Eric

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Eric

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—Podemos contarle toda clase de cosas sobre su futuro —dijo Eric entre dientes—. Le pasaron… O sea, le pasarán todo tipo de cosas. Naufragios y magia, y a toda su tripulación la convertirán en animales y esas cosas.

—Sí. Podemos decirle: «Vuelve a casa andando» —dijo Rincewind.

La cortina se abrió.

Apareció una mujer: gordita, bien parecida, de una forma un poco ajada, con un vestido negro y el principio de un bigote. También había un montón de niños de distintos tamaños intentando esconderse detrás de ella. Rincewind contó por lo menos siete.

—¿Quién es esta mujer? —dijo Eric.

—Ejem —dijo Rincewind—. A mí me da que es Elenor de Tsort.

—No seas memo —susurró Eric—. Si se parece a mi madre. Elenor era mucho más joven y estaba mucho más… —su voz se fue apagando mientras hacía varios movimientos ondulantes con la mano, indicativos de la forma de una mujer que probablemente no sería capaz de mantener el equilibrio.

Rincewind intentó que su mirada no se encontrara con la del sargento.

—Sí —dijo, ruborizándose un poco—. Bueno, verás. Esto… Tienes toda la razón, pero es que bueno, el asedio se ha alargado un poco, ¿sabéis?, al final, entre una cosa y otra…

—No entiendo qué tiene eso que ver —dijo Eric en tono grave—. Los Clásicos nunca dijeron nada de niños. Dijeron que se pasaba todo el tiempo vagando ensoñada por las torres de Tsort y languideciendo de añoranza por su amor perdido.

—Bueno, sí, supongo que sí que languideció un poco —dijo Rincewind—. Lo que pasa es que no se puede pasar uno la vida languideciendo, y en esas torres tan altas debe de hacer frío.

—Se puede pillar algo mortal vagando ensoñada por ahí —asintió el sargento.

Laveolo miró a la mujer con expresión meditabunda. Luego hizo una reverencia.

—Espero que sepa usted a qué hemos venido, señorita —dijo.

—Si tocáis a alguno de mis hijos, gritaré —dijo Elenor en tono rotundo.

Una vez más Laveolo demostró que, habilidades guerrilleras aparte, era bastante incapaz de desperdiciar un discurso preparado en cuanto lo tenía listo en la cabeza.

—Hermosa doncella —empezó—. Hemos afrontado muchos peligros con el objeto de rescataros y devolveros con vuestros seres… —le falló la voz— queridos. Esto. Las cosas se han torcido bastante, ¿no?

—No lo he podido evitar —dijo Elenor—. El asedio parecía que no se acababa nunca y el rey Mausoleo era muy amable, y de todos modos nunca me gustó mucho Efebia…

—¿Y dónde está todo el mundo ahora? Me refiero a los tsorteanos. Aparte de vos.

—Están todos en las almenas, tirando piedras, si tanto os interesa.

Laveolo levantó los brazos, exasperado.

—¿No podríais, ya sabéis, habernos pasado una nota o algo parecido? ¿O habernos invitado a alguno de los bautizos?

—Parecía que os lo estabais pasando muy bien —dijo ella.

Laveolo se dio la vuelta y se encogió de hombros con expresión abatida.

—Muy bien —dijo—. Perfecto. Q.E.D. No hay problema. Total, a mí me apetecía irme de casa y pasarme diez años sentado en un pantano con un puñado de imbéciles descerebrados. Tampoco tenía nada importante que hacer en casa, solamente un pequeño reino que gobernar, esas cosas. Muy bieeen. Pues bueno. Quizá lo mejor es que nos marchemos. Está claro que no tengo ni idea de cómo les voy a dar la noticia —dijo con amargura—. Con lo bien que se lo estaban pasando. Probablemente celebrarán un banquete tremendo y se reirán de ello y se emborracharán, ese sería su estilo.

Miró a Rincewind y a Eric.

—Podríais decirme qué pasa a continuación —dijo—. Estoy seguro de que lo sabéis.

—Eeeh —dijo Rincewind.

—La ciudad se quema —dijo Eric—. Sobre todo las torres de las macizas. No me ha dado tiempo a verlas —añadió en tono huraño.

—¿Quién lo hace? ¿Los nuestros o ellos? —dijo Laveolo.

—Creo que los vuestros —dijo Eric.

Laveolo suspiró.

—Sí, es típico de ellos —dijo. Se volvió hacia Elenor—. Los nuestros, quiero decir los míos, van a quemar la ciudad. Suena muy heroico —dijo—. Es la clase de cosa que les gusta hacer. Podría ser buena idea que vinierais con nosotros. Traed a los niños. ¿Por qué no lo hacéis como si fuera una excursión para toda la familia?

Eric se acercó la oreja de Rincewind a la boca.

—Es una broma, ¿verdad? —dijo—. No es realmente la hermosa Elenor. Me estáis tomando todos el pelo, ¿no?

—Siempre pasa lo mismo con estas mujeres de sangre caliente —dijo Rincewind—. A los treinta y cinco decaen un montón.

—Es culpa de comer tanta pasta —dijo el sargento.

—Pero yo he leído que era la más hermosa de…

—Ah, claro —dijo el sargento—. Si nos ponemos a ir leyendo…

—Lo que pasa —dijo Rincewind enseguida— es eso que llaman necesidad dramática. Nadie se va a interesar por una guerra librada por una mujer majilla o moderadamente atractiva si la luz es buena. ¿A que no?

Eric estaba casi llorando.

—Pero decía que su cara hizo zarpar un millar de naves…

—Eso es lo que se llama metáfora —dijo Rincewind.

—Mentira —le explicó el sargento amablemente.

—En todo caso, no tendrías que creer todo lo que dicen los Clásicos —añadió Rincewind—. Nunca comprueban los datos. Lo único que quieren es vender leyendas.

Laveolo, entretanto, estaba enzarzado en una bronca con Elenor.

—Muy bien, muy bien —dijo—. Quedaos si queréis. ¿A mí qué más me da? Venid, todos vosotros. Nos vamos. ¿Qué hace, soldado Arqueos?

—Estoy haciendo el caballito, señor —explicó el soldado.

—Es el señor Feo —dijo el niño, que llevaba puesto el casco del soldado Arqueos.

—Bueno, cuando haya terminado de hacer el caballito, encuéntrenos una lámpara de aceite. Me he hecho polvo las rodillas en ese túnel.

Tsort estaba en llamas. Todo el cielo en la dirección del Eje estaba rojo.

Rincewind y Eric lo contemplaban desde una roca de la playa.

—De todas maneras, no son torres de las macizas —dijo Eric al cabo de un rato—. No veo a ninguna saliendo de allí.

—Creo que eran torres macizas, de robustas —aventuró Rincewind mientras otra de las torres se derrumbaba, al rojo vivo, sobre las ruinas de la ciudad—. Y tampoco es verdad.

Se quedaron mirando un rato más en silencio y luego Eric dijo:

—Tiene gracia. La forma en que tropezaste con el Equipaje e hiciste caer la lámpara de aceite y todo eso.

—Sí —dijo Rincewind lacónicamente.

—Le hace a uno pensar que la historia siempre acaba encontrando una forma de seguir su curso.

—Sí.

—Y ha estado bien que tu Equipaje rescatara a todo el mundo.

—Sí.

—Tenía gracia con todos esos niños montados encima.

—Sí.

—Parece que todo el mundo ha quedado bastante contento.

Por lo menos ese era el caso de los ejércitos combatientes. Nadie se molestaba en preguntarles a los civiles, cuyo punto de vista sobre la guerra nunca era muy fiable. Entre los soldados, o al menos entre los soldados de cierto rango, todo eran palmadas en la espalda, anécdotas, intercambio jovial de escudos y el consenso general en que, entre incendios, asedios, armadas, caballos de madera y todo lo demás, había sido una guerra rematadamente buena. El ruido de los cantos arrancaba ecos por todo el mar oscuro como el vino.

—Escuchadlos —dijo Laveolo, saliendo de la oscuridad que rodeaba los barcos efebios varados—. Ahora vienen quince estribillos de «Desde Filodelfos a Heliodelifibodelfiboscromenos», ya veréis como sí. Pandilla de idiotas con el cerebro en los suspensorios.

Se sentó sobre una roca.

—Hijos de puta —dijo, apasionadamente.

—¿Crees que Elenor se lo podrá explicar todo a su novio?

—Me imagino que sí —dijo Laveolo—. Normalmente pueden.

—Pero es que se casó. Y tiene un montón de hijos —dijo Eric.

Laveolo se encogió de hombros. Clavó una mirada severa en Rincewind.

—Eh, tú, demonio —dijo—. Me gustaría hablar un momento en privado contigo.

Llevó a Rincewind hacia los barcos, caminando pesadamente por la arena húmeda como si estuviera cargado de preocupaciones.

—Me voy a casa esta noche, con la marea —dijo—. No tiene sentido quedarme por aquí ahora que se ha acabado la guerra y todo eso.

—Buena idea.

—Si hay algo que odio, son los viajes por mar —dijo Laveolo. Le dio un puntapié al barco más cercano—. Todos esos idiotas dando zancadas y gritando, ¿sabes? Que si tira de esto, que si baja lo otro, que si arría aquello. Y además, me mareo.

—A mí me pasa con las alturas —dijo Rincewind, comprensivo.

Laveolo dio otro puntapié al barco, obviamente en conflicto con algún problema emocional grave.

—La cuestión es —dijo en tono desconsolado—: no sabrás por casualidad si tengo algún problema para llegar a casa, ¿verdad?

—¿Qué?

—No son más que doscientos o trescientos kilómetros, no debería tardar mucho en llegar, ¿verdad? —dijo Laveolo, irradiando ansiedad como un faro.

—Oh —Rincewind miró a la cara del hombre.

«Diez años —pensó—. Y toda clase de episodios raros con comosellamen alados y monstruos marinos. Por otro lado, ¿acaso saberlo le iba a ayudar en algo?»

—Llegarás a casa sin problemas —dijo—. De hecho, eres famoso por ello. Hay leyendas enteras sobre tu regreso a casa.

—Buff —Laveolo se apoyó en el casco de un barco, se quitó el yelmo y se secó el sudor de la frente—. Eso me deja mucho más tranquilo, te lo aseguro. Tenía miedo de que los dioses me la tuvieran jugada.

Rincewind no dijo nada.

—Se cabrean un poco si vas por ahí teniendo ideas como caballos de madera y túneles —dijo Laveolo—. Son tradicionalistas, ya sabes. Prefieren que la gente simplemente se mate a tajos. A mí se me ocurrió, ya ves, que si podía enseñarle a la gente una forma más fácil de conseguir lo que querían a lo mejor dejaban de ser unos jodidos estúpidos.

De otro punto de la playa les llegó el sonido de voces masculinas cantando:

—… A Heliodelifilodelfiboscromenos / Vengo por toda la orilla / con la túnica remangada…

—Nunca funciona —dijo Rincewind.

—Tiene que valer la pena intentarlo, ¿no?

—Oh, sí.

Laveolo le dio una palmada en la espalda.

—Anímate —le dijo—. Las cosas solo pueden mejorar.

Caminaron hasta las olas oscuras donde estaba anclado el barco de Laveolo, y Rincewind lo vio meterse en el agua y subir a bordo. Al cabo de un rato acorullaron, o desacorullaron, o como se llame el momento en que hacen pasar los remos por los agujeros de los costados, y el barco se alejó lentamente por la bahía.

Unas voces llegaron flotando sobre la espuma.

—Dirija la parte puntiaguda hacia allí, sargento.

—¡Susórdenes, señor!

—Y no grite. ¿Acaso le he pedido que grite? ¿Por qué todos tienen que gritar? Ahora me voy abajo a tumbarme un rato.

Rincewind regresó caminando pesadamente por la playa.

—El problema —dijo—, es que las cosas no mejoran nunca, lo único que hacen es seguir igual pero más. Pero a Laveolo no le van a faltar preocupaciones.

A su espalda, Eric se sonó la nariz.

—Es lo más triste que he oído nunca —dijo.

Al otro lado de la playa los ejércitos efebios y tsorteanos seguían cantando a pleno pulmón en torno a sus hogueras festivas.

—… Vengo deprisa y corriendo / Aunque me oprime el corsé…

—Vamos —dijo Rincewind—. Vámonos a casa.

—¿Sabes lo gracioso de su nombre? —dijo Eric mientras paseaban por la arena.

—No. ¿A qué te refieres?

—Laveolo significa «el que enjuaga los vientos» casi como tu nombre.

—¿Es mi antepasado? —dijo.

—¿Quién sabe? —dijo Eric.

—Oh. Caramba —Rincewind pensó en aquello—. Bueno, tendría que haberle dicho que no se casara. Y que no visitara Ankh-Morpork.

—Probablemente todavía no la han construido.

Rincewind intentó chasquear los dedos. Esta vez funcionó.

Astfgl se reclinó en su asiento. Se preguntó qué le pasaría a Laveolo.

Los dioses y demonios, como son criaturas ajenas al tiempo, no se mueven por él como burbujas en la corriente. Para ellos todo sucede al mismo tiempo. Eso debería querer decir que saben todo lo que va a pasar porque en cierto sentido ya ha pasado. La razón de que no lo sepan es que la realidad es un sitio muy grande donde pasan muchas cosas interesantes, y seguirles la pista a todas es como intentar usar un aparato de vídeo muy grande sin botón de pausa ni contador de avance de la cinta. Suele ser más fácil sentarse y esperar.

Un día tendría que levantarse y actuar.

Pero aquí y ahora, en la medida en que se podían usar aquellas palabras para referirse a una zona fuera del espacio y del tiempo, las cosas no marchaban bien. Eric parecía levísimamente más simpático, lo cual no era aceptable. También parecía haber cambiado el curso de la historia, aunque eso era imposible porque lo único que se podía hacer con el curso de la historia era facilitarlo.

Lo que hacía falta era algo que sirviera de clímax. Algo que realmente destruyera el alma.

El Rey de los Demonios descubrió que se estaba retorciendo los bigotes.

El problema de chasquear los dedos es que nunca sabes adónde te va a llevar.

Todo era negro alrededor de Rincewind. No era una simple ausencia de color. Era una oscuridad que negaba llanamente toda posibilidad de que alguna vez hubiera existido el color.

Sus pies no tocaban nada, parecía estar flotando. Y también faltaba algo más. No acababa de acertar qué era.

—¿Estás ahí, Eric? —aventuró.

Una voz clara y cercana dijo:

—Sí. ¿Estás aquí tú, demonio?

—Sí-i.

—¿Dónde estamos? ¿Estamos cayendo?

—Creo que no —dijo Rincewind, hablando por experiencia—. No hay viento veloz. Cuando caes notas un viento veloz. Y también te pasa la vida entera ante los ojos, y yo todavía no he visto nada que reconozca.

—¿Rincewind?

—¿Sí?

—Cuando abro la boca no me sale ningún sonido.

—No seas… —Rincewind vaciló. Él tampoco estaba emitiendo ningún sonido. Sabía lo que estaba diciendo, simplemente sus palabras no llegaban al mundo exterior. Pero oía a Eric. Tal vez las palabras renunciaban a sus oídos y le iban directas al cerebro—. Debe de ser alguna clase de magia o algo de eso —dijo—. No hay aire. Por eso no hay sonidos. Los trocitos de aire chocan entre ellos, como si fueran canicas. Así es como se hace el sonido, ya sabes.

—¿En serio? Caray.

—Así que estamos rodeados de la nada absoluta —dijo Rincewind—. La nada total —vaciló—. Hay una palabra para eso, es lo que tienes cuando todo se ha agotado y no te queda nada.

—Sí, creo que se llama la cuenta.

Rincewind meditó sobre aquello.

—De acuerdo —dijo—. La cuenta. Ahí es donde estamos. Flotando en la cuenta absoluta. La cuenta más completa, total y sólida como una piedra.

Astfgl se estaba poniendo frenético. Tenía hechizos que podían encontrar a cualquiera en cualquier parte, en cualquier momento, y aquellos dos no estaban en ningún sitio. Los había visto en la playa y un momento más tarde… nada.

Aquello solamente dejaba dos lugares posibles.

Por suerte eligió primero el que no era.

—Estaría bien que hubiera alguna estrella —dijo Eric.

—Todo esto me resulta muy extraño —dijo Rincewind—. O sea, ¿tú tienes frío?

—No.

—¿Y calor?

—Pues no, la verdad es que no siento nada.

—Ni frío ni calor ni luz ni aire —dijo Rincewind—. Nada más que la cuenta. ¿Cuánto tiempo llevamos aquí?

—No lo sé. Parece una eternidad, pero…

—Ajá. Tampoco estoy seguro de que haya tiempo. No lo que llamamos tiempo propiamente dicho. Solamente esa especie de tiempo que uno se inventa sobre la marcha.

—Vaya, no me esperaba encontrarme con nadie aquí —dijo una voz en el oído de Rincewind.

Era una voz ligeramente lastimera, como diseñada para las quejas, pero por lo menos no tenía ningún matiz amenazante. Rincewind se dejó flotar hasta girarse.

Había un hombrecillo con cara de rata, sentado con las piernas cruzadas y mirándolo con una ligera expresión de recelo. Tenía un lápiz detrás de la oreja.

—Ah. Hola —dijo Rincewind—. ¿Y qué sitio es este, exactamente?

—No es ningún sitio. De eso se trata, ¿no?

—¿Ningún sitio en absoluto?

—Todavía no.

—Muy bien —dijo Eric—. ¿Y cuándo va a ser algún sitio?

—Cuesta de saber —dijo el hombrecillo—. Viéndoos a vosotros dos, y teniendo en cuenta todo, los ritmos metabólicos y todo eso, yo diría que este sitio se convertirá en algún sitio en, más o menooos, unos quinientos segundos —empezó a desenvolver el paquete que tenía en el regazo—. ¿Os apetece un sándwich mientras esperamos?

—¿Qué? ¿Que si me…? —en aquel momento el estómago de Rincewind, consciente de que estaba en peligro de perder la iniciativa si dejaba que el cerebro tomara el mando, se metió por en medio y le hizo decir—. ¿De qué son?

—Ni idea. ¿De qué te gustaría que fueran?

—¿Cómo?

—No marees la perdiz. Tú di de qué te gustaría que fueran.

—Oh —Rincewind se lo quedó mirando—. Bueno, si tienes de huevo y berro…

—Háganse el huevo y el berro, mismamente —dijo el hombrecillo.

Metió la mano en el paquete y le dio un triángulo blanco a Rincewind.

—Caray —dijo Rincewind—. Qué coincidencia.

—Debe de estar a punto de empezar —dijo el hombrecillo—. Por… no es que hayan establecido todavía ninguna dirección ni nada, no te puedes fiar de ellos, pero… por ahí.

—Lo único que veo es oscuridad —dijo Eric.

—No, no es verdad —dijo el hombrecillo en tono triunfal—. Lo único que ves es lo que viene antes de que se haya instalado la oscuridad, mismamente —lanzó una mirada asesina a la no-todavía-oscuridad—. Vamos. ¿Por qué estamos esperando, por qué estamos esperando? —canturreó.

—¿Esperando qué?

—Todo.

—¿Todo el qué? —dijo Rincewind.

—Todo. No todo el qué. Todo, mismamente.

Astfgl escrutó a través de las nubes serpenteantes de gas. Por lo menos estaba en el lugar adecuado. El quid mismo del final del universo era que no se podía sobrepasar por accidente.

Las últimas ascuas se apagaron con un parpadeo. El tiempo y el espacio colisionaron en silencio y se colapsaron.

Astfgl tosió. Uno se siente muy solo cuando está a veinte millones de años luz de su casa.

—¿Hay alguien ahí? —dijo.

SÍ.

La voz estaba junto a su oído. Hasta los reyes de los demonios pueden tener un escalofrío.

—Aparte de ti, quiero decir —dijo—. ¿Has visto a alguien?

SÍ.

—¿A quién?

A TODOS.

Astfgl suspiró.

—Quiero decir si has visto a alguien hace poco.

ESTO ESTÁ MUY TRANQUILO, dijo la Muerte.

—Mierda.

¿ESTABAS ESPERANDO A ALGUIEN MÁS?

—Pensé que podría estar aquí alguien llamado Rincewind, pero… —empezó Astfgl.

Hubo un resplandor rojo en las cuencas oculares de la Muerte.

¿EL MAGO?, dijo.

—No, es un dem… —Astfgl se detuvo. Durante lo que podría haber sido varios segundos, de haber existido todavía el tiempo, estuvo flotando en un estado de terrible sospecha—. ¿Un humano? —gruñó.

ES LLEVAR EL TÉRMINO UN POCO LEJOS, PERO EN UN SENTIDO GENERAL ES CORRECTO.

—¡La madre que me parió! —dijo Astfgl.

NO ME CONSTA QUE EXISTA.

El Rey de los Demonios extendió una mano temblorosa. Su furia creciente estaba superando a su sentido de la elegancia. Las garras se le salieron y le rasgaron los guantes rojos de seda.

Y luego, debido a que nunca es buena idea ganarse la antipatía de nadie que tenga una guadaña, Astfgl dijo:

—Lamento haberte molestado —y desapareció.

Solamente cuando consideró que estaba lo bastante lejos del extraordinario sentido del oído de la Muerte, soltó un grito de rabia.

La nada se desplegó en toda su inacabable longitud a través de los espacios ventosos del final del tiempo.

La Muerte esperó. Al cabo de un rato sus dedos esqueléticos tamborilearon en el mango de su guadaña.

La oscuridad lo envolvió. Ya ni siquiera había infinito.

Intentó silbar algunos compases de canciones impopulares entre los dientes, pero la nada simplemente se tragó el ruido.

La eternidad se había acabado. Todas las arenas de los relojes habían caído. La gran carrera entre entropía y energía había acabado y el favorito había acabado ganador.

¿Tal vez debería volver a afilar la hoja?

No.

La verdad es que no tendría mucho sentido.

Grandes remolinos de nada en absoluto se extendían hasta lo que se habría podido llamar la lejanía si todavía hubiera habido un marco de referencia espacio-temporal para darle algún sentido sensato a la palabra «lejanía».

No parecía haber gran cosa que hacer.

«Tal vez sea hora de dejarlo todo», pensó.

La Muerte se dio la vuelta para marcharse, pero al hacerlo oyó un ruido casi imperceptible. Un ruido que era al sonido lo que un fotón es a la luz, tan débil que habría pasado completamente desapercibido en el barullo de un universo en funcionamiento.

Era un fragmento minúsculo de materia, que acababa de cobrar existencia con un ruidito hueco.

La Muerte caminó hasta el punto de llegada y miró con atención.

Era un clip sujetapapeles. [11]

Bueno, era un comienzo.

Hubo otro ruidito hueco, que dejó un diminuto botón de camisa blanco girando suavemente en el vacío.

La Muerte se relajó un poco. Por supuesto, iba a llevar cierto tiempo. Iba a haber un interludio antes de que todo aquello se hiciera lo bastante complejo como para producir nubes de gases, galaxias, planetas y continentes, por no hablar ya de cositas con forma de sacacorchos girando en masas de agua limosa y preguntándose si valía la pena el esfuerzo de desarrollar aletas y piernas y cosas con tal de evolucionar. Pero aquello indicaba el principio de una tendencia inevitable.

Lo único que le hacía falta era tener paciencia, y eso se le daba bien. Muy pronto habría criaturas vivas, desarrollándose como locas, corriendo y riendo bajo la nueva luz del sol.

Cansándose. Envejeciendo.

La Muerte se sentó. Podía esperar.

Estaría allí cuando lo necesitaran.

El Universo empezó a existir.

Cualquier cosmogonista ferviente afirmará que todas las cosas interesantes tuvieron lugar en los primeros dos minutos, cuando la nada se apelotonó para formar el espacio y el tiempo y aparecieron un montón de agujeros negros diminutos y todo eso. Después, dicen, todo pasó a ser materia de, bueno, de materia. Se había acabado todo lo bueno excepto la radiación de microondas.

Vista de cerca, sin embargo, tenía cierto atractivo chillón. El hombrecillo se sorbió la nariz.

—Demasiada fanfarria —dijo—. No hace falta tanto ruido. Se podría haber hecho lo mismo con un Gran Susurro, o un poco de música.

—¿Ah, sí? —dijo Rincewind.

—Sí, y sobre la marca de los dos picosegundos tenía un aspecto un poco dudoso. Ciertamente ha habido algún relleno en mal estado. Pero así se hacen las cosas hoy en día. Se ha perdido el oficio. Cuando yo era chaval se tardaba días en hacer un universo. Uno podía enorgullecerse de ello. Ahora lo dejan todo de cualquier manera, se vuelven al camión y se largan. ¿Y sabéis qué?

—Pues no —dijo Rincewind en tono débil.

—Roban cosas de la obra. Encuentran a alguien cerca que quiere ampliar un poco su universo y un rato después descubres que se han llevado un cacho de firmamento y lo han vendido para alguna ampliación en alguna parte.

Rincewind se lo quedó mirando.

—¿Quién eres?

El hombre se cogió el lápiz de detrás de la oreja y miró con expresión meditabunda el espacio que rodeaba a Rincewind.

—Hago cosas —dijo.

—¿Qué clase de cosas?

—¿Qué clase de cosas te gustaría?

—¿Eres el Creador?

El hombrecillo puso mucha cara de vergüenza.

—No «el». No «el». Solamente «un». No me dedico a los encargos grandes, las estrellas, las gigantes gaseosas, los pulsares y todo eso. Estoy especializado en lo que llamaríamos «obras a medida» —los miró con cara de orgullo desafiante—. Hago todos mis propios árboles, ¿sabéis? —les confió—. Artesanales. Se tarda años en aprender a hacer árboles. Hasta las coníferas.

—Oh —dijo Rincewind.

—No tengo a nadie para que me los acabe. No subcontrato, ese es mi lema. Los cabrones siempre te hacen esperar mientras están instalando estrellas o lo que sea para otro —el hombrecillo suspiró—. ¿Sabéis?, la gente piensa que crear es muy fácil. Piensan que solamente hay que cernirse sobre la faz de las aguas y agitar un poco las manos. Pero no es así para nada.

—¿Ah, no?

El hombrecillo se volvió a rascar la nariz.

—Por ejemplo, a la gente se le acaban enseguida las ideas para los copos de nieve.

—Oh.

—Uno empieza a pensar que no pasaría nada por meter unos cuantos idénticos.

—¿En serio?

—Uno piensa: «Hay un millón de trillones de chiquillones de copos, nadie se va a dar cuenta». Pero ahí es donde entra la profesionalidad, mismamente.

—¿En serio?

—Hay gente —y el creador clavó la mirada en la materia informe que seguía fluyendo a su lado— que cree que es fácil instalar unas cuantas fórmulas físicas básicas y luego coger el dinero y marcharse. Y mil millones de años después tienes goteras por todo el cielo, agujeros negros del tamaño de tu cabeza y cuando la gente reza para quejarse, solamente hay una chica en el mostrador que dice que no sabe dónde está el jefe. Yo pienso que la gente agradece el toque personal, ¿no creéis?

—Ah —dijo Rincewind—. Así que… cuando a la gente le cae encima un rayo… esto… no es por todo eso de las descargas eléctricas y los lugares elevados y todo eso… o sea… ¿eres tú quien los envía?

—Oh, yo no. Yo no estoy a cargo de los universos. Ya es bastante trabajo construirlos, no se me puede pedir que también haga de operador. Hay otros muchos universos, ya sabéis —añadió, con un ligero matiz acusatorio en la voz—. Tengo una lista de encargos tan larga como vuestro brazo.

Extendió el brazo y cogió un libro grande y encuadernado en piel que tenía debajo, y sobre el cual al parecer había estado sentado. El libro se abrió con un crujido.

Rincewind sintió que alguien le tiraba de la túnica.

—Escucha —dijo Eric—. Este no será realmente… Él, ¿verdad?

—Dice que sí —dijo Rincewind.

—¿Qué estamos haciendo aquí?

—No lo sé.

El creador se lo quedó mirando.

—Un poco de silencio por aquí, por favor —dijo.

—Pero escucha —dijo Eric entre dientes—. Si realmente es el creador del mundo, ese sándwich es una reliquia religiosa.

—Caray —dijo Rincewind en voz baja.

Llevaba una eternidad sin comer. Se preguntaba cuál sería el castigo por comerse un objeto de veneración. Probablemente sería severo.

—Lo puedes meter en algún templo y vendrán a verlo millones de personas.

Rincewind levantó con cautela la rebanada de encima.

—No tiene mayonesa —dijo—. ¿Sigue contando?

El creador carraspeó y empezó a leer en voz alta.

Astfgl se deslizó por la pendiente de la entropía como una chispa roja y enfadada sobre los remolinos del interespacio. Estaba tan furioso que se le estaban yendo de las manos los últimos vestigios de autocontrol. Su gorro estilizado de elegantes cuernecillos se había convertido en una simple voluta de color carmesí que colgaba de la punta de uno de los enormes cuernos espirales de carnero que flanqueaban su cabeza.

Con un ruido casi sensual, se desgarró la seda roja que le cubría la espalda y se le desplegaron las alas.

Se suele representar las alas de los demonios con la textura del cuero, pero en aquel entorno el cuero no sobreviviría más que unos segundos. Además, no se dobla muy bien.

Aquellas alas estaban hechas de magnetismo y espacio moldeado, se extendían hasta formar una cortina suave sobre el firmamento incandescente y batían tan lenta e inexorablemente como el ascenso de las civilizaciones.

Seguían pareciendo alas de murciélago, pero solamente en aras de la tradición.

En algún momento en torno al vigésimo noveno milenio lo adelantó, casi sin que se diera cuenta, algo pequeño y oblongo y probablemente más furioso todavía que él.

Hacen falta ocho hechizos para fabricar el mundo. Rincewind lo sabía muy bien. Sabía que el libro que los contenía era el Octavo, porque todavía existía en la biblioteca de la Universidad Invisible, actualmente dentro de una caja de hierro soldado en el fondo de un pozo cavado especialmente, donde sus radiaciones mágicas pudieran mantenerse bajo control.

Rincewind se había preguntado cómo empezó todo. Se había imaginado una especie de explosión al revés, el rugido de los gases interestelares uniéndose para formar a Gran A’Tuin, o por lo menos un ruido de truenos o algo parecido.

En lugar de todo aquello hubo un tenue tañido musical y, allí donde el Mundodisco no había estado, estaba el Mundodisco, como si hubiera estado escondiéndose en algún sitio todo el tiempo.

También se dio cuenta Rincewind de que la sensación de caída con la que había aprendido recientemente a vivir era la misma con la que probablemente iba a morir también. Al parecer el mundo debajo de él, trajo consigo la oferta especial de este eón: la gravedad, disponible en una gran variedad de fuerzas desde su cuerpo planetario masivo más cercano.

Como sucedía a menudo en aquellas ocasiones, dijo: «¡Aaargh!».

El creador, todavía sentado serenamente en medio del aire, apareció a su lado mientras estaba cayendo en picado.

—Las nubes son majas, ¿no crees? He hecho un buen trabajo con las nubes —dijo.

—¡Aaargh! —repitió Rincewind.

—¿Te pasa algo?

—¡Aaargh!

—Así son los humanos —dijo el creador—. Siempre con prisas —se acercó más—. No es cosa mía, claro, pero a menudo me he preguntado qué os pasa por la cabeza.

—¡Dentro de un minuto serán mis pies! —gritó Rincewind.

Eric, cayendo a su lado, le tiró del tobillo:

—¡Esa no es forma de hablarle al creador del universo! —gritó—. ¡Dile que haga algo, que haga el suelo blando o algo así!

—Oh, eso no sé si puedo hacerlo. Es por las regulaciones de la causalidad. Se me echaría encima el inspector como un… como un peso —añadió—. Probablemente os podría improvisar un pantano muy esponjoso. O unas arenas movedizas, que están muy de moda. Os podría hacer un set completo de arenas movedizas con pantano y ciénaga en suite, sin problemas.

—¡…! —dijo Rincewind.

—Vas a tener que hablar un poquito, lo siento. Espera un momento.

Se oyó otro tañido armonioso.

Cuando Rincewind abrió los ojos estaba en una playa. Igual que Eric. El creador flotaba cerca de ellos.

Ya no había viento veloz. Y no tenían ni un moretón.

—He hecho un apañillo en las velocidades y las posiciones —dijo el creador al ver su expresión—. ¿Qué me estabas diciendo?

—Que tenía ganas de dejar de precipitarme a mi muerte —dijo Rincewind.

—Ah. Bien. Pues me alegro de haberlo arreglado —el creador miró a su alrededor, distraído—. No habréis visto mi libro, ¿verdad? Cuando empecé lo tenía en la mano, creo. Un día voy a perder la cabeza. Una vez hice un mundo entero y me olvidé por completo de los finguels. Joder, no puse ni uno. No pude conseguirlos a tiempo y me dije a mí mismo que ya volvería un momento cuando estuvieran en stock, pero se me fue de la cabeza del todo. Imaginaos. Nadie se dio cuenta, claro, porque obviamente evolucionaron allí y no sabían que tenía que haber finguels, pero estaba claro que aquello les causaba profundos problemas psicológicos. En el fondo se daban cuenta de que faltaba algo, mismamente.

El creador recobró la compostura.

—En todo caso, no me puedo quedar todo el día —dijo—. Como he dicho, tengo muchos trabajos que hacer.

—¿Muchos? —dijo Eric—. Pensaba que solamente había uno.

—Oh, no. Hay montones —dijo el creador, empezando a desvanecerse—. Es cosa de la mecánica cuántica, mira por dónde. No se hace una vez y ya está. No, no paran de ramificarse. Lo llaman decisión múltiple, es como pintar el… pintar el… Pintar algo muy grande que tienes que seguir pintando, mismamente. Está muy bien decir que tienes que cambiar un detallito, pero ¿qué detallito cambias? Esa es la putada. Bueno, encantado de haberos conocido. Si necesitáis algún trabajillo extra, ya sabéis, una luna extra o algo así…

—¡Eh!

El creador reapareció, con las cejas levantadas en un gesto de sorpresa cortés.

—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Rincewind.

—¿Ahora? Bueno, me imagino que pronto ya habrá dioses. No tardan mucho en mudarse e instalarse, ya sabéis. Son como moscas alrededor de una… Moscas alrededor de una… Como moscas. Suelen llegar muy animados, pero pronto se tranquilizan. Supongo que ellos se ocupan de la gente, etecé. —El creador se inclinó hacia delante—. Nunca se me ha dado bien hacer gente. No me salen bien los brazos y las piernas —y se desvaneció.

Esperaron.

—Creo que esta vez se ha ido de verdad —dijo Eric al cabo de un momento—. Qué hombre tan agradable.

—Ciertamente uno entiende mucho mejor por qué el mundo es como es después de hablar con él —dijo Rincewind.

—¿Qué es una mecánica cuántica?

—No lo sé. Una mujer que reparara cuantos, supongo.

Rincewind miró el sándwich de huevo con berro que todavía tenía en la mano. Seguía faltándole la mayonesa y el pan estaba mustio, pero pasarían miles de años antes de que volviera a existir otro. Tenía que aparecer la agricultura, la domesticación de los animales, la evolución del cuchillo para pan a partir de su antepasado primitivo de sílex, el desarrollo de la tecnología láctea —y si había ganas de hacer las cosas bien, el cultivo de olivos y de pimenteros, las salinas, los procesos de fermentación del vinagre y las técnicas de la química alimentaria elemental— antes de que el mundo viera otro igual. Era algo único, un triangulito blanco lleno de anacronismos, perdido y solo en un mundo hostil.

Le dio un mordisco de todas maneras. No estaba muy bueno.

—Lo que no entiendo —dijo Eric— es por qué estamos aquí.

—Supongo que no es una pregunta filosófica —dijo Rincewind—. Supongo que quieres decir: ¿por qué estamos aquí en el alba de la creación en esta playa casi sin usar?

—Sí. Eso quiero decir.

Rincewind se sentó en una roca y suspiró:

—Me parece que es bastante obvio, ¿no? —dijo—. Tú querías vivir por toda la eternidad.

—Yo no dije nada de viajar en el tiempo —dijo Eric—. Lo dije muy clarito para que no hubiera trucos.

—No hay ningún truco. El deseo está intentando ayudarte. O sea, es bastante obvio si piensas en ello. «Eternidad» abarca todo el alcance del tiempo y del espacio. Eternidad. Por toda la e-ter-ni-dad. ¿Lo entiendes?

—¿Quieres decir que hay que empezar en la casilla uno?

—Exacto.

—¡Pero eso no me sirve! ¡Pasarán años antes de que haya nadie más!

—Siglos —le corrigió Rincewind en tono sombrío—. Milenios. Iones. Y luego vendrán toda clase de guerras y monstruos y cosas de esas. La mayor parte de la historia es bastante atroz, si te fijas bien. O aunque no te fijes muy bien.

—Pero lo que yo quería decir era que quería continuar viviendo eternamente a partir de ahora —dijo Eric en tono frenético—. O sea, de entonces. Quiero decir que mira este sitio. No hay chicas. No hay gente. Nada que hacer el sábado por la noche.

—Ni siquiera van a existir los sábados por la noche hasta dentro de miles de años —dijo Rincewind—. Solamente habrá noches.

—Tienes que llevarme de vuelta ahora mismo —dijo Eric—. Te lo ordeno. ¡Vade retro!

—Tú di eso una vez más y te retuerzo la oreja —dijo Rincewind.

—¡Pero si solamente tienes que chasquear los dedos!

—No funcionará. Ya has tenido tus tres deseos. Lo siento.

—¿Y qué hago ahora?

—Bueno, si ves algo que sale reptando del mar e intenta respirar, dile que no vale la pena.

—Esto te parece gracioso, ¿no?

—Es bastante divertido, ahora que lo mencionas —dijo Rincewind con cara inexpresiva.

—Pues la broma va a ir dejando de hacer gracia con el paso de los años —dijo Eric.

—¿Qué?

—Bueno, tú no vas a ninguna parte, ¿verdad? Vas a tener que quedarte conmigo.

—Bobadas. Lo que voy a… —Rincewind miró a su alrededor a la desesperada.

«¿Qué voy a hacer?», pensó.

Las olas rompían tranquilamente en la playa, todavía sin demasiada fuerza porque estaban tanteando el terreno. Se acercaba la primera subida de la marea, con cautela. No había línea de marea, no había ninguna marca sesgada de algas viejas y conchas para darle alguna idea de qué se esperaba de ella. El aire tenía el olor limpio y fresco de un aire que todavía está por conocer los efluvios del suelo de un bosque o los pormenores del aparato digestivo de un rumiante.

Rincewind había crecido en Ankh-Morpork. Le gustaba el aire que había visto un poco de mundo, que había conocido a gente, que había vivido.

—Tenemos que volver —dijo en tono apremiante.

—Eso es lo que te estaba diciendo —dijo Eric al límite de su paciencia.

Rincewind dio otro mordisco al sándwich. Había visto la cara de la muerte muchas veces, o más exactamente la Muerte le había visto el pescuezo alejándose a toda prisa muchas veces, y de pronto la idea de vivir eternamente no le seducía. Había, por supuesto, grandes preguntas cuyas respuestas podía aprender, como por ejemplo cómo evolucionaba la vida y todas esas cosas, pero visto como una forma de pasar todo tu tiempo libre durante la siguiente eternidad, no llegaba ni a las suelas de un anochecer tranquilo paseando por las calles de Ankh-Morpork.

Con todo, había adquirido un antepasado. No estaba mal. No todo el mundo tenía un antepasado. ¿Qué habría hecho su antepasado en una situación como aquella?

No habría estado allí.

Bueno, sí, claro, pero aparte de eso, lo que habría hecho… Habría usado su certera mente militar para tener en cuenta las herramientas a su alcance, eso es lo que habría hecho.

Él tenía: (1) Un sándwich de huevo con berro a medio comer. Que no le servía de nada. Lo tiró.

Tenía: (2) A sí mismo. Dibujó una marca en la arena. No tenía muy claro para qué podía servir, pero ya volvería a ello más adelante.

Tenía: (3) A Eric. Demonólogo de trece años y zona cero de ataque de acné.

Y eso parecía ser todo.

Miró la arena limpia y blanca un rato, dibujándole garabatos.

Luego dijo en voz baja:

—Eric. Ven aquí un momento…

Las olas eran mucho más fuertes ahora. Realmente le habían cogido el tranquillo a aquello de la marea y estaban practicando un poco de flujo y reflujo.

Astfgl se materializó en medio de una nube de humo azul.

—¡Ajá! —dijo, pero le quedó un poco desangelado porque no había nadie para oírlo.

Miró el suelo. Había huellas en la arena. Cientos. Corrían de un lado para otro, como si algo hubiera estado buscando frenéticamente, y luego desaparecían.

Se acercó más. Era difícil de distinguir por culpa de todas las huellas y los efectos del viento, y la marea pero justo al borde de la espuma se veían las señales inconfundibles de un círculo mágico.

Astfgl dijo una palabrota que hizo cristalizar la arena a su alrededor y desapareció.

La marea siguió a lo suyo. En otro punto de la playa la última ola se derramó en un hueco entre las rocas y el nuevo sol iluminó los restos de un sándwich de huevo con berro a medio comer. La acción de la marea le dio la vuelta. Miles de bacterias se encontraron de pronto en medio de una explosión de sabor y empezaron a reproducirse como locas.

Si hubiera habido algo de mayonesa, la vida podría haber sido muy distinta. Más sabrosa y quizá también un poco más jugosa.

Viajar por medio de la magia siempre presentaba inconvenientes importantes. El principal era la sensación de que se te estaba quedando atrás el estómago. Y la mente se te llenaba de terror porque el lugar de destino siempre era un poco incierto. «Cualquier parte» representaba una gama muy restringida de opciones comparado con la clase de sitios adonde te podía transportar la magia. El viaje en sí era fácil. Lo que costaba un esfuerzo considerable era llegar a un destino que te permitiera, por ejemplo, sobrevivir en las cuatro dimensiones al mismo tiempo.

En realidad el margen de error era tan enorme que el hecho de emerger en una caverna bastante normal y corriente con el suelo de arena acabó pareciendo un anticlímax.

En la pared opuesta había una puerta.

No había duda de que era una puerta prohibitoria. Parecía como si su diseñador hubiera estudiado todas las puertas de celdas que había podido encontrar y luego se le fuera la mano y hubiera construido, por decirlo de algún modo, una versión para orquesta sinfónica visual. Era más bien un portalón. Sobre su arco medio desmoronado había grabada una advertencia antigua y probablemente temible, aunque destinada a permanecer desapercibida debido a que alguien le había pegado encima un letrero brillante rojo y blanco que decía: «¡¡¡No hay que estar "condenado" para trabajar aquí, pero ayuda!!!».

Rincewind miró el letrero con los ojos guiñados.

—Claro que lo puedo leer —dijo—. Lo que pasa es que no me lo creo.

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