España

España


20. Galiza

Página 22 de 24

20 Galiza

Si el nacionalismo catalán se basa en la lengua y el vasco en la sangre, el gallego nace da terra. La saudade no es más que dolor de ausencias del paisaje que se dejó detrás. Rosalía lo expresó como nadie:

Miña terra, mina terra,

terra donde me eu criéi,

hortiña que quero tanto,

fingueiriñas que plantéi.

… … … … … …

Non me olvides, queridiña,

si morro de soidás.

«¿E da terra?», es lo primero que preguntan los gallegos cuando se encuentran, por esos mundos de Dios, con alguien vagamente familiar. Y si lo es, se establece de inmediato una corriente que arranca del orvallo sobre la cara y de las nubes prendidas en el follaje del castaño. Es tan fuerte todo eso que el gallego se lo lleva en su maleta cuando sale por el mundo y nunca le abandona, como no le abandonará el dulce acento, de forma que puede decirse que el gallego nunca deja Galicia por lejos que se vaya, pues la lleva dentro. Es el suyo, desde luego, uno de los nacionalismos más fuertes y profundos, y les asombrará saber que hay más gallegos que hablan su idioma que catalanes el suyo, y no digamos ya vascos. Lo que pasa es que no presumen de ello. Al revés.

Pues hay una diferencia fundamental entre el nacionalismo gallego y estos otros dos. Mientras los nacionalismos catalán y vasco se apoyan en un sentido de superioridad sobre el resto de los españoles, el nacionalismo gallego parte de un sentido de inferioridad, de autocompasión. «Nos tratan mal. Se ríen de nosotros», es su queja generalizada. Por muy orgullosos que estén los gallegos de serlo, por más que amen su patria, su lengua, su terca, siempre habrá en ellos la queja de ser tratados despectivamente, de no ser reconocidos como iguales. También lo dijo Rosalía como nadie, cantando a los gallegos que iban a segar a Castilla:

Castellanos de Castilla,

tratade ben os gallegos;

cando van, van como rosas;

cando vén, vén como negros.

La «lástima de sí mismo», característica de todo nacionalismo, aparece en el gallego más fuerte que en ningún otro. El nacionalismo gallego surge después de los otros dos, siendo en buena parte reflejo de ellos, del catalán especialmente. En 1907 nació Solidaridad Gallega —influida, incluso en el nombre, por Solidaritat Catalana—, que organizó un gran mitin en Betanzos, pero su vida fue corta. Hay que esperar a 1916 para ver surgir las Irmandades da Fala, de carácter intelectual, aunque buscando el contacto con el pueblo, que en Galicia es eminentemente campesino. Los nacionalistas catalanes continuarán interpretando el papel de tutores hasta nuestros días, como lo demuestra el hecho de que la primera cátedra de gallego fuera de Galicia se estableciese en la Universidad de Barcelona, poco después de la última transición democrática. El radicalismo del nacionalismo vasco, sin embargo, tiene cierto atractivo para los nacionalistas gallegos de la última hornada, mucho más decididos y exigentes que sus predecesores. Así, el BNG, más conocido por el «Bloque», bascula entre CiU y el PNV, con más puntos de contacto con éste que con la coalición catalana en algunas cuestiones clave, como son las relaciones con el gobierno central. Pero no adelantemos acontecimientos y hagamos el recorrido histórico habitual, para no perdernos en el laberinto nacionalista.

Galicia fue desde la Edad Media una de las regiones más olvidadas de España debido a su alejamiento y a los obstáculos orográficos que dificultaban el acceso a ella. Ya hemos dicho que el último de los grandes puertos montañosos, el de Piedrafita, no fue salvado por una moderna autovía hasta 2002.

El alejamiento trajo la perpetuación de instituciones y formas de vida arcaicas incluso para España, que nunca ha sido ejemplo de modernidad. «Galicia es víctima de tres empobrecimientos —me dijo en el Berlín del Muro Felipe Fernández Armesto, Augusto Assía, uno de los gallegos más universales que he conocido—: el empobrecimiento de la tierra, traído por el minifundio; el empobrecimiento del feudalismo, que sobrevivió de una forma u otra hasta nuestros días, y el empobrecimiento de la gente, pues los más fuertes, los más emprendedores emigraban a América». Ello trajo un retraso en prácticamente todo, incluido el nacionalismo, que hubo de luchar contra otros dos obstáculos importantes, el de un clero no ya preconciliar, sino pretridentino, opuesto a cualquier tipo de reforma que amenazase su puesto preeminente en aquella sociedad rural, y el de unas élites urbanas que elegían el funcionariado como vehículo de ascensión social. Los gallegos ilustres fueron militares, marinos, catedráticos, notarios, o sea, servidores del Estado español, si es que no se iban a Madrid para dedicarse a la política, con éxito muchos de ellos. «No hay gobierno sin un par de ministros gallegos», se decía con guasa y cabreo entremezclados en el siglo XIX. Lo malo era que esos ministros gallegos seguían practicando más clientelismo que galleguismo: un favor a éste, un puesto al otro, una concesión al de más allá, siempre, naturalmente, que perteneciesen a su partido, pero sin pensar nunca en Galicia en su conjunto. Era éste un caciquismo ministerial, que nunca podría sustituir a una política nacional. De ahí el odio que han profesado siempre los galleguistas hacia estos personajes.

En tales condiciones, ya no extraña tanto que el nacionalismo gallego sea tardío. En 1916, como queda dicho, un grupo coruñés, capitaneado por los hermanos Vilar Ponte, decide organizar la primera Irmandade dos Amigos da Fala. Antonio Vilar Ponte publica poco después Nacionalismo gallego. Nuestra afirmación regional, que puede considerarse la partida de nacimiento del nacionalismo gallego. Subrayamos de él dos cosas: que está escrito en castellano y que se habla de «afirmación regional», un grado inferior a «nacional». De todas formas, la intención es clara: despertar en torno al idioma gallego la adormecida conciencia galleguista. Para ello, lo más importante era promover el uso de la lengua materna, despertar el amor hacia ella, rescatándola del abandono e incuria en que se encontraba. O si lo prefieren, conseguir que dejase de ser el medio de expresión de la servidumbre a que había sido confinada, pues, a partir de la clase media, sólo se hablaba castellano e incluso las madres procuraban que sus hijos no adquiriesen las expresiones y acento que les enseñaban las criadas.

De 1916 a 1936, las Irmandades van proliferando en las capitales de provincia y consiguen éxitos limitados, aunque importantes, al atraer a intelectuales que en otro caso hubieran ido al arca común de la cultura española. Eran hombres de sólida preparación, completamente bilingües, pero que reservaban para el gallego lo más cuidado de su pensamiento y de su pluma: Otero Pedrayo, Cavanillas, Carballo, Calero. Otros, como Eugenio Montés, tras unos brillantes inicios en gallego, pasarán a escribir en castellano, como parece ser el destino de tantos escritores de su tierra. Piénsese en Valle-Inclán o Cela, que han dado al español la dimensión poética del gallego, pero que han hecho poco o nada en y por éste.

En el grupo de las Irmandades destaca, en lo concerniente a la cuestión que nos interesa, Vicente Risco, un profesor de historia especializado en los aspectos más antropológicos de ésta. Su Teoría do nacionalismo galego (1920) es considerada la Biblia del mismo, y ha sido reeditada profusamente, tanto en Galicia como en América. Nos vamos a concentrar en esta obra, pues en ningún otro lugar veremos reflejados tan fielmente el alma, sentido y objetivos del nacionalismo gallego.

Tras un rápido vistazo panorámico al nacionalismo del siglo XIX y principios del XX, Risco se plantea las «cuestiones candentes» de Galicia: ¿Cuáles son las características de su «raza»? ¿Le conviene seguir siendo una nación (interesante salto desde la región) agrícola o le interesa convertirse en una industrial? ¿Reivindica la zona carbonífera de Ponferrada? ¿Fomenta los sindicatos agrarios? ¿Le conviene reconstruir los concejos municipales? Para pasar a la cuestión básica: la relación con España. Ahí, Risco se detiene para hacer una consideración: hay dos modelos de España, el oficial, centralista, que es contestado por todos, y el «vital», que reconoce el conjunto de sus diversas nacionalidades internas. Risco aboga, naturalmente, por el segundo modelo, y tras este rodeo, coge el toro por los cuernos: ¿Queremos que Galicia se separe de España? Para responder: de la primera, sí; de la segunda, no. Desea que desaparezca el Estado unitario y que se cree una España donde convivan democráticamente sus distintos pueblos. «Nuestro arel no es separatista», repite poco después, aunque rechaza, por pacato, el «regionalismo», y elige el «nacionalismo».

¿En qué consiste entonces el nacionalismo gallego? Pues en «la reconstrucción espiritual, política y económica de Galicia», para lo que se necesita dotarla de una autonomía que encauce y fomente dicha reconstrucción, ya que de Madrid y de los partidos de ámbito nacional no debe esperarse. Los gallegos tienen que hacerse dueños de su propio destino, poniendo su idioma al nivel del castellano, acabando con el caciquismo y promoviendo los productos gallegos dentro y fuera de su país, para sacar de ellos el mayor provecho posible. En resumen, sin lanzar el grito de «Galicia para los gallegos», Risco defiende una «Galicia de los gallegos», que mire para sí antes que para otros, en los terrenos cultural, político y económico. A efectos prácticos, esto significa un estatuto de autonomía para Galicia que legitime su hecho diferencial y permita a los gallegos ocuparse de sus propios asuntos dentro del Estado español. La proclamación del gallego como idioma oficial dentro de Galicia será condición indispensable para el reconocimiento de la personalidad de ésta. A lo que se añaden las viejas reivindicaciones de mejores comunicaciones, tanto dentro de Galicia como con el exterior, industrialización de sus productos naturales y promoción de los mismos en el resto de España y el mundo.

No puede decirse que fuera un programa de máximos para un nacionalismo, lo que tal vez hizo que no llegara a despertar demasiado entusiasmo entre su gente ni demasiada alarma en Madrid. Por eso los galleguistas siguieron confinados a la esfera intelectual. Es más, ya con la Segunda República a la vista, surge un nuevo grupo, la ORGA, Organización Republicana Gallega Autonomista, de bastante más pujanza. Pero no era en realidad un partido nacionalista, sino un aliado de la Izquierda Republicana de Azaña, capitaneado por Casares Quiroga y compuesto principalmente por profesionales, muchos de ellos relevantes. Lo que les diferenciaba de los nacionalistas puros era que creían que Galicia podía sacar mucho más provecho uniéndose a un partido progresista de ámbito nacional que yendo en solitario. Uno de sus prohombres, el ya citado don Emilio González López, catedrático de Derecho Penal y diputado por La Coruña en las tres legislaturas de la República, me contó durante su exilio en Nueva York un hecho significativo: consiguió su acta —concretamente contra el marqués de Ribaduya, padre del general Alfonso Armada, que sería jefe de la Casa Militar de Don Juan Carlos— apoyado por los «indianos», los gallegos que habían regresado de América tras hacer fortuna. Aquellos hombres, liberales casi todos, convencidos de que Galicia necesitaba un cambio, pensaban también que la mejor forma de hacerlo era de la mano de un gran partido progresista español, en vez de intentarlo por su cuenta. Que algo consiguieron lo demuestra el hecho de que cuando estalló la guerra civil se estaba preparando el estatuto de autonomía para Galicia. Aunque también es verdad que todo se quedó en el intento. Y aquí tenemos que hacer un alto para abordar un factor determinante y exclusivo del nacionalismo gallego. Me refiero al componente americano que existe en todo gallego, incluidos los que no han pisado América. Siempre tendrán algún pariente allí. Galicia es la comunidad española con más lazos con Hispanoamérica, debido a la gran corriente emigratoria gallega que se produjo hacia aquellos países, hasta el punto de que Camba —que también emigró en su juventud— decía que Buenos Aires o La Habana estaban más cerca de La Coruña o Vigo que Madrid. Pero en Hispanoamérica el gallego se convierte en español, o incluso al revés, el español se convierte en gallego, como ocurre en Argentina. En cualquier caso, al gallego le resulta mucho más difícil dejar de ser español, por fuerte que sea su galleguismo, que al vasco o al catalán. Y esto ha determinado siempre su forma de nacionalismo, no voy a decir más débil, pero sí menos refractario que los otros dos.

Pero sigamos con su andadura histórica. Guerra y posguerra lo congelan por completo. Franco, aunque gallego, no hizo prácticamente nada por Galicia, pese a haber sido ésta una de sus piezas básicas para ganar la guerra. Comparado con lo que de su régimen recibieron Cataluña, el País Vasco, Asturias e incluso Extremadura, Galicia se quedó en ayunas. No hablamos, naturalmente, de desarrollo político, vedado para todos, sino de infraestructuras, pues siguió teniendo las que tenía, mientras que otras partes de España mejoraron las suyas. Galicia tuvo que esperar a la Transición para recibir su estatuto de autonomía y para iniciar su despegue económico, apoyada en un hecho inesperado: la mala situación de Hispanoamérica hace que la emigración hacia allí decrezca hasta paralizarse por completo. La consecuencia es de cajón: los gallegos más emprendedores, en vez emigrar, se quedan en casa, y empiezan a «hacer las Américas» en ella, con resultados espectaculares. Galicia es, con la Comunidad Valenciana, la autonomía española que más ha cambiado, para bien, en los últimos años. Naturalmente, ha ayudado la ejecución de un plan de infraestructuras —especialmente comunicaciones, con autovías, puertos y aeropuertos—, que permite la salida de mercancías a un precio y velocidad que las hace rentables.

Tanto es así que si comparamos las reivindicaciones de los nacionalistas tipo Risco y la situación actual de Galicia nos damos cuenta de que se han cumplido en su inmensa mayoría. ¿Significa eso que el nacionalismo gallego actual se da por satisfecho? En modo alguno. Sigue pidiendo mayores poderes y atribuciones. Pero su estancamiento electoral y las diferencias dentro del Bloque, entre un ala dispuesta a colaborar con fuerzas no nacionalistas y otra que se resiste a ello, demuestran dos cosas: que si el nacionalismo cesa de reclamar, como el ciclista que cesa de pedalear, se cae. Y que el nacionalismo gallego es diferente al vasco o al catalán. O tal vez la diferente sea Galicia, una prueba más de la pluralidad de España.

Recientemente, el hundimiento del Prestige y la llegada de la marea negra a esas costas dieron alas al nacionalismo, al permitirle airear las viejas llagas: el desdén del gobierno central; la incompetencia de las autoridades; el mancillamiento da terra (e do mar, que en Galicia vienen a ser lo mismo); la postergación; las humillaciones. Nunca máis fue así una plataforma más política que económica o ecológica, y logró un notable éxito ciudadano, al hacerse portavoz de una doliente y difusa reivindicación popular. Por un momento pareció incluso capaz de convertirse en plataforma del galleguismo militante. Pero las elecciones del 25 de mayo de 2003 mostraron que, aunque los gallegos siguen considerándose agraviados, la mayoría no piensa que los agravios son suficientes para una movilización contra el Estado de las Autonomías, y menos aún para rechazarlo. Quieren extraer el máximo de él, pero no abandonarlo ni dinamitarlo. Por eso, el Nunca máis se ha convertido en Máis de Madrid. Eso no constituye exactamente un programa nacionalista, pero ésa es la tragedia de los nacionalistas gallegos: el pueblo les sigue más con el corazón que con el voto.

Pese a las diferencias notables entre ellos, los tres «nacionalismos históricos» que hay en España pueden exhibir unos progresos y una pujanza que ni los más optimistas de entre sus representantes hubieran imaginado hace sólo unas décadas. El que no se den por satisfechos no impide que el País Vasco tenga tanto o más autogobierno que cualquier otra región autónoma de Europa y que tanto Cataluña como Galicia hayan sobrepasado con mucho el estatuto recibido una o que estaba a punto de recibir la otra de la República. Nada de ello, sin embargo, impide que tengan problemas comunes, algunos serios. El primero de ellos es el de su identidad. El dilema del nacionalista hoy es que si acepta a los de fuera, a los «no vascos», a los «no catalanes» o a los «no gallegos» (aunque en el caso de Galicia apenas se da por no tener inmigración, aunque terminará teniéndola si sigue creciendo), pierde su esencia. Pero si no los acepta, va contra corriente en la aldea global hacia la que caminamos. El nacionalismo es diferencia, mientras el mundo se hace cada vez más mestizo, lo que disminuye el hecho diferencial, base de los nacionalismos.

Un problema todavía mayor les plantea su pretensión de alcanzar sus «fronteras naturales», incorporando territorios vecinos. Para el País Vasco es crucial, dada la pequeña extensión de sus tres provincias. Navarra, sin embargo, ha dicho no una vez, sino ciento, que quiere continuar como está. Y que es también el sentimiento mayoritario en las dos provincias vasco-francesas no cabe la menor duda. Eso por no hablar de que, muy posiblemente, la mayoría de los alaveses no se unirían al proyecto nacionalista.

En Cataluña ocurre algo parecido, aunque siempre con la falta de virulencia propia de su carácter. El proyecto de los Paños Catalans lanzado por Pujol suscitó la enemiga Valencia, que reivindica su propia personalidad y en donde se acusa a Cataluña de imperialismo, sosteniendo que el valenciano es un idioma, no un dialecto del catalán, y habiendo tomado muy a mal que se hayan apropiado de Tirant lo Blanc, la obra de su Joanot Martorell. En cuanto a la Cataluña francesa, el Rosellón y el Midi-Pyrinées, las posibilidades son aún menores. Los catalano-franceses, como los vasco-franceses, son en su inmensa mayoría franceses antes que nada. Como queda dicho, Pasqual Maragall ha desenterrado por su parte el viejo reino de Aragón, no sabemos si como alternativa a los Paños Catalans o como entidad completamente nueva. Está por ver en qué consistiría, cuáles serían sus lazos con el Estado español y dónde encajaría en él la nació catalana. Pero que tienen difícil encaje no ya en el Estado español, sino en la Unión Europea, está a la vista.

Galicia no ha hecho reivindicaciones externas, en todo caso la zona leonesa del Bierzo. Pero ésta, junto a su parte gallega, quiere su propia autonomía, no unirse a Galicia, como comprueba el viajero que cruza la zona en las pintadas hechas al borde de la carretera. Está, sí, la vieja ilusión de algunos nacionalistas convencidos de que el destino natural de Galicia es unirse a Portugal. Pero aquí ocurre algo curioso: Portugal no está interesada en esa unión. Significaría aceptar los problemas españoles, y si algo ha procurado Portugal a lo largo de su historia es mantenerse alejada de España. Incluso los portugueses prefieren hablar español con los gallegos en vez de en gallego, para marcar diferencias, pese a que portugués y gallego son dos idiomas muy próximos. Las «nacionalidades históricas», en fin, deberían conformarse con vivir en sus actuales límites si alcanzaran un día su independencia, lo que pone un interrogante sobre su viabilidad como Estados-naciones, aparte de las dificultades que tendrían para que una Europa que tiende a unir y no a dividir las reconociera como tales.

Ir a la siguiente página

Report Page