitalizando la renta registrada en los impuestos sobre la propiedad, medida justa y provechosa a la vez por ser frecuente y endémica la evasión del impuesto en esta materia. Las tierras así adquiridas pasaban a ser propiedad del Estado, que las distribuiría ya a cultivadores independientes, ya a asociaciones de cultivo colectivo. Sin saber decidirse cuál de estas dos formas de explotación agrícola preferir, la Asamblea Constituyente transfirió el problema intacto a los municipios, para que lo decidieran por mayoría de votos. Quedaba también facultado el Instituto de Reforma Agraria para fomentar sociedades cooperativas de suministro de víveres, abonos, maquinaria y crédito. Se abolieron ciertas formas de pago feudal que todavía subsistían, como los foros de Galicia.

Esta reforma de excelente intención y estudio, aun afeada por una o dos disposiciones de índole vengativa y confiscatoria, fracasó no obstante a causa de la lentitud de su aplicación, debida en parte a las dificultades del problema en sí, en parte al defecto inicial del Estado español, al que Azaña, a pesar de ser funcionario público de toda la vida, no prestó la debida atención: la ineficacia administrativa de los funcionarios y de la organización de los ministerios. En este caso particular, el propio Azaña dió un ejemplo deplorable, nombrando secretario general del Instituto Agrario a un periodista sin experiencia alguna ni del problema ni de la administración.

 

 

V. EL PROBLEMA OBRERO

 

La segunda República había nacido bajo una constelación política en la que ejercían las clases obreras mucho más influencia que bajo la primera. Esta diferencia notable vino a expresarse en la Constitución no directamente por las clases obreras sino por medio de cierto número de intelectuales socialistas y de prohombres obreros intelectualizados cuyas opiniones se caracterizaban por una fuerte teoría marxista y una fuerte práctica más demagógica que democrática. Estos profetas del obrerismo comenzaron por hacer inscribir en la Constitución la siguiente definición de la República: “España es una República democrática de trabajadores de toda clase, que se organiza en régimen de libertad y de justicia”.

Después de esta evidente exageración al estilo de las afirmaciones más ambiciosas e ingenuas de las Cortes de Cádiz, redactaron e hicieron votar por las Cortes Constituyentes su obra maestra, el artículo 46, que reza así: “El trabajo en sus diversas formas, es una obligación social, y gozará de la protección de las leyes. La República asegurará a todo trabajador las condiciones necesarias de una existencia digna. Su legislación social regulará: los casos de seguro de enfermedad, accidente, paro forzoso, vejez, invalidez y muerte; el trabajo de las mujeres y de los jóvenes y especialmente la protección a la maternidad; la jornada de trabajo y el salario mínimo y familiar; las vacaciones anuales remuneradas; las condiciones del obrero español en el extranjero; las instituciones de cooperación; la regulación económicojurídica de los factores que integran la producción; la participación de los obreros en la dirección, la administración y los beneficios de las empresas, y todo cuanto afecte a la defensa de los trabajadores”.

Esto, Inés, ello se alaba. Bien claro queda que los hombres con sentido común y mirada clara en las Cortes, no habían podido refrenar a los doctrinarios y demagogos que habían decidido poner desde el primer día en el escaparate todas las mercancías de la tienda. Ni por asomo se intentó abordar el problema de España como una unidad económica de conjunto a fin de irla incorporando gradualmente a la vida orgánica de la economía europea de la que llevaba apartada hacía años tras una muralla de la China, pues no otra cosa eran sus monstruosos aranceles. Y sin embargo, abstracción hecha de un estudio tal y de un plan de reformas económicas que de tal estudio se habría desprendido, las ambiciosas medidas enumeradas en el artículo 46 tenían que quedar reducidas al triste papel de normas de fracaso en lugar de ser metas de éxito. Ocurrió que la política obrera de la República fué bastante eficaz y tangible, por lo menos en dos aspectos, precisamente tales que el uno databa de la dictadura y el otro de la Edad Media. El primero, la ley de Jurados Mixtos, establecía jurados de seis obreros y seis patronos en cada industria para decidir los conflictos que surgieren entre el capital y el trabajo. Diferían estos Jurados Mixtos muy poco por cierto de los Comités Paritarios fundados con el mismo fin por Primo de Rivera. Pero aunque la letra era la misma, la música era muy otra. Y en este caso, la música la dictaba el presidente de cada Jurado Mixto. Elegían al presidente unos doce miembros del Jurado si estaban de acuerdo, caso bastante excepcional. De lo contrario, nombraba el presidente el ministro de Trabajo. Esto, dadas las circunstancias, solía llevar a una especie de guerra social disfrazada de justicia. Pronto se apercibió el ciudadano medio de lo que venía ocurriendo, al darse cuenta de que era casi imposible despedir al servicio doméstico cualesquiera que fuesen las circunstancias del caso. Ni qué decir tiene que los patronos no eran quién para alzar la voz, pues hacían mangas y capirotes con la justicia cuando les era posible. Pero dos errores no hacen una verdad y la tensión iba creciendo.

Otra medida adoptada por el señor Largo Caballero como ministro del Trabajo fué a inspirarse mucho más atrás todavía que en la dictadura: fué hasta la Edad Media. En virtud de la ley de Términos Municipales, se prohibió la importación de obreros a ningún término municipal hasta que todos los obreros del oficio interesado residentes en el término tuviesen ocupación. Esta ley fué medida inevitable para atajar los vejámenes, las malas prácticas y hasta las infamias a que daba lugar la existencia de un proletariado agrícola en la miseria, sobre todo en las regiones del sur y del suroeste. Pero una explicación no es una defensa y es evidente que si el ministro socialista del Trabajo hubiera tenido mayor confianza en sus poderes y en los de la burocracia para desarraigar tales abusos por medios más inteligentes y modernos, no hubiera tenido que recurrir a tan rudimentarios procedimientos de gobierno.

Tanto más cuanto que la gestión del señor Largo Caballero como ministro del Trabajo fué en otros aspectos sumamente creadora y fértil. La ley de Contratos de Trabajo vino a constituir un importante factor de estabilización en la industria, proporcionando a los obreros una estructura legal para discutir con los patronos a base colectiva. El Gobierno se encargó de las Bolsas de Trabajo. Se regularon las asociaciones obreras por medio de una ley que las sometía a la inspección del Ministerio del Trabajo, representado en cada provincia por un delegado. Se creó el seguro de paro forzoso y se mejoró la ley de Seguros de Accidentes del Trabajo sustituyendo el pago global de antaño por abonos que variaban del 9 al 75 % del valor del salario, y extendiéndolos a los obreros del campo; se hizo obligatorio el seguro a la maternidad y se inició un ambicioso programa de obras públicas para combatir el paro.

Esta política animosa y sabia era además necesaria para los socialistas por razones por decirlo así de competencia. Vigilaban en efecto los sindicalistas, sus rivales en el campo de la política obrera. Era menester probar a la clase obrera que los socialistas tenían razón al indicarles la vía política y democrática como el camino de la victoria. El triunfo de la República había agudizado la lucha casi secular entre ambas ramas del obrerismo español, lucha que iba a provocar numerosos incidentes violentos entre obreros y obreros y a hacer todavía más dramático este primer período de la vida de la República.

 

 

VI. ENSEÑANZA

 

La República tomó en mano los problemas de la enseñanza con el mayor entusiasmo, y resuelta a gastarse en instituciones educativas todo lo que fuera necesario con la mayor generosidad. Pero el caso es que en estas materias el dinero no importa tanto como el tiempo. Dificultaba además el problema la política anticlerical en que se habían extraviado las Cortes Constituyentes, ya que al cerrar las escuelas confesionales, el ministro de Instrucción Pública se veía obligado a encargarse de la enseñanza de una masa infantil que se calcula según los autores de 350 a 700.000 niños. Para los planes no faltó ciertamente el ánimo. El primer ministro de Instrucción Pública, don Marcelino Domingo, que era maestro de escuela, creó 27.000 escuelas, sobre el papel, y 3.000 sobre el terreno. El segundo, don Fernando de los Ríos, con incomparables títulos de familia y excelentes personales para ocuparse de tales materias, elevó el número de las escuelas efectivamente creadas hasta diez mil. Se aumentaron los sueldos, y falta hacía. Se crearon las misiones pedagógicas, ingeniosísima institución destinada a hacer penetrar hasta las reconditeces del país los goces del conocimiento y de las artes. Componíanse estas misiones de grupos de maestros y estudiantes con el material necesario para dar a sus auditorios obras de teatro, cintas cinematográficas, música en gramófono y aun directamente ejecutada, instrumental y coral, reproducciones de cuadros y libros. Este experimento verdaderamente creador alcanzó gran éxito, debido sobre todo a que se limitó a lo que permitían el personal y el material existente, sin caer en el grave defecto, frecuente en los actos del Estado español y en particular de la República, de la inflación burocrática. Se dió gran impulso a la segunda enseñanza, pero aquí, como en el caso de la súbita expansión de la primera enseñanza, tuvo que luchar la República con el grave obstáculo de la misma hondura del mal. La idea romántica de que es España una nación comida por los curas, a la que cierra el paso hacia la luz de la ciencia una maligna Iglesia católica ha de confinarse al basurero de los numerosos errores que sobre España circulan por el mundo. Con o sin Iglesia, con o sin curas, España supo crear en el siglo XX, y hasta en el XIX, bajo la monarquía, y hasta bajo la dictadura de Primo de Rivera algunas de las instituciones de enseñanza más interesantes de Europa, y cuenta que las crearon no los anticlericales ni tampoco los clericales, no los ateos ni tampoco los creyentes dogmáticos, sino los españoles sin dogma ni ortodoxo ni materialista, abiertos a la ciencia y abiertos a la fe, cuyo modelo fué don Francisco Giner. Pero estas instituciones han menester de tiempo para crecer, son como plantas cuya simiente necesita cuidado y buen clima. La República, acuciada por la competencia de la Iglesia que deseaba eliminar del campo de la enseñanza, cometió el error de dar excesiva confianza a las cifras y a los edificios. A buen seguro que los edificios escolares eran a veces pésimos y que una política de construcción de escuelas era necesaria. Pero la tendencia a imaginarse que una escuela era un edificio produjo desastrosos efectos y este terreno es uno de los que más se prestaron al desarrollo de la inflación burocrática. Cuando en 1934 el autor de estas líneas pasó durante un breve lapso (cinco semanas) por el Ministerio de Instrucción Pública, halló que había en España alrededor de 10.500 maestros sin escuela y 10.500 escuelas sin maestro. En una palabra, los maestros de escuela, como todos los demás cuerpos del Estado español, arrastraban un peso muerto considerable de gentes sin sentido moral cuyo único objetivo en la vida consistía en cobrar del Estado sin trabajar. El problema de la enseñanza venía, pues, a resolverse no tanto en cómo educar a los educandos como en educar a los educadores. No era un romántico y fácil “¡Abajo la Iglesia!”, sino un difícil y desagradable: “¿Qué valemos nosotros?”

La República no tuvo tiempo ni humor para volver su atención a este problema más hondo todavía que el de la educación del niño: la cultura del adulto. No quiso o no supo hacer penetrar en la mente de las personas mayores el concepto vivo de la nación y de su historia, del Estado y de su unidad orgánica. En mi breve paso por la cartera de Instrucción Pública, intenté montar, como primer paso por este camino, en cada escuela de cabeza de juzgado municipal, un hogar del pueblo con sala de espectáculos para teatro y cinematógrafo y receptora de radio, a fin de mantener una corriente constante de educación científica y estética del pueblo español. La idea cayó en el vacío en cuanto salí del Ministerio.

 

 

VII. ACONTECIMIENTOS POLITICOS

 

Durante estos dos primeros años de su vida política acosaron a la República peligros emanados de todos los sectores posibles: de la izquierda, de la derecha, del Gobierno, de las Cortes, del presidente. Ya no había más. No cabe mejor prueba de la hondura del mal que esta ubicuidad de sus manifestaciones.

En enero de 1932 los mineros de Figols (Cataluña) se alzaron contra el Estado proclamando el comunismo libertario, lo que celebraron con una huelga general en el laborioso valle del Llobregat. “¿Con qué se come eso de comunismo libertario?” —pregunta el lector. Precisamente. ¿Con qué se come? Aquí suele colocarse el párrafo de cajón sobre el analfabetismo español y la ignorancia de las clases obreras por todos aquellos a quienes distingue precisamente su ignorancia de las clases obreras españolas. Porque aquellos libertarios Quijotes de la emancipación social que, como el caballero de la Mancha, intentaban imponer a la reacia realidad el ensueño que en sus almas animaba, no tenían nada de analfabetos y eran tan capaces de leer libros como los que de tales los acusan, sólo que, por llevar dentro una facultad creadora mucho mayor que la que distingue al plumífero extranjero que los critica, en lugar de leer libros prefieren crearse a sí mismos sus categorías y sus ilusiones y vivir su vida con una seriedad y un apego a su modo de pensar que ya envidiaran muchos eruditos en el cómodo abrigo de sus bibliotecas. Más enseñanza, se nos dice. Mucha enseñanza haría falta para apagar la fe de tales iluminados.

El 1º de mayo de 1933, hacia las 9 de la mañana, llegué a Madrid desde París donde, a la sazón, era embajador. Estaba desierto el patio de coches y los viajeros que conmigo habían llegado, aguardaban desconcertados y sin saber qué hacer entre sus maletas y baúles. Ni taxis ni ómnibus ni tranvías. Un solo coche, servido por dos hombres galoneados de oro, el coche del Ministerio de Estado, cortésmente puesto a mi disposición por el ministro. Sobre el cristal delantero este coche oficial llevaba pegado un letrero que decía: oficial y urgente. “¿Qué pasa?” —pregunté al conductor. Y me contestó: “Es la fiesta del trabajo”. En toda la ciudad no se veía ni una rueda.

Al día siguiente, estaba invitado a almorzar en la Embajada francesa, donde me encontré con varios ministros socialistas, entre ellos don Indalecio Prieto. Ya entonces estaba yo algo mejor enterado de lo que pasaba: “Prieto, vamos derechos a una guerra civil” —dije al ministro. Me miró con alguna sorpresa, y yo añadí: “Perfectamente. ¿Se acuerda Vd. de aquellos días de la Monarquía cuando tanto nos molestaba la tiranía con que los curas hacían paralizar el tráfico en Madrid el día de Viernes Santo? Pues aquello era tortas y pan pintado al lado de lo que ahora pasa. Circulaban tranvías y ómnibus y el metropolitano también. Pero ahora, el 1º de mayo los obreros en una fiesta que sólo a ellos concierne, prohíben por sí y ante sí todo el transporte público, incluso los taxis, lo que ya es serio para una ciudad de un millón de habitantes, pero pase; todos los coches particulares con conductores pagados, lo que ya es más serio, pero pase todavía; y hasta los coches particulares conducidos por sus dueños, lo que se llama tiranía en toda tierra de garbanzos. Eso no lo aguantará este país. Y Vds. desde el Gobierno no debieron haberlo tolerado”.

Tal era el espíritu con que la izquierda entendía el poder. Pero ¿y la derecha? ¿Para qué preguntar? La derecha no tenía más remedio que actuar bajo el imperio de este mismo espíritu, primero por ser la derecha, que normalmente encarna lo autoritario, de donde fácilmente se pasa a lo opresivo; y después porque, por ser tan española como la izquierda, llevaba en la sangre el ceder a la tentación de confundir el poder con la arbitrariedad. Es, pues, evidente que si en este período no hizo la derecha uso opresivo de su fuerza no fué por falta de deseo sino por falta de poder. No está en tela de juicio la derecha en este momento. Estamos en la fase de izquierda de la República. Y en esta fase, como queda apuntado por el simbólico detalle que acabo de relatar, faltó a la izquierda sentido político y moderación en el uso del poder.

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