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IV Tecnología en la Antigüedad » ¿Existieron autómatas medievales?

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¿Existieron autómatas medievales?

La mayor parte de los antropólogos coinciden en considerar como antecesores más directos de los autómatas, tal y como los concebimos hoy en día, a la creación en ritos ancestrales de estatuas de divinidades dotadas de componentes móviles, con capacidad para mover la cabeza, los brazos o emitir sonidos, lo que garantizaba el respeto reverencial de los creyentes y la felicidad de los sacerdotes que los creaban. Los primeros testimonios que tenemos de estas primeras criaturas mecánicas rudimentarias han llegado hasta nosotros a través de los ojos curiosos de viajeros y sabios griegos. Así sabemos que la estatua babilonia de la diosa Isthar tenía brazos articulados y que era frecuente que las estatuas de Anubis tuviesen la mandíbula móvil o que varias estatuas de Isis arrojasen chispas por los ojos. También en Egipto los colosos de Memnom, dos enormes estatuas que representaban al faraón Amenofis III, eran capaces, por medio de un ingenioso mecanismo, de emitir sonidos guturales, similares a los susurros humanos, lo que hacían invariablemente a la salida del Sol, lo cual demuestra un alto nivel de conocimientos en física y acústica por parte de los sacerdotes egipcios.

Sin embargo, por mucho que nos llamen la atención los ingeniosos inventos y creaciones de los sacerdotes de Oriente, algunas menciones de autómatas realizadas por los griegos son aún más inquietantes. Homero cita en la Ilíada a unas jóvenes de bronce similares a las mujeres de carne y hueso construidas por los dioses para escanciar la bebida en los banquetes y afirma que el dios Vulcano había construido un perro de oro animado. Aristóteles, creador él mismo de máquinas fascinantes, habla de una estatua leñosa, representativa de la diosa Venus, que incluso caminaba y gesticulaba merced a la animación proporcionada por la circulación del mercurio en su interior y por las variaciones de temperatura. La mitología narra la existencia del terrible autómata Talos, un gigante cretense de bronce capaz de arrojar enormes piedras en todas las direcciones y de triturar entre sus brazos a los asaltantes y flotas enemigas. Esta estatua, así descrita por los historiadores griegos, ha llamado siempre la atención, pues al igual que algunas leyendas sumerias, lo que sugiere es algo muy similar a un robot.

Pero es en el siglo V a. C. cuando, según la historia, se construyó el primer autómata del que tengamos noticias fiables. Lo diseñó y fabricó Architeo de Tarento para demostrar algunas propiedades geométricas. Se trataba de una paloma de madera capaz de volar. Unos siglos después, la fantástica sede de saber y conocimiento que era la biblioteca de Alejandría creó una escuela que produjo los primeros tratados técnicos sobre autómatas. El catálogo de los extraños objetos que describían y la forma en la que funcionaban se han perdido en su mayor parte, pero algunos retales fueron recopilados para ser usados después por los bizantinos, romanos, árabes, etc.

Tras la caída del Imperio Romano hubo unos siglos de escasas noticias sobre autómatas, pues Europa había entrado en una larga época de oscuridad, hasta que poco a poco la técnica y la ciencia medievales lograsen llevar a cabo notables creaciones, gracias al desarrollo de lo que iba a ser el símbolo de la creatividad europea de la época, el reloj mecánico, con sus ruedas dentadas y sus ejes diferenciales, todo un logro mecánico y de precisión. La mayor parte de aquellos autómatas de los que hemos tenido noticia estaban vinculados de alguna forma a los relojes, sin duda lo más elaborado de la técnica medieval europea. Hoy en día nadie discute la enorme importancia de la relojería en el desarrollo de la cultura occidental. La capacidad de construir pequeñas maravillas mecánicas que fuesen capaces de controlar y medir el tiempo con precisión, y que estuvieran al alcance de todos, cambiaron el mundo para siempre. Los relojes se instalaron en las catedrales, en el centro de las ciudades. De la técnica cada vez más depurada de los maestros relojeros europeos nacieron verdaderas maravillas que fueron el goce de reyes, prelados y nobles, creando escuelas de artesanos capaces de realizar maravillas mecánicas, como las senes de muñecos levantados en campanarios de catedrales o ayuntamientos que daban golpes a una campana para marcar las horas.

Vinculados a escuelas de canteros e incluso de herméticos alquimistas, algunos creadores de los siglos XII al XV buscaron fórmulas que les permitieran dotar de vida de una vez por todas a la materia inanimada, lo que hoy llamaríamos vida artificial, y se extendió por las doctrinas herméticas de todo el mundo, según los relatos fantásticos de la época, que san Alberto Magno había sido capaz de proyectar e incluso de construir un robot móvil que daba respuestas a todo tipo de problemas. La misma leyenda asegura que santo Tomás de Aquino destruyó el invento calificándolo de obra del diablo, aunque con el perfeccionamiento de engranajes y sistemas de relojería se generalizó también la afición de inventores por crear ingeniosos autómatas, hombrecitos artificiales y muñecas animadas, y se dice que el propio papa Silvestre II construyó autómatas capaces de realizar funciones complejas. Estos autómatas eran probablemente verdaderos prodigios mecánicos, elaborados con una paciencia infinita por especialistas en relojería y miniaturización, hábiles artesanos capaces de manipular metales a escalas muy pequeñas. En 1429, aparecieron los Tratados técnicos de Fontana, primeras publicaciones sobre autómatas, a los que siguió De vmachinis, de Mariani, y en 1472 la obra de Venturio Garini sobre los autómatas militares. Incluso se atribuye al gran Leonardo da Vinci la construcción de un león mecánico con ocasión de la entrada en Milán de Luis XII en 1494.

La moda de los autómatas creció en los siglos XVI y XVII, hasta culminar en el siglo XVIII, algo que no tendría mayor importancia si no fuese por su relación con un invento trascendental, que a la larra cambió el mundo de hoy: la máquina de calcular, la automatización industrial, la tarjeta perforada y el comienzo de la «memoria artificial». El primer inventor que dio un paso en esa dirección fue Blas Pascal, quien en el siglo XVII inventó la primera máquina de calcular, perfeccionada más tarde por Grillet de Roven (1678), Poleni (1709) y, sobre todo, por Jacques Vaucanson, quien, después de haber construido un revolucionario telar mecánico, asombró al mundo de su tiempo con un prodigioso juguete que expuso en París, en 1738: era un pato de tamaño natural que nadaba, aleteaba, se alisaba las plumas, tragaba agua, picoteaba e ingería alimento, y que después de algún tiempo evacuaba lo tragado, en forma de materia amorfa, y todo gracias a ingeniosos sistemas de relojería. Algo, sin duda, digno de elogio.

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