Erika

Erika


UNO

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UNO

 

Irlanda, año 1112

 

Hrolf era el jefe de los vikingos cuyos barcos estaban llegando a la playa para ayudar a Alexis Hasink, el gran rey irlandés. Acudía de esta manera, a la petición de ayuda que le había hecho su amigo el rey, dos semanas atrás.

El mar estaba embravecido, pero así era como más le gustaba. El cielo se oscureció y destelló un rayo, una sobrecogedora línea plateada, como si uno de sus dioses vikingos lo hubiera lanzado para iluminar a sus protegidos. Recordó que, según la leyenda, Odín arrojaba sus rayos, cuando cabalgaba por los cielos con su caballo negro Sefir y su carro, y de esa manera desataba las tormentas.

Estaba de pie erguido e imponente, parecía un gigante contra el viento, con una bota firmemente apoyada en la proa de su drakkar. El viento le alborotaba el cabello dorado, sus rasgos duramente cincelados, no eran bellos. Su mayor atracción eran los ojos, de un ardiente azul cobalto, que transmitían una feroz determinación.  Su boca, ancha y sensual, poco dada a sonreír, formaba una línea recta mientras contemplaba la costa. Llevaba bien recortados la barba y el bigote, y tenía la piel bronceada. Su ropa era como la de sus hombres, no necesitaba usar ropa fina para ostentar una nobleza que no poseía. Solo con su estatura y la fiereza que emanaba de él, hacía temblar a sus enemigos. Su figura, sobrecogedora e impresionante para hombres y mujeres por igual, estaba dotada de un extraordinario poder en los músculos de los hombros y el pecho. Sus piernas, firmes sobre el barco balanceado por la tempestad, eran fuertes como el acero tras años de surcar los mares, cabalgar, correr, luchar y cometer las tropelías propias de un vikingo.

Él siempre luchaba por un sueldo, su pequeño ejército de mercenarios, contratado por reyes y caudillos, ayudaba a conquistar tierras o reinos. Luego, cobraba y se marchaba. Esta era el último trabajo. Se había retirado meses atrás, a su granja en Vinland, pero Alexis, el rey, le había mandado una carta pidiéndole ayuda y, debido a los favores recibidos por él años atrás, no tuvo más remedio que acudir. Así que aquí estaba, decidido a ayudar a su amigo, y, luego, a volver a su tierra y buscar una mujer o mujeres, que le dieran hijos y le ayudaran a encontrar la paz.

Cuando el drakkar estaba llegando a la playa, saltó al agua sin previo aviso, seguido por los gritos emocionados de sus hombres, que comenzaron a seguirle. Echó un vistazo a su izquierda, para ver si el drakkar de Beothuk, su hermano, que siempre luchaba con él, había llegado. Estaba algo más lejos que el suyo, por lo que comenzó a avanzar hacia tierra, forzando al agua a abrirse a su paso, y cruzando mandobles de espada contra sus adversarios, que habían entrado en el agua a recibirle.

Jamás luchaba como una fiera rabiosa, sabía que era el mayor peligro del berserker, perder la razón. Había visto morir a demasiados que eran como él, porque cedían a la transformación. Por eso, jamás permitía que la furia dominara su brazo armado, que lo impulsara a actuar con demasiada temeridad. Combatió frío e implacable, matando un hombre tras otro. Los defensores combatían valientemente, y en medio de la matanza, pensó, fugazmente, que aquello era una lamentable pérdida de vidas y fuerzas.

 

Había pocos guerreros profesionales allí, seguramente serían agricultores y artesanos reclutados por una mísera paga para que lucharan en contra del rey. La mayoría luchaban con picas, azadas y cualquier cosa que habían podido encontrar.

Morían rápidamente, y su sangre alimentaba la tierra. Cada vez los vikingos avanzaban más, mientras los rebeldes caían muertos, sin poder frenar su avance.

Los gritos no cesaban, a lomos de un caballo castaño arrebatado a un hombre caído, Eric levantó su espada, y lanzó un escalofriante grito de guerra. Un rayo rasgó el cielo y comenzó a llover.

Aunque los hombres resbalaban en el lodo, la batalla no cesó. Hrolf espoleó el caballo y se dirigió hacia las puertas de la ciudadela cercana a la playa, y que debía conquistar. Sabía que lo seguían sus hombres, que habían bajado de los seis drakkar que ya estaban varados en la arena. A las puertas de la muralla que rodeaba la ciudadela, escuchaba la preparación en las almenas para acabar con ellos, impasible, ordenó que fueran al barco a buscar un ariete. A pesar de las flechas que volaban a su alrededor y el aceite caliente que les arrojaban, no tardaron en romper los portones, entonces, los vikingos entraron en tropel en la ciudad. Estaba preparándose para galopar hasta el castillo que despuntaba sobre una pequeña colina, cuando un grito le puso los pelos de punta:

—¡Hrolf!, ¡vuelve!, ¡es Beothuk! —Bjarni, su segundo al mando, tenía órdenes suyas de esperar siempre a que desembarcara Beothuk, y, después, de que le cubriera las espaldas hasta que llegaran junto a él. Él, como jefe, no podía estar pendiente de su hermano en la batalla. Dio la vuelta al caballo con el corazón latiéndole en la boca, y galopó como loco para volver a la playa. Bjarni le señaló un grupo de hombres cercando a su hermano.

—¿Por qué no le estás ayudando? —rugió, Bjarni le miró con cara triste, Hrolf se sorprendió al ver sus ojos húmedos.

—El berserker le ha poseído, fíjate, los que le rodean son nuestros hombres, ha matado a varios ya —Bjarni se limpió una lágrima traidora, que le corría por la mejilla. Hrolf no lo creía, no podía ser, él era mayor que Beothuk, no podía ocurrirle a él antes. Bajó del caballo y corrió hacia su hermano pequeño. Los hombres tenían instrucciones de, que, si la posesión ocurría, tenían que matar al poseído con la mayor rapidez y limpieza posible. Pero había dado esas órdenes pensando en él mismo, nunca en su hermano.

 Corrió como un loco, pero mientras lo hacía, una flecha traicionera se había alojado en el pecho de Beothuk. Gritó lanzándose contra ellos, que abrieron filas para dejarle pasar, todos conocían el profundo cariño que sentían los hermanos entre sí. Se retiraron asustados, no sabrían qué hacer si también le ocurriera a Hrolf, siendo su líder en la batalla.

Se arrodilló ante él, su hermano le miraba, respirando ya superficialmente, la herida del pecho sangrando sin control.

—Hermano —susurró con esfuerzo —al menos estoy lúcido para despedirme de ti —apretó su mano—, hacía tiempo que sentía la oscuridad avanzar en mi interior. Te esperaré en el Valhalla —cerró los ojos, volvió a abrirlos con esfuerzo para decirle—, júrame… —suplicó.

—Lo que quieras —apretaba su mano con fuerza, como si con ello pudiera evitar que se fuera.

—Que harás lo que sea para no terminar así, busca a aquél jarl de Groenlandia del que oímos hablar, ve y pregúntale.

—Lo haré —aseguró.

—Júralo, si no lo cumples, que nuestros espíritus no se vuelvan a encontrar —su vida se agotaba.

—Te lo juro hermano —Beothuk, el sonriente, como era llamado entre todos los que le conocían, mostró su sonrisa por última vez y murió. Hrolf lanzó un alarido que recordó a todos los que lo escucharon, el de un lobo solitario al que le hubieran arrancado lo más querido.

Después de eso, no recordaba mucho más, solo que Bjarni se encargó de que llevaran el cadáver de su hermano al barco, y que él volvió a montar y a empuñar su espada. Aunque se sentía como si no estuviera dentro de su cuerpo, como si él también hubiera muerto.

 

Horas después de la victoria, llegaba el rey al campamento. Hrolf estaba sentado en la playa, bebiendo hidromiel, mientras intentaba olvidarse de todo, incluyendo el olor a sangre y muerte que había en el aire. Miraba el mar que le separaba de su tierra, donde al amanecer, arrojarían una balsa de troncos que sus hombres estaban fabricando, y que llevaría el cadáver de su hermano en su último viaje. Cuando la echaran al mar, la quemarían, para asegurar un viaje rápido al paraíso vikingo. Su hermano, el mejor hombre de los dos, había muerto. Tendría que aceptarlo, y encontrar un modo de seguir viviendo. 

—¡Al fin te encuentro! —miró al rey, pero no le apeteció levantarse, debía estar muy borracho porque le pareció bien quedarse sentado en la arena, con el pellejo de hidromiel en la mano.

—Hola Alexis —el monarca, le miró con tristeza, y, sorprendentemente, se sentó junto a él. Era un hombre rechoncho, bajito y de cuarenta años. A pesar de ser tan distintos, o precisamente por ello, se habían hecho amigos. Se acomodó junto a él y le pidió el pellejo con un gesto de la mano. Bebió un trago antes de continuar.

—Lo siento mucho Hrolf, era un buen hombre.

—Sí, lo era —su corazón sangraba, sentía un dolor extraño en él, como no lo había sentido nunca.

—Si necesitas algo… —él negó con la cabeza, ahora su decisión de volver a sus tierras para emprender su nueva vida, no parecía tener sentido. No sabía dónde ir, ni qué hacer. Quizás debieran quemarle también en la balsa con él.

—Me ha dicho Bjarni que te hizo una petición antes de morir.

—Sí, estaba preocupado por mí, incluso mientras se moría —le miró, al rey le pareció ver una humedad sospechosa en los ojos, quizás fuera una sombra —escuchamos hace unos meses hablar de un berserker que había conseguido doblegar a la bestia, me hizo jurar que le buscaría. Nos dijeron que se había casado, que tenía hijos y que se había vuelto pacífico —inesperadamente, el rey se echó a reír al escucharle.

—No creo que le guste que le llamen pacífico —Hrolf frunció el ceño.

—¿Le conoces? —pensaba que era una leyenda, nunca había creído lo que les contaron ese día, pero no le dijo nada a su hermano para que no se desilusionara.

—Sí, y a su familia. Todo lo que te han contado, y más, es verdad. Estás hablando de Erik de Groenlandia.

Hrolf dejó caer el pellejo en la arena asombrado, mientras escuchaba con atención la historia de Erik.

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