Enigma

Enigma


Día cuatro

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Luisa usó el móvil para comunicarse con Guerrero, le contó el resultado de su última entrevista y le pidió que elaborara un informe lo bastante convincente para conseguir que el juez firmara una orden de allanamiento.

—¿No cree que lo que tenemos contra Pedroza es demasiado circunstancial para actuar contra él? —protestó el comisario.

—Usted lo dijo: es nuestro mejor sospechoso. Y el tiempo apremia.

A regañadientes, Argus accedió.

Minutos después, ambos policías se trasladaban al encuentro del escurridizo amante. La noche ya había caído sobre Calahorra, lo que les recordó que se les agotaba el tiempo. El comisario insistió en acompañarla, aunque durante todo el trayecto mantuvo su concentración en el acertijo. Ella lo miró de reojo de vez en cuando hasta que no pudo contenerse.

—¿Pudo descifrar algo más?

Argus estiró los músculos de la espalda, levantó la cabeza y soltó un suspiro.

—Estoy seguro de que este acertijo no revela el nombre de la víctima como el anterior.

—¿Qué? ¿Quiere decir que aunque lo resolvamos no sabremos dónde volverá a golpear Enigma? ¿Por qué piensa usted eso?

—Porque no creo que el asesino nos lo ponga tan fácil. De cualquier manera, la única oportunidad que tenemos es descifrarlo antes de la medianoche.

—¿Está seguro de que la cueva se refiere a la boca? ¿No se tratará de un lugar geográfico?

El comisario negó con la cabeza.

—El asesino casi no ha empleado el sentido literal. Si analiza los acertijos anteriores y sus respuestas, las cuales son evidentes después de cometidos los crímenes, se dará cuenta de que cada palabra es una metáfora o una alegoría. La «cueva» del acertijo será cualquier cosa menos una cavidad subterránea. Es el error que nos condujo a pensar que la palabra prevaricación señalaba a un juez como víctima. Enigma no es tan directo en sus mensajes.

—Quiere ponernos las cosas difíciles.

—Juega con nosotros. Le divierte vernos desconcertados.

—Ya llegamos.

Luisa aparcó frente a un edificio blanco que ocupaba toda la manzana, pero aun así parecía demasiado pequeño para ser un hospital. Entraron por Urgencias y solicitaron hablar con el jefe de la guardia. Apareció una mujer de mediana edad, que quedó muy sorprendida cuando se identificaron, y que se presentó como la doctora Domínguez.

—Jorge está trasladando un paciente con un posible infarto, así que debería llegar en cualquier momento. De cualquier manera, les agradezco que sean breves en su entrevista. Estamos escasos de personal y no podemos prescindir de sus labores durante la guardia.

—Descuide, solo queremos hacerle un par de preguntas —le prometió Argus—. Nosotros también disponemos de poco tiempo.

Apenas el comisario pronunció esas palabras vieron llegar la ambulancia. Domínguez se apartó de ellos y corrió a organizar al equipo, que acudió junto a la camilla cuando abrieron las puertas traseras del vehículo. Mientras se ocupaban del enfermo, la doctora murmuró unas palabras al oído de uno de los técnicos en emergencias, quien levantó la cabeza y miró al comisario y la inspectora con aprehensión.

La camilla pasó junto a los policías rodeada de personal sanitario. Jorge, que se acercó con el grupo, enlenteció el paso hasta detenerse frente a Luisa y Argus.

—La doctora Domínguez me dijo que ustedes son de la Policía y que quieren hablar conmigo.

—¿Es usted el señor Jorge Cavazos? —preguntó la inspectora. El técnico asintió—. ¿Hay algún lugar donde podamos hablar en privado?

—En la sala de descanso del personal, pero estoy en plena guardia y…

—Somos conscientes de sus responsabilidades, señor Cavazos —intervino el comisario, con expresión pétrea—, pero el asunto que nos trae también es importante. Solo serán unos minutos.

—Supongo que están aquí por la muerte de Julio.

Argus asintió, al mismo tiempo que respondió al sospechoso.

—Queremos hablar acerca del señor Ayala y de las amenazas que usted le profirió.

◆◆◆

Cavazos palideció al escuchar las palabras de Argus. Condujo a los dos policías hasta una pequeña sala, donde había una mesa y cuatro sillas de plástico, un sofá desvencijado y una encimera sobre la que reposaban el microondas y una cafetera. Los tres se sentaron a la mesa. Jorge comenzó a mover la pierna derecha arriba y abajo sobre la punta del pie, como si accionara un fuelle. Ya estaba poniendo de los nervios a la inspectora, quien consultaba con frecuencia el reloj de su muñeca. Los minutos avanzaban implacables hacia la medianoche, y los acercaban al próximo asesinato de Enigma. Argus inició el interrogatorio:

—Tenemos información de que usted sostenía una relación con el señor Julio Ayala que terminó hace seis meses. ¿Lo confirma?

—¡Shhh! Baje la voz, ¿quiere? —dijo Cavazos, al mismo tiempo que miraba a ambos lados para comprobar que estaban solos—. Nadie aquí sabe que…

—¿Qué usted es homosexual? No creo que eso represente un problema si cumple con su trabajo —señaló Luisa.

—Eso no es lo que me preocupa. Soy bisexual, pero mi esposa no lo sabe. Algunas de las enfermeras son amigas de Victoria, y estoy seguro de que no me guardarían un secreto como ese.

—¿Temía usted que Ayala revelara su infidelidad? —preguntó Argus, al tiempo que se inclinaba hacia adelante y miraba al sospechoso a los ojos.

—Desde luego que no. Julio nunca habría hecho algo así. Era una buena persona —Jorge soltó un suspiro y desvió la mirada hacia el suelo—. Nos enamoramos sin pretenderlo y sin poder evitarlo. Él se sentía culpable por mi familia. Decía que no quería hacerles daño a mis hijos. Yo tampoco estaba orgulloso de lo que hacía, pero no podía vivir sin él… Al final, Julio no lo soportó más y decidió que todo terminara. Eso fue hace seis meses.

—Fue entonces cuando usted lo amenazó.

—No sabía qué hacer para recuperarlo —confesó Jorge—. Me volví loco. Hasta ese momento creía que lo nuestro era una simple aventura. Tal vez ustedes no lo crean, pero amo a mi esposa. Aun así, cuando Julio me dijo que no quería volver a verme… el mundo se me vino encima. Traté de convencerlo, le supliqué, y sí, lo reconozco, también lo amenacé, pero nunca tuve intenciones de lastimarlo.

—¿Dónde estuvo usted anoche, señor Cavazos?

—¿Anoche? Pero si el asesinato de Julio fue hace dos noches —puntualizó el sospechoso, desconcertado.

—Responda a la pregunta, por favor.

—No tuve guardia y me sentía abrumado. Me pasé la noche de bar en bar, bebiendo.

—¿Solo?

Jorge asintió, al mismo tiempo que cruzó los brazos y se echó hacia atrás.

—¿Hay alguien que pueda corroborarlo?

—No lo creo. No estuve en un solo lugar mucho tiempo, y todos los bares que visité estaban atestados. Puedo trazarle la ruta que seguí, pero no creo que nadie me recuerde.

Del Bosque le entregó el cuaderno que estaba usando para descifrar el acertijo, y lo abrió en la última página. También sacó un bolígrafo del bolsillo y se lo entregó a Cavazos.

—Por favor, anote aquí los nombres de los bares que recuerde, y sus direcciones.

Jorge obedeció, aunque le temblaba la mano. Mientras el sospechoso mantenía la mente ocupada en recordar su ruta de la noche anterior, Argus le hizo la siguiente pregunta:

—¿Dónde estuvo las tres noches anteriores?

Jorge dejó de escribir y miró al comisario con desconcierto.

—Por favor, continúe con las anotaciones. No se detenga.

Cavazos obedeció, y comprendió que de esa forma el policía se aseguraba de que le dijera la verdad. Le hubiera sido imposible elaborar una mentira mientras llevaba a cabo otra actividad que también requería concentración.

—Estuve en casa.

—¿Lo acompañó su esposa?

Cavazos negó con la cabeza sin dejar de escribir.

—Victoria viajó a Soria con los niños. Mi suegra está enferma y pidió ver a sus nietos.

Argus y Luisa intercambiaron una mirada que no se le escapó a Jorge.

—Voy a hacerle una pregunta y espero que me responda con la verdad, señor Cavazos, porque lo vamos a comprobar y si descubrimos que miente, usted se convertirá en el principal sospechoso de los crímenes que investigamos. ¿Conocía usted a Aureliana Díaz, Camila Ponce y Xavier Carvajal?

Jorge negó con la cabeza.

—Ninguno de esos nombres me dice nada.

—¿Está seguro?

—Por supuesto.

Al terminar las anotaciones, Cavazos le devolvió la libreta y el bolígrafo al comisario y dieron por concluida la entrevista. Luisa consultó el reloj y sintió que el corazón le daba un vuelco. Solo faltaban noventa minutos para la medianoche.

Llovía a cántaros y el frío los azotó en cuanto salieron del hospital. En el camino hacia el coche, la inspectora no pudo contener su curiosidad.

—¿Le cree?

—Tiene mucho que perder, tanto si dice la verdad, como si miente. Por supuesto que tendremos que comprobar su coartada de anoche y también asegurarnos que no conocía al resto de las víctimas. Hasta entonces, le prestaremos atención.

—Faltan minutos para que Enigma asesine a su siguiente víctima. ¿Qué hacemos?

—De momento solo podemos regresar a la comisaría. Yo continuaré trabajando en el acertijo por el camino.

A Burgos no le pareció que fuera un plan brillante, pero tampoco se le ocurrió nada mejor. Subieron al Seat y el comisario volvió a concentrarse en su tarea.

Mientras Luisa conducía de vuelta bajo una lluvia inclemente, el cerebro de Argus trabajaba a marchas forzadas. Aamon era el demonio de la ira, así que ese sería el pecado que tendría que expiar la próxima víctima, pero por la experiencia con los asesinatos anteriores, Del Bosque sabía que ese dato no era relevante. Si la cueva, una cavidad oscura y profunda, representaba la boca, ¿quiénes eran los cinco hermanos? Entonces lo comprendió: las vocales. Son cinco y nacen en la boca, así que le pertenecen.

De manera que debía encontrar una palabra que incluyera las cinco vocales y que representara algo que viera sin luz y escuchara sin voz. En un primer momento no le encontró lógica, pero entonces comprendió que la percepción de los sentidos puede variar de una especie a otra. ¿Qué animal cuyo nombre incluyera las cinco vocales veía sin luz y escuchaba sin voz? Entonces lo supo: el murciélago, que siendo ciego se orienta por el eco. Y allí tenía el nombre con las cinco vocales. Lo siguiente fue realizar las correspondientes consultas en Internet a través del móvil. En la medida en que leía comprendió el resto del acertijo.

—¡Desvíese al norte! ¡Pronto!

—¿Qué?

—Debemos llegar de inmediato a los Montes Obarenses.

—¿Descifró el acertijo?

Argus asintió, mientras usaba el móvil para llamar al subinspector Guerrero, pero no consiguió comunicarse, así que le envió un mensaje en el que le daba la orden de encontrarse con ellos en la casa del parque de los Obarenses. La siguiente llamada fue a Eloísa para que les enviara refuerzos. Luego le explicó sus conclusiones a Luisa.

—Yo tenía razón. En este enigma no se indica el nombre de la próxima víctima, sino el lugar donde ocurrirá el crimen. La primera parte del acertijo se refiere al murciélago, y el hábitat más cercano donde se encuentra esta especie es en los bosques de los Montes Obarenses.

—¿Está seguro? —preguntó Luisa, mientras cogía un desvío hacia el noroeste.

—Si me quedara alguna duda, la despeja la última parte del acertijo. Es una especie que hiberna, así que la despierta Kore, es decir, la primavera.

—Muy bien, ya me convenció de que Enigma se refiere a ese… bicho en su acertijo. ¿Por qué cree que se trata de los Montes Obarenses y no de otro lugar en La Rioja? Los murciélagos son muy comunes.

—«Bebo la leche de la salvación» —citó el comisario—. Estoy seguro de que se refiere a la vaquería del Monasterio de San Salvador, que hoy es la casa del parque de los Montes Obarenses.

—¿Y a quién espera encontrar allí en una noche como esta?

—Al agente forestal de guardia, por supuesto.

Después de una corta llamada, el comisario se informó acerca del nombre de la próxima víctima de Enigma. Se trataba de Gambino Zamora, con quien sus superiores perdieron la comunicación desde que comenzó la tormenta.

◆◆◆

Argus y Luisa recorrieron a toda velocidad la distancia que los separaba de la casa del parque. Por el camino los alcanzaron dos patrullas que los siguieron a corta distancia con las sirenas y las luces encendidas. Los minutos avanzaban sin pausa y temieron llegar tarde de nuevo.

La lluvia y el viento caían implacables sobre ellos, y la oscuridad era cada vez más penetrante. En un par de ocasiones, el coche estuvo a punto de salirse del camino al coger la curva. El comisario usó el móvil para comunicarse con los oficiales que los seguían, consiguió  avisar a Farías sobre el operativo y continuó esforzándose en localizar al subinspector. La visibilidad era casi nula, solo rota por algún rayo ocasional que cayó demasiado cerca para el gusto de la inspectora.

Luisa observó a su jefe. Estaba tenso como una cuerda de guitarra, pero conservaba el control sobre sí mismo. Eso la desesperó. Hubiera querido gritarle que conducían a toda velocidad bajo la tormenta contra el reloj, sobre un pavimento resbaladizo, para llegar a tiempo a un lugar donde no sabían lo que les esperaba. Tal vez un cadáver, o el propio asesino. ¿Cómo podía mostrarse tan tranquilo?

Ella cogió aire y lo retuvo. No podía dejarse llevar por la desesperación. En ese momento recorrían caminos sin guardavías, mientras rebasaban los ciento veinte kilómetros por hora. Cualquier error podía resultar en un accidente fatal. Cuando el GPS del coche les señaló que estaban cerca, el comisario ordenó a su escolta que apagaran las luces y las sirenas.

Llegaron en silencio a la casa del parque, una rústica construcción de madera y piedra, Argus organizó a los policías en dos grupos para que rodearan la edificación. Él y Luisa entraron por el frente con las armas en las manos, pues no sabían qué podían encontrar adentro.

El comisario se adelantó. Allí reinaban el silencio y la oscuridad. Después de comprobar que el piso bajo estaba despejado, los policías se quedaron inmóviles. Entonces lo escucharon: eran pasos que corrían en la planta superior. Mediante señas, Del Bosque le indicó a Burgos que lo siguiera a la escalera. Subieron despacio, con cuidado de no revelar su presencia. El comisario iba adelante. Luisa lo seguía a dos pasos. El segundo piso estaba tan oscuro como el primero. La impresión que tuvo la inspectora fue que allí no había nadie, que llegaron tarde y tan solo encontrarían otro cadáver.

En ese momento alcanzaron los últimos escalones. El silencio y la calma dominaban el lugar. Luisa estuvo a punto de perder la paciencia y olvidar las precauciones que mandaba el reglamento. Se adelantó dos pasos para ponerse a la altura de Del Bosque, dispuesta a sobrepasarlo y registrar el segundo piso. La posibilidad de que hubieran llegado tarde de nuevo la impulsó a moverse con imprudencia.

Argus comprendió las intenciones de su compañera y extendió el brazo para impedirle avanzar. En ese momento se escuchó una explosión y saltó una astilla del pasamano, que hirió al comisario en una ceja. Ambos se tiraron al suelo. Luisa tembló al pensar lo cerca que estuvo de recibir esa bala en su cuerpo.

—¿Se encuentra bien? —le preguntó ella a Argus en un susurro, cuando vio un hilo de sangre correr por su mejilla.

Él asintió y colocó su índice en los labios para indicarle que guardara silencio. Escucharon pasos a sus espaldas que los alertaron.

—Inspectora, comisario, ¿están bien? —preguntó uno de los policías que les servían de apoyo—. Escuchamos disparos.

Argus asintió para indicar que se encontraban bien, y en susurros le dio instrucciones al agente.

—Cúbranme —les ordenó a sus compañeros—. No enciendan las linternas. Enigma las usaría para ubicarlos y disparar.

Ambos asintieron. No se veía nada en el pasillo, pero, el comisario alcanzó la pared del frente gracias a una corta carrera, y luego se tiró al suelo. Se escucharon más disparos. Era evidente que el asesino se percató del movimiento y abrió fuego a ciegas. Argus se agazapó frente a la escalera y después de que comprobó que estaba indemne se quedó inmóvil, mientras aguardaba su oportunidad.

No sabían si habían llegado a tiempo para salvar a Gambino, pero era evidente que en esta ocasión, Enigma no tuvo tiempo de escapar. Se escucharon los pasos del asesino, que en ese momento corrió buscando una salida. Era una fiera acorralada, pero los policías no se atrevieron a disparar, porque en medio de la oscuridad podían herir a la víctima.

La naturaleza acudió en su ayuda cuando un rayo iluminó el pasillo a través de la ventana y mostró una silueta en movimiento. Argus accionó su arma, pero no supo si había acertado. Enigma le devolvió los disparos y obligó al comisario a refugiarse en una de las habitaciones laterales.

Volvieron a escuchar al asesino correr. Del Bosque vislumbró una sombra que cruzaba en la tercera puerta de la izquierda. Lo siguió. Antes de desaparecer por el umbral, Enigma volvió a disparar contra el policía. Argus se tiró al suelo. La sangre que manaba de su ceja le caía sobre el ojo y le dificultaba la visión, pero cuando comprendió que el asesino había desaparecido dentro de la habitación, corrió hacia allí. Escuchó los pasos de la inspectora y el agente detrás de él.

Del Bosque también cruzó el umbral y se dio cuenta de que había un bulto en el suelo. La tormenta golpeaba con furia afuera de la casa, y la caída cercana de un rayo iluminó la estancia por unos segundos. En efecto, había un hombre tendido en la habitación. El comisario se acercó con precaución, después de comprobar que el asesino ya se había marchado. La ventana abierta le permitió comprender cuál fue su vía de escape.

Cuando tocó el cuello de la víctima, el policía escuchó un disparo fuera de la casa, en el bosque. Tal vez alguno de los agentes que vigilaban el perímetro vio al asesino cuando huía y trató de detenerlo. Con un poco de suerte habría acertado el disparo.

Lamentaba que Enigma hubiera escapado, pero su mayor preocupación en ese momento era la víctima. Se agachó junto al cuerpo y buscó el pulso en el cuello. Suspiró aliviado cuando lo encontró.

En ese momento entró Luisa acompañada por otro policía.

—¿Enigma?

—Escapó por la ventana.

El agente comprendió que ya no había peligro, así que encendió su linterna y enfocó a la víctima.

—Está vivo —les anunció Argus con alivio—. Al parecer, esta vez sí llegamos a tiempo. Por favor, oficial, llame a una ambulancia.

El policía asintió y se retiró para cumplir la orden.

—¿No hay un nuevo acertijo? —preguntó la inspectora.

—Supongo que tendremos que esperar a que Científica registre el lugar, pero creo que esta vez el asesino no tuvo tiempo de completar su rutina.

—¿Qué podemos esperar entonces?

—Debe estar furioso, pero no sé cómo reaccionará ante su fracaso. Tal vez se asuste, se repliegue y deje de matar por un tiempo… también podría ocurrir lo contrario: que esto sea un aliciente y acorte el lapso entre los asesinatos. Además, existe una tercera posibilidad…

—¿Cuál?

—Que quiera vengarse de nosotros por interferir en sus planes.

Luisa palideció.

—¡Daniel!

—¿Hay algún lugar donde pueda enviarlo unos días para mantenerlo seguro?

—Solo somos él y yo —sentenció la inspectora, mientras negaba con la cabeza.

—¿Confía usted en mí?

—Por supuesto.

—Entonces yo me ocuparé —le prometió Argus, al mismo tiempo que marcaba un número en su móvil y se apartaba unos pasos para hablar.

En ese momento llegó el subinspector Guerrero, bastante agitado y sujetándose una herida en el brazo izquierdo.

—¡Alfonso! ¿Qué ocurrió? ¿Estás bien? —le preguntó su compañera, con preocupación.

—Estoy bien —los tranquilizó el subinspector—. Me quedé sin cobertura por la tormenta, pero recibí el mensaje del comisario, así que vine hacia aquí lo más rápido que pude. Cuando llegué, vi una sombra que salió por la ventana y supuse que se trataba del asesino. Le di la voz de alto, pero me disparó y tuve que rezagarme. Lo lamento mucho… se me escapó.

—Estás herido —le señaló Luisa con preocupación—. Será mejor que te trasladen al hospital en la ambulancia que recogerá a Zamora.

—¿Sobrevivió? —preguntó Alfonso, mientras señalaba con la cabeza al guardabosque.

—Esta vez sí llegamos a tiempo —afirmó Argus—. Parece que la suerte del asesino comenzó a cambiar.

◆◆◆

Gambino todavía estaba bajo el efecto del isoflurano cuando llegó la ambulancia a recogerlo, así que no pudieron preguntarle su versión de los hechos.

Cuando por fin llegó la ayuda médica, los técnicos sanitarios se ocuparon de las heridas de Argus y Alfonso. Después de insistirle mucho, el subinspector aceptó que lo llevaran al hospital para que le atendieran la herida de bala, que le rozó el brazo. Dos horas después, la casa se llenó de técnicos de la Policía Científica. Por suerte, en esta ocasión no fue necesaria la presencia del forense.

Farías llegó poco después del juez. No tenía muy claro cómo debía sentirse. Por un lado, se alegraba de que no hubiera una nueva víctima, por el otro, estaba furioso porque aunque Enigma estuvo a su alcance, no lo pudieron detener.

—¿Volvió a dejar un acertijo? —preguntó en voz alta.

—Parece que en esta ocasión no tuvo tiempo —le respondió Luisa.

—De cualquier manera, revisad bien en los rincones, Heriberto.

—¿Ahora vas a decirme cómo tengo que hacer mi trabajo, viejo bigotudo?

—Tenemos un loco suelto —se quejó Ernesto—. Si existe cualquier pista que nos acerque a detenerlo, no la podemos pasar por alto.

—Si la nota está aquí, la encontraremos.

—De acuerdo, ¡Quintana! Ocúpate de proteger el perímetro y avisa al ayuntamiento de Burgos que esta casa quedará cerrada al público hasta nuevo aviso.

—Sí, señor.

—¿Dónde está Guerrero?

Luisa le informó que el subinspector resultó herido cuando intentó detener al asesino.

—Vaya. Espero que no sea muy grave —la inspectora le confirmó que se trataba de una herida leve—. ¿Qué me dice, Del Bosque? ¿Qué hará el asesino a continuación?

Argus le dio la misma respuesta que a la inspectora. Farías bufó antes de expresar su opinión.

—Pues esperemos que se retire a lamer sus heridas. Sin el maldito acertijo, no tenemos idea de dónde dará el próximo golpe. Nunca imaginé que echaría de menos esas notas del diablo.

—Supongo que a partir de ahora será mucho más cuidadoso en su elaboración para que no las descifremos. Eso, si las vuelve a dejar.

—¿Cree usted que matará a la siguiente víctima sin darnos ninguna pista?

—Es una posibilidad. Enigma escribe los acertijos porque le divierte burlarse de nosotros, y se siente muy listo cada vez que nos toma la delantera, pero si somos capaces de descifrar lo que ocultan sus notas, dejará de ser divertido.

—Espero que se equivoque, Del Bosque —el comisario de «San Celedonio» suspiró—. De cualquier manera, debo reconocer que usted y la inspectora Burgos hicieron un excelente trabajo al evitar que el asesino consiguiera su quinta víctima. Será mejor que se vayan a descansar. Mañana los necesitaré frescos.

Luisa no podía creer las palabras que escuchaba. Era la primera vez que Farías le reconocía un trabajo bien hecho, o que la felicitaba. Del Bosque le hizo señas para que lo siguiera al exterior de la casa.

La lluvia había amainado, pero el frío era aún más intenso. Se refugiaron en la cabina del Seat.

—Lo dejaré en su hotel —dijo la inspectora.

Argus negó con la cabeza.

—Ya ha pasado demasiadas horas sin ver a su hijo. Vamos hasta su casa. Allí cogeré un taxi.

—Como guste. Gracias.

En el trayecto de regreso, Argus le informó de sus planes a Luisa.

—Debemos sacar a Daniel de Calahorra.

—¿Cree que corre peligro? —preguntó ella, al mismo tiempo que perdía el color del rostro.

—No puedo afirmarlo, tal vez Enigma ni siquiera sepa que usted tiene un hijo, pero no podemos correr el riesgo. Ya hice algunos arreglos.

—¿Qué clase de arreglos?

—Un buen amigo pasará a recogerlo a primera hora de la mañana, y lo llevará a un lugar seguro.

—¿Quién es su amigo? —preguntó la inspectora con desconfianza.

—Su nombre es Christian Werner. Es médico, y trabaja en una isla donde Enigma jamás podrá alcanzar al niño.

—No esperará que le entregue mi hijo a un desconocido para que lo lleve a un lugar del que no sé nada.

El comisario suspiró a punto de perder la paciencia, aunque comprendía la aprehensión de Burgos.

—Creí que confiaba en mí.

—Y lo hago, pero se trata de mi hijo.

El comisario comprendió las dudas de su compañera, así que le habló de su último caso, de Marañón y de su amistad con Werner.

—Si esa isla es privada y pertenece a un rico empresario hotelero, ¿por qué cree que la familia propietaria aceptará a un chiquillo desconocido?

—Digamos que el señor Abelard está en deuda conmigo. Estoy seguro de que no se negará, si Christian le dice que fue idea mía acoger a Daniel.

—Pero eso significa que no lo veré en mucho tiempo.

—Solo hasta que atrapemos a Enigma y Calahorra vuelva a ser segura para él. Tengo la certeza de que estamos a punto de detener a este asesino.

—¿Por qué piensa eso?

—Porque debe sentirse desconcertado, así que comenzará a cometer errores.

—Eso espero. Así que debo entregarle a Daniel a un médico llamado Werner.

—Descuide. Yo lo acompañaré cuando recoja al niño.

—Eso me deja más tranquila. ¿Qué le digo a Daniel?

—Que irá de vacaciones a una preciosa isla donde hay playas, bosques, un bonito pueblo, y hasta cuadras de caballos.

—¡Aquí el mayor riesgo será que no va a querer regresar! —exclamó Luisa, y Argus soltó una carcajada.

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