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12. La Restauración

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12 La Restauración

La legitimidad le vino a la Restauración por descarte: era la menos mala de las salidas posibles. Pero no la ideal para nadie. Pero tampoco nadie tenía solución para los problemas que aquejaban al país: las profundas grietas que se apreciaban entre sus partes, la falta de verdadera democracia, la corrupción, la ineficacia, el retraso. Había que improvisar. Fue lo que se hizo.

La Restauración fue obra de un hombre: don Antonio Cánovas del Castillo. Él trajo al nuevo rey, Alfonso XII. Él puso en marcha la «España de las provincias», convencido de que «centralizar era garantía de libertad» (J. P. Fusi). Él estuvo detrás de la unificación constitucional de todo el territorio del Estado de 1876, por la que se abolían los fueros vascos. Y él trató de suavizarla con un régimen de concierto económico con aquellas provincias. Él montó el sistema de alternancia en el poder. Él dispuso las reglas de juego. Él creó el nuevo partido conservador, y si nos apuran, también el liberal. Él, en fin, fue el padre del invento.

El caso es que el invento duró medio siglo y que muchos españoles llegaron a convencerse de que, al fin, tenían un sistema político moderno, de estilo inglés por más señas, e incluso una nación moderna, parecida a sus vecinas del norte. «En ese momento —escribe Raymond Carr— España era, sobre el papel, uno de los sistemas de gobierno más democráticos de Europa». «El problema —añade— estaba en convertir la teoría en práctica».

¿Cómo se consiguió el milagro o milagrería? Sólo se explica por el cansancio. España estaba, simplemente, exhausta tras tres cuartos de siglo dando palos de ciego, la mayoría contra ella misma. Por eso inicia una de sus «épocas ficticias», como la llama Vicens, «en la que el país se desinteresó de la cosa pública, sólo interesado por los propósitos inmediatos». Un poco como esos boxeadores que, tras haberse zurrado de lo lindo, llegan «groguis» a las postrimerías del combate, abrazándose más que golpeándose, conservadores y liberales españoles se sostuvieron mutuamente durante varias décadas, repartiéndose los asaltos que quedaban. Había también otra razón: las organizaciones obreras que emergían, amenazando con la revolución proletaria. Ante ese peligro, los viejos rivales cierran filas, se reparten los papeles y actúan como si el poder cambiase realmente de manos, como si las estructuras sociales se hubieran reformado y el sistema económico se hubiese adaptado a las exigencias del capitalismo avanzado. En una, palabra: como si España fuese una nación moderna, cuando sólo pretendía serlo. Era, sencillamente, un combate amañado. Es como venía considerándose este período.

Últimamente, sin embargo, se aprecia algo así como una reivindicación del mismo. Uno de los empeñados en la tarea es Julián Marías, hombre que por su honestidad y saber hay siempre que escuchar. Junto a otros estudiosos, subraya el largo período de tranquilidad que supuso la Restauración, el empeño que puso en «sustituir la confrontación fratricida de más de medio siglo por un encuentro civilizado, basado en el transaccionismo de que fue símbolo la Constitución ecléctica de 1876, que hizo posible un reposo necesario para que florecieran las nuevas generaciones intelectuales desplegadas en plena libertad» (Seco Serrano), así como los avances que se lograron en los más diversos campos, desde la economía a la industria, pasando por la ciencia, que de cenicienta pasa a tener un premio Nobel, y las letras, que tienen una edad de plata. Aunque lo más importante es ese consenso que se logra entre facciones que hasta entonces se habían combatido a muerte. Sin duda, el ánimo conciliador de Cánovas y los amargos recuerdos del pasado reciente ayudaron a conjurar los malos espíritus. También ayudó la disposición del rey a respetar las normas constitucionales, tan distinta de las de sus predecesores, activistas políticos. Y se hicieron sin duda cosas: se promulgó el Código Civil, la Ley Hipotecaria y la del Sufragio Universal, aunque tendría que pasar mucho tiempo para que se aplicara en su espíritu y no sólo en su letra. Pero allí quedaba. La red de carreteras no se amplió mucho, pero la de ferrocarriles experimentó un considerable desarrollo, llegando a tener 12 000 kilómetros al finalizar el siglo. Nacen las empresas navales clásicas: Trasatlántica, Ybarra, Aznar, y la siderurgia alcanza, en 1913, la cifra de producción, para España astronómica, de 392 000 toneladas de acero.

¿Con qué carta, pues, quedarse con respecto a la Restauración? Pienso que lo correcto, como tantas veces, es adoptar una postura intermedia. Ni la del completo tongo, ni la de la total realidad. Del mismo modo que la función crea el órgano, aquella España regida como Inglaterra por un sistema de alternancia de partidos, con un capitalismo cada vez más potente y una cultura cada vez más europeizada, no sólo llegó a creérselo, sino que iba, en efecto, europeizándose, internacionalizándose y modernizándose. Hubo un momento incluso en el que pareció que el espejismo podía materializarse, y España, despegar.

Por desgracia, los problemas de fondo seguían manteniéndose, si no agravados, invariables: el religioso, el social, el económico, la falta de amalgamiento de la sociedad, la radicalización de la clase obrera, la guerra colonial latente. Sólo el brote carlista, que había vuelto a explotar, pudo ser dominado, pero a costa de dejar un rescoldo en el norte que durará hasta nuestros días. Bajo aquella capa de aparente orden y tranquilidad, los demás problemas se pudrían. Lo de la «ciudad alegre y confiada» no fue sólo el título de una obra de teatro, fue también un drama real, que puede explicar parte de su éxito. Por cierto que la obra de Benavente arranca con: «He aquí el tinglado de la vieja farsa…». Debía estar en el aire.

Y con todo, como decimos, puede hacerse una defensa, incluso apasionada, de la Restauración. Aquella España no daba para más. Con una masa analfabeta dispuesta a vender su voto y una oligarquía provincial más dispuesta a promover sus intereses que a solucionar los problemas nacionales, nada tiene de extraño que el sistema girase en círculo en vez de avanzar, desgastándose poco a poco hasta caer totalmente agotado. Los políticos de la Restauración cometieron el error de creer que para montar una democracia bastaba una Constitución de consenso, un partido liberal, otro conservador, unas elecciones y un turno rotativo en el gobierno de la nación. Tal vez terminaron creyéndose su propia farsa, ya que funcionó durante largo tiempo. Los partidos se turnaban en el poder, no por su peso específico en cada momento, sino según las decisiones tomadas en el Ministerio del Interior, que distribuía los votos a través del personaje más característico del período: el cacique, figura opuesta a la modernización, a caballo del despotismo y el feudalismo. En él se apoyaban unos partidos «relativamente indiferenciados, incapaces de competir por un electorado en expansión, de asimilar los nuevos problemas que surgían y de luchar honestamente en las urnas», según los describe Juan Linz.

La primera gran crisis, sin embargo, no llega de los fallos interiores, sino de la gran derrota ultramarina en 1898 ante Estados Unidos, que deja a los militares frustrados, a los políticos en cueros, al pueblo amargado, a la Corona tocada, a los intelectuales convertidos en la conciencia crítica del país y al régimen sin soluciones. Con la pérdida de Cuba y Filipinas, España no sólo perdió los últimos restos de su condición imperial, sino también todo atractivo como nación. ¿Quién puede tener interés en permanecer en un buque que se hunde? Nada de extraño que florezcan los nacionalismos internos al grito de «¡Sálvese quien queda!».

Es conveniente decir dos palabras sobre los intelectuales. Desde que a mediados de siglo un oscuro catedrático, Julián Sanz del Río, introdujera a un más oscuro filósofo alemán, Krause, y creara en torno a él un círculo de pensadores comprometidos con la modernización y europeización del país, su influencia no hizo más que crecer. Su colaborador más destacado fue Francisco Giner de los Ríos, fundador del Instituto Libre de Enseñanza, que poco a poco se va a convertir en una alternativa a la enseñanza oficial, muy poco efectiva, y a la de las clases altas, dominada por la Iglesia. Los muchos discípulos y seguidores que tiene dan cuenta de su éxito. Más importante si cabe es que el intelectual emerge por primera vez como figura importante en la escena española, reclamando su papel de conciencia crítica de los poderes tradicionales. En adelante serán los que denuncien los fracasos y señalen las deficiencias que padece el país. La derrota del año 1898 dará a una generación de ellos una razón para «cuestionar» lo que hasta entonces no se había cuestionado: a España misma. En libros con títulos tan expresivos como Idearium español (Ganivet), En torno al casticismo (Unamuno) y España invertebrada (Ortega, ya posterior), los intelectuales se plantean preguntas hirientes, que alcanzan la misma médula del país: ¿Qué es España? ¿Cuál es su papel? ¿Somos europeos? ¿Hacia dónde debemos mirar, dirigirnos? Lo malo es que, como siempre, los intelectuales tienen más preguntas que respuestas, cuando no ofrecen respuestas contradictorias. Pero al menos los recuperamos para su verdadero papel, que van a interpretar con más pasión que acierto (como suele ser típico en ellos) en la Dictadura y República que vienen.

Sobre la Generación del 98, sin embargo, hay un hecho apuntado, pero no suficientemente subrayado. La formaron escritores llegados de la periferia —Maeztu, Unamuno, Azorín, Baroja, Pérez de Ayala— descontentos con la realidad española y decididos a regenerarla bajo la fórmula «España es el problema, Europa, la solución» (aunque Unamuno no pudiera resistir los guiños de la paradoja y pidiera «la españolización de Europa»). En el empeño, no obstante, se volcaron en España, «redescubriéndola», sobre todo a Castilla, hasta el punto de que hay quien los considera padres de un «nuevo nacionalismo español», algo que no está muy lejos de la realidad. Sólo que no era el nacionalismo rancio de siempre, sino otro dinámico y moderno. El arranque de Vida de don Quijote y Sancho, de Unamuno, podría considerarse una proclama del mismo. Los hombres del 98 no negaban España, al revés, «les dolía» su realidad por amarla profundamente e hicieron cuanto estaba a su alcance para transformarla.

Mientras tanto, la Restauración seguía su marcha, cada vez más cansina, con éxitos parciales, como la aparición de los agros en la huerta levantina, que se convertirán en la principal partida exportadora del país a principios de siglo, y el Plan Gasset de aprovechamientos hidráulicos, aunque sólo se llevará a la práctica una parte mínima de él.

También hay que advertir que aunque la siderurgia alcanza un notable desarrollo, el 90 por ciento del mineral férrico seguía exportándose. Pese a sus pequeños focos industriales, España seguía estando a la cola de los países desarrollados. En cuanto a la agricultura, dos cifras lo dicen todo: a principios del siglo XX, 11 100 latifundistas poseían 6 900 000 hectáreas, o sea, una media de 621 hectáreas cada uno, mientras seis millones de campesinos tenían menos de una hectárea. Por no hablar ya de los que sólo tenían su trabajo que ofrecer, que eran también millones. El desequilibrio era demasiado grande para que la sociedad se estabilizase. Con bastante más de un tercio de su patrimonio en un campo explotado aún rudimentariamente, España continuaba siendo un país agrícola y, además, subdesarrollado.

Reforma económica no hubo. Podría incluso hablarse de una política económica de doble filo: en parte para satisfacer a los terratenientes castellano-andaluces que controlaban el voto en esas regiones, en parte para «tranquilizar» a Cataluña, donde el nacionalismo se hacía cada vez más palpable, los gobiernos de la Restauración establecieron un sistema proteccionista que permitió a ambas burguesías altos beneficios a cambio de que los españoles pagasen el pan más caro y tuviesen paños de inferior calidad, sin que se intensificara la producción agrícola ni se modernizasen las fábricas. Ni siquiera un hombre tan bien dispuesto hacia la burguesía como Vicens Vives puede dejar de reconocer que a la española «le faltó el tacto de coordinación social, el sentirse englobada en la totalidad de la que formaba parte, por rica y poderosa que fuese». Así no hay forma de construir una nación moderna.

No tiene nada de extraño que los anarquistas lograran en España lo que no consiguieron en el resto de Europa: ponerse al frente del movimiento obrero. Olvidado por el sistema, el trabajador español empieza a ver en el anarquismo la única fuerza que defiende sus intereses, algo que va a pesar como una losa sobre todo en los posteriores afanes democratizadores y reformistas en España. En adelante veremos cómo todos esos intentos tienen que luchar no sólo contra la reacción más cerrada, sino también contra la revolución más radical. Los anarquistas —que asesinan a Cánovas y atentan contra el nuevo rey el día de su boda aprovechan el rechazo popular al envío de tropas al matadero africano para promover en 1909 la Semana Trágica barcelonesa, ensayo revolucionario de altos vuelos, que «puso de manifiesto la posibilidad de llegar a la revolución social a través de la huelga general, dando pábulo a la teoría anarcosindicalista de la destrucción del mundo capitalista por este sistema» (Vicens). El fusilamiento de Ferrer, convertido en mártir de la causa, al que sigue una dura represión, arrastra al gobierno Maura, acaba con el turno rotativo y destruye el consenso en que descansaba la Restauración. Canalejas, en un esfuerzo solitario que no se ha valorado bien, mantiene el experimento posibilista. Pero un hombre puede poco contra todos. Y además, Canalejas cae también asesinado por los anarquistas. «A la hora de llevar a la práctica esta España común —escribe Fernando García de Cortázar, nada sospechoso de “antiespañolismo”—, el empuje perdió fuerza ante la manipulación de la burguesía moderada, los excesos centralizadores del liberalismo y su incapacidad de calar en la conciencia popular. Faltó un proyecto común capaz de suscitar el entusiasmo de los diversos componentes de la monarquía, como ocurriera en el resto de Europa». Y sin proyecto común, no hay nación. Punto.

La primera guerra mundial prolonga artificialmente la Restauración con un boom económico tan espectacular como ficticio, generado por las exportaciones a los países beligerantes. Pero esta pompa de jabón —que benefició sólo a los especuladores— estalla cuando los demás países reanudan su producción al acabar la contienda. La estructura socioeconómica de España en 1918 es aproximadamente la misma que en 1914. Sólo que a estas alturas la polarización es todavía mayor: la burguesía, que no sólo ha visto las orejas al lobo, sino incluso ha sentido sus dientes, no quiso saber ya nada de reformas y acentuó su conservadurismo. El proletariado, desengañado de todos, organizó una huelga revolucionaria con objeto de proclamar una república socialista, que fue sofocada por las armas allí donde fue más violenta, Asturias. Mientras, crece la desconfianza entre Madrid y las provincias, entre el catolicismo y el laicismo, entre las izquierdas y las derechas, que empiezan a mirarse como lo que terminarían siendo: enemigas a muerte.

El Desastre de Annual (1921) —donde 9000 soldados españoles pierden la vida sin que hasta hoy hayan logrado deslindarse bien las responsabilidades, las regias incluidas— confirma la agonía del régimen. Sobrevive, sin embargo, todavía dos años largos más, dando tumbos ladera abajo, entre el desafío de los unos, la inercia de los otros y el desprestigio general. Hasta que el general Primo de Rivera le da el último empujón, aunque hubiera bastado un soplo para derribarlo. La Restauración había cumplido su ciclo. Había sido una ilusión. El espejismo se había evaporado y todas las diferencias religiosas, ideológicas, económicas, regionales se presentan de repente, sin que nadie tuviera solución para ellas.

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