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Terror y matrimonio » 1. La muerte en los matrimonios españoles

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1. La muerte en los matrimonios españoles

No salió una palabra de su boca que pudiera servirme para saber por qué.

Él madrugaba.

Sí, a las siete sonaba su despertador.

Le fue fiel a ese despertador.

Esa fidelidad al despertador, y era barato ese despertador, porque recuerdo cuándo lo compró, y dónde, y cuánto pagó por él.

La llamada de la Guardia Civil fue a las nueve.

No entendía nada.

Parecía como si se hubieran equivocado. Una llamada equivocada.

Todo empezó el día en que decidió operarse de pólipos nasales.

Al despertador le era fiel, ya lo he dicho.

Algunas veces lo comentaba. Desde hace años solo hablábamos de cosas como esa. Ese despertador tendría ya su década de vida. Se limitaba a cambiarle la pila anualmente, eso era todo. Y el despertador gastaba poco, porque él siempre se despertaba diez minutos antes de que sonara.

La pila duraba.

Pensé en el descenso del árbol. Días después pedí ver las fotografías. Era un árbol único. Daba la sensación de que hubiera sido abandonado en mitad de un campo grande. Esos campos malditos del desierto, del desierto en que se ha convertido todo el corazón de España.

Ah, sí, fueron los pólipos, aquella operación de pólipos le permitió conocer los efectos de la anestesia.

Él habló de que había estado muerto.

Entendí que se sintió bien en la muerte. Le pareció que aquello era maravilloso: la desaparición, mandar a Dios al diablo. Algunas creencias religiosas sí tenía.

El comisario que llevó la investigación se llamaba Raúl Moratín. Era un hombre alto y grueso, de unos sesenta años, calvo, con manos grandes, y con una lengua que se escapaba de su boca cuando decía las palabras «el fallecido», como si las palabras «el fallecido» activaran un resorte que daba libertad a esa lengua larga y casi negra por el tabaco.

Su despacho tenía una mesa torcida y cuatro butacones. Moratín me hizo algunas preguntas que yo no supe responder.

Todo era rutina.

Sin embargo, noté que le atraía. Al fin y al cabo, yo ya era viuda. Hacíamos poco el amor. Quería preguntar por eso, bien lo sé. No se atrevía. Podía esconder la pregunta debajo de la asquerosa alfombra de las necesidades profesionales del expediente.

Un vecino vino a verme, era Carmelo, el del piso de enfrente. Tomó un café y se ofreció para lo que fuera menester. Carmelo era un hombre extremadamente bajo de estatura, soltero, de unos cincuenta años de edad. Nos veíamos en la escalera una vez a la semana a lo sumo. En esta ocasión Carmelo entró en casa, e incluso me cogió la mano. La mano de Carmelo me pareció un ente repugnante.

Una mano torcida, avinagrada, con un anillo oxidado, que olía a lejía y amoniaco.

Una noche soñé que Moratín y Carmelo se iban juntos de vacaciones. Otra soñé que Moratín, Carmelo y mi difunto estaban tomando el sol en la playa, pero el sol era tan fuerte que comenzaban a arder como antorchas y yo no hacía nada por evitar el fuego.

Los veía arder a los tres y chillar de dolor.

Era muy real.

Despertaba de mi sueño, me levantaba y me iba a la cocina.

Ponía agua en un vaso hasta el borde, y me tomaba un Tranxilium 15.

Solo quería dormir y no soñar nada.

Sin duda, fue un cobarde toda su vida, mi difunto, quiero decir.

Lo fue casándose conmigo. Lo fue fingiendo que era feliz. Lo fue suicidándose. Pensó que con su muerte acabaría la maldita necesidad de fingir, el laborioso trabajo de fingir.

—En fin —dije—, todas estas son las razones por las que pido que mi marido sea devuelto a la vida. Quiero que me explique a la cara tantas mentiras. Es un caso moral.

Mi solicitud fue aceptada y comenzaron todos los trámites tecnológicos. He de decir que Moratín testificó a mi favor, y eso fue decisivo.

También, de alguna forma, Carmelo, mi vecino, tuvo un papel protagonista en la tramitación de mi expediente, pues firmó una carta en la que afirmaba haberme visto rebuscar entre los muertos del cementerio que está cerca de nuestra casa.

Escribió lo siguiente: «Sale por la noche con una pequeña pala y va al cementerio católico del Carmen, y allí hace pequeños hoyos, sin intención sacrílega, pues ni siquiera hace los hoyos dentro del cementerio, sino en los muros de fuera, y acerca su boca al pequeño hoyo y llama a su marido con un alarido ensordecedor».

Todo esto era mentira.

Carmelo lo firmó para favorecerme.

Y su carta fue tenida en cuenta.

Iban a traer, pues, a mi marido de entre los muertos.

Lo iban a traer de vuelta.

Le iba a poder preguntar al fin que por qué eligió morir en vez de divorciarse.

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