España

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CAPITULO V

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CAPITULO V

SEGUNDA FASE. - DERECHA

Las fuerzas de la derecha, estimuladas por los errores de la izquierda más que por su propia virtud, habían ido creciendo durante los dos años primeros de la República y aunándose bajo la dirección de don José María Gil Robles, joven profesor y activo militante católico, fundador de la Confederación Española de Derechas Autónomas, conocida por sus iniciales: C.E.D.A. El núcleo de esta confederación era el partido de Acción Popular cuyo jefe era el señor Gil Robles.

Al país se le ofreció en aquellas elecciones (10 de noviembre y 3 de diciembre de 1933) un surtido desconcertante de colores políticos. Figuraban en las listas electorales diez y nueve partidos, sin contar la potente C.N.T., demasiado altiva en su desprecio de la política para bajar al ruedo, aunque sus miembros solían votar por los partidos de la izquierda. Estos diez y nueve partidos se agruparon para fines electorales en tres coaliciones: derecha, centro e izquierda, aunque ya comenzaba a abrirse más de lo que convenía a la izquierda la grieta que en el partido socialista había causado la actitud de impaciencia revolucionaria que tomaba don Francisco Largo Caballero. Dos factores nuevos vinieron a complicar todavía más las elecciones. El voto femenino aumentó en seis millones de sufragios la masa electoral; y por otra parte la ley electoral votada por el partido de Azaña, presentaba cierto número de características complejas que la hacían más incalculable todavía que el voto femenino. Así por ejemplo, favorecía a los grandes partidos, bien dotados de fondos, al establecer distritos electorales de gran extensión, inasequibles a los medios del candidato independiente, como no fuera millonario. Los únicos partidos que podían competir eran, pues, los conservadores, apoyados por dinero capitalista, o los socialistas, sostenidos por fondos sindicales. El centro moderado, liberal y siempre poco organizado e individualista, salía perjudicado en este sistema. La ley, además, daba trato de favor al partido que obtenía la mayoría de votos, aun concediendo a las minorías cierta seguridad de representación mínima estipulando que cada ciudadano no podría votar más que por cuatro candidatos de cada cinco puestos. En su combinación, hacían posible estas medidas que ganase las elecciones un partido o coalición cuyo número total de votos distase mucho del cincuenta por ciento de los sufragios emitidos. Esta posibilidad teórica se realizó en la práctica en las dos elecciones celebradas por la República bajo esta ley, en 1933 y en 1936. Para añadir un elemento más de complicación a tantos otros, ocurrió que la C.N.T. se hallaba a la sazón hondamente dividida: la mayoría aconsejó la abstención, pero una minoría bastante numerosa quedó libre de votar a su placer, haciéndolo por los candidatos de la izquierda. Por último, pesaba sobre la situación el error capital de las Cortes Constituyentes: no había Senado.

La consecuencia de todo este conjunto fué una desastrosa derrota de la izquierda y un éxito de la derecha que ni aun sus más entusiastas partidarios habían osado esperar. La derecha obtuvo doscientos siete diputados, el centro ciento sesenta y siete y la izquierda noventa y nueve. El detalle de cada uno de estos grupos no era menos instructivo que sus cifras globales. En la derecha figuraban 62 diputados de Acción Popular; 86 Agrarios, que representaban los intereses de la propiedad rural; 14 nacionalistas vascos; 43 navarros, tradicionalistas, y monárquicos alfonsinos; y 2 independientes. El centro comprendía 104 radicales, con lo que el señor Lerroux resultaba ser el jefe del partido más numeroso en la Cámara, aunque el señor Gil Robles lo era de la mayor coalición; 18 conservadores, o católicos progresistas; 25 diputados de la Lliga, o sea catalanes autonomistas conservadores; 9 liberales demócratas, 3 progresistas y 8 independientes. La izquierda se componía de 2 federales, 19 de la Esquerra, 6 de la O.R.G.A., 5 radicales socialistas (divididos en dos grupos, de 1 y 4 respectivamente, que separaban las diferencias más sutiles y quintaesenciadas), 5 de Acción Republicana, 3 socialistas catalanes, 58 socialistas de todo el resto del país menos Cataluña, y 1 comunista.

Al punto se echa de ver la desbandada de la izquierda. Han desaparecido casi por completo los dos partidos no socialistas de izquierda y ha quedado reducido el socialista a la mitad. Si se comparan las cifras de la coalición de izquierdas en los dos parlamentos, el resultado es significativo:

 

PARTIDOS

1931

1933

Socialistas

116

59

Radicales Socialistas

60

5

Acción Republicana

30

5

O.R.G.A

16

6

Esquerra

43

19

Federales

17

2

Total

282

93

 

Este resultado vino a confirmar los temores de los que en el primer triunfo electoral de la República habían discernido una ola de emoción más que una convicción profunda. Había además señales de que la derrota de la izquierda se debía a algo más hondo que una mera remisión de la fiebre emotiva de 1931, pues mientras que la coalición que había gobernado el país de 1931 a 1933 bajaba de 282 a 93 votos, el partido radical subía de 90 a 104 y la derecha de 60 a 217. El péndulo había ido a parar violentamente al otro extremo y no había Senado para frenar las consecuencias. Detalle significativo, don Julián Besteiro, hombre representativo del socialismo moderado, venía elegido por Madrid en cabeza de la lista, mientras que el señor Largo Caballero, caudillo de la impaciencia revolucionaria, por primera vez en su larga vida, bajaba al lugar número trece. No podía expresar el país con más claridad su deseo de moderación. Y es que tal es en efecto su fondo, y así lo hemos de comprobar también cuando nos toque analizar la tercera consulta electoral de la República.

El árbitro de las Cortes nuevas era don Alejandro Lerroux. La izquierda, inquieta ante el éxito del señor Gil Robles, comenzaba ya por boca del señor Largo Caballero a amenazar con declararse en rebelión abierta. El presidente de la República confió el poder a don Alejandro Lerroux para que formase un gabinete que pudiese apoyar la derecha, cuyos votos dominaban en la Cámara. Habida cuenta de esta circunstancia, el señor Lerroux procedió con suma cautela, constituyendo un Gobierno de radicales con sólo un ministro de la coalición de derechas, un agrario, que además intentó equilibrar tomando a bordo un ministro de la O. R. G. A. Así equipado, don Alejandro Lerroux entró por la estrecha senda que le quedaba entre una derecha potente y resentida que dominaba en las Cortes y una izquierda resentida y potente que su derrota parlamentaria incitaba a rehacerse en la calle.

* * *

Dominan este período en que gobierna el señor Lerroux sus esfuerzos para absorber a la derecha en la República y el incremento que adquiere el Presidente como consecuencia de la debilidad de las Cortes. La primera circunstancia vino a agravar los peligros a los que estaba ya expuesto el Gobierno; la segunda debilitó todavía más al Gobierno y aun a todo el régimen, que volvió rápidamente a las malas prácticas del reinado de don Alfonso, aquella época en que hombres y partidos lo esperaban todo del Palacio real.

La epidemia de huelgas y desórdenes violentos que comenzó el 8 de diciembre de 1933 tuvo muy poco que ver con el cambio de Gobierno. Debióse en particular al ímpetu revolucionario de los anarco-sindicalistas, para quienes tales huelgas y desórdenes eran de desear en sí. Transformáronse los quioscos de flores de las Ramblas de Barcelona en nidos de ametralladoras y hubo violentos choques en La Coruña, Zaragoza, Huesca, Barbastro, Calatayud y Granada, donde pasaron por la prueba del fuego iglesias y conventos. El expreso de Barcelona a Sevilla fué víctima de un atentado con muerte de diez y nueve viajeros. Esta táctica de violencia reforzó la popularidad del señor Lerroux, político muy inferior a Azaña en distinción intelectual y en su modo de comprender la vida pública y los derechos y obligaciones que implica para quien a ella se dedica, pero muy superior a Azaña en su conocimiento de la entraña de la vida colectiva española y en gramática parda. El señor Lerroux se daba plena cuenta de la importancia del Ejército y de la Iglesia en la vida española, y se dispuso a reconquistar estas dos fuerzas del Estado, y, si necesario, a pagar el precio. Había sido anticlerical toda su vida y la generación menos joven no había olvidado sus fogosos discursos, no siempre del mejor gusto, contra la Iglesia. Al cortejarla ahora, tan sólo manifestaba su oportunismo. Pero el Ejército había sido siempre para el señor Lerroux objeto de especial atención, pues había sentado plaza en su juventud y aun llegado a ser cabo, y ya en la edad avanzada seguía teniendo cierta prestancia de militar. En su juventud, además, tenía el Ejército de España una reputación liberal, y se recordaban todavía los nombres de los generales liberales, como Serrano y Prim. El señor Lerroux era demasiado realista para no darse cuenta de que a un general o se le fusila o se le da la mano, pero ni se le ofende ni se le hiere. Había uno a quien distinguía entre todos y que nombró director de la Academia General fundada en Zaragoza. Se llamaba don Francisco Franco. Aprovechando una ley general de amnistía, el señor Lerroux había puesto en libertad al general Sanjurjo, aun a costa de una crisis que le costó la presidencia del Consejo 52.

Estos gestos más o menos simbólicos calmaron al Ejército por el momento. En cuanto a la Iglesia, no faltaron actos y omisiones para indicar que la nueva administración no se proponía llevar a efecto con celo especiales las medidas anticlericales previstas en la Constitución. Con esto se contentaba la Iglesia española, cuya táctica recuerda siempre la de la oración del gitano: “¡Oh, Señor, no te pido dinero; sólo te pido que me pongas donde lo hay!” Sustitúyase “poder” donde el gitano decía “dinero” y la oración le va a la Iglesia española a las mil maravillas. Siguieron dedicándose a la enseñanza los jesuitas, se dió carpetazo a los planes de Azaña para sustituir la enseñanza religiosa por otra laica en instituciones de nueva planta y se votó una ley concediendo a los curas dos tercios de su sueldo para el año 1934, como acto libre de la República, políticamente sabio quizá, pero de dudosa fidelidad a la Constitución. Para negociar directamente con el Vaticano, se adoptó una medida algo excepcional: el nombramiento del señor Pita Romero, ministro de Estado, como embajador cerca del Vaticano, conservando a la vez su cartera de Estado.

En la escena política, el señor Lerroux se propuso atraerse a la C. E. D. A. y al señor Gil Robles. No era el señor Gil Robles hombre asequible al imán del poder. Conocía su fuerza y poseía dotes excepcionales de maniobra política y notable dominio de su palabra y actitud. Era en suma digno adversario del mejor parlamentario de la República (probablemente Azaña). Se había dado por rumbo llegar a la aceptación plena y completa del régimen republicano, sin excluir la Constitución de 1931 (con la que él y los suyos estaban en pleno desacuerdo), aunque claro está reservándose el derecho de reformarla según las normas que en la misma Constitución se definían. Pero se iba aproximando a este fin con pies de plomo no sólo para no separarse de los más reacios de entre sus secuaces, sino también para extraer el máximo dividendo de cada paso que daba hacia la República. El señor Lerroux, ducho en estas artes, observaba el juego con paciencia: pero la fogosa izquierda se indignaba, acusando al adalid de Acción Popular de negros designios contra la República. El tiempo iba a vindicar al señor Gil Robles, pero entretanto, este temor de los proyectos antirrepublicanos que se atribuían a la C. E. D. A. y a su jefe, temor en parte sincero, de los prohombres de la izquierda, en parte cultivado como excusa para la violencia que ellos mismos se disponían a cometer, iba a exponer a la República a la breve guerra civil de 1934, preludio de la larga guerra civil de 1936.

Mientras los políticos seguían con la vista puesta en las Cortes, se iniciaban o aceleraban graves movimientos en el país. Uno de los más graves fué el cambio de poder efectivo que se operó en las instituciones reguladoras del trabajo al cambiar el personal dirigente. Los Jurados Mixtos tomaron un color político distinto, y sus laudos vinieron a resultar tan lesivos para los obreros como otrora lo habían sido para los patronos. Simultáneamente, se había privado de fondos al Instituto de Reforma Agraria. Visto desde el campo y en términos de experiencia vivida, de pan en la mesa del campesino, estos cambios eran desastrosos. Hubo muchos, demasiados terratenientes que ni habían olvidado ni habían aprendido nada, y se producían de modo tan desalmado y desaforado para con su gente obrera, quizá en venganza de los insultos y perjuicios recibidos durante la etapa de izquierdas, que la situación empeoraba no sólo en lo material sino también en lo moral. Los jornales del obrero del campo volvieron a caer a niveles de hambre; la seguridad del trabajo desapareció; la esperanza de tierra huyó para siempre. Estos hechos, multiplicados en cientos y en miles y en millones, por valles y montes en las aldeas del centro, del sur y del suroeste de España, fueron las simientes más fértiles de la guerra civil que dos años más tarde desgarró las entrañas del país.

Mientras estos fermentos de sangre y fuego laboraban por el campo, invadía las ciudades una numerosa literatura sobre Rusia. No hace falta traer a cuento al Comintern para explicar este fenómeno. La revolución rusa había sido siempre objeto de fascinación e interés para los trabajadores y para los intelectuales españoles, como lo ha sido para los de los demás países. En España, había inflamado la imaginación mesiánica del ibero y provocado una curiosidad tal sobre las cosas rusas que cualquier libro sobre Rusia, bueno o malo, por o contra, alcanzaba éxito de venta seguro. El partido comunista, hasta entonces cantidad nimia en la política española, comenzó a tomar incremento, y quizá hubiera llegado a alcanzar algún dramático triunfo si los famosos procesos de Moscú no le hubieran perjudicado y si no hubiera ido creciendo en la masa obrera española la sensación de que en Rusia subsistía mucho zarismo, es decir, mucha ortodoxia, mucha autocracia y mucha policía secreta. Con todo, el comunismo atraía a los jóvenes por el sentido inmediato de realización que conseguía darles. A las críticas que se les hacían, los comunistas podían siempre contestar: “Todo eso es palabrería. Ahí está la Unión Soviética, viva y próspera. ¿Qué es lo que ustedes presentan?”

No todos los caudillos socialistas eran capaces de resistir los temores que esta situación les inspiraba. Mientras Besteiro confiaba estoicamente en el tiempo y en el sentido común, y mientras el señor Prieto comenzaba a rumiar alguna transacción con el nuevo poder socialista, el más antiguo de los jefes del socialismo español, hombre de gran prestigio y honorabilidad y de incomparables servicios a la clase obrera, don Francisco Largo Caballero, perdió la cabeza y evolucionó rápidamente hacia una actitud de extrema rebeldía en su deseo de anticiparse a los comunistas. Como mástil político para clavar la bandera roja, escogió la táctica derechista del señor Lerroux, y anunció que si el señor Gil Robles o cualquiera de sus secuaces entraba a formar parte del Gobierno, el pueblo, es decir, el señor Largo Caballero y sus amigos, se alzaría en armas.

¿En qué armas? España iba aprendiendo rápidamente la desastrosa lección que en las artes de la violencia para fines políticos interiores había dado a Europa Mussolini. Ni qué decir tiene que tales artes no eran del todo desconocidas en España, pues ya Barcelona tenía larga experiencia de Requetés reaccionarios y de Jóvenes Bárbaros radicales. Lo único que les quedaba por aprender del Duce era el empleo de la camisa 53. Un hijo del general Primo de Rivera, José Antonio, había fundado la Falange Española, organización fascista. Valiente, inteligente e idealista, sobraba a José Antonio para ser dictador un humorismo agudo e irreprimible; pero opinaba que, por ser inevitable el triunfo final del comunismo, convenía ir hacia él por la vía autoritaria del fascismo. Esta opinión, que naturalmente no hacía pública, pero que me consta haber sido suya, prueba que, a diferencia de la inmensa mayoría de sus secuaces, José Antonio no tenía pelo de tonto, ya que el fascismo ha demostrado fuerte tendencia al comunismo en economía y el comunismo fuerte tendencia al fascismo en política. De todos modos, en España al menos, tanto el fascismo como el comunismo revistieron sendas camisas. Y desde luego el señor Caballero hizo que sus Juventudes Socialistas se encamisaran también.

Esta política de uniformación de las masas tenía que conducir por la fuerza a la abolición total de la libertad de pensamiento. Para agravarla, surgieron los gestos: la mano en alto como para ver si llueve, saludo fascista; el puño cerrado, como para romper la cara del adversario, saludo socialista-comunista. Así se reducía todo el rico panorama de opiniones individuales de la nación a dos nada más, visibles al instante por el color de la camisa y por el gesto de la mano. Es una de las mayores traiciones de los liberales, y en particular de los hombres de pensamiento, el haber aceptado este sistema de bárbara y hasta siniestra opresión. Ni gesto ni camisa pueden tolerarse por un hombre digno. Gesto y camisa tienen además que dar al traste con la salud mental de un país que los acepte, ya que tienen que producir fatalmente su asfixia mental. Vaya en contraste el dicho ejemplar de don Miguel Maura en el destierro, que, preguntado cuándo volvería a España, contestó: “Cuando las gentes se saluden con el sombrero”.

Pero en la época que ahora nos ocupa, ya empezaban los españoles a saludarse unos a otros con la palma o con el puño. Los dos polos de la guerra civil venidera iban ya estimulándose mutuamente, elevándose el uno al otro el tono, el calor, la electricidad. La matanza de socialistas organizada por Dollfuss en Viena el 12 de febrero de 1934 había dado mucho que pensar a los socialistas españoles, ya entonces sugestionados por sus propios temores, hasta el punto de que habían llegado a ver en el señor Gil Robles cierta siniestra semejanza con el diminuto Canciller austríaco. El señor Largo Caballero no ocultaba su intención de dirigir al pueblo a un ataque contra la República que, según él, le había traicionado. El Gobierno consideró tan inminente el peligro que el presidente del Consejo tuvo que desmentir la intención que se le atribuía de declarar ilegal al partido socialista. El señor Gil Robles había estado en Viena en el verano y había organizado una manifestación y revista de sus secuaces en el Escorial, con un estilo más tudesco que español. En Barcelona, Lluis Companys, abogado de estirpe anarcosindicalista, había sucedido a Maciá como presidente de la Generalitat y el doctor Dencás, que se había encargado de la Consejería de Gobernación, entretenía sus superfluas energías en organizar los Escamots, cuerpo de encamisados que si no eran fascistas lo parecían. Todo el país iba gradualmente deslizándose hacia la guerra civil.

La situación requería medidas valientes y magnánimas. Pero el presidente de la República era un abogado elocuente y miope, y nada más. En lugar de apelar a todas las fuerzas colectivas e individuales de la República y de rodearse de un Gabinete de prestigio para rehacer la unidad de un país que se agrietaba, don Niceto Alcalá Zamora cedió a su tentación caciquil de rodearse de gente menuda, y fiel a su estilo alfonsino, se puso a buscar presidentes del Consejo entre las figuras de segundo y aun de tercer orden de la República. Se comprende que vacilara antes de llamar al señor Gil Robles y hasta cabe decir en su defensa que los partidos de la izquierda le fueron ingratos por demás, si se tiene en cuenta el verdadero prejuicio izquierdista de que dió prueba al negarse, frente a toda justicia constitucional y democrática, a confiar el poder al jefe de la coalición más numerosa que había en la Cámara. Desde un punto de vista de prudencia política, quizá más alto que el meramente jurídico del respeto a la Constitución, este veto tácito de don Niceto Alcalá Zamora para con el señor Gil Robles se justifica perfectamente. Pero frente a la actitud rebelde y anticonstitucional de los socialistas que se arrogaron el derecho de negar acceso al poder a un partido elegido en condiciones impecables por el pueblo, alegando razones que todo observador imparcial sabía ser falsas, y que los hechos más tarde probaron ser falsas, el Presidente debió haber tomado una actitud más enérgica, imponiendo la Constitución a tirios y troyanos, y dando el poder a la coalición Gil Robles-Lerroux a cambio de una declaración explícita de fe republicana y parlamentaria. Al dejar así de un modo persistente y ofensivo extramuros de la República al señor Gil Robles, el Presidente no hacía más que reforzar a la C. E. D. A. y colocar a su jefe en una posición estratégica incomparable desde donde le era factible amenazar al Banco Azul e imponerle su voluntad en todo momento. En el verano de 1934, debió haber gobernado a la República la coalición Gil Robles, pero si el Presidente creía demasiado alejado de la República al jefe de la C. E. D. A., cosa que los hechos probaron ser un error, pero que era entonces posible imaginar, debió haber dado el poder al ministerio de más prestigio y fuerza moral que le hubiera sido posible encontrar.

¿Qué hizo el señor Alcalá Zamora? Confió el poder al señor Samper. ¿Quién era el señor Samper? ¿Qué vió en él el Presidente de la República para confiarle la nave del Estado en uno de sus momentos más difíciles? Sólo el señor Alcalá Zamora podría contestar a esta pregunta, pero al final del verano, la nave del Estado tuvo que atravesar la primera tormenta grave, presagio de la que dos años más tarde la hundió en el abismo de la Guerra Civil.

Vinieron a complicar la situación durante el verano (1934) dos conflictos de índole regionalista. Vizcaya y Guipúzcoa protestaron contra ciertos impuestos que alegaban ser contrarios al Concierto Económico que unía a las Tres Provincias vascongadas con el Estado. Tales diferencias de interpretación legal suelen ocurrir en los países mejor organizados, y resolverse en días o semanas de discusión objetiva. En España degeneró la divergencia de opinión en apasionado conflicto político que, no sin gran agitación, gasto y pérdida de tiempo, se arrastró durante meses. Las provincias decidieron elegir representantes en cada municipio para mantener la integridad del Concierto. El Gobierno declaró ilegales tales elecciones. Los municipios las celebraron a pesar del veto gubernamental. Fueron arrestados numerosos alcaldes, aunque como mera formalidad, y Dios sabe hasta dónde hubiera podido llegar la agitación a no ser por la oportuna intervención del verano que dispersó a los combatientes en busca del frescor de las playas.

Para no ser menos, también Cataluña tuvo con el Estado su conflicto de jurisdicción. Ya no era la Cataluña de Francesc Maciá. En breve tiempo, había pasado el principado por tres fases políticas. Primero la Lliga, luego Maciá, luego Companys-Dencás. La Cataluña de la Lliga era centro-derecha tanto en lo religioso-político como en lo económico. Dirigíanla hombres inteligentes, fríos, pudientes, juristas y financieros, como el señor Cambó y el señor Ventosa. “¿Monarquía o República? — Cataluña”. Este dicho famoso del señor Cambó resumía perfectamente la política realista de la Lliga. Era su espíritu eficaz, europeo, “moderno” y capitalista. No le faltaba masa popular, aunque limitada a la clase media baja y al campo, pues Cataluña es sumamente devota. La Lliga preocupaba a Madrid y se alzaba con frecuencia en público contra Madrid, pero se las arreglaba casi siempre para mantener con lo que Madrid significaba excelentes relaciones entre bastidores.

La segunda Cataluña, la de Maciá, había osado afirmar su personalidad y romper de veras con la política de Madrid. Pero Cataluña no fué nunca más española que con Maciá.

El señor Cambó o el señor Ventosa podían moverse en cualquier ambiente europeo sin que nadie alzase el dedo para decir: “Ahí va un español”. Tenían todo el aspecto normal y corriente del europeo sin nacionalidad especial. El señor Maciá y su inseparable don Ventura Gassol eran tan españoles que resaltaban por contraste sobre cualquier fondo europeo con el vigor incomparable de nuestro pueblo. Francesc Maciá era en cuerpo y en espíritu la viva encarnación de Don Quijote, la más viva quizá que ha conocido España con la única excepción del vasco San Ignacio de Loyola. Y si Maciá era Don Quijote redivivo, ¿cómo resistir a la tentación de ver en don Ventura Gassol al redivivo Sancho Panza? Año tras año, en España o en el destierro, Francesc Maciá y Ventura Gassol han sido el Caballero y el Escudero de una Dulcinea que se llamaba Cataluña libre, dos impenitentes idealistas, pues ya se sabe que Sancho Panza era tan idealista como Don Quijote, aunque, claro está, a su manera. Cuando Maciá, en quien ningún catalán de frío sentido común (hay pocos) tenía fe, triunfó contra y por encima del sentido común, instalándose en el hermoso palacio de la Generalitat como Presidente de Cataluña, Sancho Gassol se encargó de la Consejería de Instrucción Pública. Los catalanes cultos y conscientes que en el partido de Acció Catalana habían laborado con tanto tesón para llegar por vía de razón adonde Maciá se había elevado por vía de fe, no se dieron cuenta a tiempo de que el nuevo Don Quijote de Cataluña había menester de auxilios intelectuales urgentes, precisamente los que ellos le hubieran debido y podido aportar; pero cuando se dieron cuenta y acudieron adonde su obligación les llamaba, se encontraron con que ya rodeaban al Caballero de Cataluña libre toda suerte de malandrines y follones de la política, y que a su lado se había infiltrado por artes de picaresca política un Ginés de Pasamonte, el doctor Dencás, médico de orígenes clericales y reaccionarios que aspiraba a obtener de la política el éxito que hasta entonces le había negado la medicina, y se disponía a explotar el catalanismo extremista como fin y la organización fascista como medio con objeto de satisfacer su ambición.

Al morir Maciá, ya viejo en la hora de su triunfo, Cataluña vaciló entre Gassol y Companys, aquel concejal que había declarado el Estat Catalá desde los balcones del ayuntamiento de Barcelona el 14 de abril de 1931. El verdadero heredero era evidentemente don Ventura Gassol, pues nadie tuvo jamás más derecho que Sancho a suceder a Don Quijote, ya que en el reino del espíritu, de más importancia que el de la sangre, era su más próximo pariente. Pero se prefirió a Companys quizá por tratarse de un hombre público de catalanismo menos acentuado, que se había expresado siempre en lengua castellana y contaba con el apoyo de las masas anarco-sindicalistas, indiferentes y hasta hostiles al catalanismo. Companys era un demagogo. Necesitaba el voto popular y lo solicitaba asiduamente.

Bajo la inspiración de Companys, votó la Generalitat una ley catalana para regir y resolver las cuestiones que surgieren entre terratenientes y rabassaires, tipo especial de granjeros que abunda en Cataluña, con arreglo a un procedimiento que los terratenientes catalanes consideraron injusto y opresivo. Los terratenientes consiguieron que el Tribunal de Garantías Constitucionales aceptase una querella por defecto de forma, y aun más, que el Tribunal, aunque por mayoría no muy alta, anulase la ley por no tener las Cortes catalanas competencia legislativa sobre el particular. Dividióse la opinión catalana pues la Lliga apoyaba vigorosamente la decisión del Tribunal; pero el señor Companys, que con arreglo a la Constitución era, no sólo el presidente del Gobierno catalán, sino el representante y guardián de la autoridad de la República española en Cataluña, y por consiguiente el defensor nato de las decisiones del Tribunal de Garantías Constitucionales en Cataluña, hizo ostentación de partidismo dentro de Cataluña y de rebeldía imperdonable en España ratificando y promulgando la ley anulada por el más alto tribunal del país.

Ambos conflictos, el vasco y el catalán, rebotaron en setiembre, al volver la gente de las playas. Hubo en las Provincias Vascongadas una epidemia de dimisión de municipios, propalándose rápidamente la petición de autonomía; mientras que en Madrid se declaraba la huelga general para protestar contra una Asamblea celebrada en la capital por los terratenientes catalanes. Hirvió el país entero en separatismo de puro espíritu español. Companys, ebrio de popularidad, hacía discurso tras discurso amenazando con una nacionalidad catalana separada en términos apenas velados. Coreábanle los vascos. Iba y venía el señor Largo Caballero anunciando la dictadura del proletariado como único remedio para los males de España, es decir el separatismo de los socialistas. Se descubrían armas en escondrijos, tan pronto en cuevas fascistas como en guardillas socialistas. El 11 de julio de 1934, en la cueva de una casa donde se había celebrado un mitin fascista, halló la policía bombas y gases asfixiantes. Se detuvo a don José Antonio Primo de Rivera y se le sometió a proceso después de haber obtenido el debido suplicatorio, que las Cortes, entiéndase bien, las Cortes dominadas por la combinación Lerroux-Gil Robles, aprobaron. En setiembre detuvo la policía a un centenar de mozalbetes que estaban haciendo el ejercicio con fusiles bajo la bandera monárquica. Ocurría esto en Olesa (Cataluña). Halláronse también documentos y planes para un alzamiento monárquico en octubre. En Asturias se hizo un alijo importante de armas desembarcadas misteriosamente de un barco que procedía de un puerto de Andalucía, y cuyo origen y destino eran oscuros. Tratábase sólo de una parte del vasto plan que se estaba llevando a cabo para armar a la izquierda, especialmente en los distritos mineros, para preparar un alzamiento también en octubre. Como quedó demostrado más tarde por los debates del parlamento catalán 54, el Gobierno de la Generalitat y los socialistas venían preparando un golpe de mano para el otoño, y aunque, sobre todo por falta de fondos, la Generalitat no pudo armarse todo lo que hubiera querido, los socialistas, que tenían más dinero y agentes más activos en el extranjero, estaban mejor apercibidos para la lucha.

El 26 de setiembre falleció en Barcelona el señor Carner, que había sido ministro de Hacienda con Azaña, y se trasladaron a Barcelona para asistir al sepelio casi todos sus excolegas. En el tren, Azaña y don Francisco Largo Caballero entraron en amistosa discusión sobre lo que se veía venir, y Azaña hizo ver, o intentó hacerlo, al jefe socialista los peligros que su actitud rebelde implicaban para la República. El señor Largo Caballero se mantuvo en sus trece, y al fin, a corto de argumentos, exclamó, sobre poco más o menos: “Pues tiene que ser, y déjeme que le diga, don Manuel, que ya comprometo bastante mi prestigio con sólo seguir hablando tanto con usted.” Ya para el revolucionario don Francisco venía a ser peligrosa ante las masas la compañía de un mero burgués como don Manuel. Con aquel seco sarcasmo que le inspiraba su hipersensibilidad, contestó Azaña: “Bueno, don Francisco. Usted va a necesitar de aquí en adelante todo el prestigio que tiene, y yo no quiero comprometérselo más.” Dijo, y dió punto final a la conversación.

A los pocos días de esta escena, el 1º de octubre de 1934, volvieron a reunirse las Cortes y el señor Gil Robles, sin cuyo apoyo no podía vivir ningún Gobierno, anunció que retiraba sus votos al señor Samper. Cayó naturalmente el Gobierno. Era evidente, dados los anuncios oficiales repetidas veces hechos durante el verano por el señor Gil Robles del modo más terminante, que esta vez pediría parte predominante en el Gobierno, como en efecto, en aplicación estricta y desapasionada del sistema parlamentario, tenía derecho a hacerlo. (En esto precisamente, en reconocer el derecho que asiste a aquellos de quienes más distanciados nos hallamos en cuanto a opinión y tendencia, consiste la verdadera democracia.) Hubo, pues, cierta sorpresa cuando, sin duda a consecuencia de esfuerzos combinados por parte del Presidente y del señor Lerroux, se anunció un ministerio en el que la C. E. D. A. se contentaba con tres carteras (Agricultura, Justicia y Trabajo) si bien importantes en sí, nada peligrosas para quienes profesaban creer que el caudillo de Acción Popular abrigaba negros designios contra el régimen.

Ello no obstante, en cuanto se supo que había ministros de la C. E. D. A., la izquierda se echó a la calle llevando a la práctica sus planes preparados de larga fecha. La huelga general paralizó a Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla, Córdoba, San Sebastián, Bilbao y Santander. La rebelión tomó pronto un cariz triangular, con vértices en Oviedo, Barcelona y Madrid. El de Madrid, aunque dirigido por don Francisco Largo Caballero, resistió poco y el propio jefe del alzamiento cayó en manos del Gobierno el 14 de octubre. En Oviedo, donde la revuelta fué más popular, aunque sobre ella ejercía cierta dirección el señor González Peña, diputado socialista entonces del grupo de don Indalecio Prieto, se luchó con más denuedo. Los trabajadores de Asturias son ante todo hombres de mucho espíritu. Estaban además muy bien provistos de armas, incluso ametralladoras y carros de asalto, así como grandes cantidades de dinamita que el minero asturiano maneja con familiaridad. En esta guerra civil asturiana se dieron incidentes de índole desagradable y hasta repugnante. El señor Pedregal, por ejemplo, hombre ejemplar, republicano que no se limitaba a hacer discursos sobre la democracia, sino que desde su hogar asturiano la hacía irradiar en su vida abnegada para el pueblo circundante, fué víctima de los vejámenes más indignos y crueles precisamente por parte de un pueblo al que venía sirviendo con tanta lealtad y con tanto desinterés desde hacía cincuenta años. Los mineros y demás obreros asturianos trataron de organizar una especie de comunismo más o menos libertario. Hubo muchas pérdidas materiales y personales por ambas partes, pues los desórdenes degeneraron en guerra civil. Las tropas gubernamentales, al mando del general López Ochoa, de añejo abolengo republicano, tuvieron que abrirse paso por la fuerza desde Avilés para socorrer a la guarnición de Oviedo, estrechamente sitiada por los indomables mineros. La hermosa ciudad quedó casi destruida por la ferocidad de los combates que en su seno se libraron. Los mineros habían hecho de la Universidad su almacén de dinamita, y cuando se vieron perdidos pusieron mecha al monstruoso polvorín, que destruyó el noble edificio con no pocos de los circundantes. En medio del patio central, único superviviente de aquel caos de ruinas, el Inquisidor General Valdés, fundador de la Universidad, seguía incólume en su cuerpo de bronce sobre su silla de bronce. El contraste provocó en Unamuno una de aquellas frases en que vertía su amargura inconsolable: “Allí estaba Valdés, advirtiéndonos con el dedo: ‘Ya os lo dije yo’.”

No creo que sea útil ni necesario referirse a las llamadas atrocidades. Las hubo por ambas partes. Ambas partes, los rebeldes y el Gobierno, inundaron a España y a los demás países con folletos y fotografías para demostrar que la otra parte lo había hecho peor. Más adelante, al referirme a igual tema en el cuadro de la Guerra Civil del año 1936, pondré bien en claro por qué en mi opinión huelga toda esta discusión tan ociosa como intolerable.

La rebelión de Barcelona fué cosa tan compleja y oscura como suelen serlo los sucesos políticos de Cataluña. Es probable que el doctor Dencás intentase dejar atrás al señor Companys en punto a demagogia; y que el señor Companys, dándose cuenta de que su historia como catalanista no era de lo más convincente, se decidió a no dejarse oscurecer por su Consejero de Gobernación. En una proclama elocuente que lanzó a la multitud desde el balcón de la Generalitat, afirmó de nuevo la lealtad de Cataluña a la República Española, pero se declaró abiertamente en rebeldía contra la Constitución vigente cuyo guardián era, con palabras que conviene citar textualmente: “En aquesta hora solemne, en nom del poblé i del Parlament, el Govern que presideixo assumeix totes les facultats del Poder a Catalunya, proclama l’Estat Catalá de la República Federal Espanyola i en restablir i fortificar la relació amb els dirigents de la protesta general contra el feixisme, els invita a establir a Catalunya el Govern Provisional de la República, que trobará en el nostre poble catalá el més generós impuls de fraternitat en el comú anhel d’edificar una República Federal lliure i magnífica.”

Palabras tan generosas como imprudentes, sobre todo si se tiene en cuenta que al invitar a los dirigentes de la protesta contra el fascismo a establecer el Gobierno Provisional de la República en Cataluña, Companys comprometía gravemente a Azaña que se encontraba a la sazón en Barcelona y estaba en completo desacuerdo con la actitud violenta que habían tomado para con la República sus amigos socialistas y catalanes.

Mandaba la guarnición de Barcelona y todas las tropas de Cataluña el general Batet, catalán, que al declarar la ley marcial el día anterior, había expresado la esperanza “como catalán, como español y como hombre” de que no sería necesario hacer uso de las armas. Pero el Gobierno catalán, que se había hecho fuerte en el edificio de la Generalitat, se negó a todos los requerimientos que se le hicieron para que se rindiera, y durante la noche del 6 al 7 de octubre el general Batet tuvo que dar la orden de atacar el Palacio. Al alba, todo había terminado y el Gobierno de la Generalitat estaba en la cárcel, con excepción del doctor Dencás, que había huido por la alcantarilla.

El alzamiento de 1934 es imperdonable. La decisión presidencial de llamar al poder a la C. E. D. A. era inatacable, inevitable y hasta debida desde hacía ya tiempo. El argumento de que el señor Gil Robles intentaba destruir la Constitución para instaurar el fascismo era a la vez hipócrita y falso. Hipócrita porque todo el mundo sabía que los socialistas del señor Largo Caballero estaban arrastrando a los demás a una rebelión contra la Constitución de 1931, sin consideración alguna para lo que se proponía o no el señor Gil Robles; y por otra parte, a la vista está que el señor Companys y la Generalitat entera violaron también la Constitución. ¿Con qué fe vamos a aceptar como heroicos defensores de la República de 1931 contra sus enemigos más o menos ilusorios de la derecha a aquellos mismos que para defenderla la destruían? Pero el argumento era además falso porque si el señor Gil Robles hubiera tenido la intención de destruir la Constitución del 31 por la violencia, ¿qué ocasión mejor que la que le proporcionaron sus adversarios alzándose contra la misma Constitución en octubre de 1934, precisamente cuando él, desde el poder, pudo como reacción haberse declarado en dictadura? El señor Gil Robles, lejos de haber demostrado en los hechos apego al fascismo y despego al parlamentarismo, salió de estas crisis convicto y confeso parlamentario a punto de que cesó de ser, si jamás lo había sido, persona grata para los fascistas.

En cuanto a los mineros asturianos, su actitud se debió por entero a consideraciones teóricas y doctrinarias que tanto se preocupaban de la Constitución del 31 como de las coplas de Calainos. Si los campesinos andaluces que padecen hambre y sed se hubiesen alzado contra la República, no nos hubiera quedado más remedio que comprender y compadecer. Pero los mineros asturianos eran obreros bien pagados de una industria que por frecuente colusión entre patronos y obreros venía obligando al Estado a sostenerla a un nivel artificial y antieconómico que una España bien organizada habrá de revisar.

Finalmente tampoco se justifica la actitud de los catalanes. A buen seguro que la política de Madrid careció de sutileza y hasta de sentido común. Nunca debió haber permitido el señor Samper que los terratenientes catalanes y la Lliga pusieran al Gobierno de la República y al Tribunal de Garantías Constitucionales en situación de tener que arbitrar e intervenir en un pleito interior catalán. Pero la Generalitat no debió aun así haber violado la Constitución, tan sólo porque el Tribunal de Garantías había fallado de acuerdo con las opiniones, e incidentalmente con los intereses, de una oposición estrictamente catalana. Es evidente que los jefes de la Generalitat pecaron contra la luz, pues Azaña puso especial cuidado en explicarles esta situación con la mayor lucidez. Por otra parte, como los hechos iban a demostrar, la C. E. D. A. no tenía intención alguna contra el Estatuto Catalán. El incidente viene, pues, a confirmar lo que en estas páginas se viene sosteniendo: que los catalanes son típicamente españoles y presentan en forma no menos acusada que los demás españoles los defectos que nos afligen como entes políticos. Así por ejemplo la derecha catalana, émula como todos los partidos españoles del conde don Julián, se apresuró a buscar apoyo fuera de Cataluña para vencer a la izquierda catalana. Y la izquierda catalana, al ver que el sistema funcionaba contra ella, rompió el sistema. Ambos rasgos caracterizan toda la vida española.

Con la rebelión de 1934, la izquierda española perdió hasta la sombra de autoridad moral para condenar la rebelión de 1936.

* * *

El período que va de octubre del 34, fecha en que la izquierda intenta apoderarse del poder por la violencia y fracasa, a febrero de 1936, fecha en que intenta llegar al poder por medios democráticos y lo logra, es una etapa de evidente mando derechista sin oposición. Esta etapa termina con la derrota de la derecha, lo cual se explica porque el margen de poder, ya de la derecha ya de la izquierda, es tan estrecho en España que no permite espacio para los errores que una y otra cometen cuando lo disfrutan. Y esta vez la derecha los cometió de bulto.

Conviene distinguir tres series de hechos: la primera comprende el castigo, la represión y la acción política como consecuencia del alzamiento de octubre; la segunda, las reformas que se intentaron hacer en la Constitución; y la tercera los asuntos corrientes.

El Gobierno se encontró con cierto número de prohombres de la izquierda detenidos, y entre ellos el señor Largo Caballero y Azaña. Tenía entonces el Gobierno plena libertad para deshacerse de sus adversarios políticos por todas partes, y así lo hizo con gusto sin igual. La masa neutra de los que van a un lado y a otro según las influencias de la hora, acudía a los llamados partidos de orden, con lo cual se quería significar no sólo la C. E. D. A., que al fin y al cabo podía aspirar al dictado, sino la Falange o fascistas, partido que desde luego bajo la apariencia de la autoridad, era el del monopolio del desorden. El país permanecía bajo la ley marcial y el invierno transcurrió en relativa calma.

Desde el punto de vista de los gananciosos, el tono era el que cualquier observador imparcial pudo haber predicho: politiquería vengativa, fuertemente influida por la pasión personal; represión, primero dura hasta el exceso, mientras tuvieron en mano el asunto los militares, moderada después por la prudencia cuando la autoridad civil hizo valer sus derechos; explotación del alzamiento de la izquierda para obtener ventajas políticas para la derecha; pero no hubo violación ni cambio esencial de las instituciones republicanas.

Triste ejemplo de la venganza política fué la persecución de don Manuel Azaña. Durante toda esta grave crisis de la República, Azaña se condujo de un modo impecable 55. A los catalanes que andaban completamente desorientados les dió, en aquellos días tan apasionados, consejos dignos de un hombre de Estado, que hubieran hecho bien en escuchar, y que no escucharon sobre todo porque Companys no tuvo el valor de ser prudente. En todo aquel período no merece Azaña ni la menos crítica como ciudadano o como dirigente de partido y de opinión. Ello no obstante, fué detenido en violación del precepto constitucional que garantiza la inmunidad de los diputados a Cortes y se inundó al país de noticias e informes de más que dudosa sinceridad sobre su supuesta participación en los sucesos de octubre, noticias e informes que, por venir de fuente autorizada, por fuerza tenían que desconcertar gravemente a la opinión 56.

Como ejemplo de represión, bastará recordar la de Asturias, y en particular las gestas del famoso comandante Doval, jefe de la Guardia Civil más conocido por su eficacia en obtener resultados que por su escrupulosidad en escoger los medios para obtenerlos. Hay que reconocer que la situación en Asturias era peligrosa y compleja y que no se justificaba nada en cuanto a su origen. Pero el arte de gobernar requiere un mínimo de obligaciones humanas, que el Gobierno no satisfizo durante el primer período de la represión, mientras camparon por sus respetos las autoridades militares. Aun así, no tardó en imponerse cierta moderación gracias sobre todo a la insistencia, al sentido jurídico y al valor cívico del señor Alcalá Zamora, presidente de la República, apoyado por los ministros radicales.

Por otra parte, conviene no perder el sentido de la proporción. Cuando se ha condenado como se debe la miopía política, la mezquindad, la pasión personal y la crueldad de los primeros días de aquella represión, siempre queda que aquel Gobierno de conservadores y clericales que encarnaba la autoridad y que estaba sospechado de peligroso para las libertades de España al punto de que se pretende justificar por ello una rebelión armada de la izquierda, no quitó la vida a uno solo de los cabecillas responsables de tal rebelión. La muerte de Azaña como consecuencia de los sucesos de octubre hubiera sido una injusticia monstruosa. Pero no cabe duda de que en 1934 la responsabilidad jurídica del señor Largo Caballero y la de Companys eran tan graves por lo menos como la del general Sanjurjo en 1932; y mientras Sanjurjo fué condenado a muerte (aunque luego indultado y a cadena perpetua) al señor Largo Caballero se le dejó en libertad después de un proceso en el que a decir verdad no hizo un papel digno de su historia, mientras que Companys, condenado a presidio, pudo contar siempre, y los hechos lo justificaron, con que España es el país de las amnistías.

Conviene apuntar aquí que Companys no traicionó a España en octubre del 34, como entonces se dijo y después se ha repetido. Companys era un patriota español, que en un momento grave de su actividad política, hizo lo que pudo, según sus luces y de buena fe. Era español catalanista pero también catalán españolista. Sobre esto no cabe acusarle sin cometer escandalosa injusticia. Pero tampoco sería justo ocultar que violó la Constitución que nadie tenía más obligación de respetar que él en Cataluña, y que se alzó contra un Gobierno legalmente constituido en manera tal que el Gobierno tenía perfecto derecho a considerar como alta traición. Ya que de justicia venimos hablando, no se me haga la injusticia de atribuirme el deseo de que Companys y el señor Largo Caballero hubieran recibido en 1934 castigo condigno de sus crímenes contra la Constitución. Muy por el contrario, creo que, cualesquiera que sean las consideraciones jurídicas, la aplicación de la ley en todo su rigor a estos dos dirigentes de la opinión hubiera sido entonces un disparate. Lo que aquí pretendo es hacer justicia también a aquel Gobierno, precisamente por estar en completo desacuerdo con el modo de pensar de quienes lo componían; y a tal fin, hacer constar que los actos de aquel Gobierno en aquel momento demuestran la inanidad, la falsedad y hasta la hipocresía de los argumentos con que la combinación socialista-catalanista-anarquista intentó justificar la rebelión de 1934. Añadiré que si otra prueba hiciera falta para medir la distancia que va de un Gobierno falsamente motejado de fascista a un Gobierno verdaderamente fascista, bastaría este paralelo: el Gobierno Gil Robles-Lerroux respetó la vida y castigó con mano leve a los responsables de la rebelión de 1934, señores Largo Caballero y Companys, aunque indudablemente culpables. El Gobierno del general Franco ha ejecutado a Companys, aunque esta vez, Companys se mantuvo dentro de la ley y el Gobierno del general Franco salió de una rebelión.

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