Enigma

Enigma


Día tres

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—Me temo que mi hermano tenía un imán para atraer a personas que no le convenían. Era demasiado… confiado. Él se entregaba en cuerpo y alma en sus relaciones, así que tenía la convicción de que su pareja hacía lo mismo. Y no siempre era así.

—Comprendo su punto, pero eso no responde mi pregunta.

Fernando cogió aire y se irguió antes de responder.

—Julio no me comentó nada acerca de una reconciliación. Tampoco la creo probable por los términos en los que se separaron. Sin embargo, no puedo asegurar que estoy en lo cierto. Si mi hermano hubiera decidido perdonar a su ex, estoy seguro de que no me lo habría dicho.

—Para que no lo desanimara —afirmó la inspectora.

—Eso mismo. Por supuesto que yo se lo hubiera desaconsejado. Sin embargo, tampoco descartaría que  repitiera el error de relacionarse otra vez con alguien ya comprometido. Julio parecía muy seguro de sí mismo como persona, pero cuando se trataba de asuntos amorosos… reconozco que su autoestima dejaba mucho que desear.

—¿Sabe de alguien más que le guardara rencor?

—No.

—Señor Ayala, tal vez mi siguiente pregunta le sorprenda —lo preparó Luisa—, pero es importante que piense bien su respuesta… ¿de alguna manera relacionaría a su hermano con la lujuria?

—¿Julio? Es absurdo. Un monje de clausura podría ser considerado más lujurioso que él.

—¿Participó el señor Ayala en algún juicio?

—No, que yo sepa.

—¿Sabe si conocía o tenía alguna relación con la familia Soliz-Ponce?

Fernando abrió mucho los ojos y miró a ambos policías alternativamente, como si quisiera leer en sus rostros.

—¿Esos no son los dueños de la Bodega «Ponce de Calahorra»? Espere, esta mañana leí en los periódicos que asesinaron a una mujer de esa familia, y a una anciana en la residencia que la albergaba. Que hay un asesino en serie suelto y que… ¡Maldita sea! Los diarios también hablaban de una nueva víctima, cuya identidad se reservaban por respeto a la familia… ¡No me digan que Julio…!

—Tenemos buenas razones para sospechar que su hermano fue víctima de este asesino —reconoció Luisa—. Es por eso que debemos descubrir qué relacionaba al señor Julio Ayala con Camila Ponce y Aureliana Díaz.

Fernando estaba estupefacto, y por unos segundos se quedó sin habla. Argus intervino.

—Pensamos que el homicida, a quien los periódicos llaman Enigma, se acercó a su hermano haciéndole creer que tenía un interés romántico, cuando en realidad quería quedar con él en un lugar apartado para asesinarlo.

—¿Por eso me hicieron la pregunta sobre la lujuria?

Luisa asintió.

—Es lo que señaló el propio asesino como motivo para acabar con la vida de su hermano.

Fernando se quedó en silencio por unos instantes.

—Entonces tiene que tratarse de la expareja de Julio —afirmó con convicción—. Es la única explicación lógica que encuentro. El tío era un celópata, y creía que mi hermano lo engañaba con todos los hombres con los que se cruzaba.

La inspectora asintió. Al fin comenzaba a perfilarse una imagen de Enigma. Borrosa e intangible, pero al menos existía.

—No se preocupe, señor Ayala. Haremos nuestro mejor esfuerzo para arrestar al hombre que asesinó a su hermano.

—¿Cuándo me entregarán los restos mortales de Julio?

—La autopsia se realizará hoy mismo. Una vez que la concluyan, el departamento forense se pondrá en contacto con usted para que la funeraria recoja el cuerpo.

Fernando abandonó el despacho de la inspectora con la sensación de que lo había alcanzado un rayo. En cuanto se quedaron solos, Luisa miró a Argus a los ojos.

—¿Qué opina?

—Que debemos encontrar a la expareja de Ayala.

—Lo único concreto que sabemos de él es que trabaja como sanitario. ¿Cree que podría estar relacionado con la residencia de Aureliana?

—Es una posibilidad —reconoció Del Bosque, encogiendo un hombro—, pero debemos mantener un criterio amplio al respecto. Supongo que nuestra mejor opción son los vecinos de Julio Ayala. Si alguno se cruzó con él…

—Tiene razón —dijo Luisa, al mismo tiempo que levantaba el auricular del teléfono y marcaba un número—. ¿Alfonso? Sí… la entrevista con Fernando Ayala resultó muy interesante… ¿dónde estás?... De acuerdo, cuando llegues allí quiero que les preguntes a los vecinos si alguno de ellos vio a la expareja de Julio… Terminaron la relación hace seis meses… De acuerdo. Si encuentras a alguien que lo haya conocido, envíalo aquí para que nos ayude a identificarlo. Cuando regreses te pongo al día… Creo que por fin comenzamos a ver la luz al final del túnel.

◆◆◆

Pocos minutos después de que Fernando Ayala salió del despacho se escucharon un par de golpes tímidos en la puerta, y Eloísa se asomó sin esperar respuesta. Luisa enarcó las cejas en un gesto interrogador.

—Lamento la interrupción, pero el comisario Farías desea reunirse con ustedes en su oficina, lo antes posible.

—Por favor, dígale al comisario que vamos en camino —afirmó Del Bosque.

Después de recoger los expedientes con toda la información del caso, ambos policías se encaminaron a la oficina de Farías. Era evidente que el jefe de la comisaría estaba de un humor de perros. Y no era para menos. Después de la publicación de la noticia en la prensa esa mañana, los mandos habrían caído sobre él como una jauría de lobos hambrientos.

Farías lanzó una rápida mirada a la inspectora. Hubiera querido desquitar la frustración con su subalterna más perezosa, pero la presencia de Del Bosque lo obligaba a conservar las formas. Después de invitarlos a sentarse y ofrecerles un café que ambos declinaron, Ernesto entró en materia.

—Decidme que ya tenéis un sospechoso probable y que podremos anunciar su detención antes de la medianoche.

—Sí tenemos un sospechoso —afirmó Luisa—, pero todavía no sabemos quién es.

Farías soltó un bufido, que a Del Bosque le recordó un toro a punto de embestir.

—Si lo que pretende es cachondearse de mí, le advierto que escogió un mal momento, inspectora.

Argus intervino, antes de que la situación se saliera de quicio.

—Lo que quiere decir la inspectora Burgos es que estamos detrás de la pista de la expareja de Julio Ayala, pero que todavía no lo hemos identificado.

—¿Creen que él podría ser Enigma?

—Es pronto para afirmarlo —sentenció Argus—, pero hasta ahora se presenta como el sospechoso más viable.

—¿Por qué?

—Porque amenazó a Julio Ayala y trabaja como sanitario, por lo que podría tener relación con la residencia «San Juan Bautista» —dijo Luisa.

—¿Qué conexión tendría con Camila Ponce?

—Todavía no lo sabemos —reconoció la inspectora—, apenas nos enteramos de su existencia hace algunos minutos.

—¿Y qué medidas han puesto en marcha para encontrarlo?

—Alfonso debe estar interrogando a los vecinos de Ayala en este momento. Confiamos en que alguno de ellos lo haya visto y pueda ayudarnos a identificarlo.

—No es mala idea —dijo el comisario, un poco más calmado—. Esperemos que rinda frutos. Los mandos me están volviendo loco. Por cierto, como pille al que filtró la noticia a la prensa, lo va a pasar mal.

Ernesto miró a Burgos mientras pronunciaba esas palabras, y la inspectora suspiró con resignación. Detestaba las indirectas de su jefe.

—Para eso tendrá que esperar a que arrestemos a Enigma, comisario —le advirtió Argus—. Todo indica que fue el propio asesino quien le envió un correo electrónico a la prensa, en el cual explicó los detalles de los asesinatos.

—Pero entonces dejó un rastro, ¿no es así?

—Los peritos informáticos de Logroño trabajan en eso —le informó la inspectora.

Farías se quedó pensativo, al mismo tiempo que golpeaba la superficie del escritorio con los dedos, sin siquiera ser consciente de que lo hacía. Al cabo de algunos segundos, detuvo el golpeteo y se centró en lo que iba a decir.

—Llevo toda la mañana pensando en este asunto, y cada vez tengo más claro que partimos de un planteamiento errado.

—¿Cuál es su teoría? —preguntó Del Bosque.

—Que quizá Enigma no sea un solo individuo, sino que podemos estar frente a una conspiración. Si fuera así, tal vez no haya un nexo común entre las víctimas, sino que la muerte de cada una responda a las motivaciones de una persona diferente.

—Pero eso implicaría al menos tres cómplices, y si lo que afirman las notas es cierto, serían siete homicidas —le refutó Burgos con incredulidad.

—Que se cometan siete crímenes no significa que sean siete homicidas. Podrían ser dos o tres, pero al mezclar las víctimas dificultarían que descubriéramos los motivos.

Argus escuchó en silencio con su habitual expresión pétrea, hasta que Luisa lo increpó.

—¿Qué piensa usted, comisario?

—No lo veo claro. Enigma escogió un modus operandi muy complicado para cometer los asesinatos, tanto, que ya hay tres cadáveres y todavía no sabemos con exactitud cómo los ejecuta. ¿Por qué los estrangula primero y les rompe el cuello después? Yo diría que la forma en que mata a sus víctimas es crucial para él. Un comportamiento como ese tiene un carácter muy personal.

—Puede responder al ritual de un grupo.

Argus suspiró. Ya estaba harto de que siempre le atribuyeran los crímenes incomprensibles a complicados rituales de misteriosas sociedades secretas.

—Eso significaría que las tres víctimas representan algo para el grupo que se traduce en una condena a muerte mediante un procedimiento determinado. Perdóneme, comisario, pero opino que eso sería rizar el rizo.

—Así que usted insiste en que Enigma es un solo individuo con la misma motivación para los tres crímenes… —Del Bosque asintió—. Entonces, ¿por qué no encontramos ninguna relación entre Ponce, Díaz y Ayala? Por lo que tengo entendido, ni siquiera se conocieron en vida.

—Y sin embargo, deben estar relacionados en alguna forma. Aunque solo sea en la mente enferma del asesino.

—Muy bien, es su caso —claudicó Farías—. A mí solo me interesan los resultados. ¿Ya descifró el último acertijo? Se supone que allí se encuentra escrito el nombre de la próxima víctima.

Del Bosque negó con la cabeza.

—Lo lamento. Lo único que tengo claro es que el próximo motivo que señala Enigma es la pereza.

—¿Y eso de qué nos sirve? —protestó Ernesto— No nos acerca a descubrir la identidad del asesino, ni de la víctima. Se supone que usted es el experto, pero ni siquiera ha sido capaz de desvelar qué relación tenía Aureliana con la avaricia, Camila con la envidia, o Ayala con la lujuria. Bejarano me prometió que enviaría al mejor hombre que tenía bajo sus órdenes, pero usted está resultando ser un fiasco.

—Lamento decepcionarlo, comisario, pero no soy un mago capaz de sacar la respuesta de un sombrero —se defendió Argus—. Le aseguro que soy el más interesado en resolver este asunto lo antes posible.

—Pues a ver si es verdad y lo consigue antes de la medianoche —lo presionó el comisario de «San Celedonio»—. ¿Cuál será su siguiente paso?

Argus se quedó en silencio por algunos segundos, mientras meditaba cuál de las posibles vías de investigación podía resultar más fructífera. Al final tomó una decisión.

—Iremos a la morgue. Quiero ver el cadáver de Ayala por mí mismo.

—Ya el forense debe haber concluido la autopsia —argumentó Farías—. ¿No le basta con leer su informe y concentrar sus esfuerzos en descifrar esas malditas notas?

—El método que usa el asesino para cometer los homicidios es demasiado extraño como para pasarlo por alto. Hay algunos detalles que un informe no puede reflejar. Estoy seguro de que el forense realizó un excelente trabajo, pero quiero ver el cuerpo yo mismo.

Ernesto torció el gesto mientras respondía.

—Como le dije antes, es su caso, Del Bosque. Haga lo que quiera, pero arreste de una vez a ese malnacido.

◆◆◆

Argus y Luisa se apearon del Seat frente al hospital. Se trataba de un pequeño edificio de color blanco deslucido, que necesitaba con urgencia una mano de pintura. La inspectora condujo a su jefe temporal al sótano, donde funcionaba la morgue. Era la primera vez que Del Bosque pisaba ese lugar, pero le parecía que lo había visitado docenas de veces. Y así era, pues una vez que has visto un depósito de cadáveres, los has visto todos. En la medida que avanzaban por los pasillos relucientes, el frío se sumaba al olor a desinfectante, que competía con el penetrante tufo del formol.

Después de cruzar un portalón batiente que daba a un corto pasillo, Luisa se plantó frente a una pequeña puerta lateral de madera, a la cual llamó con un par de golpes contundentes. Del otro lado respondió la chillona voz del doctor Garrido.

—¡Adelante! Está abierto.

Los policías entraron en la diminuta oficina y el forense apartó la mirada de la pantalla del ordenador.

—¡Inspectora! Acabo de terminar la autopsia del cadáver que encontraron esta mañana y estoy redactando el informe. Supongo que están aquí por eso.

—Nos interesa ver el cuerpo, doctor — le anunció el comisario.

—¿Verlo? ¿Para qué? No encontrarán nada que yo mismo no pueda decirles.

—Por favor —insistió Argus.

Con un suspiro de resignación, Elmer guardó el documento, bloqueó la pantalla del ordenador y se levantó de su asiento. Acompañó a los policías hasta el fondo del pasillo, donde una segunda puerta batiente conducía a la sala de autopsias. Allí el olor a formol se hacía más penetrante. Los restos mortales de Julio Ayala todavía reposaban sobre la mesa de metal, cubiertos por una sábana. Garrido dobló el extremo superior de la tela y dejó a la vista la mitad del cuerpo desnudo, en la cual resaltaba la habitual incisión en forma de Y que se extendía desde los hombros hasta el pubis.

—Aquí lo tienen.

Argus se acercó al cadáver y lo observó con meticulosidad. En especial se concentró en la zona del cuello. Luego le levantó los párpados y comprobó la irritación de los ojos. Palpó la garganta de la víctima y después la nuca para comprobar la fractura de los huesos cervicales. Elmer miraba en silencio al comisario con una mezcla de impaciencia y resignación. No le gustaba que los policías invadieran su terreno. Cada uno a lo suyo.

—¿Cuánta fuerza es necesaria para causar estos daños? —le preguntó Del Bosque a Garrido.

—Yo diría que bastante. Deben buscar a alguien muy corpulento.

—¿Qué usó para estrangularlo?

Elmer se encogió de hombros.

—Algo ancho. Una banda, un collar de cuero, cualquier cosa similar.

—¿Sin relieves?

—Las marcas son uniformes, así que la superficie de lo que haya usado el asesino es lisa.

—Una banda de cuero —repitió Argus, pensativo—. ¿Un collar de perro, tal vez?

—Es posible.

—¿Cómo les fracturó el cuello?

—Es extraño que lo pregunte. En la primera víctima asumí que lo habría partido, forzando el giro de la cabeza en forma brusca. Ya sabe, de la misma manera que se ve en las películas.

—¿Y no fue así? —preguntó Burgos.

—No puedo asegurar cómo lo hizo —reconoció el forense—, pero estas dos últimas víctimas tienen una marca en la nuca que no es tan evidente en Aureliana.

—¿Qué tipo de marca? —preguntó el comisario con interés.

—Véalo usted mismo —le propuso Garrido, al mismo tiempo que empujaba el cadáver para ponerlo de medio lado.

Argus observó con detenimiento la zona que el forense le señaló. Oculta por el cabello, en la nuca se veía una marca redondeada y enrojecida.

—¿Cómo lo explica? —le preguntó Del Bosque a Elmer.

—Como puede observar, el cabello oculta la marca. Después de descubrir esta, comprobé de nuevo los cuerpos de la señora Ponce y de la señora Díaz. Está presente en los tres cadáveres.

—¿Quiere decir que el asesino fracturó el cuello de sus víctimas golpeándolas con un objeto redondo en la nuca? —preguntó Luisa.

—No sabría decirle —reconoció el doctor Garrido.

Del Bosque guardó silencio por algunos momentos, absorto en sus propios pensamientos. Ya la inspectora iba a sugerirle salir de allí para continuar con la investigación, cuando él se irguió, y enarcó las cejas en un momento de comprensión.

—¡Por supuesto! ¡Cómo no lo vi antes!

—¿No vio el qué?

—Las lesiones: el aplastamiento de la laringe, la fractura del cuello, la marca redonda en la nuca, todo concuerda.

—¿Concuerda con qué? —preguntó el forense con curiosidad.

—La forma en que Enigma asesina a sus víctimas: les aplica el garrote vil.

—¡Debe estar bromeando! —protestó la inspectora. El forense comenzó a negar con la cabeza, antes de refutar la hipótesis del comisario.

—Eso no es posible. Para aplicar el garrote vil, la víctima debe estar inmovilizada, y debe haber un punto de apoyo que no existiría en este caso. Además, ¿alguna vez vio uno de esos artilugios que se usaban para el garrote? Son tan aparatosos como una guillotina, o una silla eléctrica.

—¿Está seguro, doctor? —lo desafió Argus—. Estamos hablando de una persona capaz de fabricar una impresora 3 D casera, lo cual nos da la medida de sus habilidades intelectuales y manuales. ¿No cree posible que fuera capaz de diseñar un garrote «portátil»? Imagínelo: una banda de cuero que ajuste mediante la torsión de sus extremos, y una bola de metal que presione la nuca y rompa los huesos cervicales en la medida en que la banda se cierra. El punto de apoyo sería la base del cráneo de la propia víctima.

Elmer abrió la boca con la intención de protestar, pero no encontró un argumento para refutar lo que sugería el comisario. En cambio, guardó silencio y se quedó pensativo.

—Aun cuando un artilugio así funcionara, se trata de una forma de asesinar demasiado complicada —dijo la inspectora—. ¿Por qué escogería ese procedimiento?

—Esa es una buena pregunta —reconoció Argus—. Es evidente que el método por el cual ejecuta a sus víctimas es parte del castigo.

—Eso significaría que la persona a quien quiere vengar Enigma murió por el garrote vil —razonó Luisa, plegándose a la idea del comisario—. Y que de alguna forma Aureliana, Camila, y Julio, estuvieron involucrados en esa condena. Por eso se refirió a la prevaricación en el segundo acertijo.

Argus asintió mientras hablaba.

—Y es probable que las acusaciones de los pecados que atribuye a las víctimas: la avaricia, la envidia y la lujuria, tengan relación con la ejecución que motiva al asesino.

Luisa meditó en silencio, con más dudas que certezas.

—No, lo que planteamos no es posible —sentenció la inspectora—. Recuerde que en España abolieron la pena de muerte en 1978, así que la condena a la cual nos referimos debió ser anterior a esa fecha, pero en 1978 Ayala solo habría cumplido dos años. No hay manera de que tuviera relación con algo así. Además, descartamos el asunto del juicio cuando comprobamos que la tercera víctima no era un juez.

—Yo no sé si ese fulano juicio del que hablan existió, o si lo están inventando porque no tienen ni puñetera idea de lo que motiva al asesino —dijo el forense—, pero bien pensado, cuanto más analizo la teoría del comisario con respecto a los resultados de las autopsias, más convencido estoy de que tiene razón en cuanto al arma homicida. Aunque no seré yo quien lo escriba en el informe, a estas personas las asesinaron con una versión modificada del garrote vil.

◆◆◆

Al salir de la morgue, los policías todavía se sentían desconcertados por la forma que escogió el asesino para cometer sus crímenes. Ya se encontraban junto al coche, cuando el timbre del móvil sacó a Argus de su concentración. Miró la pantalla y soltó un suspiro de resignación. Aun así, respondió.

—Doctor. Se dio usted bastante prisa en llegar.

—Cuando representas los intereses de alguien como don Antonio, todo es mucho más fácil. Es la primera vez que viajo en un avión privado, y debo reconocer que me ha gustado. ¿Podemos hablar?

—Estoy en medio de una investigación muy complicada, pero como le prometí, puedo dedicarle cinco minutos.

—Me conformo con eso.

Resignado, el comisario le dio las instrucciones para que pudieran encontrarse en la cafetería más cercana a «San Celedonio». Werner le prometió que estaría allí a tiempo y colgó, agradecido.

—¿Qué fue eso? —preguntó Luisa—. ¿Tiene que ver con el caso?

—Es un asunto personal —confesó Del Bosque—, pero importante. Solo me quitará unos minutos. Vamos a la comisaría. Mientras yo acudo a esta reunión, usted puede indagar acerca del pinche de cocina. Tal vez su inasistencia al trabajo no tenga que ver con el crimen, pero…

—Sí, supongo que debemos descartarlo. No se demorará, ¿verdad? La tarde ya está avanzada, y todavía no desciframos cuál es el nombre de la próxima víctima.

—Mi entrevista será breve.

Durante el trayecto, cada uno se centró en sus propios razonamientos acerca del caso. Eran demasiados los aspectos que no comprendían y la falta de un sospechoso claro a esas alturas angustiaba a la inspectora. Argus también estaba desconcertado y preocupado por el próximo paso de Enigma, pero la llamada de Werner sumaba una nueva carga emocional. Era evidente que don Antonio Abelard no se resignaría con tanta facilidad a perder al hijo que ahora sabía con vida.

Burgos aparcó frente a la comisaría y se encaminó en dirección al edificio, mientras Del Bosque cruzaba la calle para entrar en la cafetería. En la mesa del fondo vio sentado a su viejo amigo. Christian se puso de pie en cuanto lo vio llegar, y lo recibió con un abrazo fraternal. Luego se sentaron y cada uno pidió un café.

—Me alegra mucho verte y comprobar que te has mantenido lejos de los problemas —le dijo el médico de Marañón, mientras comprobaba la integridad física del rostro de Argus—. Supongo que ya imaginarás por qué estoy aquí.

—Abelard.

—Tu padre.

—¿Te lo contó?

—Digamos que pasé al círculo de confianza de don Antonio desde el momento en que me convertí en tu amigo.

—Sabes que te está usando, ¿no es así?

—Por supuesto que lo sé, pero no puedo culparlo. No, después de saber todo lo que pasó. Él solo quiere que lo perdones, Argus. Está muy arrepentido por la forma en que te trató en Marañón. Si lo vieras… Ha envejecido diez años en los últimos días. Teme haberte perdido, después de tener la oportunidad de recuperarte.

El comisario negó con la cabeza.

—No le guardo rencor, Christian. Puedes decírselo de mi parte. Lo comprendo. Cometió un error cuando se puso en mi contra, pero en ese momento tenía sus motivos y debo reconocer que siempre trató de ser justo. Esa no es la razón de que me alejara.

—¿Entonces cuál fue? ¿Tú ya sabías quién eras cuando llegaste a la isla?

—No. Me enteré durante la investigación de los asesinatos… por concordancias entre la historia que me contó el propio don Antonio. Cuando se despertaron mis sospechas solicité una prueba de ADN. Recuerda que cogimos las muestras biológicas de todos los habitantes de la casa Abelard. Lo supe con certeza al recibir los resultados.

—¿Por qué no le dijiste nada?

—Él no me lo permitió. Para cuando tuve algo más que una sospecha, ya estaba en mi contra.

—Ahora solo quiere tu perdón y que regreses.

—Ya lo he perdonado. Con respecto a volver… No es tan sencillo. Antes debo resolver algunos asuntos pendientes.

—¿Qué asuntos? ¿Tiene que ver con el caso ese que investigas y que te tiene tan ocupado?

—No, aunque tengo que resolverlo para acceder a parte de la información que necesito.

—¿Qué estás tramando, Argus? Mira que cada vez que tienes una idea, terminas metido en problemas.

—Estaré bien, Werner. Solo tengo que hacer mi trabajo.

—¿Qué quieres que le diga a don Antonio?

—¿Él sabe dónde estoy?

—Por supuesto que no. No traicionaría tu confianza de esa forma. El avión me dejó en el Aeropuerto de Vitoria. De ahí, me vine en taxi.

—De acuerdo. Tan solo dile que duerma tranquilo, que no le guardo ningún rencor, pero que necesito tiempo… Regresaré cuando esté listo para hacerlo. Dile también que estoy muy orgulloso de que sea mi padre.

Después del encuentro, Werner se encaminó a Vitoria para coger el avión que lo llevaría de vuelta a Madrid, mientras Argus cruzaba la calle con el corazón encogido. La experiencia de saber que tenía una familia que lo esperaba le causaba sensaciones nuevas y en cierto modo, tan satisfactorias como aterradoras, porque solo se puede perder lo que se tiene.

Mientras Argus conversaba con Christian, la inspectora aprovechó la soledad para llamar a casa. Todo estaba en orden, pero él le pidió que regresara pronto, le dijo que la echaba de menos, y a Luisa se le rompió el corazón. Ella le prometió que iría lo antes posible sin tener la certeza de que podría cumplir, y se odió a sí misma por mentirle.

Colgó y volvió a llamar de inmediato. Se comunicó con el pinche de cocina para comprobar su coartada. Confirmó que el chico estuvo en Urgencias por fiebre. Otra opción que se iba por el desaguadero. Apenas había colgado cuando volvió a llamar. Esta vez a Alfonso.

—Luisa. ¿Dónde te habías metido? Te he llamado durante toda la tarde.

—Primero tú. ¿Qué averiguaste?

—Bien, esto te va a interesar. Hablé con el director y los maestros del colegio donde estudiaron Pedroza y Soliz. Me confirmaron que Soliz y Pedroza eran inseparables.

—¡Eso es una gran noticia! —exclamó Burgos—. Por fin tenemos una conexión entre Camila y Aureliana…

—Así es. Además, recuerda que el examante de Julio Ayala era sanitario. Podría tratarse de Pedroza.

—Eso lo explicaría todo. ¿Qué dijeron los vecinos?

—Al parecer el examante era muy discreto, porque ninguno de los que entrevisté en el edificio reconoció haberlo visto. Aunque hubo vecinos con quiénes no pude hablar porque se encontraban trabajando, o de viaje.

—De acuerdo, tendremos que insistir sobre ello. Creo que vale la pena pedirle una coartada al señor Pedroza para los asesinatos de Camila y Julio.

—Buena idea. Yo me haré cargo. ¿En qué andabais tú y el pensador de Rodin?

A Luisa se le escapó una carcajada.

—¿Por qué lo llamas así?

—Porque el tío es frío como una piedra, y lo único que hace es pensar.

La inspectora puso al día a su compañero. Le contó los detalles de la entrevista de Fernando Ayala y las conclusiones a las que llegaron en la morgue. Alfonso la escuchó con atención y cuando ella terminó, soltó un silbido.

—¿En serio pensáis que Enigma asesina a sus víctimas con el garrote vil?

—Es la conclusión a la que llegó el comisario.

—Entonces será verdad —aceptó Guerrero—. Al menos si son ciertos la mitad de los rumores sobre él.

—¿Y qué se rumorea? —preguntó ella con curiosidad.

—Que el tío es un genio, pero más seco que un cardo.

—Esperemos que sea lo bastante listo para ayudarnos a encontrar a Enigma.

—No lo sé, para eso tendría que ser más inteligente que el hombre que buscamos. Y eso ya lo veo más difícil.

—No hables así. Solo pensar en la posibilidad de que Enigma se salga con la suya me eriza la piel. ¿Sabemos algo sobre el rastreo del correo que envió a la prensa?

—Que lo paseó por medio mundo a través de proxys, y que no podemos encontrar su origen.

—¡Mierda! Este tío es más escurridizo que una anguila.

En ese momento, Argus entró al despacho y enarcó las cejas ante el exabrupto de la inspectora. Ella enrojeció hasta la raíz del cabello, se despidió de Guerrero y colgó.

Transcurrieron un par de minutos hasta que Luisa se recuperó de la sensación de que la pillaron en un renuncio. Luego se preguntó a sí misma por qué reaccionó de esa forma. Esa era una comisaría de Policía, no el colegio de monjas donde ella creció, así que tenía toda la libertad de hablar como quisiera. Sin embargo, muy a su pesar debía reconocer que la coartaba la actitud seria, formal y reservada del comisario.

Argus no hizo ningún comentario. Tan solo le pidió que le pusiera al día acerca de las indagaciones del subinspector.

—La conexión entre Soliz y Pedroza es interesante —reconoció Del Bosque—. En especial porque relaciona al menos a dos de las víctimas.

—Es posible que a tres. Recuerde que Fernando Ayala nos mencionó que la expareja de Julio era sanitario. Podría tratarse de Flavio Pedroza.

—Es un indicio, pero afirmar algo así con tan poca evidencia sería temerario. Debemos comprobar los antecedentes y las coartadas del señor Pedroza.

—Alfonso ya se encarga de eso —Luisa desvió la mirada hacia el reloj, sin disimular su nerviosismo—. Me preocupa que se nos eche encima la noche, y todavía no hayamos resuelto el maldito acertijo.

Argus asintió.

—¿Puede volver a leerlo, por favor?

La inspectora abrió el expediente del caso y sacó una hoja impresa. Leyó en voz alta:

—«Belfegor se llevará su alma, pues su acidia cobró la vida de un inocente y la ruina de su familia. Si queréis conocer su nombre, lo encontraréis en la casa nueva, donde el rey de León lo recogió de las manos de Acenare».

—Belfegor y la pereza —repitió Argus—. ¿Cómo puede la pereza convertir a alguien en el objetivo de un asesino?

—Tal vez esa persona no cumplió una promesa, o no puso suficiente empeño en hacerlo y causó daño por ello.

El comisario se quedó en silencio por algunos segundos mientras meditaba las palabras de su colega, y Luisa tuvo que contenerse para no sonreír al recordar la descripción de Alfonso cuando lo comparó con «El Pensador de Rodin».

—Tiene usted razón. El propio acertijo lo confirma: « …su acidia cobró la vida de un inocente y la ruina de su familia».

—Un inocente que murió por el garrote vil.

—Lo cual implica una ejecución. Y volvemos a la teoría del juicio —Del Bosque levantó la mano para detener la protesta que ya nacía en los labios de Luisa—. Ya lo sé. El «prevaricador» resultó no ser juez. Y sin embargo, todos los acertijos nos llevan al mismo punto: en el primero afirma que Procusto, es decir, Camila, sufriría la misma suerte de su víctima. El enigma que encontraron junto al cuerpo de la señora Ponce y que se refiere a Julio menciona la Ley del Talión…

—«Ojo por ojo y diente por diente» —recitó Luisa.

—Es un error analizar cada acertijo por separado. Está claro que existe una concordancia entre ellos. Y todos nos dicen que las víctimas están sufriendo lo mismo que causaron. En otras palabras, Enigma se siente un vengador. Un justiciero…

—De acuerdo, ese inocente a quien el asesino quiere vengar terminó ejecutado por garrote vil, y eso implica que hubo un juicio…

—Pero ¿tenemos esa certeza? —preguntó Argus meditativo.

—¿Qué quiere decir?

—Que el garrote vil fuera el medio de ejecución oficial, no significa que no lo usara alguien por fuera de la ley…

Sin decir palabra, Burgos se concentró en el ordenador y escudriñó los archivos policiales de asesinatos que ocurrieron en toda España en los últimos diez años. Encontró balazos, puñaladas, estrangulamientos, golpes y envenenamientos, pero en ningún caso se determinó que el garrote vil fuera el arma homicida. Le comunicó sus conclusiones al comisario.

—Es un método de ejecución demasiado complicado —señaló la inspectora—. Los criminales suelen ser más pragmáticos.

—Lo cual nos devuelve al presunto juicio que salió mal.

—Y que debió ocurrir cerca de 1978. Si nos alejamos de esa fecha, los involucrados ni siquiera hubieran estado vivos.

—Excepto Aureliana —puntualizó Argus.

—Revisaré los juicios que culminaron en condena a muerte en los cinco años previos a 1978. No deben ser demasiados. Tal vez alguno de ellos nos permita encontrar la conexión entre las víctimas.

—Avaricia, envidia, lujuria y pereza —murmuró el comisario para sus adentros—. ¿Cómo podrían influir esos cuatro pecados en un juicio con sentencia de muerte?

—Aquí está —anunció la inspectora—. Solo hubo dos ejecuciones por garrote en 1974. Ninguna relacionada con nuestras víctimas. Ni siquiera ocurrieron cerca. Tal vez estamos errados y no tiene relación con ningún procedimiento judicial.

—Es posible, y sin embargo es la explicación que mejor se adapta a las notas que dejó el propio asesino.

—Usted lo ha dicho: «las dejó el propio asesino». Quizá solo quiere confundirnos. Podría haber mezclado enigmas auténticos, como los que se refieren a la identidad de la siguiente víctima, con datos falsos, aquellos relacionados con sus verdaderos motivos. Sería una forma brillante de confundirnos.

Del Bosque guardó silencio. ¿Podía estar tan equivocado como para seguir los pasos que el criminal le había trazado? Reconoció que lo que decía Burgos tenía sentido. Que una parte de los acertijos resultara cierta, no significaba que Enigma actuara con honestidad. Esperar algo así sería una ingenuidad de consecuencias impredecibles.

—¿Cuál es su teoría, inspectora?

—Que nos enfrentamos a un psicópata que mata por placer. Tal vez escogió esa arma tan truculenta y cruel, solo porque le satisface. Cada vez estoy más convencida de que escoge a sus víctimas al azar, y parte de su diversión es confundirnos con desafíos imposibles que le hacen sentir más listo que nosotros, además de que alejan la posibilidad de que lo arrestemos.

De nuevo el comisario guardó un silencio meditativo por unos segundos.

—Así que usted piensa que Enigma juega con nosotros.

—Y nos mantiene ocupados con acertijos sin solución que nos alejan del verdadero trabajo policial.

—Veo una falla en su hipótesis —Luisa enarcó las cejas con incredulidad. Para ella todo estaba muy claro desde el principio, y quizá ya el caso estaría resuelto si no le hubieran impuesto a ese comisario de ideas tan extravagantes—. No creo que escogiera sus víctimas al azar, pues si lo piensa bien, llegar hasta cada una le exigió un enorme esfuerzo al criminal. De tener usted razón nos encontraríamos investigando la muerte de indigentes, yonquis y prostitutas, porque son más vulnerables y podría encontrarlos indefensos en la calle.

—Tal vez su desequilibrio mental lo impulsa a superar desafíos.

—Esos «desafíos» lo obligaron a invertir recursos, tiempo y correr riesgos.

—Si corrió tantos riesgos, ¿por qué no lo hemos atrapado todavía?

—Es posible que sí sea más listo que nosotros. De todas maneras, se esforzó mucho para llegar hasta estas tres personas, como para que concluyamos que le servía cualquiera.

—Entonces dígame, ¿por qué los escogió?

—Si tuviera la respuesta a esa pregunta ya habría resuelto el caso, ¿no cree?

Luisa suspiró. Derrotada en los argumentos, pero no convencida, por lo que respondió con un desafío.

—Muy bien, ¿contra quién irá esta vez? Le recuerdo que solo nos quedan cuatro horas para averiguarlo.

Una hora después de comenzar a trabajar con el último acertijo, los policías habían conseguido pequeños avances. Descubrieron que hubo una Acenare relacionada con un rey de León, y que su nombre completo era Acenare de Carvajal.

—Ese debe ser el apellido de la próxima víctima —afirmó Luisa.

—Sí, es lo que yo también deduzco. ¿Cuántos Carvajal existen en Calahorra y sus alrededores?

—Más de dos mil —le informó la inspectora con desaliento, mientras consultaba la lista de empadronamiento de la ciudad—. No podemos protegerlos a todos.

—Necesitamos descifrar el acertijo completo. Estoy seguro de que lo conseguiremos si descubrimos a qué se refiere con la «casa nueva».

—¿Un edificio de reciente construcción, tal vez?

—Es posible.

—Pero ¿qué quiere decir con «nueva»? ¿Debe tener pocos meses, o años? Tampoco sabemos si se trata de uno gubernamental, o particular.

—Comencemos con los edificios públicos —sugirió el comisario.

Después de quince minutos disponían de una lista que correspondía a recintos institucionales de reciente construcción, así como de las calles donde se encontraban. Al repasar la retahíla de nombres, Luisa se desanimó.

—Tengo la sensación de que perdemos el tiempo —anunció con angustia—. Son demasiados nombres, aún sin considerar los edificios particulares. Y no estamos seguros de que este sea el razonamiento correcto.

—Tiene razón —admitió Argus, mientras se echaba hacia atrás en la silla. Reconocía que daban palos de ciego, mientras el tiempo se les echaba encima.

La inspectora miró su reloj y dio un respingo.

—Debo irme —anunció, mientras se levantaba del asiento y cogía su chaqueta.

—Supongo que no hablará en serio —protestó el comisario con el ceño fruncido—. Disponemos de poco más de un par de horas para resolver este acertijo a tiempo, antes de que Enigma vuelva a actuar… ¿Cómo puede pensar siquiera en irse a casa?

—No dije que me iría a descansar. No necesitamos estar juntos para seguir intentándolo. Yo continuaré desde mi casa y usted puede quedarse si quiere, o irse a su hotel. Nos mantendremos comunicados.

Del Bosque tuvo que controlar la ira que comenzó a invadirlo ante la actitud de Burgos.

—Inspectora, su conducta es irresponsable. Le recuerdo que hay una vida en peligro.

Luisa no se intimidó por las palabras de su superior.

—Soy consciente de la situación, comisario, pero le agradecería que se abstuviera de juzgarme. Usted no me conoce, ni sabe nada de mí.

—Lo único que sé es que debemos identificar a la próxima víctima de un asesino en serie brutal, y que nos quedan apenas minutos para hacerlo. Esta discusión está fuera de lugar.

La inspectora suspiró. Debía reconocer que Del Bosque tenía razón desde su punto de vista, pero no podía ceder.

—Hagamos algo. Acompáñeme y le prometo que no descansaremos hasta que hayamos resuelto el acertijo.

—¿Está hablando en serio?

—Escúcheme comisario. Mientras mantengamos esta discusión inútil no avanzaremos. No me hará cambiar de opinión. Me comprenderá si me acompaña.

—Puedo ordenarle que se quede —afirmó Argus con un tono autoritario que no solía emplear, y que a él mismo le recordó a su padre.

—Si me da esa orden, me veré obligada a desobedecerla —dijo Luisa con firmeza—. Sin importar las consecuencias.

La actitud de la inspectora tomó por sorpresa al comisario, y en cierto modo despertó su curiosidad.

—Muy bien. La acompañaré y continuaremos trabajando desde su casa, pero le advierto que será mejor que exista una buena razón para su conducta, inspectora. Si no quedo convencido de sus motivos, mañana a primera hora me ocuparé de que la sancionen.

—Usted mismo —respondió Burgos, mientras cogió las llaves del Seat, las notas sobre las que trabajaban, y se encaminó a la salida pasando por delante de Argus sin vacilar.

Del Bosque siguió a Luisa hasta el coche y durante el trayecto continuó estudiando el acertijo. De vez en cuando la miraba de reojo sin comprender su actitud. Durante su primera entrevista, Farías ya le advirtió que Burgos estaba a un paso de que la despidieran, porque si bien era una excelente investigadora y cumplía a cabalidad la jornada, siempre era la última en llegar y la primera en marcharse cuando debía trabajar fuera del horario laboral.

Había pocas plazas disponibles para el coche, así que Burgos tuvo que aparcar a un par de manzanas de su casa. La inspectora apuró el paso en la medida en que se acercaba a su destino, y el comisario le mantuvo el ritmo. El frío y la caminata despejaron la mente de Argus, quien agradeció el ejercicio. Tal vez no hubiera sido tan mala idea salir del claustrofóbico despacho de la comisaría. A pesar de su incomodidad, Del Bosque esperaba que la pausa terminara resultando beneficiosa.

Por fin llegaron a un edificio viejo, pero bien conservado. La inspectora ya tenía las llaves en la mano, así que entraron de inmediato. Una mujer salió a recibirlos con el ceño fruncido.

—Llegas tarde, Luisa.

—Lo sé, y lo lamento, Paola. Te agradezco mucho que no te hayas marchado.

—Sabes que nunca lo dejaría solo, pero tendré problemas en mi trabajo. Mi guardia comenzó hace una hora.

—De verdad, lo lamento mucho. No se volverá a repetir —Paola suspiró con resignación y asintió sin mucha convicción—. No dejarás de venir por esto, ¿verdad? Sabes que necesito tu ayuda.

—Regresaré mañana, pero si vuelve a ocurrir…

—Te aseguro que no volverá a pasar. ¿Cómo está?

—Se quedó dormido mientras te esperaba.

Luisa sintió esas palabras como una bofetada. Hizo un esfuerzo para reponerse. Sin aguardar a que la inspectora le presentara a su acompañante, Paola cogió su cartera y después de una corta despedida, salió con prisas.

Argus no hizo ningún comentario, pero era evidente que la situación lo había confundido.

—Mamá, ¿eres tú?

La inspectora concentró su atención en el origen de la voz.

—Daniel, ¿qué haces levantado? Deberías estar durmiendo.

En el umbral que comunicaba el salón con las habitaciones apareció un chiquillo. Su aspecto era frágil, y usaba un pequeño bastón para apoyarse. Avanzó en dirección a Luisa con dificultad y extendió los brazos. Ella lo acogió y luego acarició su cabeza.

—¿Quién es este señor? —preguntó el niño, haciendo un esfuerzo para articular las palabras.

—Es mi jefe, cariño. Tenemos que trabajar, y ya es muy tarde para que tú estés despierto, así que quiero que regreses a la cama, ¿de acuerdo?

Daniel asintió, y antes de volver a su habitación se despidió del comisario con un gesto de la mano, y una sonrisa que encogió el corazón del adusto policía. Por fin Argus comprendió el dilema de la inspectora Burgos. Su trabajo era importante, pero su hijo lo era más.

Luisa acompañó a Daniel hasta su habitación, y regresó al cabo de un par de minutos.

—Se dormirá enseguida. Descuide, es un buen chico y no nos interrumpirá.

—¿Qué…? —El comisario contuvo su curiosidad al comprender lo impertinente de la pregunta que iba a formular, pero la inspectora tenía claro lo que quería saber.

—Parálisis cerebral —respondió Luisa, desafiante—. Desde su nacimiento. Le dificulta caminar y también articular las palabras.

—¿Su padre no la ayuda?

Burgos esbozó una sonrisa triste.

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