España

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Epílogo Esperanzas sin ilusiones

Como ven, si el nacionalismo español está prácticamente en la UVI, los «históricos» y no tan históricos tampoco gozan de buena salud, pese al auge alcanzado en los últimos tiempos y al denodado esfuerzo de sus representantes. Sus contradicciones internas, por un lado, y la globalización en marcha, por el otro, les crean dificultades que hasta el momento nadie ha sabido resolver. Y lo primero que se le ocurre a uno es si tanta debilidad por todas partes no podría conducir a un compromiso entre ellos, como suele ocurrir con los enemigos que, hartos de pelear, buscan un modus vivendi. ¿Y qué mejor modus vivendi que el Estado de las Autonomías, casa común de los distintos nacionalismos y solar a su vez de otro nacionalismo más amplio y abierto? Debería haber sido la solución del conflicto, la cuadratura del círculo, con un nacionalismo íntimo, a ras de tierra, y otro más amplio y general. Lo malo es que los nacionalismos, como los grandes amores, parecen autoexcluirse: si se es nacionalista de algo, no cabe serlo de otra cosa. Así resulta muy difícil compaginar el amor a la patria chica con el de la patria grande. O uno u otro, nos dicen los grandes sacerdotes nacionalistas. Por eso creo que la única forma de conjugarlos es dejarse de dobles lealtades y de dobles conciencias, de un nacionalismo genérico y otro para andar por casa, y empezar a pensar que el nacionalismo catalán, el vasco, el gallego, el andaluz y todos los demás son parte esencial del nacionalismo español, hasta el punto de que éste se evaporaría sin ellos, al ser la suma de todos. Sólo así podríamos salir de la antinomia. Para ello, sin embargo, se necesita algo que los españoles, incluidos los que no se consideran como tales, tenemos poco: flexibilidad y paciencia. Debe haber concesiones por todas partes, de España especialmente, por ser la mayor. Ya lo ha hecho en buena parte, creando el Estado de las Autonomías. Pero el Estado de las Autonomías, en el que tantas esperanzas habíamos depositado, se ve cuestionado frontalmente por el Plan Ibarretxe e, indirectamente, por cuantos piden la reforma de sus estatutos, lo que comportaría una ordenación territorial completamente nueva. Y la cuestión hoy candente es: ¿Sigue sirviéndonos el Estado de las Autonomías o se ha quedado anticuado? ¿Ha sido la fórmula para articular España o el mecanismo para terminar de desarticularla? Habrá que esperar acontecimientos, pero salta a la vista que estamos en una encrucijada de la historia y la vida españolas, y también ante un problema demasiado profundo para resolverlo con meras disposiciones administrativas. Se necesita un reconocimiento sincero de la pluralidad del Estado español y, a la vez, de la realidad de España. Algo que sólo puede lograrse con la participación de todos, o por lo menos de la inmensa mayoría. A España tenemos que hacerla los españoles. Si esperamos que nos la den hecha los políticos, no se hará nunca. Los políticos, en el mejor de los casos, nos pondrán las bases para hacerla. En el peor, la cuartearán aún más de lo que está con sus luchas partidistas. Tenemos que hacerla nosotros. Y tenemos que hacerla con pruebas palpables de que hemos dejado atrás una interpretación particularista de nuestro país y de que tan español es el seny catalán como la sobriedad castellana, la franqueza aragonesa, la cautela gallega, la gracia andaluza, la dulzura canaria, el dinamismo valenciano, el internacionalismo balear, y tantos otros rasgos diferenciados, pero no incompatibles, que forman el acervo común de todos los españoles, que deben sentirlos como propios. No bastan los meros pronunciamientos, por solemnes u oficiales que sean. Son necesarios también gestos que convenzan a los «nacionalistas» de que los «españoles» deseamos compartir con ellos el proyecto común. Viajar por España, por ejemplo, en vez de por países exóticos, para descubrir la variedad de sus gentes, tradiciones y culturas. Y, estando allí, participar, vivirlo, no limitarse a hacer fotos de turista. Sería también más que conveniente que en la enseñanza media se enseñase una de las lenguas autonómicas —que son también lenguas del Estado—, a elegir entre ellas. Ya veo a algunos torcer el gesto y decirme que es mejor estudiar inglés. Pero el inglés que se estudia en el bachillerato no sirve para nada, como sabemos todos, mientras que el catalán, el gallego o el vasco que se estudiaran servirían para saludar a éstos en su idioma, incluso para mantener una corta conversación con ellos, demostrándoles que no sólo reconocemos su peculiaridad sino también que la asumimos como nuestra. Sólo algo así podría desmontar la tremenda desconfianza creada entre los españoles, que, además, no va a menos, sino a más, en parte por viejos prejuicios, en parte por errores recientes. Pienso que el último fue no apoyar la candidatura de Miquel Roca. Un nacionalista moderado en la presidencia del gobierno español nos hubiera ahorrado montones de problemas. Sin embargo, fueron muchos los que no le votaron precisamente por ser catalán. ¡Y luego se quejan! Pero nada se consigue llorando sobre la leche derramada, como dicen los estadounidenses. Lo que conviene es no volverla a derramar.

No hay que olvidar tampoco que el nacionalismo es un sueño, un ansia, una potenciación de la personalidad individual. El individuo, que aislado sufre sus limitaciones personales se siente realizado en una entidad superior, en la historia, hazañas y glorias de la nación a que pertenece. En ese sentido, nada ayudaría más a cerrar el proceso nacional español como el éxito de España en el concierto de las naciones. Recuerden que nuestros problemas interiores comenzaron con nuestros fracasos exteriores. Nadie quiere pertenecer a una empresa en bancarrota. Pero por la misma regla, nadie quiere quedarse al margen de una empresa con éxito. Si los vasco-franceses o los catalano-franceses se sienten más franceses que vascos o catalanes es porque Francia les ofrece más de lo que pueda ofrecerles un Estado-nación vasco o catalán. Si España se lo ofreciera a vascos y catalanes ocurriría exactamente lo mismo. Lo malo es que durante los últimos siglos no les ha ofrecido más que fracasos y golpes, parte de ellos propinados a sí misma. ¿Quién va a sentir ganas de unirse a ese proyecto? Sólo el éxito del mismo movería a participar en él. No se trata de hacer de España una gran potencia. Ya lo fuimos —de hecho, la primera mundial— y no nos fue nada bien. Se trata de crear en ella las condiciones de libertad, nivel de vida, justicia y cultura que la hagan acogedora e incluso deseable tanto para los españoles como para los extranjeros.

Las condiciones materiales ya se cumplen. España es hoy, finalmente, un país moderno, comparable a cualquiera de los de su entorno. Funcionan el teléfono, la recogida de basura, el suministro de agua, los aires acondicionados, los trenes, los aviones, la sanidad pública, el pago de pensiones. Hay fallos en todo ello, debido unas veces a la incompetencia, otras, a la misma complejidad del sistema. Pero no más que en las naciones punteras —Francia, Alemania, el Reino Unido—, que tampoco son lo que eran, como demostró la sanidad francesa el pasado verano, los apagones en Londres o los problemas presupuestarios alemanes. Aparte de que la benignidad de nuestro clima iguala o supera las diferencias que aún puedan quedar.

¿Qué nos falta, pues, para ser una nación moderna? Pues nos falta voluntad de serlo, confianza en nosotros mismos, visión abarcadora de nuestra entera realidad. ¡Con lo satisfechos que deberíamos estar los españoles de tener, en un mundo que va hacia la policromía, un país tan diverso, tan variado, en climas, en paisajes, en temperamentos! Un país que incluye dos archipiélagos de fábula, un norte húmedo, un soleado sur, pinos y palmeras, mares y cordilleras, vegas y mesetas, que lo convierten en un continente en miniatura. Y encima, ya plenamente incorporado a Europa, desarrollado, con una democracia estabilizada y un nivel de vida que poco o nada tiene que envidiar al de los más avanzados. Pero para completarse como nación necesita que sintamos todo eso como propio, no como ajeno. ¿Lo conseguirá? ¿Lo conseguiremos? No me atrevo a contestar, por las razones sobradamente expuestas a lo largo de estas páginas. Y aquí les dejo, pues si España como nación está inacabada, este libro, por fortuna para ustedes y para mí, tiene que terminar.

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