Esmeralda

Esmeralda


PESADILLA

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—No recuerdo bien, pero creo que me sedó y fuimos a algún motel, no sé dónde. Luego condujo un poco más y terminamos aquí—, no recordaba exactamente el orden de los hechos.

—¿Recuerda qué ocurrió en el motel, aquí?—, preguntó como si me interrogara sobre algo sin importancia.Claro que lo recuerdo, cada palabra, cada suspiro, cada minuto y cada segundo, pensé para mí misma.

—No—, mentí.

—¿Segura?—, adivinó mi mentira.

—Sí—, dije dejando bien en claro que eso era todo lo que conseguiría de mí.

—De acuerdo, le dejaré mi tarjeta por si recuerda algo y… no se preocupe. Ese animal ya nunca podrá hacerle daño a nadie más—, dijo con una sonrisa. Era un idiota insensible. —Adiós—, dijo dejando la tarjeta en mi almohada.

—Espere—, lo detuve.

El detective se giró expectante, quizás pensando que iba a contarle algo más.

—¿Qué paso con él? ¿Con Bobby?—, pregunté con la voz entrecortada.

—Murió en el motel. Usted no se preocupe. Nosotros nos encargaremos de todo—, me aseguró. Pese a todo lo que había ocurrido entre nosotros, no pude evitar pensar en Cam y en qué le diría a ella.

—¿Dónde está?—, pregunté luchando por no quedarme dormida de nuevo.

—¿Se refiere al cuerpo?—, me dijo atónito.

—Me refiero a Bobby—, lo corregí al instante, con el seño fruncido por la rabia.

—No tiene familia, ha quedado en la morgue a disposición del Departamento de Policía mientras se decide qué hacer con él—, dijo como si estuviera dándome el reporte del clima. Cerré los ojos con fuerza para no salir disparada de esa cama y partirle la cabeza a ese idiota.

—Yo soy su familia. Verifíquelo—, le ordené apretando mis dientes.

—¿Está bromeando, cierto?—, dijo con una sonrisa burlona en el rostro.

—¿Le parece que estoy en condiciones de bromear?—, dije sin poder contener mis lágrimas de furia. —Lo pondré en contacto con mi abogado, el Sr. Lorenz, y él se encargará del funeral—, agregué al instante. Dave iba a ayudarme con esto sin que nadie tuviera que enterarse.

—No puedo creerlo. El tipo la secuestra, la tortura, abusa de usted, sin mencionar que le corta el pescuezo y ¿usted quiere darle sepultura cristiana?—, preguntó incrédulo.

Cada una de sus palabras me revolvió el estómago nuevamente, obligándome a recordar. Suspiré profundamente antes de responderle.

—No le estoy pidiendo su opinión. Solo limítese a hacer lo que le digo—, repuse con arrogancia.

—Como prefiera, Srta.—, dijo dejando suficientemente claro cuanto le desagradaba la idea.

—Bien—, repliqué.

—Adiós—, volvió a decir. Asentí una vez y cerré mis ojos fingiendo que me dormía.

Cuando estuve completamente segura que se habían marchado y estaba sola, me entregué a la angustia que había estado conteniendo. No me importó que probablemente fueran a atarme a la cama después de esto, pero necesitaba salir de allí.

Casi no veía por las lágrimas que me cubrían los ojos, pero arranqué la vía en mi brazo de un solo tirón y una a una fui despegando las ventosas adheridas a mi pecho. Tenía una de esas espantosas batas de hospital, aunque la elegancia era lo que menos me importaba en ese momento.

Mis piernas no me respondían adecuadamente y tuve que afirmarme con ambas manos a la pared mientras caminaba hacia la puerta de la habitación. Me asomé al pasillo, espiando a través del umbral, y para mi suerte no había nadie allí.

La pared estaba fría y aproveché para apoyar mi mejilla adolorida por un momento, mientras respiraba profundamente para recuperar las fuerzas. Di un paso a la vez, buscando la luz de la puerta de salida al final del pasillo. La venda ajustada que me rodeaba desde la cintura hasta mi hombro derecho, me dificultaba los movimientos, pero al menos me sostenía más erguida.

¿Dónde podría estar la morgue en este lugar? Tenía que verlo una vez más. Saber que todo había acabado.

Escuché pasos y murmullos viniendo hacia mí. Apresuré los pasos como pude y encontré una puerta abierta. Parecía una oficina, aunque la luz estaba apagada. Abrí la puerta despacio y me deslicé dentro de la habitación, dejando la puerta entreabierta y aguzando el oído para asegurarme que se marchaban sin descubrirme.

—Pobre chica, estaba casi muerta cuando la encontraron—, dijo una voz femenina, haciendo un esfuerzo por bajar la voz.

—Yo hubiera deseado estarlo—, contestó otra mujer.

Me cubrí los oídos para no seguir escuchando más. Sobre todo considerando que estaba de acuerdo con la desconocida. Ojalá hubiera muerto en esa habitación de motel. Las voces y los pasos se alejaron deprisa y me asomé al pasillo una vez más. Había un reloj digital titilando en la oficina. Eran las diez de la noche. Por eso había tan poco personal dando vueltas por el edificio.

Mejor para mí.

Caminé lento por un rato más, abriendo puertas a cada paso y escondiéndome en los momentos oportunos.

Solo personal autorizado. No ingresar, decía un cartel en la puerta metálica al final de uno de los corredores.

Había una pequeña ventanita que dejaba ver una luz tenue dentro de la habitación. Respiré hondo antes de asomarme. El corazón comenzó a golpearme las costillas con rudeza cuando vi la camilla cubierta por una sábana blanca. Lo había encontrado.

Abrí la puerta y la empujé con esfuerzo, era pesada, o quizás yo estaba demasiado débil. Mi pecho subía y bajaba rítmicamente aunque no conseguía que el aire ingresara en mis pulmones con normalidad. Me rodeé el torso con los brazos para protegerme del frío.

La habitación estaba helada, pero mi piel erizada no tenía nada que ver con la temperatura, era más bien compatible con el miedo.

No era la primera vez que veía un cuerpo sin vida, aunque por alguna extraña razón, me resultó terriblemente ominosa la total quietud de la sábana. No había ningún sonido proveniente de la camilla. Ninguna respiración, ningún latido de corazón, ninguna sonrisa amistosa, ninguna broma que me reconfortara.

¿Era posible que lo extrañara? ¿Después de todo lo que me había hecho?

La furia aumentó en mí conforme me acercaba a la camilla. Estaba furiosa con Bobby. Por haberme quitado a mi mejor amigo, a mi amuleto contra el mal humor, al padre de mi hija.

El miedo dio paso al coraje, y cuando estuve a un lado de la camilla, tiré con rudeza de la sábana que lo cubría.

Me sorprendió ver lo apacible que se veía. Sus finos labios, antes rosados, estaban levemente abiertos y sus ojos cerrados no se movían como antes lo hacían cuando soñaba. Él ya no soñaría nunca más.

Y lo envidiaba por eso.

La cabeza me daba vueltas y la mano me temblaba cuando la vi acercarse a su cabeza en un movimiento casi involuntario, como si no me perteneciera en lo absoluto.

Acaricié despacio su mejilla y no anticipé la frialdad de su piel bajo mi tacto. Retiré la mano inmediatamente y la furia regresó multiplicada por miles. Me afirmé al borde la camilla para no estamparme contra el suelo cuando sentí que las piernas ya no me sostendrían.

—¿Por qué? ¡¿Por qué lo hiciste?!—, le grité inútilmente. Toda la fuerza de mi mano cerrada en un puño, golpeó su pecho de piedra, una y otra vez.

—Yo te amaba—, le recriminé entre lágrimas de desesperación. —¿Por qué me lastimaste?—, continué golpeándolo.

Me recliné sobre la camilla y apoyé la mejilla en su pecho silencioso, entregándome a la locura. Por mi mente desfilaban una a una cada palabra, cada abrazo, y me odié por quererlo así. Y por odiarlo así.

La humedad que se extendía sobre su pecho ya no era solo la de mis lágrimas. Me incorporé un poco y me asusté cuando vi sangre sobre su piel blanca, buscando desesperada con mis manos para cubrir su herida. Pero no había ninguna herida sangrante sobre su pecho. Seguí el camino oscuro hasta llegar a mi garganta y noté la gasa pegajosa bajo mi tacto.

Tratando de ignorar mis arcadas, me limpié la mano con la bata, dando pasos hacia atrás en busca de apoyo, hasta llegar a la pared. Me deslicé despacio hacia el suelo. Sentada en esa posición, vi por primera vez mis piernas y mis muslos. Estaban cubiertos de parches violáceos, con la forma de sus largos dedos recorriéndome la piel.

¿Cuánto tiempo pasaste en concreto con él? ¿Cinco meses? ¡Yo dejé mi vida por ti! Pensé en llevarme a Cam para darte algo en que pensar. ¿Por qué no puedes quererme? Voy a demostrarte ahora mismo a quien perteneces. Solo una vez más, cariño… solo una vez más…, escuchaba cada una de sus palabras martillando mi cerebro.

Me cubrí los oídos y cerré los ojos como si eso pudiera detener la cascada de recuerdos que me torturaba, pero no había nada que pudiera hacer, todo estaba grabado a fuego dentro de mí.

Sam…

Abre los ojos, princesa…

—¡Sam!—, sus manos estaban sobre mis muñecas, tratando que descubriera mi rostro. —Abre los ojos—, rogaba con la voz quebrada. —Mírame, nena. Soy yo—.

Mis ojos se abrieron al instante para encontrarme con ese azabache profundo, haciendo un esfuerzo sobrehumano por enfocar un poco mejor.

—Nena—, sus manos cálidas seguían en mis mejillas. Mi mano temblaba como una hoja mecida por el viento, tratando de alcanzar su rostro. Pero la detuve al ver la sangre que la cubría.

—Estoy cubierta de sangre—, dije señalando mi bata. Fue lo primero que se me ocurrió.

—Oh, por Dios—, puso sus dedos en mi mentón y levantó mi rostro con cuidado. Veía el esfuerzo que hacía por mantener la compostura mientras examinaba cada centímetro del desastre que Bobby había dejado.

—Por Dios. ¿Qué fue lo que te hizo?—, susurró despacio. Con la misma mano temblorosa, tomé sus dedos y los alejé de mi rostro.

Con mi ahora corta visión periférica, localicé al Dr. Hansen y dos enfermeros más parados junto a la puerta, con los ojos desorbitados por la sorpresa.

Uno de los enfermeros se apresuró a poner su mano en mi codo para ayudarme a levantar, pero moví mi brazo lejos de él por puro instinto.

—Ni se te ocurra ponerle un dedo encima—, Nate le advirtió al enfermero, apoyando una mano no tan amigable en su hombro.

—Lo lamento, Sr. Terrance. Pero tenemos que lidiar con la prensa afuera y también hay otros pacientes aquí, lamento mucho que nos hayamos descuidado. No volverá a ocurrir—, se disculpó el Dr. Hansen con la mirada trastornada.

Nate no le contestó, ni hizo ningún comentario al respecto, aunque con su mirada enajenada era suficiente. Volvió a fijar sus ojos en los míos, con gesto de preocupación.

—Voy a llevarte a tu habitación—, dijo antes de pasar sus brazos alrededor de mi cuerpo. Me levantó con sumo cuidado y mantuve mis labios sellados para no emitir ningún sonido de dolor. No me importaba que el hombro y las costillas me quemaran, me acurruqué lo más que pude contra la calidez de su pecho y apoyé mi cabeza sobre su hombro, viendo al Dr. Hansen caminar a nuestro lado.

—Lo siento, Dr.—, me disculpé. Él solo asintió en mi dirección.

El camino hasta la habitación se me hizo eterno. Mantuve mis ojos cerrados para no toparme con la mirada de los curiosos, tratando de enfocar mis sentidos sobre el hombre que me cargaba. Respiraba sobre su cuello para sentir el aroma de su piel y trataba de contar los latidos enloquecidos de su corazón para distraer mis pensamientos.

Me dejó sobre la cama apenas atravesamos el umbral de la espantosa sala de terapia intensiva. Su mano se detuvo en mi cintura al notar la presión de la venda sobre mi torso.

—Maldito—, lo escuché susurrar por lo bajo.

Desearía haber sido más rápida, o por lo menos haber estado lúcida del todo, pero no lo estaba. Mientras me ayudaba a acomodarme en el centro de la cama, su mano rozó la parte interna de mi muslo derecho y la bata se levantó, dejando al descubierto los parches violáceos que cubrían mi piel en dirección a mi entrepierna. Los ojos de Nate se incendiaron y me miró a los ojos.

No pude evitar el girar mi rostro para esquivar su mirada, tratando de tragarme la vergüenza. Acomodé mi bata, con mi todavía temblorosa mano, para esconder las evidencias.

—Sr. Terrance, venga conmigo. Por favor—, pidió el Dr. Hansen. No lo había escuchado entrar en la sala. —Jane se encargará de todo—, le aseguró mientras apoyaba su mano en el hombro de Nate.

Le envié una mirada de súplica al Dr. Hansen, reteniendo débilmente la mano de Nate para que no me soltara.

—Tengo que insistir, Sr. Terrance, lo que tengo que hablar con usted es delicado y Sam debe descansar, acompáñeme. Por favor—, el médico le hizo un gesto con la mano en dirección a la puerta.

Nate me miró por un momento, sopesando sus opciones. Se inclinó y besó mi frente con ternura mientras yo cerraba los ojos, sabiendo que había tomado la decisión de dejarme para ir con él.

Cuando él volviera, las cosas serían radicalmente diferentes. No me perdonaría jamás.

—Solo me voy por un momento, lo prometo—, dijo acomodando mi cabello.

—Quédate—, supliqué apelando a mis últimas fuerzas.

—Jane se quedará contigo, no tardo nada—, me aseguró dando unos dolorosos pasos en dirección a la puerta.

Rindiéndome, asentí y dejé que se marchara.

No pude evitar los sollozos que me anegaron apenas lo vi cruzar la puerta. Me sentí tan avergonzada y dolorida, pero no físicamente. No me importaban ni mi rostro, ni las costillas rotas, ni mi hombro fisurado, ni siquiera la horrible marca que sabía que tenía en la espalda. Eran otras marcas las que me preocupaban. Las que no desaparecerían ni para mí ni para él.

Casi había olvidado que Jane estaba junto a mí, cuando un leve pinchazo en el brazo me hizo girar para verla colocándome la vía nuevamente.

—Tranquila, Sam. Pronto pasará todo—, dijo acomodando mi brazo.

—¿Por qué todo el mundo me pide que esté tranquila? No lo entiendo—, dije con voz monocorde. Giré mi rostro hacia lado contrario, enfurecida. Lo que menos necesitaba ahora era que alguien intentara consolarme.

—Escúchame, cariño. Sé que te preocupa qué pueda pensar tu compañero de todo esto, pero a decir verdad no tienes nada de qué avergonzarte. Tú no tienes la culpa de nada—, dijo acariciando mi rostro.

—Claro que sí—, dije con dolor en la voz.

—Todos vamos a cuidarte aquí, nadie va a molestarte. Te prometo que no me separaré de tu lado mientras estés aquí—, acarició mi brazo con dulzura y su voz se quebraba con cada palabra. Me giré para verla y tenía algunas lágrimas que intentó ocultar.

—Nadie puede cuidarme—, dije con voz dura y triste. Moví mi brazo para poder quitar su mano y me giré una vez más para darle la espada, ignorando mis dolores mientras me enredaba en las sábanas.

—Descansa, cariño—, se despidió y la escuché irse de la habitación.

Permanecí inmóvil, sabiéndome sola. Nadie me podía cuidar. Solo yo podía hacerlo. Y no dejaría que nadie más me lastimara. Mis ojos se cerraron involuntariamente y me sumí en la muy ansiada inconsciencia, deseando no encontrarlo en mis pesadillas.

—¡No!—, lo escuché gritar, sobresaltándome. —¡No me pida que me calme!—.

Se oían forcejeos provenientes del pasillo y luego, un golpe sordo y seco, me hizo saltar de mi sitio. Se escuchó el sonido de cristales rompiéndose en mil pedazos y regándose en el suelo.

—Voy a tener que llamar a seguridad si no se calma—, creo que ese era Raúl, uno de los camilleros.

—¡Llame a quien se le antoje!—, gritó Nate enfurecido.

Estaba perdida. No me iba a perdonar nunca. No me quedaban más lágrimas en el cuerpo y me cubrí los oídos para no seguir escuchando. Cerré los ojos con fuerza, comenzando a tararear una canción como una niña pequeña que se rehúsa a escuchar un regaño, preparándome para enfrentar lo peor. Podía sentir el ataque de pánico listo para atacarme en cualquier momento.

Me sentía indefensa, sola.

Antes de la aldea, de Mike, de Nate, de Bobby… también estaba sola. Aunque nada podía lastimarme entonces. Y luego, cuando había decidido abrir mi corazón, una de las personas en las que confiaba ciegamente, eligió lastimarme de la peor manera.

Los minutos pasaron muy dolorosamente. Y yo iba vaciándome de sentimientos con cada segundo que avanzaba la manecilla del reloj sobre la pared.

Estaba atenta a cada pequeño sonido en la habitación y comencé a escuchar el inconfundible ritmo de sus pasos, provenientes del pasillo. Podría reconocer ese caminar en cualquier parte del mundo. Mi corazón comenzó a agitarse y mi respiración se entrecortó aún más.

Los pasos cesaron de pronto y supe que estaba junto a la puerta, sin poder entrar.

Esperé casi sin respirar los dolorosos minutos que le llevó entrar finalmente en la habitación.

Jamás esperé ver tal expresión de abatimiento. Sus ojos estaban rojos e hinchados por llorar, su mirada era mucho más oscura de lo habitual, y tenía una enorme venda en la mano derecha.

Y lo peor de todo… sus ojos me rehuían.

Lentamente y con una evidente dificultad, alzó su rostro hacia mí. Su expresión era como si alguien hubiera muerto. Y era cierto. Yo había muerto. Cuando nuestras miradas se encontraron, ninguno de los dos pudo evitar que las lágrimas se derramaran sin control.

Se acercó despacio hacia mi cama, tomó una silla y la acercó a un lado. Tomó mi mano entre las suyas, entrelazando mis dedos con los suyos, y comenzó a llorar sin control. Oía los quejidos salir de su pecho pero yo no podía hacer nada por él, ni por mí. Me miró por un momento, con los ojos humedecidos, como esperando que yo dijera algo.

—…—, nada salió de mi boca. Sentía que la voz me fallaría.

—Lo siento tanto, Sam—, dijo haciendo un esfuerzo por parecer firme mientras tomaba un mechón de mi cabello entre sus dedos. Me concentré en eso para no tener que digerir la lástima con la que me miraba.

—Me cortó el cabello—, atiné a decir en voz casi inaudible antes de romper a llorar una vez más.

—Crecerá, nena… crecerá—, dijo quitando algunas lágrimas de mi mejilla con su pulgar, —todo va a estar bien—.

Asentí, sabiendo que se trataba de una burda mentira. Nada volvería a ser igual.

—Creí que te había perdido—, dijo acariciando despacio mi labio inferior, con su mirada fija en la herida que sabía que había dejado alguno de los golpes de Bobby. Me perdiste, pensé con amargura.

—¿Dónde está Cam?—, pregunté con mi débil voz.

—Ella está bien, en casa con Mike. También están allí María y Johnny—, me explicó. Suspiré con algo de alivio.

—¿Qué le dijiste sobre mí?—, pregunté preocupaba por cuánto podía saber mi bebé de lo que me había pasado.

—No sabía bien qué hacer y Johnny sugirió que le dijéramos que estabas en una conferencia—, contestó.

—Bien—, dije perdiendo mi mirada en las luces del techo de la habitación.

—¿Qué necesitas, nena? ¿Qué puedo hacer?—, dijo Nate preocupado. Vuelve el tiempo atrás, pensé, sabiendo que eso era lo único que podía hacerme regresar.

Sentía mi alma oscurecerse a cada minuto, como sumiéndome en las sombras. Pensé con cuidado lo que necesitaba y sí había algo que Nate podía hacer por mí.

—Estoy cansada—, dije con tranquilidad. Lo vi mirarme confundido.

—Sé lo que intentas hacer—, volvió a entrelazar sus dedos con los míos. —No vas a alejarme ahora—, dijo con firmeza.

—Vete—, esta vez mi voz recobró su firmeza. —Por favor, ¿podrías dejarme sola un momento?—, pedí intentando ser un poco más cortés.

—No—, sus ojos se llenaron de lágrimas, —no puedo dejarte sola, simplemente no puedo—.

—Y yo no puedo estar contigo ahora—, susurré con una sonrisa tímida.

Si yo era obstinada, Nate lo era todavía más. Se reclinó sobre la silla, cruzando sus brazos sobre el pecho y permaneciendo perfectamente inmóvil. Me acomodé sobre mi costado, preparándome para observar cada pequeño cambio en su cuerpo.

Su pecho subía y bajaba con lentitud, con una sincronía única. Lo veía haciendo un gran esfuerzo por mantener sus ojos abiertos, reacomodándose en la silla cada vez que sus párpados se cerraban. Luego de la épica batalla, el sueño lo venció. Su cabeza comenzó a caer hacia un lado y su respiración se transformó en ese leve ronquido que había aprendido a adorar con el paso del tiempo.

Era el momento.

Me levanté lentamente, sosteniendo mi torso para mantenerme de una sola pieza. Cuando mis pies tocaron el suelo, levanté nuevamente la mirada para verificar que seguía profundamente dormido. Tomé firmemente el pie del suero y lo deslicé despacio, alejándome de la sala con paso lento pero seguro.

Rodé los ojos al ver a Jane custodiando mi puerta. No iba a poder escapar esta vez, pero quizás siendo cortés podría conseguir mi propósito.

—Sam, vuelve a la cama—, me pidió apresurándose a alcanzarme.

—Shh—, tomé la mano que me extendía, —vas a despertarlo—.

—¿Qué haces aquí? ¿Necesitas algo?—, preguntó bajando la voz.

—Necesito un teléfono, ¿puedes ayudarme?—, le pedí entornando la mirada. Ella era mi única esperanza.

—Puedo llevarte mi móvil a la habitación, vuelve a la cama. Estás comprometiéndome—, me rogó.

—No puedo hacer esa llamada con él ahí, por favor. Te lo ruego—, haría lo que fuera necesario.

Me observó por un momento, tratando de decidir qué hacer.

—De acuerdo—, dijo por fin, —ven conmigo—.

—Gracias—, susurré mientras tomaba su brazo para no caer.

Caminamos por el pasillo hasta entrar en el vestidor del personal. Jane dejó el pie del suero a un lado y me ayudó a tomar asiento en una banqueta. Se acercó a uno de los casilleros y la vi rebuscar entre sus cosas.

—Aquí tienes—, me extendió su móvil.

—Gracias, Jane—, dije sonriendo.

Marqué lentamente el número, que aunque recordaba a la perfección, casi nunca usaba. Esperé pacientemente a que él contestara.

—¡Ya les dije que no voy a decir ninguna maldita cosa! ¡Hijos de perra!—, tuve que alejar el aparato de mi oído cuando lo escuché gritar.

—Espera—, traté de modular mi voz para que no pareciera tan de ultratumba, —no cuelgues, Dave—.

—¿Sam? ¿Pequeña? ¿Eres tú?—, preguntó mi editor y abogado personal.

—Sí—, contesté a duras penas.

—Pequeña…—, lo escuché suspirar.

—¿Cómo lo supiste?—, pregunté sabiéndolo por la tristeza en su voz.

—La prensa lo sabe, lo siento. No sé cómo sucedió—, cerré los ojos de pura frustración. Lo peor de mi vida se había puesto sobre la escena para que el público disfrutara de un evento morboso más.

—Iba a pasar de todos modos—, me resigné.

—¿Estás bien, pequeña?—, todos se empeñaban en hacer esta estúpida pregunta.

No iba a contestarla.

—Necesito que me hagas un favor, Dave—, le pedí.

—Lo que sea—, me aseguró. Él era incondicional.

—Necesito que hagas los arreglos para enterrar a Bobby. Está en la morgue de Joplin—, dije ante la mirada horrorizada de Jane.

—¿Qué? ¿Estás loca? ¡Déjalo que se pudra!—, gritó Dave al teléfono.

—Dave—, comencé a decir, —no me lo pongas más difícil de lo que ya es, ¿de acuerdo? Necesito que vayas a la casa de Tampa y recojas cualquier documentación que se precise para estas cosas. La combinación de la caja de seguridad es Princesa. Creo que ahí encontrarás todo lo que necesitas—, dije tratando de sonar convencida.

—De acuerdo… lo haré. Pero quiero que sepas que no me agrada una pizca esto—, dijo consternado. Hasta podía adivinar la forma en que estaba arrugando su frente.

—Gracias, Dave—, ya estaba comenzando a sentir el cansancio nuevamente, —debo irme. Te llamo luego, ¿de acuerdo?—.

—Está bien, pequeña. Tú no te preocupes por nada… solo cuídate—, quise sonreír ante su pedido.

Luego de despedirnos, le alcancé el teléfono a Jane y volvimos despacio hasta la sala. Mi corazón se contrajo al ver la posición incómoda en la dormía Nate.

—Es guapo—, sonrió Jane a mi lado, mientras me ayudaba a trepar nuevamente a la cama.

—Es perfecto—, le devolví la sonrisa.

—Te ama muchísimo—, me cubrió con la sábana.

—Yo lo amo… demasiado—, dije observando la forma apacible en que dormía.

Los días pasaron lentamente, e igual de lento, las heridas de mi cuerpo comenzaron a sanar. Nate hizo tal como lo prometió, y muy a mi pesar, se quedó a mi lado todo el tiempo. Sus inútiles intentos por hacerme hablar, solo conseguían que me encerrara más en mí misma. Nadie parecía entender que yo simplemente quería olvidarlo todo, fingir que nada había sucedido.

A los pocos días de mi internación, Lila y Roman llegaron para ayudar. Sobre todo Lila. Jane me caía bastante bien pero agradecí que mi amiga estuviera aquí para ayudarme con el baño, estaba más cómoda con ella. Y Roman también era una buena compañía para Nate en estos momentos.

Hablaba con Cam y con Mike casi a diario. Mike lloraba al teléfono cada vez que escuchaba mi voz y eso estaba exasperándome cada vez más.

Todavía tenía el vendaje cruzado por mi pecho y mi hombro para soldar las fisuras. Los moretones ya habían desaparecido por completo y la "B" en mi espalda estaba totalmente curada y más visible que nunca. Con el rabillo del ojo, vi a Lila llorar la primera vez que la vio. Le pedí que no le comentara nada a nadie sobre eso.

—Bien, Sam. Esto depende solo de ti. No voy a autorizar tu alta si no admites hablar con alguien sobre esto. Tus citas con un psiquiatra son una indicación terapéutica, no una sugerencia—, dijo el Dr. Hansen la mañana en que le grité que me diera el alta.

—Me voy, con tu autorización o sin ella—, dije empujando mi ropa dentro del bolso que había traído Lila de la aldea. —Te firmaré lo que sea, solo déjame ir de una maldita vez. No soporto más este hospital—, dije con frustración. Necesitaba a mi hija.

—Pues, tu marido no opina lo mismo—, retrucó el Dr. Hansen.

—No es mi marido—, fue lo único que pude contestar.

—Sam…—, el doctor se sentó sobre la cama.

—Qué…—, crucé los brazos sobre mi pecho ignorando el dolor en mi hombro.

—La única forma de sobrellevar lo que te pasó, es hablando con alguien sobre eso, y lo sabes. No te rindas, no dejes que esto te venza—, me explicó.

Me senté en la silla frente a él.

—Puedo escribir, esa es mi terapia—, le dije con tranquilidad, fingiendo que no estaba muerta por dentro.

—¡Dios! ¡Eres terca!—, dijo presionando el puente de su nariz y cerrando los ojos con frustración. —Vamos a hacer esto—, en ese momento supe que había ganado. —Voy a dejarte ir a tu casa, pero si en el plazo de una semana no me mandas una certificación de que has empezado un tratamiento psicológico con alguien de tu confianza, me voy a encargar que Nathan te haga volver, y sabes que lo hará—, me amenazó.

Sabía que tenía razón, Nate se había convertido en algo así como un padre en los últimos días.

—Genial, eres el mejor—, dije con una sonrisa de triunfo.

—Eres dura, mujer—, dijo meneando la cabeza un poco. Si supieras todo lo que ocurre en mi interior, sabrías que eso está muy lejos de la verdad, pensé. 259  

—Gracias, Dr. Hansen—, extendí mi mano para despedirme. Él se puso de pie y me estrechó muy fuerte entre sus brazos.

—Adiós, Sam. Vuelve a vernos, ¿de acuerdo?—, dijo besando mi mejilla.

Vi a Jane en el umbral de la puerta, enjugándose algunas lágrimas. Como lo prometió, ella no se separó de mí ni un minuto. Me acerqué hacia ella y la abracé con ternura.

—Gracias, Jane—, susurré en su oído.

—Ha sido un placer, mi niña—, dijo poniendo ambas manos alrededor de mi rostro y alzándose de puntitas para besar mi frente.

Nate entró a la habitación y tomó mi bolso en silencio. Intentaron que no me diera cuenta, pero vi las miradas cómplices que intercambiaron con el Dr. Hansen. Salí de la habitación mientras escuchaba cómo se despedía y le agradecía al doctor y a Jane.

—¿Lista para ir a casa?—, preguntó una muy embarazada Lila, con una sonrisa en los labios y pasando su brazo por encima de mis hombros. No, estoy cagada de miedo, pensé.

—Claro—, respondí con una mueca parecida a una sonrisa en los labios. —No les molesta si me adelanto, ¿cierto? Me vendría bien tomar un poco de aire—, últimamente parecía que tenía que pedir permiso hasta para ir al baño.

—Supongo que sí—, dijo extrañada. Asentí levemente y comencé a caminar hacia la salida, extasiada por la luz del sol que se colaba por las puertas de vidrio.

Solo miraba hacia afuera, evitando la mirada inquisidora de todo el personal, sobre todo considerando que la mayoría sentía lástima por mí. Odiaba eso. Las puertas se abrieron automáticamente y tuve que cubrirme los ojos con el antebrazo cuando el asfalto reflejó la luz del sol.

Hacía exactamente trece días que no veía el exterior. Tomé las gafas oscuras que colgaban del cuello de mi camiseta y me las puse con torpeza.

Miré alrededor y observé que el estacionamiento del hospital estaba prácticamente desierto. Había un Mercedes negro con la compuerta del baúl abierta y supuse que ese era el vehículo que nos llevaría hacia el aeropuerto. Aspiré profundamente el aire del exterior y percibí un aroma que extrañaba demasiado. Me giré buscando a mi alrededor.

Mi camillero favorito estaba reclinado sobre la pared, fumando un cigarrillo. Me acerque a él como si fuera el polen y yo la abeja.

—¿Te vas, Sam?—, preguntó con una sonrisa mientras se incorporaba un poco.

—Parece que soy libre, Raúl—, respondí.

—Genial—, señaló.

—¿Me darías uno de esos?—, dije señalando su cigarrillo con mi dedo.

—Claro—, se quitó la etiqueta del bolsillo de su chaqueta y me ofreció un cigarrillo con una sonrisa. Lo tomé y luego me ofreció fuego. Aspiré una bocanada de mi toxina favorita y sonreí como una tonta.

—Gracias—, dije con una sonrisa.

—No le digas al Dr. Hansen que fui yo, creo que me despediría—, bromeó.

—Tranquilo Raúl, tu secreto está a salvo conmigo—, dije.

—Diablos, nena—, dijo Nate a mis espaldas al ver el cigarrillo en mi mano. Me giré y vi a Roman meneando su cabeza en señal de desaprobación. Levanté mis cejas hacia Raúl y él se encogió de hombros.

—Llegaron los niñeros, Raúl—, le sonreí caminando hacia el auto. Levanté mi mano y chocamos un puño, como lo habíamos hecho cada mañana desde hace unos diez días.

Me detuve a un costado del auto mientras terminaba mi cigarrillo. Nate acomodaba mi bolso en la baulera y Roman me observaba como si adivinara cuán difícil se me hacía volver a casa. A mi casa.

Por extraño que parezca, me perdí imaginando cómo arrancaría las vendas de mi torso, me pondría detrás del volante de ese fabuloso Mercedes, y pisaría a fondo el acelerador sin detenerme hasta que hubiera dejado a todos atrás. Alejarme y olvidarme que todo esto había sucedido. Al parecer, estos últimos cinco años me habían servido de muy poco. Demasiado rápido deseé volver a ser la chiquilla irresponsable que se marchaba de todos lados sin despedirse.

Pero no podía hacer nada de eso. Cam me esperaba en casa. Y Mike me esperaba en casa. Y Nate se moría por regresar a la aldea. Ya no podía ocultar cuánto odiaba estar en un lugar desconocido. Era como ver a un pez fuera del agua.

—Yo conduciré—, dijo Rom mientras Lila daba saltitos de alegría por subirse en el asiento delantero. Nate ni siquiera protestó, se quitó las llaves del bolsillo y se las arrojó a Roman antes de abrir la puerta del asiento trasero para mí, sin decir una palabra. Las cosas estaban bastante tensas entre nosotros. Nada había vuelto a ser igual luego de esa primera charla en el hospital.

Tiré lo que quedaba de mi cigarrillo y lo aplasté contra el asfalto. Me subí al auto y Nate dio la vuelta para subir del otro lado. Me puse las gafas cuando Roman puso el auto en marcha y recliné mi cabeza sobre el cristal, cerrando los ojos con fuerza para evitar ver el paisaje que tanto me había aterrado días atrás.

Sentí una mano cálida alrededor de la mía y supe que pese a todo lo que nos ocurría, nos era imposible estar separados.

No sé en qué momento me quedé profundamente dormida, pero cuando abrí los ojos, ya estaba oscureciendo afuera y mi cabeza estaba sobre el regazo de Nate.

—Arriba dormilona, que tenemos un vuelo que tomar—, dijo Rom mirando sobre su hombro en mi dirección.

—Déjala dormir—, lo reprendió Nate.

—¿Dónde estamos?—, pregunté incorporándome a regañadientes de mi niñero personal. Curioseé por la ventana y pude ver las luces de la ciudad desfilar frente a mis ojos.

—Estamos cerca, nena—, respondió Nate con una sonrisa en los labios. —Pronto estaremos en casa—, su mano recorrió mi mejilla. No pude hacer otra cosa que asentir levemente.

Era un aeropuerto bastante pequeño pero la verdad es que hacía mucho tiempo que no me encontraba en un lugar que estuviera tan concurrido. Rom cargó los bolsos de él y de Lila, y Nate puso los nuestros sobre su hombro antes de guiarme entre la gente con una mano sobre mi espalda.

Casi me reí al ver su expresión de espanto al atravesar el aeropuerto, atestado de desconocidos, cuando nos acercábamos para hacer el check in para el vuelo. Casi me reí… Al segundo siguiente, mi expresión era de tanto o más horror que la de Nate.

Había un grupo de personas cargando cámaras y micrófonos acercándose a nosotros, como si fueran halcones a punto de levantar a un roedor del suelo. Me quedé congelada en mi lugar, mirando a los lados para descubrir quién era la persona a la que se acercaban con tanta insistencia. No tuve que mirar demasiado.

—¡Ahí está!—, gritó una mujer rubia con un micrófono en la mano. En el mismo instante, los flashes de las cámaras comenzaron a cegarme.

—¡Demonios!—, gritó Rom poniéndose delante de Nate y de mí. Lo único que pude hacer fue echarme las gafas oscuras y enterrar mi rostro en el pecho de Nate, que me encerró en un abrazo posesivo cubriéndome de las cámaras con una mano sobre mi mejilla. Estaba tan mudo como yo en ese momento.

¿Cómo se siente, Srta. Shaw? ¿Volverá a Tampa? ¿Cuándo comienza el juicio? ¿Es cierto que Ud. se fue con el Dr. Bateson por propia voluntad? ¿Qué opina de las agrupaciones religiosas que se han pronunciado en contra del aborto en caso de violación?—, escuché las preguntas disparándose una a otra a mi alrededor pero no podía enfocarme en ninguna, y se iban volviendo más y más crueles e invasivas. Me sentía aturdida y desorientada, aún con Nate rodeándome para protegerme.

Con la mirada periférica, vi a un hombre regordete, de traje oscuro, que se acercaba empujando a todos a su paso en nuestra dirección.

—Ya estoy aquí, pequeña—, dijo tomándome del brazo y sacándome a rastras lejos de la multitud. Dave iba despotricando y maldiciendo a los periodistas y no se percató de la presencia de Nate y de los chicos que me acompañaban.

—¿Quién demonios es Ud.?—, exigió saber Nate mientras tiraba de mi brazo hacia el lado contrario al que me llevaba mi editor, abogado y, ahora al parecer, guardaespaldas.

—No hay tiempo, niño bonito. Síganme—, dijo Dave guiándonos hacia un pasillo contiguo. Había guardias de seguridad en la puerta vidriada al final del pasillo y Dave les hizo un asentimiento cuando estuvimos lo suficientemente cerca. Las puertas se abrieron para nosotros y los guardias hicieron un cordón detrás para impedir que los periodistas ingresaran.

Cuando estuve segura que el peligro había pasado, me solté bruscamente del abrazo de Nate y busqué el apoyo de la pared del pasillo antes de dejarme caer para poner mi cabeza entre mis rodillas. Sentía como el aire se escapaba de mis pulmones y me era imposible recuperarlo.

—Nena… nena… mírame—, sentía la voz de Nate como si viniera de miles de kilómetros a la distancia.

—Muévete, niño—, dijo Dave con resolución, empujando a Nate a un lado. Me tomó de los brazos y evité hacer el gesto de dolor que reclamaba la presión sobre mi hombro lastimado. Dave me apoyó sobre la pared y tomó mi rostro con una mano, enfocándose en mis ojos. —Samantha, estás bien. Esos bastardos quedaron del otro lado, no voy a dejar que se acerquen ni a unos diez kilómetros a la redonda, y sabes que puedo ponerme muy cabreado si eso pasa, ¿entiendes lo que digo?—, me explicó con su habitual poder de convencimiento. Asentí con la cabeza y él me soltó cuando estuvo seguro que podría sostenerme por mis propios pies.

—Bien, ¿alguien quiere explicarme?—, dijo Nate entornando los ojos con disgusto.

—Entonces, este es tu chiquillo—, Dave comentó observándolo de pies a cabeza.

—Nate, el es David Lorenz, mi editor y mi abogado… Dave, el es Nathan Terrance—, dije presentándolos. —Ellos son Roman y Lila, unos amigos—, señale a los chicos. Todos se estrecharon las manos.

—¡Ay, muchacho! ¿Cómo se te ocurrió sacar boletos en un vuelo comercial?—, reclamó Dave.

—No lo atosigues, Dave. No tuve en cuenta a la prensa, fue mi culpa—, no tenía ganas de discutir con él. Además era consciente que Nate no sabía de mi popularidad fuera de la aldea.

—Lo lamento, nena. No tenía idea—, dijo Nate algo nervioso.

—No pasa nada, no lo sabías. Dinos cuál es el plan, Dave—, quería terminar con esto lo más rápido posible. Nunca ansié tanto la tranquilidad de la desierta playa de la aldea como hoy.

—Bien, tu jet está listo. Sé bien que no te gusta usarlo pero supongo que prefieres hacerlo ahora. Descenderá en un área privada del aeropuerto. Está todo listo para cuando quieras abordar—, me explicó. Vi los ojos de los muchachos abrirse como platos.

—¿Tienes un jet?—, preguntó Rom con una tonta sonrisa en los labios.

—Algo así, era de mi marido—, le expliqué. Por supuesto que yo odiaba usarlo, prefería el vuelo comercial, menos ostentoso.

Nate me miraba entre sorprendido y molesto. Creo que empezaba a darse cuenta que había muchas cosas que no sabía de mí.

—Bien, pueden ir a acomodarse mientras hablo con Dave un momento—, pretendía que fuera una pregunta, pero estaba tan desorientada, que sonó más a una orden. Los tres asintieron y se marcharon, susurrando despacio.

Dave me tomó del brazo y me condujo a un espacio alejado, donde había un par de sillas. Tomé asiento y él se sentó a mi lado.

—Te ves fatal—, comentó con una mueca.

—Gracias, Dave. Muy considerado—, sonreí. —¿Hiciste lo que te pedí?—, le pregunté forzando a que mi voz sonara despreocupada.

—Lo enterraron hace una semana, en el Cementerio de Oakland, junto a sus padres. Pensé que tendría más problemas con la documentación pero el maldito dispuso que yo tomara las decisiones pertinentes, ¿puedes creerlo? El muy hijo de perra tenía todo planeado—, dijo tomando mis manos. —Sam, dejó un testamento—.

—¿Un testamento?—, pregunté confundida.

—Tenía todo muy bien planeado, linda. Era un manuscrito en la caja fuerte de tu casa. Todos sus bienes están a nombre de Camile Terrance—, contestó. Tomé un profundo respiro para contener las lágrimas que amenazaban con asaltarme.

—No quiero nada de él—, dije apretando mis puños con fiereza.

—No tienes nada de él, todo es de Cam—, volvió a decir.

—¿Qué pasó con Vivian?—, dije recordando a la prometida de Bobby. —¿Cómo se lo tomó?—.

—Intenté contactarme con ella pero se fue a Nuevo México con sus padres. Se rehúsa a contestar llamadas. Le avisé del servicio para Bobby con un mensaje, nadie se presentó—, dijo con pesar.

—Organiza todo para pasar los bienes puestos a nombre de Cam para Vivian, por favor—, le pedí. Aunque las cosas no eran para mí, no podía aceptar que Vivian se quedara sin nada.

—¿Estás segura? Digo, realmente es una cantidad cuantiosa entre dinero y propiedades—, dijo juntando las cejas con preocupación.

—Haz lo que te pido, Dave. Y cuando esté todo listo, llévale los papeles a Vivian para que los firme—, me levanté de la silla y me estiré un poco. Dave se puso de pie y me abrazó, cosa que jamás había hecho.

—Eres la persona más noble y valiente que conocí en mi vida, muchacha. Si tuviera una hija, definitivamente me gustaría que fueras tú—, dijo apoyando su mentón en mi hombro. Me separé un poco de él y lo miré a los ojos, había un brillo lacrimoso en ellos.

—Gracias por todo, Dave—, besé su mejilla despacio. —Nos vemos pronto—, me despedí. Me giré sobre mis talones y comencé a dirigirme hacia la zona de embarque. —¡Ah! Definitivamente voy a aumentar tus honorarios—, grité agitando mi mano. Dave solo sonrió y me dirigió una reverencia elaborada.

Nate y Roman se estaban encargando del papeleo en cuanto me acerqué a la zona de embarque. Al verlos, decidí torcer un poco mi camino antes de toparme con ellos y fui hacia una máquina expendedora de cigarrillos. Metí unos billetes para sacar mis importados favoritos. No pensaba aguantar para tomar unas bocanadas de nicotina las cinco horas de vuelo que me esperaban, así que comencé a mirar alrededor buscando el baño de damas.

Caminé lentamente hacia allí y entré al inmaculado cuarto de baño, evitando ver mi reflejo en el espejo por miedo a lo que pudiera encontrar en él. Abrí la pequeña puerta vaivén de uno de los baños y bajé la tapa del inodoro para sentarme allí. Cerré los ojos ante la paz que me inundó en ese momento. Mi eterna compañera, la soledad, era la única que me brindaba verdadera seguridad. Allí podía estar triste, insegura, temerosa, sin tener darle explicaciones a nadie. Abrí la etiqueta de cigarrillos con impaciencia y encendí uno antes de reclinarme sobre el frío mármol a mis espaldas.

—Esta es una zona libre de humo, ¿lo sabías, verdad?—, estaba tan sumida en mi propio dolor que ni siquiera la había escuchado entrar. Reconocería esa dulce voz en cualquier lugar. —Ya puedes salir, amiga. Prometo no delatarte con las autoridades—, prometió Lila divertida.

Pude ver sus pies paseándose al frente de mi puerta cerrada.

—Lo siento, cariño. No pude resistirme—, me excusé pobremente.

Al salir, vi a Lila recargada sobre el lavamanos con su enorme vientre casi saliéndose de su camisa y una sonrisa en el rostro. Pero detrás de aquella fachada de camaradería, era demasiado mala para mentir como para no dejarme ver que en realidad estaba evaluando mi postura.

—Estoy bien, Lil—, dije antes que pudiera preguntarme.

—Pareces lejos de estar bien—, dijo con amargura.

Me apresuré al lavamanos y dejé correr el agua para lavarme la cara.

—Por si no lo has notado, acabo de enfrentarme a una turba de enardecidos periodistas. Puede que eso me haya alterado un poco, ¿no crees?—, hice una mueca de frustración.

—Sabes que no es eso a lo que me refiero—, se cruzó de brazos como si estuviera a punto de echarme un sermón. De seguro sería una madre estupenda.

—Pues querías saber si estaba bien y te estoy contestando, así que no presiones—, le respondí sonando como una adolescente caprichosa.

—¿Qué pasa contigo?—, preguntó directamente, demasiado directamente para mi gusto.

—No es tu problema Lila, es el mío—, contesté con frialdad.

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