Eric

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—Pronto saldrá el sol —continuó el loro.

A Rincewind el comentario le sonó innecesariamente jovial.

—Voy a presentar una queja por esto, demonio —lloriqueó Eric—. Espera a que se entere mi madre. Mis padres son gente influyente, ¿sabes?

—Ah, bien —dijo Rincewind débilmente—. ¿Por qué no le dices al sumo sacerdote que si te arranca el corazón tu madre irá a quejarse mañana a la escuela?

Los sacerdotes tezumanos hicieron una reverencia hacia el sol y todas las miradas de la multitud que había más abajo se volvieron hacia la selva.

Donde estaba pasando algo. Se oyó un crujido de vegetación. De pronto surgió de entre los árboles una estampida de pájaros tropicales.

Por supuesto, Rincewind no podía ver nada de todo aquello.

—Nunca tendrías que haber deseado ser el soberano del mundo —dijo—. O sea, ¿qué te esperabas? No puedes esperar que la gente se alegre de verte. Nadie se alegra cuando viene el casero.

—¡Pero es que me van a matar!

—No es más que su forma de decir metafóricamente que están hartos de esperar que le des otra mano de pintura al edificio y revises las tuberías.

Un rugido colectivo se elevó de la selva. De entre la maleza salían animales en estampida como si escaparan de un incendio. Unos cuantos golpes sordos y pesados indicaron que estaban cayendo árboles.

Por fin un jaguar frenético salió corriendo de la maleza y echó a trotar por la carretera elevada. Lo seguía a un metro escaso el Equipaje.

Estaba cubierto de enredaderas, hojas y plumas de distintas especies raras de aves gallináceas, algunas de las cuales acababan de volverse todavía más raras. El jaguar podría haberlo eludido moviéndose en zigzag hacia un lado u otro, pero se lo impedía la idiotez pura que nacía del terror. Cometió el error de girar la cabeza para ver qué tenía detrás.

Y fue el último error que cometió.

—¿Sabes esa caja que va contigo? —dijo el loro.

—¿Qué pasa con ella? —dijo Rincewind.

—Pues que viene hacia aquí.

Los sacerdotes echaron un vistazo a la figura que corría muy por debajo de ellos. El Equipaje tenía una forma muy directa de tratar las cosas que se interponían entre él y el destino que se había marcado: actuaba como si no estuvieran ahí.

Fue en aquel momento, y contra todos sus instintos, cuando Quesoricóttatl, lleno de temor y, lo peor de todo, sin tener la menor idea de qué estaba pasando, decidió materializarse en lo alto de la pirámide.

Varios sacerdotes lo vieron. Y se les cayeron los cuchillos de los dedos.

—Esto… —chilló el demonio.

Se giraron más sacerdotes.

—Vale. Ahora quiero que todos me prestéis atención —chilló Quesoricóttatl, usando sus manitas diminutas como bocina en torno a su boca principal en un esfuerzo para que lo oyeran.

Aquello le resultaba muy embarazoso. Le había gustado ser el dios de los tezumanos, le había impresionado mucho la devoción obstinada con que aquella gente cumplía su deber, y le había complacido mucho el increíble realismo de la estatua que había en la pirámide. Y la verdad era que le dolía tener que revelar que, en cierto aspecto muy importante, la estatua estaba equivocada.

Quesoricóttatl medía quince centímetros de altura.

—Escuchadme —empezó a decir—. Esto es muy importante…

Por desgracia, nadie llegó nunca a descubrir por qué. En aquel preciso instante el Equipaje coronó la cima de la pirámide, con las piernas zumbando como hélices, y aterrizó directamente encima de las losas.

Se oyó un chillidito breve y deshinchado.

El mundo era curioso decía Da Quirm. No había más remedio que reírse. Si no, te volvías loco, ¿no era verdad? Estabas atado a una losa a punto de ser sometido a una tortura exquisita y un momento más tarde te estaban dando el desayuno, ropa limpia, una bañera de agua caliente y transporte gratuito hasta fuera del reino. Aquello te hacía creer que existía un dios. Por supuesto, los tezumanos sabían que existía un dios, y que en esos momentos era una mancha grasienta pequeña y asquerosa en lo alto de la pirámide. Lo cual les planteaba un pequeño problema.

El Equipaje estaba en cuclillas en la plaza mayor de la ciudad. Toda la casta sacerdotal estaba sentada a su alrededor y lo vigilaba con cautela, por si acaso hacía algo divertido o religioso.

—¿Vas a dejarlo atrás? —dijo Eric.

—No es tan sencillo —dijo Rincewind—. Por lo general me suele pillar más tarde. Vayámonos deprisa.

—Pero recogemos el tributo, ¿no?

—Creo que esa podría ser una idea espectacularmente mala —dijo Rincewind—. Vayámonos sin llamar la atención mientras están de buen humor. Pronto se cansarán de la novedad, me temo.

—Y yo tengo que continuar buscando la Fuente de la Eterna Juventud —dijo Da Quirm.

—Ah, sí —dijo Rincewind.

—Le he dedicado toda la vida, ¿sabes? —dijo el anciano con orgullo.

Rincewind lo miró de arriba abajo.

—¿De verdad? —dijo.

—Oh, sí. En exclusiva. Desde que era un chaval.

La expresión de Rincewind transmitía un asombro genuino.

—En ese caso —empezó a decir, tal como uno habla con un niño—. ¿No habría sido mejor, ya sabe usted, más sensato… que usted simplemente continuara con…?

—¿Qué? —dijo Da Quirm.

—Oh, no importa —dijo Rincewind—. Le diré qué podemos hacer —añadió—. Creo que para evitar que se aburra usted, ya sabe, tenemos que regalarle este maravilloso loro parlante —lo agarró a toda prisa, manteniendo los pulgares resueltamente apartados del peligro—. Es un ave selvática —dijo—. Sería una crueldad someterlo a la vida de la ciudad, ¿no?

—¡Nací en una jaula, pedazo de comosellame de atar! —gritó el loro.

Rincewind le pegó la nariz al pico.

—Es eso o la hora del fricasé —dijo.

El loro abrió el pico para morderle la nariz, pero le vio la expresión de la cara y se echó atrás.

—Lorito boniiito —consiguió decir, y luego añadió, sotto voce—: Comosellamecomosellamecomosellame.

—Un pajarito adorable —dijo Da Quirm—. Yo lo cuidaré bien.

—Comosellamecomosellame.

Llegaron a la selva. Unos minutos más tarde el Equipaje trotó tras ellos.

Era mediodía en el reino de Tezuma.

Del interior de la pirámide principal salía el ruido de gente desmontando una estatua gigante.

Los sacerdotes estaban sentados con expresiones meditabundas. En ocasiones uno de ellos se levantaba y pronunciaba un discurso breve.

Era evidente que estaban dejando algunas cosas muy claras. Por ejemplo, el hecho de que la economía del reino se basaba en una industria boyante de cuchillos de obsidiana, o el hecho de que los reinos vecinos esclavizados habían llegado a confiar en la mano dura de un gobierno firme y por cierto también en los tajos, rajas y destripamientos de un gobierno firme, y asimismo en el terrible destino que aguardaba a quienes vivían sin dioses. La gente sin dioses era capaz de cualquier cosa, de volverse contra las antiguas y sanas tradiciones del ahorro y del sacrificio ajeno que habían convertido el reino en lo que era hoy. O incluso capaces de empezar a preguntarse para qué, si no tenían dioses, necesitaban a tantos sacerdotes. Cualquier cosa.

Lo dejó muy claro Muzuma, el sumo sacerdote, cuando dijo: «[Figura-aplastada-con-la-nariz-rota, garra de jaguar, tres plumas, oso hormiguero espinoso estilizado]».

Al cabo de un rato hubo una votación.

Para el atardecer, los picapedreros mayores del reino ya estaban trabajando en una estatua nueva.

Era básicamente oblonga y tenía muchas piernas.

El Rey de los Demonios tamborileó con los dedos sobre su escritorio. No es que estuviera infeliz por el destino de Quesoricóttatl, que ahora tendría que pasar varios siglos en uno de los infiernos inferiores hasta que le creciera un cuerpo nuevo. Le estaba bien empleado a aquel diablillo horrendo. Y tampoco era la amplia serie de acontecimientos de la pirámide. Al fin y al cabo, la base misma del negocio de los deseos era encargarse de que lo que el cliente obtuviera fuera exactamente lo que había pedido y exactamente lo que no le convenía.

Era solamente que no le parecía tener el control de las cosas.

Lo cual, por supuesto, era ridículo. Si las cosas llegaran a ponerse muy bien siempre podía materializarse y solucionarlas en persona. Pero le gustaba que la gente creyera que todas las cosas malas que les pasaban no eran más que obra del destino. Era una de las pocas cosas que lo animaban.

Se volvió hacia el espejo. Al cabo de un rato tuvo que ajustar el control temporal.

Estaban en las selvas asfixiantes y húmedas de Klatch y de pronto…

—Pensaba que íbamos a volver a mi habitación —se quejó Eric.

—Yo también lo pensaba —dijo Rincewind, gritando para hacerse oír por encima del estruendo.

—Vuelve a chasquear los dedos, demonio.

—¡Ni en sueños! ¡Hay sitios mucho peores que este!

—Pero está oscuro y hace mucho calor.

Rincewind tuvo que admitir aquello. También se movía todo y había mucho ruido. Cuando se le acostumbraron los ojos a la negrura, distinguió unos pocos puntos luminosos aquí y allí, cuyo tenue resplandor sugería que estaban dentro de algo parecido a un barco. Todo producía una sensación nítida como de carpintería, y el olor a virutas de madera y a cola era muy fuerte. Si era un barco, entonces lo estaban lanzando al mar usando una pasarela increíblemente larga y engrasada con rocas.

Una sacudida lo arrojó violentamente contra un mamparo.

—Tengo que decir —se quejó Eric— que si es aquí donde vive la mujer más hermosa del mundo no me impresiona mucho su gusto para las buduá. Lo normal es que hubiera puesto unos cojincitos o algo.

—¿Buduá? —dijo Rincewind.

—Tiene que tener una —dijo Eric con aire petulante—. He leído sobre ellas. Es donde se reclinan.

—Dime una cosa —dijo Rincewind—. ¿Alguna vez has sentido la necesidad de darte una ducha fría y echar una carrera rápida por la pista deportiva?

—Nunca.

—Pues a lo mejor te valdría la pena.

El estruendo paró de pronto.

Hubo un ruido metálico lejano, como el que podría hacer un par de puertas enormes al cerrarse. A Rincewind le pareció oír unas voces alejándose y una risita. No era una risita particularmente agradable, sino más bien maliciosa, y no auguraba nada bueno para alguien. Rincewind tenía una idea bastante clara de quién era ese alguien.

Dejó de preguntarse cómo había llegado hasta allí, estuviera donde estuviese. Fuerzas malignas, esa era la respuesta más probable. Por lo menos en aquel momento no le estaba pasando nada especialmente horrible. Probablemente sólo era cuestión de tiempo.

Palpó un poco hasta que sus dedos encontraron lo que resultó ser, tras una inspección bajo la luz del agujerito más cercano de la madera, una escalerilla de cuerda. Tanteos ulteriores en un extremo del casco, o de lo que fuera, lo pusieron en contacto con una trampilla pequeña y redonda. Cerrada con cerrojo por dentro.

Volvió gateando hasta Eric.

—Hay una puerta —susurró.

—¿Adónde va?

—Creo que no se mueve —dijo Rincewind.

—¡Descubre adónde lleva, demonio!

—Podría ser una mala idea —dijo Rincewind con cautela.

—¡Hazlo!

Rincewind gateó con expresión sombría hasta la trampilla y agarró el cerrojo.

La trampilla se abrió con un crujido.

Abajo —pero muy abajo— había adoquines húmedos, sobre los cuales la brisa arrastraba unas volutas de niebla matinal. Con un pequeño suspiro, Rincewind desenrolló la escalerilla.

Dos minutos más tarde estaban en la penumbra de lo que parecía ser una plaza de gran tamaño. A través de la niebla se entreveían unos cuantos edificios.

—¿Dónde estamos? —dijo Eric.

—Que me registren.

—¿No lo sabes?

—Ni idea —dijo Rincewind.

Eric miró con expresión torva la arquitectura envuelta en neblina.

—Menudas posibilidades tenemos de encontrar a la mujer más hermosa del mundo en este vertedero —dijo.

A Rincewind se le ocurrió ver de dónde acababan de descolgarse. Miró hacia arriba.

Por encima de ellos —pero muy por encima— y apoyado en cuatro patas gigantescas, colocadas sobre una plataforma rodante, había lo que sin lugar a dudas era un caballo enorme de madera. O para ser más precisos, el trasero de un caballo enorme de madera.

El que lo construyó podría haber puesto la trampilla de salida en un lugar más digno, pero por razones humorísticas propias al parecer había decidido no hacerlo.

—Ejem —dijo Rincewind.

Alguien tosió.

Él bajó la vista.

La neblina empezó a evaporarse y reveló un círculo amplio formado de hombres armados, muchos de ellos sonrientes y todos ellos armados con unas lanzas largas producidas en serie y carentes de espíritu pero por encima de todo muy afiladas.

—Ah —dijo Rincewind.

Volvió a mirar la trampilla. Aquello lo decía todo, realmente.

—Lo único que no entiendo —dijo el capitán de la guardia— es: ¿por qué sois dos? Esperábamos un centenar quizá.

Se reclinó en su taburete, con el enorme casco con plumas en el regazo y una sonrisa satisfecha en la cara.

—¡Honestamente, efebios! —dijo—. ¡Esto sí que es la monda! ¡Debéis pensar que nacimos ayer! Os pasáis toda la noche serrando y dando martillazos y luego aparece un caballo de madera asín de grande delante de las puertas, y digo yo, anda que no tiene gracia, un caballo asín de grande con respiraderos. Ésa es la clase de detalles en que me fijo. Respiraderos. Asín que reúno a todos los chavales y salimos todos supertemprano y lo metemos por las puertas, tal como se espera de nosotros, y luego nos quedamos calladitos, asín, alrededor, esperando a ver qué escupe. Por decirlo de alguna manera. Pero —acercó la cara sin afeitar a Rincewind— tienes una oportunidad, ¿sabes? Asiento de arriba o asiento de abajo, de ti depende. Solamente tengo que dar la orden. El disco está en vuestro tejado. [10]

—¿Qué asiento? —dijo Rincewind, retrocediendo ante la ráfaga de aliento a ajo.

—En los trirremes de guerra —dijo el sargento con alegría—. Tres asientos, uno encima del otro, ¿lo pillas? Tri-rre-mes. Te pasas años encadenado a los remos, ¿lo pillas? Y todo depende de si estás en el asiento de arriba, donde pasa aire fresco y todo eso, o si estás en el asiento de abajo, donde —sonrió— no pasa. Así que de vosotros depende, chavales. Cooperad y solamente tendréis que preocuparos de las gaviotas. A ver. ¿Por qué solamente sois dos?

Volvió a echar el cuerpo hacia atrás.

—Perdone —dijo Eric—. ¿No estaremos quizá en Tsort?

—No te estarás intentando pitorrear de mí, ¿verdad, chavalín? Porque hay una cosa que se llama quintirremes, ¿lo pillas? Y eso no te iba a gustar pero nada.

—No, señor —dijo Eric—. Con su permiso, señor, solamente soy un pobre chico a quien han echado a perder las malas compañías.

—Ah, gracias —dijo Rincewind amargamente—. Fue por accidente que dibujaste un montón de círculos ocultos, ¿verdad? Y…

—¡Sargento, sargento! —Un soldado entró en estampida en la sala de la guardia.

El sargento levantó la vista.

—¡Hay otra cosa de esas, sargento! ¡Esta vez justo delante de las puertas!

El sargento miró a Rincewind con una sonrisa triunfal.

—Ah, conque esas tenemos, ¿eh? —dijo—. Solamente sois la avanzadilla, que ha venido a abrir las puertas o lo que sea. De acuerdo. Pues nos vamos a solucionar lo de vuestros amigos y volvemos enseguida. —Señaló a los prisioneros—. Tú quédate aquí. Si se mueven, hazles algo horrible.

Rincewind y Eric se quedaron solos con el guardia.

—Sabes lo que has hecho, ¿no? —dijo Eric—. ¡Nos has llevado atrás en el tiempo hasta las Guerras Tsorteanas! ¡Miles de años! ¡Lo dimos en la escuela, el caballo de madera, todo! Resulta que los efebios secuestraron a la hermosa Elenor, o tal vez era que se la robaron a los efebios, y hubo un asedio para recuperarla y todo. —Hizo una pausa—. Eh, eso quiere decir que la voy a conocer. —Hizo otra pausa—. ¡Uau!

Rincewind examinó la sala. No parecía antigua, pero es que tampoco podía parecerlo porque todavía no lo era. Cualquier lugar del tiempo era ahora, si estabas allí, o mejor dicho entonces. Intentó recordar lo poco que sabía de historia clásica, pero no se acordaba más que de una confusión de batallas, gigantes con un solo ojo y mujeres haciendo zarpar miles de naves con sus rostros.

—¿No lo entiendes? —dijo Eric, con las gafas resplandecientes—. ¡Deben de haber entrado el caballo antes de que los soldados se escondieran dentro! ¡Sabemos lo que va a pasar! ¡Podemos ganar una fortuna!

—¿Exactamente cómo?

—Bueno… —el chico vaciló—. Podríamos apostar a los caballos, algo de eso.

—Una gran idea —dijo Rincewind. —Sí, y…

—Lo único que tenemos que hacer es escapar y luego averiguar si aquí hay carreras de caballos y luego esforzarnos al máximo por recordar los nombres de los caballos que ganaron carreras en Tsort hace miles de años.

Volvieron a mirar al suelo con expresión abatida. Era lo malo de los viajes por el tiempo. Que a uno nunca lo pillaban preparado. Su única esperanza ahora, decidió Rincewind, era encontrar la Fuente de la Eterna Juventud de Da Quirm, conseguir mantenerse vivo unos cuantos miles de años y estar listo para matar a su propio abuelo, que era el único aspecto de los viajes por el tiempo que alguna vez le había atraído. Siempre había pensado que sus antepasados se lo habían ganado de sobra.

Era curioso, sin embargo. Se acordaba del famoso caballo de madera, que había sido usado para infiltrarse en la ciudad fortificada. No recordaba nada de que hubiera dos. El siguiente pensamiento que se le ocurrió tenía algo de inevitable.

—Perdone —le dijo al guardia—. Esto, esa otra cosa de madera que hay fuera de las puertas… Supongo que no es un caballo, ¿verdad?

—Bueno, vosotros debéis de saberlo, ¿no? —dijo el guardia—. Sois espías.

—Apuesto a que es como más oblongo y más pequeño —dijo Rincewind, con una cara que era el vivo retrato de la curiosidad inocente.

—Apuestas bien. Sois unos cabrones sin imaginación, ¿verdad?

—Ya veo —Rincewind juntó las manos sobre el regazo.

—Intentad escapar —dijo el guardia—. Venga, intentad escapar y veréis qué os pasa.

—Supongo que vuestros colegas lo traerán a la ciudad —continuó Rincewind.

—Es posible —admitió el guardia.

Eric soltó una risita.

El guardia había empezado a darse cuenta de que se oían muchos gritos a lo lejos. Alguien intentó hacer sonar una corneta, pero las notas se convirtieron en un gorgoteo y murieron al cabo de un par de compases.

—Parece que hay una buena pelea ahí fuera, por lo que se oye —dijo Rincewind—. La gente está luciendo el palmito, haciendo gestas heroicas, siendo vistos por sus superiores, esas cosas. Y tú estás aquí dentro con nosotros.

—Tengo que mantenerme en mi puesto —dijo el guardia.

—Ésa es exactamente la actitud correcta —dijo Rincewind—. No importa quién haya ahí fuera luchando con valentía por defender su ciudad y a sus mujeres del enemigo. Tú te quedas aquí y nos vigilas. Ése es el espíritu. Probablemente te hagan una estatua en la plaza de la ciudad, si es que queda plaza. «Cumplió con su deber», escribirán en la placa.

El soldado pareció reflexionar sobre aquello y mientras estaba pensando se oyó un crujido terrible de astillas procedente de las puertas.

—Mirad —dijo a la desesperada—. Si me asomo ahí fuera solamente un momentito…

—Por nosotros no te preocupes —le animó Rincewind—. Si ni siquiera vamos armados.

—Claro —dijo el soldado—. Gracias.

Sonrió a Rincewind con expresión preocupada y salió corriendo en dirección al estruendo. Eric miró a Rincewind con algo parecido a la admiración.

—Eso ha sido bastante asombroso —dijo.

—Ese chaval va a llegar muy alto —dijo Rincewind—. Un pensador militar sólido como he visto pocos. Vamos. Escapemos lejos.

—¿Adónde?

Rincewind suspiró. Había intentado dejar clara su filosofía básica una y otra vez, pero la gente nunca captaba el mensaje.

—No te preocupes por el adónde —dijo—. Te digo por experiencia que eso siempre se soluciona solo. La palabra importante es lejos.

El capitán asomó la cabeza con cautela por encima de la barricada y gruñó.

—No es más que un baúl, sargento —dijo en tono cortante—. ¿No ve que dentro no pueden caber más que un hombre o dos?

—Disculpe, señor —dijo el sargento, con la cara de un hombre cuyo mundo ha cambiado mucho en escasos minutos—. Por lo menos caben cuatro, señor. El cabo Desuso y su pelotón, señor. Los mandé a abrirlo, señor.

—¿Está borracho, sargento?

—Todavía no, señor —dijo el sargento, apasionadamente.

—Los baúles no se comen a la gente, sargento.

—Después se ha enfadado, señor. Ya ve lo que le ha hecho a las puertas.

El capitán volvió a mirar por encima de la madera rota.

—Supongo que le han salido piernas y ha venido andando, ¿no? —dijo con sarcasmo.

El sargento sonrió de alivio. Por fin parecían estar en la misma sintonía.

—Lo ha adivinado a la primera, señor —dijo—. Piernas. El cabrón tiene cientos de piernecitas, señor.

El capitán lo fulminó con la mirada. El sargento puso la cara de póquer que se ha ido transmitiendo de oficial sin mando a oficial sin mando desde que un protoanfibio le dijo a otro protoanfibio de rango inferior que reuniera a un pelotón de tritones y Tomara Esa Playa. El capitán tenía dieciocho años y acababa de salir de la academia, donde se había graduado con honores en asignaturas como Táctica Clásica, Odas De Despedida y Gramática Militar. El sargento tenía cincuenta y cinco años y en lugar de educación lo que había tenido era cuarenta años de atacar o ser atacado por arpías, humanos, cíclopes, furias y cosas terribles con patas. Se sentía avasallado.

—Bueno, voy a tener que ir a mirar, sargento…

—No es un buen plan, señor, si me permite…

—… Y después de que lo haya mirado, sargento, va a haber problemas.

El sargento le hizo el saludo militar.

—Será como usted diga, señor —predijo.

El capitán soltó un soplido de burla y pasó por encima de la barricada hacia el baúl que estaba sentado, callado e inmóvil, en medio del círculo de devastación que acababa de causar. El sargento, entretanto, fue a sentarse detrás de la pared de madera más recia que pudo encontrar y, con gesto firme, se caló el casco encima de los oídos.

Rincewind caminaba con sigilo por las calles de la ciudad, seguido de cerca por Eric.

—¿Vamos a encontrar a Elenor? —dijo el chico.

—No —dijo Rincewind con firmeza—. Lo que vamos a hacer es buscar otra salida.

Y cuando la encontremos saldremos por ella.

—¡No es justo!

—¡Elenor es varios miles de años mayor que tú! Quiero decir, el atractivo de la mujer madura y todo eso, vale, pero no funcionaría nunca.

—Te ordeno que me lleves con ella —gimoteó Eric—. ¡Vade retro!

Rincewind se detuvo tan en seco que Eric chocó con él.

—Escucha —dijo—. Estamos en medio de la guerra más célebremente necia que ha habido nunca, en cualquier momento miles de guerreros se van a enzarzar en combate mortal y tú quieres que yo te encuentre a esa hembra sobrevalorada y le diga que mi amigo le pregunta si quiere salir con él. Pues no lo voy a hacer.

Rincewind avanzó con sigilo hasta otra puerta que había en la muralla de la ciudad. Era más pequeña que las puertas principales, no estaba vigilada por guardias y tenía una portezuela. Abrió los cerrojos.

—Esto no tiene nada que ver con nosotros —dijo—. Ni siquiera hemos nacido todavía, no tenemos edad para luchar, no es cosa nuestra y no vamos a hacer nada más para trastornar el rumbo de la historia, ¿de acuerdo?

Abrió la puerta, lo cual le ahorró cierto esfuerzo al ejército efebio. Estaban a punto de llamar.

El estruendo de la batalla se prolongó todo el día. Los historiadores que escribirían más tarde las crónicas de aquella guerra se explayarían sobre las mujeres hermosas que se raptaron, las flotas que se reunieron, los animales de madera que se construyeron y los héroes que combatieron entre ellos, pero se olvidarían por completo de mencionar el papel de Rincewind, Eric y el Equipaje. Los efebios, sin embargo, sí se dieron cuenta de lo deprisa que los soldados tsorteanos corrían hacia ellos… no tan ansiosos por entrar en batalla como por alejarse de alguna otra cosa.

Los historiadores tampoco registrarían otro dato interesante sobre la guerra antigua en Klatch, que era que se encontraba todavía en una fase muy primitiva y solamente tenía lugar entre soldados, sin abrirse al público en general. Básicamente todo el mundo sabía que un bando u otro iba a ganar, que a unos cuantos generales desafortunados les iban a cortar la cabeza, que a los ganadores les iban a pagar grandes cantidades de dinero a modo de tributo, que todo el mundo estaría en su casa a tiempo para la cosecha y que aquella mujer de las narices tendría que aclararse y decidir en qué bando estaba, la muy fresca.

Así que la vida en las calles de Tsort mantuvo más o menos la normalidad. Los ciudadanos daban un rodeo en torno a los grupos ocasionales de combatientes o bien intentaban venderles un kebab. Varios de los ciudadanos más emprendedores empezaron a desmantelar el caballo de madera para venderlo en forma de souvenirs.

Rincewind no intentaba entenderlo. Se sentó en la terraza de un café y observó una batalla apasionada que tenía lugar entre los tenderetes del mercado, de forma que entre los gritos de «¡Aceitunas maduras!» se oían los alaridos de los heridos y las advertencias del tipo: «Apártense un poco, por favor, que pasa una melée».

No resultaba fácil ver a los soldados disculparse cuando chocaban con los clientes. Aunque todavía era más duro conseguir que el dueño del café aceptara una moneda con el busto de alguien cuyo tataratatarabuelo aún no había nacido. Por suerte, Rincewind pudo convencer al hombre de que el futuro era otro país.

—Y una limonada para el chico —añadió.

—Mis padres me dejan beber vino —dijo Eric—. Me dejan beber un vaso.

—Seguro que sí —dijo Rincewind.

El dueño frotó con diligencia la mesa, extendiendo la suciedad y el retsina derramado en forma de fino barniz.

—Habéis venido por la pelea, ¿eh? —dijo.

—En cierta manera —dijo Rincewind en tono cauteloso.

—Yo que vosotros no me dejaría ver mucho —dijo el dueño—. Dicen que ha sido un civil quien ha dejado entrar a los efebios… no es que tenga nada contra los efebios, ¿eh? Me parecen muy buena gente —añadió a toda prisa, mientras pasaba a su lado un grupo de soldados—. Dicen que ha sido un forastero. Eso es trampa, no vale usar a los civiles. Ya hay gente buscándolo para pedirle explicaciones —hizo el gesto de dar un tajo.

Rincewind se le quedó mirando la mano como si estuviera hipnotizado.

Eric abrió la boca. Eric soltó un chillido y se agarró la espinilla.

—¿Tienen una descripción? —dijo Rincewind.

—Creo que no.

—Bueno, pues les deseo mucha suerte —dijo Rincewind, en tono mucho más jovial.

—¿Qué le pasa al chico?

—Tiene un calambre.

Cuando el hombre regresó detrás de su mostrador, Eric dijo entre dientes:

—¡No hacía falta que me dieras una patada!

—Tienes bastante razón. Ha sido un acto totalmente voluntario por mi parte.

Alguien le puso una manaza enorme en el hombro a Rincewind. Rincewind se giró y levantó la vista hasta la cara de un centurión efebio. Un soldado a su lado dijo:

—Es este, sargento. Me apuesto la sal de un año entero.

—¿Quién lo habría pensado? —dijo el sargento. Y sonrió a Rincewind con expresión malvada—. Ya te estás levantando, coleguita. El jefe quiere tener una charla contigo.

Hay quien habla de Alejandro, hay quien habla de Hércules, de Héctor y Lisandro y de otros nombres igualmente ilustres. De hecho, a lo largo de la historia del multiverso la gente ha alabado a todos y cada uno de los espadachines de orejas melladas (por lo menos mientras los tenían al lado) siguiendo el criterio de que así era mucho más seguro. Tiene gracia que la gente siempre haya respetado a la clase de comandante a quien se le ocurren estrategias del tipo «Quiero que os reunáis cincuenta mil y os lancéis contra el enemigo», mientras que a los comandantes más reflexivos que dicen cosas del tipo «¿Por qué no construimos un maldito caballo de madera enorme y nos colamos por la puerta trasera mientras todos están rodeando el caballo y esperando a que salgamos de dentro?» se los considera solamente un escalón por encima de los cazurros comunes y no el tipo de persona a quien prestarías dinero.

Esto se debe a que la mayor parte de comandantes del primer tipo son hombres valientes, mientras que los cobardes son mucho mejores estrategas.

Llevaron a rastras a Rincewind ante los líderes efebios, que habían establecido un puesto de mando en la plaza mayor de la ciudad para poder supervisar el asalto a la ciudadela central. Ésta se levantaba imponente sobre la ciudad en lo alto de su vertiginosa colina. Los asaltantes no se acercaban demasiado, sin embargo, porque los defensores estaban tirando rocas.

Cuando Rincewind llegó estaban discutiendo la estrategia a seguir. El consenso parecía ser que si se enviaban muchos, muchos hombres al asalto de la montaña, tal vez un número suficiente podría sobrevivir a las rocas para tomar la ciudadela. Ésta es en esencia la base de todo pensamiento militar.

Varios de los caciques de atuendos más espectaculares levantaron la vista al acercarse Rincewind y Eric, les echaron un vistazo que sugería que los gusanos eran más interesantes y se volvieron a girar. La única persona que parecía contento de verlos…

No parecía un soldado en absoluto. Llevaba la coraza de rigor, deslustrada, y un yelmo que daba la impresión de que su penacho se había usado para pintar paredes, pero estaba flaco y tenía tanta pose de militar como una comadreja. Su cara tenía algo familiar, sin embargo. A Rincewind le pareció bastante apuesto.

«Contento de verlos» no es más que una descripción comparativa. Fue el único que dio muestras de percibir su existencia.

Estaba repantigado en una silla y dándole de comer bocadillos al Equipaje.

—Ah, hola —dijo en tono lúgubre—. Sois vosotros.

Fue asombroso cuánta información podía embutirse en un par de palabras. Para conseguir el mismo efecto, el hombre podría haber dicho: Ha sido una noche muy larga, estoy teniendo que organizarlo todo, desde la construcción del caballo de madera hasta la lista de la lavandería, estos idiotas son tan útiles como un martillo de goma, yo en realidad ni siquiera quería venir y encima de todo esto ahora estáis vosotros. Hola, vosotros.

Señaló el Equipaje, que abrió la tapa en gesto expectante.

—¿Esto es vuestro? —dijo.

—Más o menos —dijo Rincewind cautelosamente—. No tengo bastante dinero para pagar por nada de lo que haya hecho, cuidado.

—Es un trastito curioso, ¿verdad? —dijo el soldado—. Cuando lo encontramos tenía arrinconados a cincuenta tsorteanos. ¿Por qué creéis que lo hacía?

Rincewind pensó a toda prisa.

—Tiene una capacidad asombrosa para saber cuándo la gente tiene intención de hacerme daño —dijo.

Miró al Equipaje igual que alguien podría mirar a una mascota taimada, con mal genio y reprobable en general que, después de pasarse años mordiendo a las visitas, rueda sobre su espalda roñosa e interpreta el Perrito Adorable para impresionar a los alguaciles.

—¿Sí? —dijo el hombre, no muy sorprendido—. Es mágico, ¿no?

—Sí.

—Tiene que ver con la madera, ¿no?

—Sí.

—Pues menos mal que no construimos el puto caballo con esa madera.

—Sí.

—Os metisteis dentro usando magia, ¿no?

—Sí.

—Ya me parecía. —Le tiró otro bocadillo al Equipaje—. ¿De dónde venís?

Rincewind decidió ser honesto.

—Del futuro —dijo.

Aquello no tuvo el efecto esperado. El hombre se limitó a asentir.

—Ah —dijo, y luego—: ¿Ganamos la guerra?

—Sí.

—Ah. Supongo que no recordaréis los resultados de ninguna carrera de caballos —dijo el hombre sin demasiada esperanza.

—No.

—Ya me parecía que no. ¿Por qué nos abristeis la puerta?

A Rincewind se le ocurrió que contestar que era porque siempre había sido un ferviente admirador de la causa efebia no sería, por extraño que parezca, lo mejor que podía hacer. Decidió probar con la verdad otra vez. Era un método nuevo y valía la pena experimentar con él.

—Estaba buscando una salida —dijo.

—Para escaparte.

—Sí.

—Bien pensado. La única opción sensata dadas las circunstancias. —Vio a Eric, que estaba mirando a los demás capitanes apiñados alrededor de su mesa en plena discusión.

—Tú, chaval —dijo—. ¿Quieres ser soldado de mayor?

—No, señor.

El hombre se alegró un poco.

—Así se habla —dijo.

—Quiero ser eunuco, señor —añadió Eric.

Rincewind giró la cabeza como si alguien le tirara de ella.

—¿Por qué? —preguntó, y entonces pronunció la respuesta obvia al mismo tiempo que Eric—. Porque uno puede trabajar todo el día en un harén —dijeron lentamente y al unísono.

El capitán tosió.

—No serás el maestro de este chico, ¿verdad? —dijo.

—No.

—¿Crees que alguien le ha explicado…?

—No.

—Tal vez sería buena idea que uno de los centuriones tuviera una charla con él. Te asombraría el dominio del idioma que tienen esos tipos.

—Supongo que no le iría nada mal —dijo Rincewind.

El soldado cogió su yelmo, suspiró, asintió mirando al sargento y se alisó con la mano las arrugas de la capa. Era una capa mugrienta.

—Creo que se supone que te tengo que echar la bronca —dijo.

—¿Por qué?

—Por estropearnos la guerra, parece ser.

—¿Estropearos la guerra?

El soldado suspiró.

—Vamos. Demos un paseo. Sargento, usted y un par de los muchachos, por favor…

Una roca pasó silbando procedente del fuerte que había por encima de sus cabezas y se hizo trizas.

—Ahí arriba pueden aguantar durante semanas, los cabrones —dijo el soldado con voz sombría, mientras se alejaban con el Equipaje trotando pacientemente tras ellos—. Me llamo Laveolo. ¿Quiénes sois vosotros?

—Él es mi demonio —dijo Eric.

Laveolo levantó una ceja, lo más cerca que había estado de expresar sorpresa ante nada.

—¿En serio? Supongo que hay gente para todo. ¿Se le da bien infiltrarse en sitios?

—Se le da mejor salir —dijo Eric.

—Bien —dijo Laveolo. Se detuvo delante de un edificio y caminó un poco de arriba para abajo con las manos en los bolsillos, dando golpecitos sobre las losas con la punta de la sandalia.

—Aquí mismo está bien, creo, sargento —dijo al cabo de un momento.

—Muy bien, señor.

—Mirad a aquellos de allí —dijo Laveolo, mientras el sargento y sus hombres empezaban a levantar las losas del suelo haciendo palanca—. Esos tipos que hay alrededor de la mesa. Gente valiente, os lo aseguro, pero miradlos. Están demasiado ocupados en posar para las estatuas triunfales y en asegurarse de que los historiadores escriben bien sus nombres. Llevamos años asediando este puto lugar. Queda más militar así, decían. ¿Sabes? Se lo pasan bien de verdad. O sea, a fin de cuentas, ¿a quién le importa? Acabemos con esto y volvamos a casa, es lo que digo yo.

—Lo encontramos, señor —dijo el sargento.

—Bien —Laveolo no miró a su alrededor—. Muy bieeen —se frotó las manos—. Solucionemos esto y así podremos irnos a la cama temprano. ¿Os importa acompañarme? Vuestra mascota me puede resultar útil.

—¿Qué vamos a hacer? —dijo Rincewind en tono receloso.

—Vamos a conocer a una gente.

—¿Es peligroso?

Una roca atravesó el tejado de un edificio cercano.

—No, la verdad es que no —dijo Laveolo—. Quiero decir que no lo es comparado con quedarse aquí. Y si el resto intentan asaltar la ciudadela, ya sabéis, de forma rigurosamente militar…

El agujero llevaba a un túnel. El túnel, después de unos cuantos recodos, daba a unas escaleras. Laveolo subió tranquilamente, dando alguna patada de vez en cuando a los cascotes caídos como si tuviera algo personal contra ellos.

—Ejem —dijo Rincewind—. ¿Adónde lleva este túnel?

—Oh, no es más que un pasadizo secreto que va al centro de la ciudadela.

—¿Sabes? Me imaginaba que sería algo así —dijo Rincewind—. Tengo instinto para estas cosas, ¿sabes? Y me imagino que los mejores entre los tsorteanos importantes de verdad van a estar allí, ¿no?

—Confío en que sí —dijo Laveolo, subiendo los peldaños con esfuerzo.

—¿Con muchos guardianes?

—Docenas, supongo.

—¿Muy bien entrenados?

Laveolo asintió:

—Los mejores.

—Y es ahí adonde vamos —dijo Rincewind, decidido a explorar todo el horror del plan igual que uno se palpa la encía de un diente podrido.

—Eso es.

—Nosotros seis.

—Y tu baúl, claro.

—Ah, sí —dijo Rincewind, haciendo una mueca en la oscuridad.

El sargento le dio un golpecito suave en el hombro y se inclinó hacia delante.

—No se preocupe por el capitán, señor —dijo—. Tiene el mejor cerebro militar del continente.

—¿Cómo lo sabes? ¿Lo ha visto alguien? —dijo Rincewind.

—Verá, señor, lo que pasa es que le gusta hacer las cosas sin que nadie se haga daño, señor, sobre todo él. Por eso se inventa cosas como el caballo. Y sobornar a la gente y todo eso. Anoche nos disfrazamos de civiles, entramos y nos emborrachamos en un pub con uno de los limpiadores del palacio y así nos enteramos de este túnel.

—¡Sí, pero pasadizos secretos! —dijo Rincewind—. ¡Al otro lado habrá guardias y de todo!

—No, señor. Lo usan para almacenar las cosas de la limpieza, señor.

Se oyó un ruido metálico en la oscuridad que tenían delante. Laveolo acababa de tropezar con una fregona.

—¿Sargento?

—¿Señor?

—Abra la puerta, ¿quiere?

Eric tiró de la túnica de Rincewind.

—¿Qué? —dijo Rincewind con irritación.

—Sabes quién es Laveolo, ¿verdad? —susurró Eric.

—Pues…

—¡Es Laveolo!

—Esto… ¿en serio?

—¿No conoces a los Clásicos?

—No será una de esas carreras de caballos que se supone que tenemos que recordar, ¿verdad?

Eric puso los ojos en blanco.

—Laveolo fue el responsable de la caída de Tsort gracias a su enorme astucia —dijo—. Luego tardó diez años en llegar a su casa y tuvo toda clase de aventuras con mujeres tentadoras y sirenas y brujas sensuales.

—Bueno, ya veo por qué lo has estado estudiando. Diez años, ¿eh? ¿Dónde vivía?

—A unos trescientos kilómetros de aquí —dijo Eric, muy serio.

—Y no paraba de perderse, ¿no?

—Y cuando llegó a su casa luchó contra los pretendientes de su mujer y todo eso, y su viejo perro lo reconoció y se murió.

—Oh, el pobre.

—Lo que le mató fue llevar sus zapatillas en la boca durante quince años.

—Una pena, sí.

—¿Y sabes qué, demonio? Nada de eso ha pasado todavía. ¡Podríamos ahorrarle todas las molestias!

Rincewind pensó en aquello.

—Podríamos decirle que consiguiera un timonel mejor, para empezar —dijo.

Se oyó un crujido. Los soldados habían conseguido abrir la puerta.

—Todo el mundo a formar filas o como se diga esa mierda de orden —dijo Laveolo—. El baúl mágico delante, por favor. Y nada de matar a nadie a menos que sea totalmente necesario. Intentad no romper nada. Bien. Adelante.

La puerta daba a un pasillo flanqueado de columnas. Había un murmullo lejano de voces.

La tropa avanzó siguiendo aquel murmullo hasta llegar a una gruesa cortina. Laveolo respiró hondo, la apartó, dio un paso adelante y emprendió un discurso que tenía preparado.

—Quiero que mis intenciones queden absolutamente claras —dijo—. No quiero que pase nada desagradable ni que nadie grite llamando a los guardias ni nada de eso. De hecho, no quiero que grite nadie para nada. Simplemente cogeremos a la señorita y nos iremos a casa, que es donde cualquier persona con sentido común debería estar. De otro modo tendré que pasar a todo el mundo por la espada y odio tener que hacer las cosas de esa manera.

El público que oyó aquella declaración no pareció muy impresionado. Esto se debía al hecho de que el público consistía en un niñito pequeño sentado en un orinal.

Laveolo cambió de marcha mental y continuó hablando sin inmutarse:

—Por otro lado, si no me dices dónde está todo el mundo le diré al sargento que te dé un buen cachete.

El niño se sacó el pulgar de la boca.

—Mamaíta ha ido a ver a Cassie —dijo—. ¿Es usted el señor Beekle?

—Creo que no —dijo Laveolo.

—El señor Beekle es un tonto. —El niño retiró el pulgar y, con el aire de alguien que acabara de terminar una investigación exhaustiva, añadió—: El señor Beekle es feo.

—¿Sargento?

—¿Señor?

—Vigile a este niño.

—Sí, señor. ¿Cabo?

—¿Sargento?

—Cuide al crío.

—Sí, sargento. ¿Soldado Arqueos?

—Sí, mi cabo —dijo el soldado, su voz lúgubre de premonición.

—Quédate con el mocoso.

El soldado Arqueos miró a su alrededor. Solamente quedaban Rincewind y Eric, y aunque era cierto que los civiles eran en todos los aspectos el rango más bajo que existía, más o menos por debajo del burro del regimiento, las expresiones de sus caras sugerían que no estaban dispuestos a aceptar órdenes.

Laveolo deambuló por la sala y escuchó junto a otra cortina.

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