España

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15. Era Franco

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15 Era Franco

Si la dictadura significa el fracaso de una nación, la guerra civil equivale a su suicidio. El «proyecto común» se convierte en incompatibilidad total, en aborrecimiento mutuo, en lucha a muerte. En 1936, los españoles, después de haber ensayado todas las formas de convivencia posibles, monarquía absoluta, monarquía constitucional, dictadura, república, sin encontrar una apropiada, se lían a golpes. Circula una versión caritativa de nuestra guerra civil, que la convierte en prólogo de la mundial que seguiría, e incluso la hace formar parte de la misma. Son ganas de engañarse. La guerra de 1936-1939 fue una guerra ciento por ciento española, como señala bien Golo Mann en su Historia de Alemania 1918-1945. Ciertamente, desde el extranjero se ayudó a ambas partes, e incluso hubo intervención foránea, pero tanto en su origen como en su desarrollo y desenlace fue producto de los problemas, carencias y defectos españoles. Simplemente, media España no podía aguantar a la otra media y ambos bandos trataron de aniquilarse mutuamente para poder vivir a sus anchas en el territorio común. Eso no era una nación. Era la negación de ella.

En ningún momento se ve más claro como en los primeros momentos del conflicto. En aquellos «tres días de julio» —que Luis Romero ha descrito a base de fogonazos sangrientos—, en aquella España no había nación, ni Estado, ni nada más que caos y violencia. Tres gobiernos tuvo en esas setenta y dos horas la República, cada uno más impotente que el otro, mientras que los sublevados, perdido el jefe que habían elegido, el general Sanjurjo, actuaban cada uno por su lado, tratando de hacerse con el control de la población donde estaban. En los siguientes meses, la España «nacional» estuvo constituida por dos zonas militarizadas, sin el menor soporte de administración civil. Por su parte, la España «republicana» era un experimento revolucionario de altos vuelos, donde se intentó aplicar la revolución total, la utopía anarquista, la desaparición de la propiedad privada, el amor libre y la eliminación de todo rango o jerarquía. Con el fusil en la mano, eso sí, pues era necesario defenderla. Estado, desde luego, no había en ninguna de las dos partes. Donde no mandaba el ejército, mandaban los comités revolucionarios. Los imperativos de la guerra, sin embargo, fueron dando paso a paso a una situación algo más ordenada. En su lado, Franco consigue hacerse con las riendas, apoyado en los éxitos de sus tropas, lo que no impide que los poderes que recibe sean exclusivamente militares, aunque él se encargó luego de convertirlos en políticos. Pero es una coalición la que preside, con mano de hierro, eso sí, que no tiembla a la hora de mandar fusilar tanto a enemigos como a disidentes. En el lado republicano son los comunistas quienes se encargan de imponer orden cuando queda de manifiesto que no puede ganarse una guerra contra un ejército regular sin oponerle otro enfrente. Tienen también que usar mano dura, como ocurrió en Barcelona con el sangriento aplastamiento de anarquistas y trotskistas. Las diferencias entre las distintas ideologías volverán a darse en Madrid, al final de la contienda, con la confrontación entre republicanos y comunistas.

De ahí que reducir la guerra civil española a un enfrentamiento de la izquierda contra la derecha sea simplificar la hasta un extremo que la relativiza. Fue, en efecto, un choque frontal de las dos Españas. Pero fue, además, un choque de las dos izquierdas, la moderada y la radical, que venían viéndose con malos ojos desde hacía mucho tiempo. Si en el otro bando no hubo también un choque parecido fue por estar mucho más militarizado y por la habilidad de Franco, que supo hacerse muy pronto con el mando y cortar de raíz toda disidencia. Fue la clave de su victoria final.

La era Franco, tan alejada ya en el tiempo, sigue tan presente en la memoria de los españoles que la vivieron que tal vez necesite de una mayor lejanía para ser evaluada en sus justos términos. Basta ver la ola de protestas que levanta en determinados sectores algo tan obvio como que se la califique de «dictadura» o la indignación que provoca en los contrarios cualquier alusión al progreso material conseguido en sus últimos años para darse cuenta de que las heridas siguen aún abiertas. Así es muy difícil el juicio ecuánime.

Lo que sí puede decirse es que dentro de su carácter general autoritario, que no abandonó hasta el último día, la era Franco presentó una serie de etapas diferenciadas entre sí, con una suavización progresiva, forzada por las circunstancias. La durísima represión de la posguerra no puede compararse con los años finales del general, mucho más benignos y plurales. Aunque siguiera firmando sentencias de muerte. El «régimen», pese a su evolución, no perdió nunca sus señas de identidad.

Lo que a nosotros nos interesa saber es si durante él se forjó la nación española. Desde luego, presumió de ello. Se hizo llamar desde el principio la «España nacional» y tomó como lema «España una, grande y libre». Incluso hizo alarde de su propia revolución, ni burguesa ni proletaria, sino «nacional-sindicalista», que al mismo tiempo que rechazaba las anteriores, trataba de fundirlas en una, asumiendo tanto las legítimas reivindicaciones de los trabajadores, plasmadas en una legislación social moderna, como el legado más tradicional de España, incluida la simbología y la nostalgia del imperio.

Es muy posible que ésta fuera la España que se hubiera impuesto de haber ganado la guerra mundial las potencias del Eje (siempre que Hitler no la hubiera reducido a subalterna, debido a su escasa potencia y a su mezcla racial). Pero el triunfo de los aliados hace a Franco corregir el rumbo, y las divisiones entre los vencedores (guerra fría) le salva definitivamente. Durante esos años orientará su régimen hacia fórmulas cada vez más compatibles con las occidentales, sin perder nunca su carácter autoritario. Empiezan a llegar la ayuda norteamericana, las inversiones extranjeras, el turismo, la emigración a Europa, el crecimiento, el desarrollo, el teléfono, la televisión, el seiscientos, el piso. La sociedad rural y agraria se vuelve industrial y urbana, y aparece lo que hasta entonces no había habido en España: una clase media. Ello consolida al mismo tiempo que socava el régimen. Pues una vez resueltos los problemas materiales más urgentes, se piden libertades. La notable transformación que experimenta España durante los años sesenta del pasado siglo, en vez de traer tranquilidad, lo que trae es agitación. Hay huelgas en las fábricas y desórdenes en las universidades. Surge incluso el terrorismo, que llega, como en los viejos tiempos, a asesinar al primer jefe de gobierno de Franco. La modernización sin democracia, como pretendía el régimen, es imposible. Del mismo modo que los soldados de Napoleón llevaban en su mochila el Código Civil, el desarrollo trae consigo la democracia. El «milagro económico» —como apunta Sebastian Balfour— no afianza el régimen, sino al revés, lo desestabiliza. Es la gran ironía con que tropieza el franquismo: cuanto más se moderniza, más problemas tiene, cuantos más éxitos logra, más peligros le acechan, sin que las viejas recetas, como la pena de muerte, sirvan ya para los nuevos problemas.

Franco tuvo la habilidad, o simple prudencia, de no crear una dinastía, cosa que hubiera podido hacer y muchos le pedían. Tal vez pensaba que la única posibilidad de que su régimen le sobreviviese era la de que fuera regido por una persona con mayor legitimidad, por lo que eligió como sucesor a un príncipe de sangre real. Pero ni por ésas. Su régimen murió con él. Puede incluso que hubiera muerto ya antes, arrollado por los mismos cambios sociales y económicos que había puesto en marcha.

¿Se modernizó España durante el franquismo? Sin duda alguna. ¿Se creó una clase media? Desde luego. ¿Se industrializó el país, se le dotó de las leyes sociales que venía necesitando, se transformó su sociedad de agraria en urbana? Está a la vista. Pero ¿se creó una nación en el sentido más amplio y profundo de esa palabra? Pienso que ni los franquistas más convencidos, a la vista de lo sucedido tras la muerte de Franco, se atreverán a asegurarlo. El propio Franco prefirió siempre hablar de Estado, como se aprecia en todos sus decretos, leyes y discursos, «Nuestro Estado debe ser católico» (1937). «El Estado español no va a ser liberal» (1946). «El pueblo español […] constituye el Estado nacional» (Ley de Principios del Movimiento, 1957). «El nuevo Estado social…» (1961), etc. En otras palabras, el Estado sustituye a la nación. Posiblemente, ésta tenía para Franco demasiadas connotaciones liberales, revolucionarias. Y él sólo admitía la revolución nacional-sindicalista, que tenía bastante de contrarrevolucionaria, pues negaba el protagonismo directo de los ciudadanos en el proceso político. Por tanto, el «proyecto sugestivo de vida en común», la comunión de voluntades, el sentido de pertenencia a algo superior a nosotros mismos no se creó durante el franquismo, tal como pudimos comprobar cuando éste se acabó. Es más, puede incluso que retrocediera en algún aspecto fundamental. Desde el primer momento que ocupó el poder, Franco no pretendió hacer una patria común para todos los españoles. Pretendió hacer «su» España con la mitad de ellos. La otra mitad constituían la «Antiespaña», la España que había que erradicar. De ahí que tras aplastarla en la guerra, continuara la criba con la dura represión de la posguerra. Había que eliminar todo resto, todo órgano, todo miembro contaminado del cuerpo social, enviándolos a la cárcel o al exilio, como se corta un miembro gangrenoso. Si a ello se añade que identificó España con el autoritarismo, con el imperio, con lo más antimoderno y antieuropeo de su historia, no debe extrañarnos el desprestigio que a su muerte sufrió el nacionalismo español y el desarme ideológico de la nación española. Desprestigio y desarme que estamos todavía pagando, pues su vacío fue llenado por los nacionalismos locales. Y sin nacionalismo es muy difícil hacer una nación. Que se lo pregunten a todos los gobiernos que ha tenido nuestra democracia. Posiblemente de haber ganado el otro bando hubiera ocurrido exactamente lo mismo, sólo que al revés: que hubiera sido la «España nacional» la erradicada. Los «¡Viva Rusia!» frente a los «¡Viva España!» que se oyeron en aquel bando son bastante esclarecedores. Pero eso no cambia las cosas. La realidad es que durante el franquismo España se desarrolló, modernizó y socializó, pero no se convirtió en una nación. Y no se completó una nación por la misma causa por la que no se había convertido bajo la República: «por intentar ignorar o liquidar realidades insoslayables» (Seco Serrano); por ignorar a la otra media España; por no ser capaz de alumbrar «un proyecto sugestivo de vida en común» para todos los españoles. Esta incapacidad de crear una auténtica nación fue posiblemente la mayor y más amarga frustración de los «nacionales».

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