España

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2. De Iberia a Hispania

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2 De Iberia a Hispania

No faltan quienes encuentran el sustrato de la nacionalidad española ya en los primeros pobladores de estas tierras. De hecho, ha sido la tesis sostenida por la historiografía oficial de forma más o menos abierta. La península Ibérica ofrecía, por sus condiciones geográficas, su delimitación territorial y su propia lejanía, las condiciones ideales para que los pueblos que en ella habitaban fuesen desarrollando características comunes, que a lo largo de milenios se convertirían en el modo de ser español. Hay una parte de verdad en ello. Situada en el finis terrae de la Antigüedad, cercada por el mar y una imponente cadena montañosa, la península más occidental del Mediterráneo adquiriría desde muy pronto un carácter específico que recogieron todos los historiadores clásicos. Incluso en la Biblia se la cita de pasada, es «tierra de conejos» o «de comadrejas» para Herodoto, y sus habitantes son ferae et bellicosae gentes, gentes fieras y belicosas según Tito Livio. Pero tal enfoque, dado que cubre sólo una parte ínfima de la realidad, resulta también engañoso. La península Ibérica tiene no sólo una marcada delimitación geográfica, sino que también está surcada por grandes cadenas montañosas que hacen difícil su comunicación interior. De hecho, algunos accesos a través de estas cordilleras son tan recientes que, por ejemplo, el paso del puerto de Piedrafita no ha sido facilitado por una autovía hasta 2002, ayer como quien dice. Y si en nuestro tiempo vencer estos obstáculos naturales ha resultado tan trabajoso, no hace falta decir cuán difícil resultaba en la Antigüedad. Los pueblos primitivos de la Península han vivido aislados en sus valles o mesetas, sin apenas contactos con los vecinos hasta fechas muy recientes, lo que les ha dado características muy marcadas y personales. De tales dificultades en las comunicaciones interiores da idea el hecho de que, no ya los fenicios o los griegos, sino los propios romanos, constructores natos de grandes vías terrestres, las calzadas, preferían, siempre que podían, el transporte marítimo, y daban incluso un largo rodeo a toda la Península para llevarse el estaño gallego, tan apreciado para fabricar el bronce. Entre los primitivos pobladores existía, pues, una diversidad manifiesta, junto a unos rasgos unitarios, que un historiador tan solvente como Antonio Domínguez Ortiz resumió como «ciertos factores de unidad e interrelación». Se trataba de unos pueblos guerreros, con grandes riquezas agrícolas, ganaderas y, sobre todo, minerales: hierro, cobre, estaño, oro y plata. De todo ello surgió, entre la leyenda y la historia, Tartessos, «el primer reino español», cuyo rey Argantonios pertenece más a la categoría de mito, ya que posiblemente fuera más una dinastía que un solo monarca.

Ya en un plano exclusivamente histórico, tenemos los tres pueblos que han dado el nombre a la Península y —aunque esto resulta mucho más problemático— el carácter a sus habitantes. Nos referimos, naturalmente, a los iberos, los celtas y el producto de su mezcla, los celtíberos, que vienen siendo considerados los primeros españoles. Lo que no impide, según Martín Almagro-Gorbea, que «Hispania ofreciera mayor diversidad étnica y cultural que cualquier otra región europea, sin excluir la misma Italia o los Balcanes». No obstante, el catedrático de Prehistoria de la Universidad complutense matiza su afirmación al añadir que «la interacción continua entre unos grupos y otros dio como resultado un cuadro que debería aproximarse más a un mosaico étnico que a espacios homogéneos delimitados por fronteras definidas». Lo que curiosamente ofrece un mapa de España bastante parecido al actual, si cambiamos lo étnico por lo autonómico.

De lo que no cabe duda es de que los iberos, pueblo mediterráneo aunque no haya logrado fijarse su exacta procedencia, y los celtas, de etnia indoeuropea, constituían la principal población de la España prerromana. Su encuentro, tanto militar como humano, tuvo lugar en la Alta Meseta, encrucijada de la Península, y dio lugar al pueblo celtíbero, que tenía rasgos culturales, sociológicos y étnicos de ambos y constituirá, con un poco de imaginación, el primer español autóctono.

Pero que estamos todavía a mil leguas de cualquier bosquejo nacional lo demuestra que ninguna de las tribus de la Península percibió otro horizonte que el guerrero-pastoril en el que había nacido. Incluso las más desarrolladas, las que habían logrado una estructura ciudadana, se mantenían como organizaciones fuertemente jerarquizadas, donde «las mujeres se ocupaban de la tierra y de la casa, mientras que los hombres se dedicaban a la guerra y a las razias», según el historiador romano Justino. Como tales, estas tribus podían lograr un cierto potencial bélico, pero carecían por completo de idea de conjunto. Fue la causa de que destacaran únicamente por la fiera oposición que opusieron a los distintos invasores y, luego, por las alianzas militares que hicieron con éstos, siempre en el papel de subalternos. Así, los encontraremos en los ejércitos de Aníbal y, luego, en las centurias romanas, como «carne de cañón», que entonces era más bien de lanza, sin tener la más remota idea nacional. Podían defender hasta la muerte sus ciudades, como hicieron algunos. Pero que nadie les pidiese ir más allá. E incluso estaban dispuestos a traicionar a los suyos a cambio de una buena recompensa, táctica empleada con éxito por los romanos contra los caudillos más recalcitrantes. Y no quiero decirles nada de las tribus menos desarrolladas, las del norte, los galaicos, los astures, los cántabros y de los más arcaicos de todos, los vascos, que protegidos por sus montañas, apenas se romanizaron o no se romanizaron en absoluto. En aquella España, si así puede llamarse, predominaba la división y el particularismo, en un proceso que el profesor Almagro Gorbea ha llamado de fagocitación o selección cultural, en el que los más fuertes se imponían a los más débiles, pero sin tener otra conciencia que la más elemental del clan o tribu. Algo, dicho sea de paso, que en parte ha perdurado entre nosotros hasta nuestros días.

Hay que esperar, pues, a la llegada de los romanos para tener una idea del conjunto peninsular. Que la romanización fue un hecho decisivo en nuestra historia, hasta el punto de que se pueda decir, como hace Domínguez Ortiz, que «España es una de las muchas invenciones romanas», no creo que lo discuta nadie. Los romanos no sólo nos conquistaron, con esfuerzo, eso sí, sino que también nos educaron a conciencia, como ellos solían hacer las cosas. Nos enseñaron a comer, a vestir, a traer agua a las ciudades para beber y lavarnos, a tender vías de comunicación y puentes para ir de un lugar a otro, a escribir poesía y asistir al teatro. Nos dieron su lengua, que durante mil quinientos años fue la lengua de la cultura occidental. Nos dieron también su derecho, que unificó las mil normas locales y, en un gesto inédito en todos los imperios que han existido, nos dieron también su ciudadanía bajo Vespasiano. Por todo ello puede decirse que la historia de España, y por tanto también España como tal, empieza en este momento. Pero que se creara también una «identidad hispana», germen del futuro nacionalismo, como afirman bastantes historiadores (el propio Domínguez Ortiz entre ellos), ya no lo vemos tan claro, aunque tampoco nos atrevemos a oponernos rotundamente a voces tan autorizadas. Es verdad que Hispania se romaniza profunda, aunque desigualmente, con una intensidad especial en la Bética. Es verdad que Cádiz llegó a tener hasta 500 equestres o caballeros e incluso una familia senatorial, los Galba. Es verdad que en la literatura latina hay una Edad de Plata protagonizada en buena parte por escritores hispanos y que en Hispania nacieron dos de los mejores emperadores, Adriano y Trajano, además del último de los grandes, Teodosio. Pero se trataba de romanos más que de hispanos propiamente dichos. Eran miembros de familias romanas llegadas a la Península en «comisión de servicio», que regresaban luego a la capital del imperio o que, si se quedaban aquí a cuidar de sus haciendas, vivían más pendientes de lo que ocurría en Roma que de los acontecimientos locales. Muchos de ellos no volvieron ni mantuvieron ningún tipo de contacto con su lugar de origen. Es, pues, exagerado, por no decir falso, considerarlos «españoles», como se hace en bastantes manuales de historia. Eran romanos de cuerpo y alma, aunque algunos de ellos conservasen el acento de la provincia. Y aunque el senequismo se presenta como parte del acervo cultural español, se trata de una variante más de la cultura clásico-romana, emparentada con el estoicismo que aparece cuando el imperio empieza a declinar.

Para resumir: los romanos unificaron administrativa y legislativamente la península Ibérica, dotándola de los elementos necesarios para emerger a la historia propiamente dicha. Le confirieron también su forma de vida, su lengua, su moneda, su sistema de pesas y medidas, sus modas, sus estructuras políticas y económicas, sus dioses, sus virtudes y sus vicios. Pero precisamente por eso resulta complicado hablar de una identidad hispana. Todo lo más, hispanorromana, con énfasis en lo segundo. Aparte de que la romanización fue, como queda dicho, muy desigual no sólo según los lugares, sino también según las clases sociales. La aristocracia local adoptó plenamente las costumbres romanas, mientras que el pueblo seguía apegado a los usos anteriores y a las lealtades de tribu más que a las costumbres cívicas que traía la nueva administración. Algo que también notamos conforme nos alejamos de las ciudades, focos de la romanización, aunque en los siglos III y IV comenzarán a sufrir la decadencia que afectó a todo el imperio. Estamos, por tanto, ante una unidad impuesta y un nacionalismo prestado, pese al arraigo que consiguió alcanzar. Los romanos pusieron a la península Ibérica en situación prenacional, lo que es mucho dado el montaraz mosaico que encontraron. Pero decir que ya entonces había una nacionalidad hispana resulta muy exagerado. Existía ese potencial, no más, que podría cuajar o no según las circunstancias posteriores. Un ejemplo de esto último lo tenemos con lo ocurrido en las Mauritanias Cesariana y Tingitana, las provincias del Imperio romano en el norte de África, que pese a su notable desarrollo y estrechos lazos con la metrópoli —san Agustín era de allí— fueron más tarde sepultadas por el empuje combinado de las tribus bereberes y la fe islámica, para quedar integradas ya para siempre en el mundo árabe. ¿Hubiera pasado lo mismo en Hispania de no haber habido Reconquista? Es imposible hacer historia en pretérito imperfecto de subjuntivo. Pero dada la tendencia del islam a ahogar toda manifestación político-cultural-religiosa ajena a él, es muy probable que hubiese ocurrido así y en este momento formáramos parte de su fe y de su mundo.

Y ya que hablamos de fe, no podemos dejar de citar el cristianismo, que llegó a la Península en aquellos tiempos, arraigando en ella de tal manera que es un elemento más de su tradición y carácter. La cristianización de Hispania fue relativamente rápida, como demuestran los tempranos y, luego, abundantes mártires. Posiblemente, los soldados veteranos que venían a asentarse fueron uno de sus principales medios de propagación, aunque la nueva fe alcanzó también a las clases altas. Con la crisis del imperio, la Iglesia se convirtió en continuadora del mismo, pues heredó de él su estructura administrativa —diócesis, archidiócesis, sedes metropolitanas—, que permanecerá más allá de las invasiones bárbaras hasta nuestros días. Y será durante esas invasiones cuando la Iglesia toma el relevo de la autoridad civil, por lo menos en el plano moral, lo que explica la enorme influencia social que adquiere. Aunque algo parecido ocurre en el resto de las provincias del imperio, conviene destacar el enorme auge del cristianismo en Hispania. Un auge que se demuestra no sólo por los frecuentes concilios, sino también por las figuras destacadas que la Iglesia hispánica aportó a la religión que se estaba convirtiendo en universal. Sin ir más lejos, fue un obispo de Córdoba, Osio, quien en el Concilio de Nicea hizo frente a la herejía más potente, la arriana, y redactó el credo tal como hoy lo conocemos. Como sería un hispano (o lusitano más bien, pues nació en Braga), Orosio, quien escribió el primer ensayo de historia universal cristiana. Lo subrayamos para advertir del importante papel que tendrá la religión en el nacionalismo español, hasta el punto de que hay quien la identifica con él. Desde luego, hubo entre ambos una atracción tan fuerte como temprana, que puede explicar muchas cosas, positivas y negativas. Entre las primeras, el carácter de cruzada religiosa que tendrá en su fondo la Reconquista. Entre las segundas, las dificultades que tuvo el nacionalismo español para «laizarse» cuando empezaba a ser hora de ello, impidiéndole ser plenamente moderno, como veremos en su momento. En cualquier caso, si la romanización preparó el terreno para que la península Ibérica pudiera convertirse en una protonación, el cristianismo aportó la unidad de creencias, afanes y ritos, tan necesarios en toda construcción nacional. Los elementos ya estaban ahí. Faltaba sólo cortar el cordón umbilical con la metrópoli para que Hispania comenzase su larga andadura hacia la nación, como harían las Galias, Britania y otras provincias del imperio. El corte no tardaría en llegar, envuelto, además, en circunstancias dolorosas y sangrientas: el desplome del Imperio romano y las invasiones bárbaras. Pero todos los partos son así.

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