España

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CAPITULO IX

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CAPITULO IX

LAS DOS PRIMERAS FASES DE LA GUERRA CIVIL

I. LA FASE NACIONAL

La fase puramente nacional de la Guerra Civil comienza el 17-19 de julio de 1936, con la sublevación de Marruecos y termina el 8 de noviembre del mismo año con la salida a escena de la Brigada Internacional en Madrid. Puede parecer a primera vista paradójico clasificar como nacional la fase que comienza con la colaboración de los aeroplanos italianos a las operaciones del general Franco y termina con la llegada a Madrid de la Brigada Internacional; pero el caso es que durante este período es la guerra cosa puramente española, a pesar de que italianos por un lado y franceses por otro suministran a los combatientes material aéreo, porque hasta entonces estos aportes del extranjero no influyen casi para nada ni en los sucesos políticos ni en los militares.

La ayuda italiana empezó desde el principio de la rebelión. El 30 de julio de 1936 aterrizaron forzosamente en Argel tres aviones italianos. De la investigación hecha por las autoridades francesas se desprendió que se trataba de una fuerza aérea puesta por Mussolini a disposición del general Franco. Estos refuerzos vinieron a favorecer a los rebeldes en un momento crítico de la guerra. El general Franco supo aprovecharlos tomando Algeciras y La Línea con tropas transportadas desde Marruecos por avión cuando todavía dominaba el estrecho la marina revolucionaria. A fines de mes, como consecuencia de la batalla del Cabo Espartel, pasó el dominio del Estrecho a mano de los rebeldes y por lo tanto pudo ya contar el general Franco con Marruecos como base segura para sus operaciones. De julio a setiembre las fuerzas rebeldes que operaban en Andalucía se apoderaron gradualmente de todas las ciudades importantes menos Málaga y Almería. Cayeron entonces en manos de los rebeldes los distritos mineros de Río Tinto y Peñarroya, que no sólo les iban a suministrar importantes medios para hacerse con divisas extranjeras sino que además les permitían ejercer presión moral sobre fuertes entidades financieras de Francia y de Inglaterra cuyos intereses se hallaban en juego en estos distritos. Al caer Mérida el 9 de setiembre y Badajoz el 15, el general Franco pudo unir sus fuerzas con las del general Mola que operaba en el norte.

Dejando sólo una ligera cortina de tropas sobre la Sierra para cubrirse las espaldas contra los ataques espasmódicos y un sí es o no es de aficionados que le hacían las inexpertas milicias de Madrid, el general Mola concentró sus esfuerzos sobre Irún, a fin de cortar al enemigo aquella comunicación vital con el extranjero. El 5 de setiembre las tropas rebeldes tomaron Irún y el 13 San Sebastián. Pero la ofensiva del general Mola perdió no poco de su ímpetu en dirección a Bilbao y Santander, quizá por falta de material, pues el general Franco absorbía todo el disponible para un ataque contra Madrid.

Este ataque comenzó con una marcha por el valle del Tajo arriba con 4.200 soldados del Tercio y 2.000 regulares, amén de cierto número de formaciones falangistas. Estas fuerzas tomaron Oropesa el 29 de agosto y Talavera el 3 de setiembre. Con estos éxitos iniciales a la espalda, parecía seguro un avance fulminante sobre la capital, pero motivos sentimentales desviaron la estrategia de los rebeldes. Durante la primera semana de la Guerra Civil, la guarnición de Toledo se había sublevado, pero después de repetidos ataques de artillería y bombardeos aéreos, el Gobierno había recobrado casi toda la ciudad, quedando sitiados los rebeldes en el Alcázar. Eran un millar de hombres entre guardias civiles, tropas del Ejército, alumnos de la Academia de Infantería y falangistas locales al mando del coronel Moscardó, y se resistieron con gran heroísmo en condiciones que provocaron interés en el mundo. Cuando el 22 de setiembre las fuerzas del general Franco llegaron a Maqueda, a unos 70 kilómetros de Madrid, en lugar de seguir avanzando hacia la capital, y quizá terminar la guerra con ello, torcieron al sureste para socorrer a los sitiados, que libertaron después de un sitio de setenta días. Es muy dudoso que lo que los rebeldes ganaron en espíritu y entusiasmo compensara lo que perdieron en tiempo por este romántico episodio.

El general Franco se encargó del mando supremo de las fuerzas rebeldes tomando entonces en serio como objetivo la toma de Madrid. A principios de octubre se apoderó de Sigüenza y el 12 cruzaba la carretera Ávila-Toledo, cortando las líneas de ferrocarril que comunicaban a Madrid con el sureste y el este el 18. El 4 de noviembre habían llegado ya los rebeldes a 13 kilómetros de Madrid e investido toda la curva del Manzanares. Es evidente que el general Franco estaba entonces seguro de tomar la ciudad, y ya se habían adoptado ciertas medidas en lo concerniente a orden público, nombramientos políticos, víveres y hasta, según parece, acopio de material para desfiles triunfales.

Mientras los rebeldes avanzaban bajo los auspicios de la dictadura, se entregaban los revolucionarios a una orgía de separatismo. Cada formación política constituía una formación militar. No había bandera común, pues nadie se acordaba de la de la República, y Cataluña se había lanzado a conquistar a Mallorca por cuenta propia como en tiempos de Jaime el Conquistador, aunque los mallorquíes no parecen haber manifestado gran entusiasmo ni por Cataluña ni por la revolución social, pese a los excesos allí cometidos por la Falange. Del lado revolucionario, la guerra dió lugar a sobrado heroísmo, costosísimo en vidas humanas, pero esporádico e ineficaz. El rápido avance de los rebeldes provocó una reacción saludable. Dimitió el gabinete Giral dando paso a un ministerio presidido por don Francisco Largo Caballero. Francisco contra Francisco. Revolucionario frente a rebelde. Bajo las formas de la Constitución, murió la República y empezó a descuartizar a España el duelo a muerte entre una rebelión y una revolución.

Al dictador no le gusta nada el separatismo, es decir el de los demás, pues en el fondo siempre es el dictador un separatista ya que se separa de los demás negándose a toda colaboración que no sea la del que obedece a su mando. La primera decisión de don Francisco Largo Caballero fué obligar a los catalanes a retirarse de Mallorca. Los rebeldes ocuparon todas las Baleares menos Menorca a fines de setiembre, pero el señor Largo Caballero pensaba, y quizá no se equivocara, que valía más que aguardasen las islas mientras se concentraba el esfuerzo de los revolucionarios en Madrid. Estaba resuelto el nuevo presidente del Consejo a crear un verdadero ejército absorbiendo a las numerosas milicias que el entusiasmo libre y espontáneo del proletariado había improvisado; y a tal fin comenzó por nombrar un Estado Mayor central, cosa que, por extraño que parezca, todavía no existía. Andando el tiempo, llegó a crearse este ejército revolucionario, empresa que debe contarse como uno de los grandes éxitos de improvisación creadora a que acostumbra el pueblo español. Al comenzar la Guerra Civil le quedaban a la República exactamente 25 oficiales de Estado Mayor y unos 500 de todas armas. Este fué el núcleo profesional que con el tiempo llegó a constituir un ejército de millón y medio de soldados con 40.000 oficiales. El impulso inicial se debe sin duda a don Francisco Largo Caballero, y el esfuerzo técnico a hombres como el general Rojo y el coronel Casado. Pero claro está que fue necesario mucho tiempo. Entretanto, el enemigo estaba a las puertas de Madrid y el nuevo ministerio no contaba más que con un puñado de soldados ejercitados, un puñado de armas y casi ninguna disciplina.

Nada, pues, tiene de extraño que el general Franco tuviese la seguridad de que Madrid iba a ser suyo. Lo había rodeado casi completamente, aunque dejando una abertura bastante amplia y generosa hacia el este y el sureste para permitir que los revolucionarios se escapasen, ya que dice nuestro refrán que a enemigo que huye puente de plata. El 19 de octubre el presidente de la República y los ministros que le eran más afectos salieron de Madrid para Levante. El 5 de noviembre, después de una crisis parcial para permitir la entrada en el Gobierno de los anarco-sindicalistas, el ministerio lanzó un manifiesto anunciando que Madrid se defendería hasta el fin. El ministerio, sin embargo, salió para Valencia durante la noche del día siguiente, dejando a Madrid en manos del general Miaja con un comité consultivo compuesto de representantes de todos los colores del arco iris del Frente Popular. Avanzaban sobre Madrid simultáneamente cuatro columnas rebeldes. Entonces fué cuando el general Mola tuvo aquella frase que se ha hecho universal y ha penetrado en todas las lenguas del mundo: dijo que tenía además una quinta columna dentro de Madrid. Aquel fué el momento culminante de las esperanzas de los rebeldes. El 8 de noviembre aquellas esperanzas yacían en pedazos entre las trincheras del Manzanares. Había llegado a Madrid el primer batallón de la Brigada Internacional.

 

 

II. LA FASE DE INFILTRACION EXTRANJERA

Este acontecimiento marca el final de la fase puramente española de la Guerra Civil. Es verdad que hubo auxilio extranjero desde el principio. Los aviones italianos cogidos en flagrante delito de intervención el 30 de julio habían sido los primeros de una larga serie de aviones alemanes e italianos llegados a España en socorro de los rebeldes. A mediados de agosto se atribuían al general Franco veinte aeroplanos Junker de transporte, cinco cazas alemanes y siete bombarderos italianos (Caproni), amén de cierto número de pilotos italianos y alemanes que servían en las filas rebeldes con uniforme del Tercio. A su vez Pierre Cot, ministro del Aire en Francia, mandaba a Barcelona todos los aeroplanos que podía.

 

“Cot me dice” —escribe uno de los publicistas extranjeros que con más vigor y persistencia ha expuesto al público de lengua inglesa la causa del doctor Negrín— “que a él se debe el envío a los republicanos de cien aeroplanos franceses. Setenta fueron en 1936, treinta en 1937. De los setenta, cincuenta se vendieron por compañías francesas con el consentimiento del Gobierno francés. De ellos, 35 eran de caza y quince de bombardeo y de reconocimiento. Los otros veinte eran aeroplanos viejos que se vendieron extraoficialmente a André Malraux. En esta ocasión prestó André Malraux un inestimable servicio histórico. Su Legión Extranjera del Aire, reclutada fuera de España, y que maniobró los aeroplanos que él había comprado, luchó por el dominio del aire contra los fascistas y reforzó la resistencia de los republicanos en un momento en que pudo haberse derrumbado, en agosto de 1936.” 75

 

En la segunda quincena de octubre se observaron ya pequeños tanques de asalto italianos en el ejército rebelde. El 29 del mismo mes usaban los revolucionarios carros de asalto rusos y se observaba más vigor y número en su fuerza aérea. Ello no obstante, hasta entonces uno y otro bando se hallaban en la fase de auxilio material, mientras que la colaboración personal del extranjero quedaba todavía limitada a un número relativamente corto de pilotos de guerra o de instrucción, mecánicos y técnicos de carros de asalto que Italia y Alemania habían enviado a los rebeldes, y de un número también reducido de generales y oficiales de Estado Mayor rusos que hicieron su aparición en Madrid en setiembre de 1936.

La rebelión militar distaba mucho de ser un paseo militar. La revolución contra los generales (y de pasada contra la República de 1931) distaba mucho también de ser una mera huelga general. Ni uno ni otro de los bandos había conseguido pisotear impunemente a la inmensa mayoría de la nación que yacía inerme y muda entre ambos, víctima de sus intransigentes pasiones. Cada uno de ambos bandos tuvo, pues, que recurrir al auxilio extranjero, revivir el eterno y simbólico episodio del conde don Julián. Y a su vez estos amigos extranjeros de uno y otro bando comenzaban a preguntarse qué iba a pasar en España, en aquella España en la cual el primer conde don Julián, para satisfacer su venganza, había abierto la puerta a una invasión que duró siete siglos.

Este es el momento en que el comunismo internacional toma a su cargo la Guerra Civil de España. Este y no antes. Recordemos que la Tercera Internacional se hallaba entonces en su fase de caballo de Troya, aquella fase durante la cual había aplicado en política internacional la táctica del Rassemblement Populaire Pour la Paix y de la seguridad colectiva, y en política nacional la táctica del Frente Popular — esto es, en ambos casos la táctica de colaborar no sólo con otros partidos socialistas sino con cualquier partido susceptible de aceptar alianza con ellos, sin exceptuar a los católicos. Los comunistas franceses habían asombrado a sus compatriotas transformándose súbitamente en patriotas y hasta imperialistas; y en cuanto a religión, estaban a partir un piñón con el cardenal Verdier, arzobispo de París. Los comunistas españoles habían protestado contra los excesos anticlericales de los demás revolucionarios. Los comunistas de todo el mundo salieron súbitamente a la palestra, con esa unanimidad que sólo da una ortodoxia universal, en pro de la izquierda española en cuyo Gobierno, afirmaban con la mayor seriedad, coreados por sus ingenuos amigos liberales, no había ni un solo comunista. Ni una palabra sobre la honda, si bien caótica, revolución social que se había colado de rondón a través de la Constitución del 31 tirando al suelo sus pilares maestros. El entusiasmo que se apoderó de hombres, mujeres y estudiantes en todos los países del mundo menos los fascistas por la causa de la República española (con la que se enmascaraba la de la revolución que la estaba destruyendo) se debió casi en su totalidad a la campaña comunista. Hoy puede demostrarse este aserto tan sólo comparando lo ocurrido entonces con el calor y los efectos de la actitud de la izquierda durante toda la fase de la segunda guerra mundial que precedió al 22 de junio de 1941, declaración de guerra de Hitler a la Unión Soviética. Si se formaron brigadas internacionales y se excitó el entusiasmo de los estudiantes de las Universidades norteamericanas para que viniesen a luchar y morir por los “lealistas” españoles, alegando que era una guerra en pro de la democracia, ¿qué menos que divisiones y hasta ejércitos internacionales de voluntarios debieron haberse reclutado en pro de Inglaterra cuando sola en el mundo sostuvo la causa democrática después de Dunquerque? Pero no. Los comunistas de entonces pensaban de otro modo. Pensaban lo siguiente, que figura en el manifiesto publicado por el partido comunista español en diciembre de 1939: “Los imperialistas ingleses y franceses y sus lacayos, los dirigentes de la II Internacional, afirman hoy hipócritamente que Inglaterra y Francia hacen la guerra contra el fascismo, ¡miserable mentira!” Y claro está, como los comunistas no estaban en el negocio, nadie apoyó a Inglaterra en el mundo, ni siquiera los comunistas ingleses, hasta que Hitler declaró la guerra a Rusia y cambió el panorama. “Cuando estos Internacionales desfilaron por las calles de Madrid” —escribe el autor antes citado— “el público los saludaba con gritos de ‘Viva Rusia’ ” 76. Todo el mundo sabía quién los había enviado a España, aunque en su mayor parte eran franceses.

Organizáronse en efecto las Brigadas Internacionales en Francia con el asentimiento tácito del Gobierno francés. El primer impulso de este Gobierno había sido apoyar a la República, y así lo hubiera hecho sin duda oficialmente de no haberse producido dos factores en contra: la rápida transformación de la Guerra Civil en una revolución social con la que la masa, relativamente conservadora, del pueblo francés no se sentía en comunidad de aspiraciones 77 , y el estado general de la política europea que inspiraba serias dudas en París en cuanto a la posibilidad de prestar a los republicanos españoles apoyo militar en el momento en que Francia podría necesitar en sus fronteras del norte todas las fuerzas con que contaba.

El verdadero inventor de la política de no intervención fué monsieur Alexis Léger, el secretario general del Ministerio de Negocios Extranjeros. Nadie que lo conozca se atreverá a decir de monsieur Léger que era ni reaccionario ni germanófilo. Antes al contrario era el número uno de los diplomáticos franceses cuya expulsión del ministerio venían pidiendo los alemanes en París y fué la primera víctima de la política “colaboracionista” iniciada en Burdeos. Es, pues, evidente que la política de no intervención se adoptó por causas que no tenían nada que ver con las que suelen aducirse en las polémicas públicas, no por espíritu reaccionario o de colaboración, sino teniendo en cuenta, con mayor o menor acierto, el problema del equilibrio político-militar de Europa en un momento singularmente amenazador para Francia. Dentro de este campo necesariamente limitado, no parece que la política de no intervención fuera tan absurda cuando consiguió vencer primero las objeciones del ministro monsieur Yvon Delbos y después las de todo el Gobierno. Esta conversión colectiva no fué nada fácil. Téngase en cuenta que presidía el Gobierno un socialista de tanto abolengo como monsieur León Blum. La decisión debió serles muy dolorosa a todos los ministros. La última palabra se debió a una pregunta directa hecha por el presidente, monsieur Lebrun, al ministro de la Guerra, monsieur Daladier, que había guardado silencio durante toda la discusión. “¿Toma el ministro de la Guerra la responsabilidad de mandar en este momento material de guerra fuera de Francia?” —preguntó el presidente de la República. La contestación negativa del ministro de la Guerra puso punto final al debate.

Pero en sus aspectos más amplios no se ha solido discutir el problema de la no intervención con el realismo necesario porque han venido a acalorarlo las pasiones que en todos los países ha levantado nuestra Guerra Civil. Los acuerdos explícitos son sólo una parte de la vida internacional, y dependen en sumo grado de la mayor o menor eficacia con que se aplican. No vale escandalizarse. El factor de eficiencia o incidencia es un elemento importante en toda ley. Impuestos, reglamentos de circulación, prohibición de trata de blancas, leyes contra el adulterio... ¿Dónde está la ley que se aplica en un cien por ciento de su intención? Los acuerdos de no intervención tuvieron cierta utilidad por obligar a ocultarse bajo tierra a toda una red de actividades que de haber tenido libre curso en la superficie de la vida europea hubiera podido precipitar una crisis desastrosamente prematura, hasta un punto que sólo hoy podemos apreciar. Mientras las dos potencias fascistas aplicaron el acuerdo a su modo, es decir falseándolo de un modo cínico, sólo Inglaterra entre las grandes potencias podría sostener sin pestañear la mirada escrutadora del ángel de la guardia de la no intervención, y como muy donosamente escribió Mr. Winston Churchill al cerrar un año de los de la Guerra Civil, “Francia era neutral e Inglaterra rigurosamente neutral.”

La misma definición del acuerdo debía su defecto de origen, al menos el que mejor explotaron los fascistas, a los generosos escrúpulos liberales del Gobierno francés. Francia había propuesto la no intervención pero tan sólo en lo concerniente al material. Cuando se presentaron sus proposiciones a los Gobiernos británico e italiano primero y luego (por indicación de Inglaterra) al ruso, al alemán y al portugués, las dos potencias fascistas opusieron contra-proposiciones que incluían también la prohibición de enviar voluntarios. La opinión pública francesa no podía aceptar tal cosa y monsieur Blum mantuvo el derecho de todo hombre libre a alistarse por la causa que creía justa. Quizá no se diera cuenta del arma que así entregaba a los dos dictadores, en cuya voluntad se concentraba la de todos los posibles “voluntarios” de sus respectivos países. Las seis potencias llegaron a un acuerdo final de no intervención el 24 de agosto. El 9 de setiembre tuvo lugar en Londres la primera reunión del comité. El 8 de noviembre la primera Brigada Internacional, organizada y armada en Francia, salvaba a Madrid de los rebeldes. Eran 1.900 hombres, la flor y nata de las almas más generosas de Europa, dispuestos a morir por la libertad de los países del occidente. El 14 de noviembre llegó la segunda Brigada Internacional, al mando del comunista húngaro Lukács. A medida que iban aumentando en cantidad, estos voluntarios internacionales iban perdiendo en calidad. No faltaron casos que contrastaban lastimosamente con los de noble desinterés de los primeros llegados. Entretanto, en el Ministerio de la Guerra, ya desde setiembre, se había instalado un Estado Mayor ruso al mando del general Goriev.

A principios de diciembre comenzaron a llegar a España destacamentos de infantería italiana que desaparecían al cabo de un período relativamente corto de servicio activo 78 . La corriente de “voluntarios” italianos comenzó más tarde y continuó paralela a la de los contingentes comunistas que llegaban a España por el Pirineo. Estos contingentes han sido objeto de la más varia estimación por ambas partes. Los cálculos más razonables dan un máximo de 40.000 italianos y de 6 a 10.000 alemanes; mientras que me consta que siendo ministro don Indalecio Prieto el contingente de las Brigadas Internacionales alcanzaba a 22.200. El de los técnicos rusos se calcula generalmente en 6.000, pero no es probable que hubiera nunca más de 500 a la vez en España 79 .

Pero al fin y al cabo, las cifras son lo de menos en estas materias. La intervención de los voluntarios extranjeros fué mucho más grave desde el punto de vista del desarrollo del conflicto que el aporte de material de guerra. Determinó en efecto la creciente subordinación de ambos bandos a las potencias respectivas de quienes recibían armas y voluntarios. Ambas partes procuraron melodramatizar el conflicto. Se nos dijo entonces que la izquierda caía en las garras del comunismo ruso, pero como Rusia estaba muy lejos, no causaba esto gran impresión. Por otro lado, la izquierda atontada por los comunistas en las potencias occidentales, se dió a una crisis de ansiedad viendo ya a España permanentemente ocupada por Hitler y Mussolini y negándose a creer que Mussolini evacuaría jamás las Baleares. Mientras el Times escribía un artículo solemne recordando al mundo que España no había tolerado jamás que el extranjero se quedase con una sola pulgada de su territorio después de una guerra civil (olvidándose por completo de Gibraltar), los comunistas británicos se quejaban amargamente de la indiferencia de sus compatriotas conservadores hacia los peligros que la no intervención implicaba para el Imperio Británico. La pasión española había inflamado el ánimo de todas las naciones europeas y americanas y en cuanto se mencionaba el nombre de España se apagaba en todas partes el sentido común.

1 Según el ya citado Mr. Fischer, que fué una especie de factótum administrativo, jefe de intendencia y de propaganda y recluta de las Brigadas, “entraron en España durante la guerra para alistarse en la Brigada Internacional unos 40.000 extranjeros, de los cuales lo menos 3.000 eran de los Estados Unidos”, pág. 576.

España se convirtió en el adorado tormento de todo el mundo. Izquierdistas ingleses que se habían pasado la vida en feliz ignorancia de la explotación de que eran objeto miles de obreros españoles por parte de capitalistas ingleses, y que venían hacía meses resistiéndose con la mayor energía a la instalación en la Gran Bretaña del Frente Popular, se expresaban súbitamente con la mayor elocuencia y con una competencia tan reciente que olía todavía a tinta de imprenta sobre la miseria del proletariado agrícola español, o venían a España para contemplar desfiles de entusiastas revolucionarios alzando el puño a su paso con gesto que no podrían hacer en su patria sin arriesgar su escaño. Liberales ingleses que pocos años ha, aun siendo incapaces para ver sin indignación a Danzig polaco y no alemán, contemplaban con admirable serenidad a Gibraltar inglés y no español, palidecían de furia al pensamiento que Mussolini pudiera quedarse con Ibiza, de cuya existencia acababan de enterarse. Niñas comunistoides con cinco mil libras de renta ponían de moda en Londres y en Hollywood el pañuelo a la cabeza que nuestras cocineras solían llevar antaño y habían abandonado para hacerse las cejas artificiales y oxigenarse el pelo como las estrellas de cine. Era imposible hablar con sentido común en tal ambiente sin que tirios y troyanos le acusasen a uno de traidor.

Nada tiene pues de extraño que en tal ambiente los hombres que llevaban la política de Francia y de Inglaterra, ya fuesen socialistas como monsieur Blum o conservadores como Mr. Eden, hallasen suma dificultad en guardar rumbo seguro sin tocar en los escollos de una u otra orilla. Aumentaban cada día las violaciones del Pacto de no intervención por los tres Estados totalitarios. El 18 de noviembre de 1936, Alemania e Italia reconocían el Gobierno del general Franco, días antes (según creían) dos años y medio antes (según quiso la realidad) de que el general Franco entrase en Madrid.

Por iniciativa del Gobierno español, se discutió la Guerra Civil en la reunión del Consejo de la Sociedad de Naciones que tuvo lugar en diciembre de aquel año, por ser, como en efecto lo era, un suceso capaz de poner en peligro la paz del mundo. La decisión adoptada por el Consejo refleja los temores entonces universales sobre la integridad territorial de España, pues recuerda a todos los Estados el respeto que están obligados a observar para con la integridad territorial de todos ellos y su deber de abstenerse de toda intervención en los asuntos interiores de ningún Estado. El Consejo también consigna su aprobación de la política de no intervención y de los esfuerzos que entonces venían haciendo Francia y la Gran Bretaña para terminar el conflicto por mediación.

En cuanto a integridad territorial, los Estados totalitarios que apadrinaban ambos lados protestaban de su inocencia, pero los hechos los condenan a ambos. Aunque sin duda exagerados, los informes que circulaban sobre la actividad de los alemanes en la zona española de Marruecos a fines de 1936 y comienzos del 37 eran ciertos, y a no ser por la energía del Gobierno francés en aquel momento, toda aquella actividad nazi pudo haber culminado en la instalación de bases aéreas y militares alemanas en aquella zona. Ante la actitud del Gobierno francés, el propio Hitler creyó necesario dar seguridades a monsieur François Poncet, embajador francés en Berlín, de que Alemania respetaría en todo tiempo la integridad del territorio español (19 de enero de 1937). Por otra parte el 19 de febrero de aquel año los revolucionarios presentaban a los Gobiernos francés e inglés una nota ofreciendo cambios en Marruecos favorables a Francia y a la Gran Bretaña y con detrimento de España a cambio del auxilio de estas dos potencias en la Guerra Civil. La Gran Bretaña contestó negativamente el 20 de marzo. No consta la contestación de Francia a esta gestión escandalosa del más crudo donjulianismo 80.

Los esfuerzos que Francia e Inglaterra estaban entonces llevando a cabo para mediar en la Guerra Civil (4 de diciembre de 1936) se hallaban condenados al fracaso. Uno de los pocos puntos en que ambos bandos coincidían era la necesidad de continuar la guerra. Al propio tiempo Francia e Inglaterra ansiaban poner coto a la llegada de voluntarios, ya libres, ya obligatorios, ya mercenarios. En esto consiguieron un éxito relativo, al menos en el papel, en febrero del 37. Comprendía el plan un sistema de control en las fronteras y costas, sistema que hubo que enmendar por oponerse los dos bandos de la Guerra Civil. Este era en efecto otro de los pocos puntos en que ambos bandos estaban de acuerdo: nada de control. A fines de abril de 1937 funcionaba ya un cuerpo de observadores neutrales en las fronteras, pero a la parte de fuera.

Este sistema, parte de un plan general para localizar la guerra, estuvo a punto de provocarla en toda Europa. Se había confiado a Italia y a Alemania la vigilancia de la costa de Levante. El 24 de mayo de 1937 un navío italiano en servicio de vigilancia fué agredido por unos aviones españoles revolucionarios en aguas de Palma de Mallorca, con baja de unos cuantos marineros. El incidente no dió lugar a mayores consecuencias. Pero el 29 de mayo del mismo año fué objeto de idéntico ataque el crucero alemán Deutschland que hacía igual servicio cerca de Ibiza, y también con muerte de algunos marineros. Habían sido debidos ambos incidentes a la indisciplina de la fuerza aérea revolucionaria. Los nazis reaccionaron con brutalidad característica, bombardeando a Almería el 31 del mismo mes. Las dos potencias totalitarias aprovecharon la ocasión para retirarse del servicio de vigilancia y del Comité de no intervención hasta que se hubiesen tomado adecuadas garantías para impedir tales incidentes en lo sucesivo. Hubo que negociar, pero el acuerdo al que se llegó el 12 de julio fué de corta duración, pues poco después se produjo otro incidente naval, el ataque al crucero alemán Leipzig por un submarino en circunstancias oscuras (18 de junio de 1937). Con este motivo, Italia y Alemania se retiraron definitivamente del servicio de vigilancia. Hubo que volver a negociar, y el Gobierno británico presentó proposiciones el 14 de julio encaminadas por un lado a la retirada de voluntarios y por otro al reconocimiento de ambos bandos como beligerantes. Por entonces se había agudizado la situación a consecuencia de una campaña de hundimientos de barcos que estaba causando graves perjuicios al mundillo de extranjeros y españoles que se dedicaba al fructuoso comercio de armas y municiones — por lo menos a algunos de ellos aunque a otros aventajaba, ya que se hundían las armas y municiones pero pagaban las compañías de seguros y aumentaba el precio de la mercancía. ¿Quién hundía los barcos? Oficialmente nadie tenía derecho a saber nada. En realidad todo el mundo sabía que los hundían submarinos italianos. Por iniciativa del Foreign Office, los nueve Estados a quienes interesaba la represión de esta nueva forma de piratería celebraron una conferencia en Nyon el 10 de setiembre de 1937, tomando la decisión firme de dar a sus respectivos navíos de guerra instrucciones para que se atacase sin previo aviso a cualquier submarino que se hallare en las aguas del Mediterráneo occidental en circunstancias suspectas. Apenas adoptada esta decisión, cesó la piratería como por encanto. El señor Mussolini, ausente de Nyon, subscribió sus decisiones. Y Mr. Winston Churchill, en un discurso inolvidable ante la Cámara de los Comunes observó entre las carcajadas de la Asamblea que jamás desde los tiempos de Julio César había producido efectos más fulminantes el fiat de Roma para pacificar instantáneamente al Mediterráneo.

 

 

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