Eric

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—Y así pues —dijo Vassenego, radiante como una costa entera llena de faros— el Consejo se ha reunido y ha decidido, y permítame añadir, señor, que lo ha decidido por unanimidad, ¡crear un galardón completamente nuevo en honor a sus notables logros!

—La importancia de una burocracia adecuada es… ¿Qué galardón? —dijo Astfgl.

De pronto los océanos de la autoestima se vieron surcados por los pececillos de la sospecha.

—¡El puesto, señor, de Presidente Supremo Vitalicio del Infierno!

La orquesta volvió a tocar.

—Con su propio despacho… mucho más grande que ese cuartucho diminuto que ha tenido que sufrir todos estos años, señor. O mejor dicho, ¡señor Presidente!

La orquesta intentó otro acorde.

Los demonios esperaron.

—¿Y habrá… macetas con plantas? —dijo Astfgl, lentamente.

—¡Legiones enteras! ¡Plantaciones! ¡Selvas!

Astfgl pareció encenderse con un suave resplandor interno.

—¿Y alfombras? Quiero decir, ¿moquetas?

—Hemos tenido que apartar especialmente las paredes para acomodarlas todas, señor. Y son de las tupidas, señor. ¡Tribus enteras de pigmeos se están preguntando por qué la luz no se va por las noches, señor!

El perplejo Rey permitió que le pasaran un brazo jovial por detrás de los hombros y se dejó llevar, ya olvidados todos los pensamientos de venganza, a través de las multitudes que lo vitoreaban.

—Siempre he querido una de esas cosas especiales para hacer café —murmuró, a medida que iban disgregándose los últimos vestigios de su autocontrol.

—¡Se ha instalado una manufactoría entera, señor! Y un tubo de comunicación, señor, para que transmita usted sus instrucciones a sus subordinados. Y lo último en agendas, con dos eones por página, y una cosa para…

—Rotuladores fluorescentes de colores. Siempre he pensado que…

—Todo el arco iris, señor —bramó Vassenego—. Y vayamos allí sin más demora, señor, porque sospecho que con vuestra habitual inteligencia entusiasta no podréis esperar a poneros manos a la obra con la abrumadora tarea que os espera, señor.

—¡Ciertamente, ciertamente! Ya es hora de llevarla a cabo, claro —una expresión de ligera perplejidad cruzó la cara ruborizada de Astfgl—. Esa abrumadora tarea…

—¡Nada menos que un análisis completo, total, eminente, exhaustivo y con profundidad de nuestro rol, función, prioridades y metas, señor!

Vassenego se apartó un poco.

Los lores demoníacos contuvieron la respiración.

Astfgl frunció el ceño. El universo pareció ralentizarse. Las estrellas detuvieron su curso momentáneamente.

—¿Con planes de previsión? —dijo por fin.

—Una prioridad absoluta, señor, que habéis identificado instantáneamente con vuestra habitual sagacidad —se apresuró a decir Vassenego.

Los lores demoníacos volvieron a respirar.

El pecho de Astfgl se expandió varios centímetros.

—Necesitaré personal especial, por supuesto, a fin de formular…

—¡Formular! ¡Eso mismo! —dijo Vassenego, que tal vez se estaba dejando llevar un poco demasiado. Astfgl le echó una pequeña mirada de recelo, pero en aquel momento la orquesta volvió a tocar.

Las últimas palabras que Rincewind oyó, mientras sacaban al Rey del salón, fueron:

—Y a fin de analizar la información, necesitaré…

Y desapareció.

El resto de demonios, conscientes de que el entretenimiento del día parecía haberse terminado, empezaron a caminar y a salir por las grandes puertas. Los más listos empezaban a darse cuenta de que pronto volverían a rugir los fuegos.

Nadie parecía percibir la presencia de los dos humanos. Rincewind tiró de la túnica de Eric.

—Ahora es cuando corremos, ¿no? —dijo Eric.

—Ahora caminamos —dijo Rincewind con firmeza—. Despreocupados, tranquilos y, esto…

—¿Deprisa?

—Aprendes rápido, ¿verdad?

Es esencial que el uso adecuado de los tres deseos proporcione felicidad al mayor número posible de gente, y eso es de hecho lo que pasó.

Los tezumanos eran felices. Cuando por mucho que lo adoraron no consiguieron que el Equipaje volviera y aplastara a sus enemigos, envenenaron a todos sus sacerdotes y probaron con el ateísmo ilustrado, lo cual quería decir que podían seguir matando a tanta gente como quisieran pero no tenían que levantarse tan temprano para hacerlo.

La gente de Tsort y Efebia era feliz. Por lo menos lo eran los que escribían y protagonizaban los dramas históricos, que es lo que cuenta. Su larga guerra se había terminado y ahora podían retomar los asuntos propios de todas las naciones civilizadas, que consisten en prepararse para la siguiente.

La gente del Infierno era feliz, o por lo menos más feliz que hasta entonces. Las llamas volvían a brillar de nuevo, las mismas viejas torturas de siempre se infligían a unos cuerpos etéreos bastante incapaces de sentirlas, y a los condenados se les había concedido esa perspectiva que hace que las penurias sean tan fáciles de soportar: el conocimiento seguro y absoluto de que las cosas podrían estar peor.

Los lores demoníacos estaban felices:

Estaban alrededor del espejo mágico, disfrutando de una copa festiva. De vez en cuando alguno de ellos se arriesgaba a darle una palmada a Vassenego en la espalda.

—¿Les dejamos marchar, señor? —dijo un duque, mirando las figuras que escalaban en la imagen oscura del espejo.

—Oh, supongo que sí —dijo Vassenego con displicencia—. Siempre es bueno que se difundan unas cuantas historias, ya sabéis. Pour ancuragéee… Puur encura… Para que todo el maldito mundo se siente y tome buena nota. Y a su manera, nos han resultado útiles —miró las profundidades de su copa y se regocijó en silencio.

Y sin embargo, y sin embargo, en el interior de su mente laberíntica le pareció oír la voz diminuta que iría creciendo con el paso de los años, aquella voz que acosa a todos los reyes de los demonios, por todas partes: cuidado, detrás de ti…

Era difícil saber si el Equipaje estaba feliz o no. De momento había atacado salvajemente a catorce demonios y había arrinconado a tres en su propio foso de aceite hirviendo. Pronto tendría que seguir a su amo, pero no había prisa.

Uno de los demonios intentó agarrar frenéticamente la orilla. El Equipaje le dio un pisotón bestial en los dedos.

El creador de universos estaba feliz. Acababa de introducir un copo de nieve de siete lados dentro de una tormenta de nieve a modo de experimento y nadie se había dado cuenta. Al día siguiente estaba pensando en probar con letras del alfabeto diminutas y delicadamente cristalizadas. Nieve alfabética. Podía ser un exitazo.

Rincewind y Eric eran felices:

—¡Veo un cielo azul! —dijo Eric—. ¿Dónde crees que saldremos? —añadió—. ¿Y cuándo?

—En cualquier parte —dijo Rincewind—. Y en cualquier momento.

Miró los anchos peldaños que estaban subiendo. Resultaban bastante originales: cada uno de ellos estaba compuesto de letras enormes de piedra. El que tenía bajo los pies, por ejemplo, decía: «Lo hice con la mejor intención».

El siguiente decía: «Pensé que te gustaría».

Eric estaba encima de: «Es por los niños».

—Qué raro, ¿no? —dijo—. ¿Por qué habrán hecho esto?

—Creo que pretenden ser buenas intenciones —dijo Rincewind.

Aquel era un camino al infierno, y después de todo los demonios son tradicionalistas.

Y aunque por supuesto son irremediablemente malvados, no siempre son mala gente. Así que Rincewind levantó el pie de «Nuestra política de contratación no es discriminatoria», atravesó una pared que se volvió a materializar detrás de él, y salió al mundo.

Y tuvo que admitir que podría haber sido mucho peor.

El Presidente Astfgl, sentado bajo un haz de luz en su despacho enorme y oscuro, volvió a soplar dentro del tubo de comunicación.

—¿Hola? —dijo—. ¿Hola?

No parecía haber nadie al otro lado.

Qué extraño.

Eligió uno de sus rotuladores de colores y miró la pila de trabajo que lo rodeaba. Todos aquellos registros pendientes de analizar, considerar, valorar y evaluar, y luego había que redactar directrices de gestión adecuadas, y esbozar un plan administrativo detallado, para luego someterlo a consideración y volverlo a redactar…

Volvió a probar el tubo de comunicación.

—¿Hola? ¿Hola?

No había nadie. Pero bueno, no era problema. Seguía habiendo mucho que hacer. Su tiempo era demasiado importante para desperdiciarlo.

Hundió los pies en su cálida y tupida moqueta.

Miró con orgullo sus plantas en macetas.

Puso en marcha un sistema complejo de hilos metálicos y bolas, que empezó a balancearse y a dar golpecitos con eficacia.

Desenroscó la funda de su rotulador con mano firme y decidida.

Escribió: «¿¿¿Cuál es nuestro negocio???». Lo pensó un momento, y luego escribió con cuidado, debajo: «¡¡¡Nuestro negocio es la condenación!!!».

Y aquello también era la felicidad. O algo por el estilo.

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