Eric

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Eric

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»Los signos de exclamación múltiples —continuó, negando con la cabeza— son señal segura de una mente enferma.

Miró detrás de él. El contorno reluciente del círculo mágico de Eric perdió intensidad y se apagó con un parpadeo.

—No es que sea quisquilloso, de verdad —dijo—. Es que me pareció entender que podías llevarnos a Ankh. Y esto no es Ankh. Me doy cuenta por los pequeños detalles, como las sombras rojas parpadeantes y los gritos lejanos. En Ankh los gritos suelen estar mucho más cerca —añadió.

—Creo que ya he hecho bastante con hacerlo funcionar —dijo Eric, molesto—. Se supone que no se pueden ejecutar círculos mágicos a la inversa. En teoría quiere decir que te quedas en el círculo y la realidad se mueve a tu alrededor. Creo que me ha salido muy bien. Fíjate —añadió, con una repentina vibración de entusiasmo en la voz—, si reescribes el códice fuente y, esta es la parte difícil, lo diriges por una red de alto…

—Sí, sí, muy ingenioso, no sé qué es lo siguiente que se os ocurrirá —dijo Rincewind—. Lo que pasa es que estamos… que creo que esto tiene mucha pinta de ser el infierno.

—¿Ah?

La falta de reacción de Eric despertó la curiosidad de Rincewind.

—Ya sabes —añadió—. Ese sitio donde están todos los demonios.

—¿Ah?

—Se suele considerar que no es un sitio agradable —dijo Rincewind.

—¿No crees que podemos explicarles lo que nos pasa?

Rincewind reflexionó sobre aquello. Ahora que lo pensaba, no estaba seguro de qué te hacían los demonios. Pero sí sabía lo que te hacían los humanos, y después de una vida entera en Ankh-Morpork aquel sitio podía suponer una mejora. O por lo menos, sería más cálido.

Miró el aldabón de la puerta. Era negro y espantoso, pero no importaba porque también estaba atado de forma que no se podía usar. A su lado, con todo el aspecto de haber sido instalado recientemente por alguien que no sabía lo que estaba haciendo y no quería hacerlo, había un botón incrustado en la madera astillada. Rincewind lo pulsó de forma experimental.

El ruido que hizo podía haber sido alguna vez una melodía popular, posiblemente incluso una melodía escrita por un compositor lleno de talento para quien se había revelado, durante un breve instante de éxtasis, la música de las esferas. Ahora, sin embargo, simplemente hizo: Bing-BONG, ding-DONG.

Y sería hacer un uso descuidado del idioma decir que la cosa que respondió a la puerta era una pesadilla. Las pesadillas suelen estar llenas de bobadas, y resulta muy difícil explicarle a alguien qué tiene de temible que tus calcetines cobren vida o que salgan zanahorias gigantes saltando de los setos. Pero esta cosa era la clase de cosa terrorífica que solamente podía crear alguien que se sentara y pensara en pensamientos horribles con mucha lucidez. Tenía más tentáculos que patas, pero menos brazos que cabezas.

También llevaba una insignia.

La insignia decía: «Me llamo Urglefloggah, Engendro del Averno y Guardián Repulsivo del Portal Pavoroso: ¿En Qué Puedo Ayudarle?».

Y aquello no le hacía mucha gracia.

—¿Sí? —bramó.

Rincewind todavía estaba leyendo la inscripción.

—¿Que en qué puedes ayudarnos?

Urglefloggah, que se parecía un poco al difunto Quesoricóttatl, hizo rechinar algunos de sus dientes.

—«Hola… amigos» —recitó, al estilo de alguien a quien le han explicado pacientemente su guión con la ayuda de un hierro candente—. «Me llamo Urglefloggah, Engendro del Foso, y seré su anfitrión hoy… Quiero ser el primero en darles la bienvenida a nuestros fastuosos…»

—Espera un momento —dijo Rincewind.

—«… Elegidos para su comodidad…» —dijo Urglefloggah con voz retumbante.

—Aquí falla algo —dijo Rincewind.

—«… Para colmar todos los deseos de ustedes, los clientes…» —continuó estoicamente el demonio.

—Perdón —dijo Rincewind.

—«… Tan placentera como sea posible» —dijo Urglefloggah. Hizo un ruido parecido a un suspiro de alivio, desde las profundidades de sus mandíbulas. Ahora parecía estar escuchando por primera vez—. ¿Sí? ¿Qué?

—¿Dónde estamos? —dijo Rincewind.

Varias bocas sonrieron:

—¡Arredraos, mortales!

—Yo me he lavado antes de salir de casa —dijo Eric—. Pero es que nos ha pasado de todo…

—¡Postraos y humillaos, mortales! —se corrigió a sí mismo el demonio—. Porque estáis condenados a una eternidad de… —se detuvo y soltó un gemido.

«Habrá un período de terapia correctiva —se corrigió a sí mismo de nuevo, escupiendo bilis con cada palabra— que confiamos sea lo más instructivo y ameno posible, con la debida atención a los derechos de ustedes, los clientes. Miró a Rincewind con varios ojos».

—Temible, ¿no? —dijo con una voz más normal—. No me culpéis a mí. Si de mí dependiera, soltaría el viejo rollo de las cosas candentes por donde ya sabéis, tut suit.

—Esto es el Infierno, ¿verdad? —dijo Eric—. He visto dibujos.

—Ahí es donde estáis —dijo el demonio en tono lastimero. Se sentó, o por lo menos se dobló de alguna forma complicada—. Servicio personal, eso es lo que había antes. La gente sentía que nos interesábamos por ellos, que no eran simples números sino, bueno, víctimas. Teníamos una tradición de servicio. Pero a él le trae sin cuidado. Y bueno, ¿por qué os estoy contando mis problemas? Como si no tuvierais bastante vosotros, con eso de estar muertos y estar aquí. No sois músicos, ¿verdad?

—En realidad ni siquiera estamos mue… —empezó a decir Rincewind. El demonio no le hizo caso, sino que se puso de pie y empezó a caminar lenta y pesadamente por el pasillo húmedo, haciéndoles señales para que lo siguieran.

—Si fuerais músicos ibais a odiar este sitio. O sea, a odiarlo más. De las paredes sale música todo el día, bueno, lo que él llama música, yo no tengo nada contra una buena canción, en serio, algo que se pueda gritar y todo eso, pero este no es el caso, o sea, yo tengo entendido que nosotros teníamos todas las mejores canciones, así que ¿por qué tenemos que aguantar esto que suena como si alguien se hubiera dejado encendido el piano y se hubiera marchado?

—De hecho…

—Y luego están las macetas con plantas. No me malinterpretéis, me gusta ver un poco de verde por aquí. Pero algunos de los chicos dicen que estas plantas no son de verdad, y lo que yo digo es que tienen que serlo, porque nadie que estuviera bien de la cabeza haría una planta que pareciera cuero de color verde oscuro y oliera a perezoso muerto. Y él dice que le dan al sitio un aire abierto y amistoso. ¡Un aire abierto y amistoso! He visto a buenos jardineros derrumbarse y llorar. Os lo juro, me decían que cualquier cosa que les hiciéramos después les parecía una mejora.

—Todavía no nos hemos… —dijo Rincewind, intentando embutir las palabras en alguna pausa del discurso monótono e interminable de aquella cosa, pero no fue lo bastante rápido.

—La máquina del café, eso sí, la máquina del café es buena, os lo aseguro. Antes solamente ahogábamos a la gente en lagos de pis de gato, no les hacíamos comprarlo a la taza.

—¡No estamos muertos! —gritó Eric.

Urglefloggah se detuvo, tembloroso.

—Claro que estáis muertos —dijo—. Si no, no estaríais aquí. No me imagino a gente viva bajando aquí. No durarían ni cinco minutos —abrió varias de sus bocas, mostrando un amplio surtido de colmillos—. Jua, jua —añadió—. Si yo pillara a alguien vivo por aquí…

No era por nada que Rincewind había sobrevivido durante años en medio de las complejidades paranoicas de la Universidad Invisible. Se sentía casi como en su casa. Sus reflejos funcionaron con una precisión increíble.

—¿O sea que no te lo han dicho? —dijo.

Era difícil saber si la expresión de Urglefloggah cambió, aunque solamente fuera porque era difícil saber qué parte de aquella cosa era su expresión, pero ciertamente proyectó un aire familiar de incerteza súbita y resentida.

—¿Decirme qué? —dijo.

Rincewind miró a Eric.

—Pues deberían avisar a la gente, ¿no?

—¿Avisar de q…? ¡Argggg! —dijo Eric, agarrándose el tobillo.

—Así es la administración de empresas moderna —dijo Rincewind, con la cara irradiando ultraje—. Van y hacen un montón de cambios, lo reorganizan todo, ¿y acaso consultan a la gente que constituye el mismo esqueleto…?

—… Exoesqueleto… —corrigió el demonio.

—… ¿O cualquier otra estructura calcárea o quitinosa de la organización? —terminó Rincewind sin perder aplomo.

Se quedo esperando lo que sabía que vendría a continuación.

—Ah, no, ellos no —dijo Urglefloggah—. Están demasiado ocupados poniendo letreros.

—Me parece una actitud repulsiva —dijo Rincewind.

—¿Sabéis —dijo Urglefloggah— que no me dejaron entrar en las vacaciones del Club 18.000-30.000? Me dijeron que era demasiado mayor. Que les iba a estropear la diversión.

—¿Adónde va a ir a parar el submundo? —dijo Rincewind en tono comprensivo.

—Nunca vienen aquí abajo, ¿sabéis? —dijo el demonio, alicaído—. Nunca me avisan de nada. ¡Ah, sí, muy importante, vigilar la puta puerta, eso sí que es importante, pues no me lo parece!

—Mira —dijo Rincewind—. ¿Quieres que hable con ellos?

—Todo el tiempo aquí abajo, recibiendo a los que llegan…

—¿No querrías que habláramos con alguien? —dijo Rincewind.

El demonio se sorbió varias narices al mismo tiempo.

—¿No os importaría? —dijo.

—No, me encantaría —dijo Rincewind.

Urglefloggah se animó un poco, pero no demasiado, por si acaso.

—No puede hacer daño a nadie, ¿no? —dijo.

Rincewind hizo acopio de valor y le dio unas palmaditas a la cosa en el sitio que confió fervientemente que fuera la espalda.

—Tú no te preocupes —dijo.

—Muy amable.

Rincewind miró a Eric por encima de la mole temblorosa.

—Es hora de irnos —dijo—. No vayamos a llegar tarde a nuestra cita —le hizo señas frenéticas por encima de la cabeza del demonio.

Eric sonrió.

—Sí, claro, la cita —dijo.

Subieron por el amplio pasillo.

Eric soltó una risita histérica.

—Ahora es cuando corremos, ¿no? —dijo.

—Ahora es cuando caminamos —dijo Rincewind—. Solamente caminamos. Lo importante es fingir despreocupación. Y esperar al momento preciso para cada cosa.

Miró a Eric.

Eric lo miró a él.

Detrás de ellos, Urglefloggah hizo un ruido como de «acabo de entenderlo».

—¿Como ahora? —dijo Eric.

—Ahora está bien, sí.

Echaron a correr.

El infierno no era lo que Rincewind se esperaba, aunque había señales de lo que fue alguna vez: escoria de hornos en las paredes, una quemadura muy fea en el techo. Y hacía calor, esa clase de calor que se consigue hirviendo aire dentro de un horno durante años.

El infierno, tal como se ha sugerido, son los demás.

Esto siempre ha resultado sorprendente para muchos demonios en activo, que siempre habían creído que el infierno era clavarle cosas afiladas a la gente, empujarlos a lagos de sangre y esas cosas.

Esto es porque los demonios, como la mayoría de la gente, no consiguen distinguir entre cuerpo y alma.

Lo cierto era que, tal como habían percibido hordas de reyes de los demonios, había un límite a las cosas que se le podía hacer a un alma con, por ejemplo, pinzas al rojo, porque incluso las almas más malignas y corruptas eran lo bastante listas como para darse cuenta de que al no estar ya unidas al cuerpo y sus terminaciones nerviosas concomitantes, no había ninguna razón real, más que la fuerza de la costumbre, por la cual tuvieran que sufrir ninguna agonía atroz. Así que no la sufrían. Los demonios continuaban con su trabajo de todas formas, ya que la estupidez ciega e inconsciente es parte de lo que comporta ser un demonio, pero como nadie sufría tampoco se lo pasaban muy bien y todo aquello resultaba absurdo. Siglos y siglos de absurdidad.

Astfgl había adoptado, sin ser consciente de lo que estaba haciendo, un método radicalmente nuevo.

Los demonios se pueden mover entre dimensiones, y así era como había encontrado los ingredientes básicos para un equivalente muy valioso del lago de sangre, por decirlo de alguna forma, para el alma. Aprended de los humanos, les dijo a los señores de los demonios. Aprended de los humanos. Es asombroso lo que se puede aprender de los humanos.

Tomad, por ejemplo, cierto tipo de hotel. Probablemente sea una versión inglesa de un hotel americano, pero gestionado con esa genialidad típica de los ingleses para coger algo americano y extraerle su único aspecto valioso, de forma que uno termina con comida rápida lenta, música country al estilo de Cornualles, y, bueno, este hotel.

Hoy se cierra pronto. La barra del bar no es más que una mesa recubierta con paneles de color pastel y una estúpida cubitera encima, colocada en una esquina, y no abrirá hasta dentro de muchas horas. Luego añadimos la lluvia y hacemos que el único canal que se coja en la tele sea, tal vez, el Channel Four galés, mostrando su habitual bucle infinito del Eisteddfod de Dyosgsaw-y-Dwondy. Y solamente hay un libro en todo el hotel, olvidado por una víctima anterior. Es uno de esos libros donde el nombre del autor figura en la portada en letras doradas en relieve mucho más grandes que el título, y probablemente también tiene una rosa y una bala. Faltan la mitad de las páginas.

Y en el único cine del pueblo pasa algo con subtítulos y paraguas franceses.

Luego detenemos el tiempo pero no la experiencia, de forma que parezca que la pelusa de la moqueta se está hinchando hasta llenar el cerebro y la boca empiece a saber a dentadura postiza rancia.

Y hacemos que eso dure para siempre. Eso es más tiempo todavía del que falta para que abran.

Y entonces lo destilamos.

Por supuesto, al Mundodisco le faltan bastantes de los elementos mencionados más arriba, pero el aburrimiento es universal y en el Infierno Astfgl había conseguido una modalidad bastante elevada de aburrimiento, que es el aburrimiento que a) te está costando dinero, y b) está teniendo lugar mientras deberías estar pasándotelo bien.

Las cavernas que se abrían ante Rincewind estaban llenas de niebla y de elegantes mamparas. De vez en cuando surgían gritos de hastío de entre las macetas, pero principalmente había el terrible silencio abrumador del cerebro humano siendo reducido a queso cremoso desde dentro.

—No lo entiendo —dijo Eric—. ¿Dónde están los hornos? ¿Dónde están las llamas? ¿Dónde —añadió, esperanzado— están los súcubos?

Rincewind echó un vistazo al objeto en exposición más cercano.

Un demonio desconsolado, cuya insignia proclamaba que era Azaremoth, el Hedor del Aliento de Perro, y además le deseaba al lector que tuviera un buen día, estaba sentado al borde de un foso poco profundo en cuyo interior había un hombre despatarrado y encadenado a una roca.

A su lado había posado un pájaro de aspecto muy fatigado. A Rincewind le había parecido que el loro de Eric tenía mala pinta, pero estaba claro que este otro pájaro había tenido una vida dura de verdad. Daba la impresión de que primero lo habían desplumado y luego le habían vuelto a clavar las plumas.

La curiosidad venció la cobardía habitual de Rincewind.

—¿Qué está pasando? —dijo—. ¿Qué le están haciendo?

El demonio dejó de dar golpecitos con los talones en el borde del foso. No se le ocurrió cuestionar la presencia de Rincewind. Dio por sentado que no estaría allí a menos que tuviera derecho a estar. La alternativa era impensable.

—No sé qué ha hecho —dijo—, pero cuando yo llegué su castigo era estar encadenado a esa roca y cada día bajaba un águila y le arrancaba el hígado a picotazos. Era un clásico de por aquí.

—Ahora ya no parece que le esté atacando —dijo Rincewind.

—No. Todo ha cambiado. Ahora el águila baja volando todos los días y le habla de su operación de hernia. Y resulta eficaz, te lo aseguro —dijo el demonio en tono triste—. Pero no es lo que yo personalmente llamaría tortura.

Rincewind se dio la vuelta, pero no antes de vislumbrar la expresión de agonía terminal en la cara de la víctima. Era terrible.

Y sin embargo, aquello no era lo peor. En el foso de al lado a varias personas encadenadas y quejumbrosas les estaban enseñando una serie de pinturas. Un demonio delante de ellos les estaba leyendo un texto.

—… Ésta es de cuando estuvimos en el Quinto Círculo, lo que pasa es que no se ve el sitio donde estábamos alojados, quedaba un poco más a la izquierda. Y ésta es aquella pareja tan graciosa a la que conocimos, no os lo creeríais nunca, vivían en los Llanos Helados de la Condenación, justo al lado de…

Eric miró a Rincewind.

—¿Les está enseñando cuadros de sus vacaciones? —dijo.

Los dos se encogieron de hombros y se alejaron, negando con la cabeza.

Luego vieron un montículo. Al pie del mismo había un hombre esposado, con la cabeza desesperada apoyada en las manos. A su lado había un demonio verde bajo y rechoncho, casi desfallecido bajo el peso de un libro enorme.

—He oído hablar de éste —dijo Eric—. Un tipo que desafió a los dioses o algo parecido. Tiene que estar todo el tiempo empujando esa roca colina arriba aunque la roca no para de caerse rodando…

El demonio levantó la vista.

—Pero primero —trinó— tiene que escuchar las Regulaciones de Insalubridad e Inseguridad sobre el Levantamiento y Transporte de Objetos Pesados.

De hecho, el volumen 93 de las Apostillas. Las regulaciones en sí ocupaban 1440 volúmenes más. Y eso solamente era la Primera Parte.

A Rincewind siempre le había gustado el aburrimiento y lo había anhelado aunque solamente fuera por su valor como rareza. Siempre le había parecido que los únicos momentos en su vida en que no le estaban persiguiendo, encarcelando o aporreando eran cuando lo estaban tirando desde lo alto de los sitios, y aunque caer desde las alturas acababa resultando bastante repetitivo, no contaba realmente como «aburrido». El único período que podía recordar con cierto cariño fue su breve período como ayudante de bibliotecario en la Universidad Invisible, donde no había gran cosa que hacer más que leer libros, asegurarse de que no se interrumpía el suministro de plátanos del Bibliotecario y, en contadas ocasiones, ayudarlo con un grimorio particularmente recalcitrante.

Ahora se daba cuenta de qué era lo que hacía tan atractivo al aburrimiento. Era el convencimiento de que a la misma vuelta de la esquina estaban pasando cosas peores, peligrosamente excitantes, y que tú estabas bien lejos de ellas. Para que el aburrimiento fuera agradable, tenía que haber algo con que compararlo.

Mientras que esto era puro aburrimiento encima de más aburrimiento, acumulándose hasta convertirse en un enorme y aplastante mazo que paralizaba todo pensamiento y experiencia y machacaba la eternidad hasta convertirla en algo parecido a la franela.

—Esto es espantoso —dijo.

El hombre encadenado levantó una cara demacrada.

—¿A mí me lo dices? —dijo—. A mí me gustaba empujar la roca colina arriba. Te podías parar a charlar un rato, ver lo que pasaba por ahí, podías agarrarla de formas distintas y todo eso. Yo era un poco una atracción turística, la gente me señalaba con el dedo. No diría yo que era divertido, pero le daba un sentido a tu otra vida.

—Y yo le ayudaba —dijo el demonio, con la voz cargada de indignación malhumorada—. Te echaba un poco una mano a veces, ¿no? Le contaba los chismes y todo eso. Le animaba un poco cuando la roca rodaba colina abajo. Decía cosas como «coño, ahí cae otra vez la puta» y él contestaba «la madre que la parió». Nos lo pasábamos bien, ¿verdad? Qué tiempos aquellos —se sonó la nariz.

Rincewind tosió.

—Esto ya es demasiado —dijo el demonio—. En los viejos tiempos éramos felices. No hacíamos mucho daño a nadie y bueno, estábamos todos juntos.

—Eso es —dijo el hombre encadenado—. Uno sabía que si no se metía en problemas tenía una posibilidad de salir algún día. ¿Sabéis que una vez por semana tengo que parar para tomar lecciones de trabajos artesanales?

—Eso tiene que estar bien —dijo Rincewind en tono incierto.

El hombre entrecerró los ojos:

—¿Cestería? —dijo.

—Llevo dieciocho milenios aquí, desde que era un simple diablillo —gruñó el demonio—. Aprendí el oficio. Dieciocho mil putos años detrás del tridente y ahora esto. Leer un…

Un estruendo resonó por todo el Infierno.

—Ay, ay —dijo el demonio—. Parece que Él ha vuelto. Y parece furioso. Mejor será que volvamos al trabajo.

Y ciertamente, por todos los círculos del Hades, los demonios y los condenados se pusieron a gemir al unísono y volvieron a sus infiernos privados.

El hombre encadenado se puso a sudar.

—Escucha, Vizzimuth —dijo—. ¿No podríamos saltarnos aunque fuera un párrafo o dos…?

—Es mi trabajo —dijo el demonio desconsoladamente—. Ya sabes que Él lo comprueba, no me pagan lo bastante para esto… —su voz se apagó, miró a Rincewind con una mueca triste y le dio unos golpecitos cariñosos con una garra a la figura sollozante.

»Te diré qué haremos —dijo en tono amable—. Me saltaré algunas de las subcláusulas.

Rincewind cogió a Eric por un hombro.

—Mejor será que sigamos adelante —dijo en voz baja.

—Esto es verdaderamente espantoso —dijo Eric mientras se alejaban—. Le da mala fama a la maldad.

—Hum —dijo Rincewind. No le gustaba cómo sonaba aquello de que Él había vuelto y Él estaba furioso. Siempre que alguien lo bastante importante como para merecer las mayúsculas estaba furioso en las inmediaciones de Rincewind, solía estar furioso con él—. Si sabes tantas cosas sobre este sitio —dijo—, ¿no te acordarás también de cómo se sale?

Eric se rascó la cabeza.

—Ayuda si uno de los que quieren salir es una chica —dijo—. De acuerdo con la mitología efebia, hay una chica que baja aquí todos los inviernos.

—¿Para no pasar frío?

—Creo que la historia dice que en realidad es ella la que crea el invierno, o algo así.

—He conocido mujeres así —dijo Rincewind, asintiendo con expresión docta.

—O también ayuda si tienes una lira, creo.

—Ah —dijo Rincewind. Lo pensó un momento y añadió—: ¿Para largarte con la música a otra parte o algo así?

—Había que encandilar a alguien tocándola —dijo Eric en tono paciente—. Da igual.

—Ah.

—Y… y… cuando te estás marchando, si miras atrás… Creo que las granadas tienen algo que ver… o… o quizá te conviertes en un bloque de madera.

—Yo nunca miro atrás —dijo Rincewind con firmeza—. Una de las primeras reglas de salir corriendo es que nunca hay que mirar atrás.

Se oyó un rugido detrás de ellos.

—Sobre todo cuando uno oye ruidos estridentes —continuó Rincewind—. Cuando se trata de cobardía, eso es lo que distingue a los hombres de los borregos. Hay que echar a correr sin pensárselo —se agarró los faldones de la túnica.

Y corrieron y corrieron, hasta que una voz familiar dijo:

—¡Ha de ahí abajo, camaradas! ¡Subid! Es maravilloso la de viejos amigos que uno encuentra por aquí.

Y otra voz dijo:

—¿Comosellame? ¿Comosellame?

—¡¿Dónde están?!

Los sub-señores del Infierno temblaron. Aquello iba a ser espantoso. Podía incluso resultar en un memorando.

—No se pueden haber escapado —bramó Astfgl—. Están por aquí, en alguna parte.

¿Por qué no podéis encontrarlos? ¿Acaso estoy rodeado no solamente de idiotas sino también de incompetentes?

—Mi señor…

Los príncipes de los demonios se giraron.

El que acababa de hablar era el duque Vassenego, uno de los demonios más viejos. Nadie sabía su edad exacta. Pero si no había inventado personalmente el pecado original, por lo menos había hecho una de las primeras copias. En términos de iniciativa pura y zorrería podría haber pasado por humano, y de hecho solía adoptar la forma de un abogado anciano y más bien tristón con un águila en algún punto de su árbol genealógico.

Y todas las mentes demoníacas pensaron: «Pobre Vassenego, esta vez sí que la ha cagado. Esta vez no va a ser solamente un memorando, también un documento normativo con una copia a todos los departamentos y otra para los archivos».

Astfgl se giró lentamente, como si estuviera encima del plato de un tocadiscos. Volvía a tener su forma preferida pero se había transportado a sí mismo, por decirlo de algún modo, a un nivel superior de emoción. La mera idea de humanos vivos en sus dominios le hacía chirriar de furia como si fuera una cuerda de violín. No se podía confiar en ellos. Eran impredecibles. El último humano al que se había permitido bajar aquí vivo le había dado una mala prensa terrible al lugar. Por encima de todo, le hacían sentirse inferior.

Ahora todo el vataje de su rabia se concentró en el viejo demonio.

—¿Tienes algo que decir? —le dijo.

—Iba a decir únicamente, señor, que hemos llevado a cabo un registro extensivo de los ocho círculos y no me cabe la menor duda…

—¡Silencio! ¡No creáis que no sé lo que está pasando! —gruñó Astfgl, dando vueltas en torno a la figura postrada—. ¡Te he visto a ti… Y a ti… Y a ti… —señaló con el tridente a algunos de los otros lores ancianos— conspirando en las esquinas, instigando la rebelión! ¡Aquí mando yo! ¿Lo entendéis? ¡Y me vais a obedecer!

Vassenego estaba pálido. Sus orificios nasales de patricio se inflaron como entradas de aire de motores a reacción. Todo en él decía: ¡criatura pomposa, por supuesto que instigamos a la rebelión, somos demonios! ¡Y yo ya estaba haciendo enloquecer a príncipes cuando tú estabas incitando a gatos a que dejaran ratones muertos debajo de las camas, papanatas estrecho de miras y adorador de los documentos! Todo en él decía aquello, excepto su voz, que dijo en tono calmado:

—Nadie niega eso, señor.

—¡Pues volved a buscar! ¡Y al demonio que los ha dejado entrar lo vais a llevar al foso más profundo y lo vais a desmembrar! ¿Ha quedado claro?

Vassenego enarcó las cejas:

—¿Al viejo Urglefloggah, señor? Ha sido tonto, ciertamente, pero es leal como…

—¿Estás por casualidad intentando contradecirme?

Vassenego vaciló. Por muy fastidioso que considerara al Rey en privado, los demonios son firmes creyentes en la precedencia y la jerarquía. Había demasiados demonios jóvenes presionando a los lores veteranos desde debajo para que ellos demostraran abiertamente las vías del regicidio y el golpe de Estado, no importaba cuál fuera la provocación. Vassenego tenía sus propios planes. No tenía sentido estropear las cosas ahora.

—No, señor —dijo—. Pero eso querrá decir, señor, que el Portal Pavoroso ya no…

—¡Hazlo!

El Equipaje llegó al Portal Pavoroso.

No había forma de describir lo furioso que se podía poner uno tras correr casi el doble de la longitud del continuo espacio-temporal, y el Equipaje ya estaba de bastante mal humor antes de empezar.

Miró las bisagras. Miró las cerraduras. Retrocedió un par de pasos y pareció leer el nuevo letrero que había sobre el portal.

Posiblemente aquello lo enfureció más, aunque con el Equipaje no había ninguna forma fiable de saberlo debido a que pasaba todo el tiempo más allá, por decirlo de algún modo, del horizonte de hostilidad.

Las puertas del Infierno eran antiguas. No eran solamente el tiempo y el calor lo que había cocido su madera hasta convertirla en algo parecido al granito negro. También habían absorbido miedo y maldad embotada. Ya eran más que simples objetos con que llenar un agujero en la pared. Eran lo bastante listas como para ser vagamente conscientes de lo que probablemente les deparaba el futuro.

Vieron al Equipaje tomar carrerilla sobre la arena, flexionar las piernas y agacharse.

La cerradura hizo clic. Los pestillos se descorrieron a toda prisa. Los enormes barrotes se retiraron de sus encajes. Las puertas se abrieron de golpe contra las paredes.

El Equipaje se relajó. Estiró los músculos. Caminó hacia delante. Casi paseando. Pasó entre las bisagras en tensión y, cuando ya casi estaba al otro lado, se dio la vuelta y le arreó una buena patada a la puerta más cercana.

Había una rueda de molino enorme de las que normalmente accionan los molinos al empujarlas. Ésta en concreto no producía energía para nada y tenía unos cojinetes particularmente chirriantes. Era una de las ideas más inspiradas de Astfgl, y no tenía otra utilidad que mostrar a varios centenares de personas que si pensaban que vivieron vidas sin sentido, todavía no habían visto nada.

—No podemos quedarnos aquí para siempre —dijo Rincewind—. Tenemos que hacer cosas. Comer, por ejemplo.

—Ésa es una de las ventajas tremendas de ser un alma condenada —dijo Ponce Da Quirm—. Todas las viejas necesidades corporales desaparecen. Por supuesto, se consigue todo un juego nuevo de necesidades, pero siempre me ha parecido aconsejable mirar el lado positivo de las cosas.

—¡Comosellame! —dijo el loro, que estaba posado en su hombro.

—Qué cosas —dijo Rincewind—. Nunca hubiera pensado que los animales pudieran ir al Infierno. Aunque me parece que entiendo por qué han hecho una excepción con el caso de este.

—¡A tomar por culo, mago!

—Lo que no entiendo es por qué no nos buscan aquí —dijo Eric.

—Tú calla y sigue andando —dijo Rincewind—. Porque son estúpidos, por eso. No se pueden imaginar que estemos haciendo algo así.

—Sí, y no les falta razón. Yo tampoco me puedo imaginar que estemos haciendo algo así.

Rincewind se dedicó a caminar un poco y a mirar cómo pasaba por delante de él una multitud de demonios buscando frenéticamente.

—Así que no encontró usted la Fuente de la Eterna Juventud —dijo, sintiendo que debía iniciar alguna conversación.

—Oh, sí que la encontré —dijo Da Quirm con solemnidad—. Un manantial cristalino, en las profundidades de la selva. Era muy impresionante. Y di un buen trago. Un señor trago, me parece más apropiado.

—¿Y…? —dijo Rincewind.

—Y funcionó, claramente. Sí. Durante un rato sentí que me estaba volviendo más joven.

—Pero… —Rincewind hizo un gesto vago con la mano que abarcaba a Da Quirm, la rueda de molino y los círculos imponentes del Averno.

—Ah —dijo el anciano—. Sí, claro, ésa es la parte más lamentable. Después de todo lo que había leído sobre la Fuente, lo normal habría sido que alguien en todos aquellos libros hubiera mencionado el dato más vital sobre el agua, ¿no?

—¿Qué dato…?

—Hervirla primero. Todo dicho, ¿no? Una pena terrible, la verdad.

El Equipaje bajó trotando la gran carretera en espiral que unía los Círculos del Averno. Aunque las condiciones hubieran sido normales, es probable que no hubiera llamado mucho la atención. En todo caso, resultaba bastante menos asombroso que la mayoría de sus moradores.

—Esto es aburrido de verdad —dijo Eric.

—De eso se trata —dijo Rincewind.

—No deberíamos estar merodeando por aquí. ¡Deberíamos estar buscando una salida!

—Bueno, sí, pero es que no la hay.

—De hecho, sí que la hay —dijo una voz detrás de Rincewind.

Era la voz de alguien que lo había visto todo y no le había gustado mucho nada.

—¿Laveolo? —dijo Rincewind.

Su antepasado estaba justo detrás de ellos.

—«Llegarás a casa bien» —dijo Laveolo en tono amargo—. Palabras textuales. Ja. Diez años de un lío detrás de otro. Podrías habérmelo dicho, ¿no?

—Esto… —dijo Eric—. No queríamos trastornar el curso de la historia.

—No queríais trastornar el curso de la historia —dijo Laveolo lentamente. Miró la carpintería de la rueda de molino—. Ah. Bien. Eso lo arregla todo. Me siento mucho mejor sabiendo eso. Y en nombre del curso de la historia, querría daros todo mi agradecimiento.

—¿Perdón? —dijo Rincewind.

—¿Sí?

—¿Has dicho que había otra salida?

—Ah, sí, una puerta trasera.

—¿Dónde está?

Laveolo dejó de caminar un momento y señaló al otro lado de las neblinas del foso.

—¿Veis aquel arco de allí?

Rincewind miró a lo lejos.

—Más o menos —dijo—. ¿Es eso?

—Sí. Luego hay unas escaleras muy largas y empinadas. No sé adónde llevan.

—¿Cómo lo has descubierto?

Laveolo se encogió de hombros.

—Le pregunté a un demonio —dijo—. Siempre hay una forma más fácil de hacer las cosas, ya sabéis.

—Se tardaría una eternidad en llegar allí —dijo Eric—. Está justo al otro lado, no llegaríamos nunca.

Rincewind asintió y continuó la caminata infinita con expresión sombría. Al cabo de unos minutos dijo:

—¿Te has dado cuenta de que parece que vayamos más deprisa?

Eric se dio la vuelta.

El Equipaje se había subido a bordo y estaba intentando alcanzarlos.

Astfgl se puso delante de su espejo.

—Enséñame lo que ellos ven —ordenó.

«Sí, amo».

Astfgl examinó un momento la imagen zumbante.

—Dime qué quiere decir esto —dijo.

«No soy más que un espejo, amo. ¿Qué sé yo?».

Astfgl gruñó:

—Y yo soy el Señor del Hades —dijo, señalando con su tridente—. Y estoy preparado para arriesgarme a otros siete años de mala suerte.

El espejo consideró las opciones disponibles.

«Tal vez pueda oír un chirrido, señor», aventuró.

—¿Y?

«Huelo humo».

—De humo nada. Prohibí específicamente todos los fuegos abiertos. Es un concepto muy anticuado y le da mala fama al lugar.

«Aun así, amo».

—Enséñame… el Hades.

El espejo hizo lo mejor que pudo. El Rey tuvo el tiempo justo de ver la rueda de molino, con sus cojinetes al rojo vivo, desprenderse de sus soportes y echar a rodar, tan engañosamente lenta como un alud, a través de la tierra de los condenados.

Rincewind colgaba de la barra de empujar y miraba cómo los peldaños giraban zumbando a una velocidad que se le habrían quemado las suelas de las sandalias si hubiera sido lo bastante tonto como para bajar los pies. Los muertos, sin embargo, se lo estaban tomando con el aplomo jovial de quienes saben que lo peor ya les ha pasado. Rincewind oyó gritos fugaces de «Pásame el algodón de azúcar». Oyó que Laveolo comentaba algo sobre la espléndida tracción de la rueda y le explicaba a Da Quirm que, si uno tuviera un vehículo que fuera abriendo el camino por donde pasaba, tal como estaba haciendo de hecho el Equipaje, y luego lo acorazaba, las guerras serían menos sangrientas, durarían la mitad del tiempo y todo el mundo podría demorarse todavía más en regresar a casa.

El Equipaje no hizo ningún comentario en absoluto. Veía a su amo colgando a un metro de distancia y se limitaba a seguir adelante. Se le podría haber ocurrido que el viaje le estaba llevando cierto tiempo, pero aquello era problema del Tiempo. Y así, mandando por los aires a alguna que otra alma vociferante, chocando, girando y aplastando a algún que otro demonio infortunado, la rueda continuó avanzando vertiginosamente. Y se estrelló contra el acantilado del otro lado.

Lord Vassenego sonrió.

—Ahora —dijo—. Es la hora.

Los otros demonios veteranos parecían un poco recelosos. Estaban, por supuesto, avezados en la maldad, y estaba claro que Astfgl no era «Uno De Los Nuestros», sino el cazurro más repugnante que había conseguido nunca trepar posiciones hasta su cargo…

Pero… bueno, aquello… tal vez había algunas cosas que resultaban demasiado…

—«Aprended de las costumbres de los humanos» —lo imitó Vassenego—. Me ha ordenado a mí que aprenda de los humanos. ¡A mí! ¡Qué insolencia! ¡Qué arrogancia! Pero yo he observado, oh, sí. Y he aprendido. Y he hecho planes.

La expresión de su cara era indescriptible. Incluso los lores de los círculos inferiores, que se vanagloriaban de su villanía, tuvieron que apartar la mirada.

El duque Drazometh el Pútrido levantó una garra vacilante.

—Pero si él sospecha lo más mínimo… —dijo—. O sea, es que tiene muy malas pulgas. Esos memorandos… —tembló.

—Pero ¿qué estamos haciendo? —Vassenego levantó las manos en gesto de inocencia—. ¿Qué tiene esto de malo? Hermanos, os lo pregunto: ¿qué tiene de malo?

Encogió los dedos. Los nudillos se le pusieron blancos bajo la piel fina y recubierta de venas azules mientras examinaba las caras dubitativas.

—¿O preferís recibir otro documento normativo?

Las expresiones de los presentes temblaron mientras los lores se decidían como una hilera de fichas de dominó cayendo. Había ciertas cosas sobre las cuales incluso ellos estaban unidos. No más documentos normativos, no más documentos consultivos, no más mensajes para subir la moral de todo el personal. Aquello era el Infierno, pero tenía que haber un límite para todo.

El conde Beezlemoth se frotó una de sus tres narices.

—¿Y decís que a unos humanos de alguna parte se les ocurrió todo esto por sí solos? —dijo—. ¿Sin que nosotros les diéramos ninguna pista ni nada?

Vassenego negó con la cabeza.

—Todo cosa de ellos —dijo con orgullo, como un maestro de escuela ufano que acabara de ver a un alumno estrella graduarse summa cum laude.

El conde miró al infinito:

—Pensaba que éramos nosotros los espantosos —dijo, con la voz llena de sobrecogimiento.

El anciano lord asintió. Llevaba mucho tiempo esperando aquello. Mientras otros hablaban de revoluciones impulsivas, él había estado observando el mundo de los hombres, tomando nota y maravillándose.

Aquel tal Rincewind había resultado ser extremadamente útil. Había conseguido mantener al Rey totalmente ocupado. Había valido la pena todo el esfuerzo. ¡Aquel humano tonto seguía pensando que era él quien lo hacía todo chasqueando los dedos! ¡Tres deseos! ¿Y qué más?

Y así fue como Rincewind, cuando consiguió salir de los restos de la rueda, se encontró con Astfgl, Rey de los Demonios, Señor del Infierno, Amo del Averno de pie delante de él.

Astfgl había dejado atrás las fases iniciales de la furia y ahora se encontraba en esa laguna calmada de ira donde la voz es tranquila, los modales son comedidos y corteses y solamente un ligero resto de saliva en la comisura de la boca delata el infierno interior.

Eric salió a rastras de debajo de una barra rota de madera y levantó la vista.

—Oh, cielos —dijo.

El Rey de los Demonios hizo girar el tridente. De pronto ya no parecía cómico. Parecía una barra pesada de metal con tres horribles puntas afiladas en el extremo.

Astfgl sonrió y miró a su alrededor.

—No —dijo, aparentemente para sus adentros—. Aquí no. No es lo bastante público. ¡Venid!

Sendas manos los agarraron a cada uno de un hombro. No pudieron resistirse más de lo que un par de copos de nieve no idénticos pueden resistirse a un lanzallamas. Hubo un momento de desorientación y Rincewind se encontró a sí mismo en la sala más grande del universo.

Era el gran salón. Dentro de ella se podrían haber construido cohetes espaciales. Puede que los reyes del Infierno hubieran oído hablar de palabras como «sutileza» y «discreción», pero también habían oído decir que cuando se tenía algo había que hacer ostentación de ello, y habían razonado que, en caso de no tenerlo, la ostentación debía ser todavía mayor, y lo que ellos no tenían era buen gusto. Astfgl había hecho lo que había podido, pero ni siquiera él había sido capaz de añadir gran cosa al pésimo diseño básico, a los colores chillones y al papel de pared horroroso. Había puesto algunas mesillas de café y un cartel de una corrida de toros, pero aquellos detalles quedaban más o menos perdidos en el caos general, y el nuevo antimacasar de detrás del Trono de la Condenación solamente servía para resaltar algunos de sus bajorrelieves más desagradables.

Los dos humanos quedaron despatarrados en el suelo.

—Y ahora… —dijo Astfgl.

Pero su voz quedó ahogada bajo un clamor repentino. Levantó la vista.

Una legión de demonios de todas las formas y tamaños llenó casi por completo la sala, subiéndose por las paredes y hasta colgándose del techo. Una orquesta demoníaca tañó una serie de acordes con una variedad de instrumentos. Una pancarta colgada de un lado al otro de la sala decía: «Porke Es Un Gefe Escelente».

El ceño de Astfgl se arrugó en una mueca instantánea de paranoia mientras Vassenego, seguido de los demás lores, iba hasta él. La cara del viejo demonio estaba hendida por una sonrisa totalmente carente de malicia, y el Rey estuvo a punto de dejarse llevar por el pánico y clavarle el tridente antes de que Vassenego estirara un brazo y le diera una palmadita en la espalda.

—¡Enhorabuena! —gritó.

—¿Qué?

—¡Que enhorabuena!

Astfgl miró a Rincewind.

—Ah —dijo—. Sí, bueno —tosió—. No ha sido nada —dijo, irguiéndose más—. Vi que vosotros no estabais consiguiendo nada así que me…

—No hablo de éstos —dijo Vassenego con un soplido de burla—. Éstos son una trivialidad. No, señor. Me refería a vuestra elevación.

—¿Elevación? —dijo Astfgl.

—¡Vuestro ascenso, señor!

Una gran ovación se elevó de los demonios más jóvenes, que lo ovacionaban todo.

—¿Ascenso? Pero, pero si soy el Rey —protestó Astfgl en tono débil.

Notaba que estaba empezando a no entender nada.

—¡Pfuá! —dijo Vassenego en tono jovial.

—¿Pfuá?

—Ciertamente, señor. ¿Rey? ¿Rey? ¡Señor, hablo por todos nosotros cuando digo que ése no es título para un demonio como vos, señor, un demonio cuyo dominio de las cuestiones y prioridades organizativas, cuyo conocimiento de las funciones verdaderas de nuestro ser, cuyas capacidades puramente intelectuales, si me permite decirlo, nos han llevado a nuevas y mayores profundidades, señor!

A su pesar, Astfgl se hinchó de orgullo.

—Bueno, ya sabéis… —empezó.

—Y sin embargo, a pesar de vuestra posición, descubrimos que os interesáis por los detalles más nimios de nuestro trabajo —dijo Vassenego, mirando a Rincewind con desprecio—. ¡Qué dedicación! ¡Qué devoción!

Astfgl no cabía en sí.

—Por supuesto, siempre he creído…

Rincewind se apoyó en los codos y pensó: «Cuidado, detrás de ti…».

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