Enigma

Enigma


Día cuatro

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Día cuatro.

Argus sintió que el peso del mundo caía sobre sus hombros cuando leyó el escueto mensaje. El reloj marcaba las doce y diez. Si tan solo hubiera descifrado el enigma diez minutos antes… Sabía que la culpa por su fracaso lo esperaba detrás de la puerta de la pequeña casa rural. Llenó sus pulmones con el aire frío de la noche, y lo retuvo por algunos segundos. Un chiquillo de dieciséis años acababa de morir por su torpeza. Lo invadió la ira contra sí mismo y contra Enigma. Entonces comprendió que no le serviría de nada fustigarse. El asesino continuaría su cruzada mortal, lo cual significaba que asesinaría a otro inocente en veinticuatro horas, a menos que lo detuvieran.

Argus llamó a la puerta, y al cabo de unos segundos le abrió el subinspector Guerrero. Entonces recordó a quién pertenecía el coche que estaba aparcado al frente.

—Comisario. Luisa me dijo que venía en camino. Me temo que yo tampoco llegué a tiempo.

Del Bosque entró a un amplio salón con paredes de piedra. Una chimenea encendida mantenía la habitación demasiado caldeada. No pronunció ni una palabra, pero dio un par de palmadas en el hombro de Alfonso. Comprendía que el subinspector debía sentirse tan frustrado y culpable como él.

—¿Qué ocurrió?

—Me encontraba al sur de la ciudad bebiendo una copa para relajarme, cuando Luisa me llamó. De inmediato vine hacia aquí. Llegué apenas un par de minutos después de la medianoche, así que creí que podría detener a Enigma. Llamé a la puerta y me abrió la madre del muchacho. Me identifiqué y le pedí que me llevara hasta su hijo. Ella creyó que lo venía a buscar por alguna falta menor y se asustó, pero me condujo a su habitación. Me temo que ya estaba muerto.

—¿Usted no se cruzó con el asesino?

—No, señor. Supongo que ya estaba lejos cuando descubrimos el cadáver. Encontramos la ventana abierta, así que debió entrar y salir por allí.

—¿Dejó otro acertijo?

—Es probable, pero no tuve oportunidad de comprobarlo. Preferí hacer salir a la señora, que comenzó a gritar y quería abrazar el cuerpo. La convencí de que no tocara nada y llamé a una ambulancia para que vinieran a atenderla. Creo que sufre una crisis nerviosa. Consideré que lo más prudente sería evitar la contaminación de la escena, así que yo también salí de allí, sin tocar nada.

—Hizo usted lo correcto —lo felicitó Del Bosque—. ¿Dónde está la madre ahora?

—En su habitación. La dejé llorando, pero me prometió que se quedaría allí.

—¿Pudo reunir alguna información acerca de ella, o del chico?

—El nombre de la señora es Pilar Montero y es viuda. Lo único que pude sacar en claro fue que el chaval dormía en su habitación, mientras su madre veía la televisión en la sala. No vio nada extraño, ni escuchó ningún ruido.

—Enigma debió estudiar el terreno con anticipación, como hizo en casa de los Soliz —dedujo Argus.

—Según la señora, Xavier solía dormir con la ventana cerrada, pero casi siempre olvidaba asegurarla.

Del Bosque decidió esperar a que llegaran los refuerzos antes de aproximarse a la escena del crimen. No podía permitirse cometer el menor error de procedimiento. La vida de al menos tres personas más dependía de que fuera lo más meticuloso posible.

No tuvo que aguardar demasiado. Al cabo de quince minutos llegaron el juez Perdomo, Sarría con sus hombres y también el equipo forense. Los siguió el comisario Farías, quien respondió con un gruñido al saludo de Del Bosque. Guerrero presentó su informe ante el juez y su jefe, después de lo cual le cedió la palabra a Argus, en el mismo momento en que la inspectora Burgos llegaba a la escena del crimen.

—Me alegra que se dignara a acompañarnos, inspectora —le recriminó Farías con el ceño fruncido—. Es la última en aparecer, como siempre.

—Su apreciación es injusta, comisario —intervino Argus—. La inspectora fue quien dio la voz de alarma, hizo lo posible por evitar que se cometiera el crimen, y organizó este despliegue.

—Vaya, ¿ahora se dedica a defender la incompetencia, Del Bosque? Es lógico, si consideramos que el primer incapaz es usted —Argus enarcó las cejas ante la agresión—. El comisario mayor Bejarano prometió que me enviaría a uno de sus mejores hombres, y ha resultado un perfecto inútil. No ha sido capaz de evitar ni un solo homicidio desde que llegó. El asesino campa a sus anchas y a usted solo le preocupa que reprenda a la policía más vaga desde que se inventó la siesta. Si no fuera porque los mandos se opondrían a un cambio a estas alturas, les quitaría el caso a ambos.

Luisa comprendió que Farías les cargaba las culpas para librarse él de la responsabilidad, y se dispuso a protestar.

—Usted no…

—¡Silencio, Burgos! No he terminado —Las orejas de Ernesto enrojecían en la medida en que soltaba su discurso. Antes de continuar encaró a Argus—. Le dejaré claro a Bejarano lo que pienso de usted, Del Bosque. Y con respecto a Burgos, le prometo que cuando todo esto termine, me aseguraré de que la echen de la Policía y no consiga trabajo, ni como segurata.

Luisa palideció. No podría afrontar las necesidades especiales de Daniel si perdía el trabajo. Del Bosque comprendió lo que pasaba por su cabeza, así que salió en su defensa de inmediato.

—Es mi responsabilidad que la inspectora no se presentara a tiempo.

—¿De qué habla, Del Bosque? Ella siempre llega tarde.

—Descubrimos el nombre de la víctima poco antes de la medianoche. Yo corrí hacia aquí y le ordené que se quedara para solicitar refuerzos.

—¿No podía solicitarlos por el camino, mientras venían hacia aquí?

—Su presencia no hubiera representado ninguna diferencia. La llegada de los refuerzos sí. Consideré que sería más efectiva en esa labor. Si no está de acuerdo con mi decisión, puede sumarla a la queja que le presentará a su amigo Bejarano.

—No parece importarle mucho lo que yo tenga que decirle a su jefe.

—No me importa —confesó Argus—. Ahora menos que nunca. De cualquier manera, nada de lo que usted diga o haga contra mí es peor que saber que pudimos salvar a ese chico y no llegamos a tiempo, pero será mejor que evite descargar sus frustraciones contra la inspectora Burgos, o destrozar la carrera de ella para salvar su propia responsabilidad.

—¿O qué? —preguntó Farías desafiante.

—O yo también presentaré mi informe. ¿Debo recordarle el operativo que desplegó para proteger a todos los jueces de Calahorra basado en una sola palabra del acertijo? ¿Qué cree que pensarán sus jefes cuando sepan que todos esos recursos se desperdiciaron por su soberbia, y que la víctima fue un funcionario y no un juez?

—¡Eso no fue mi culpa!

—Tiene usted más responsabilidad en ese fracaso, que la inspectora Burgos en la muerte de este joven.

Las orejas de Farías se volvieron a encender.

—Juega con fuego, Del Bosque. Le aseguro que no le convengo como enemigo.

—Créame que yo le convengo menos a usted como adversario.

—Comisario Farías, ¿podría hablar con usted en privado un par de minutos, por favor? —los interrumpió el juez.

El jefe de «San Celedonio» resopló con disgusto, pero asintió. Perdomo se lo llevó a un rincón y le habló en voz baja. El comisario enarcó las cejas y miró hacia donde se encontraban Argus y Luisa. Cuando el juez terminó de hablar se acercó al forense, mientras Farías se quedaba plantado en el rincón sin apartar la mirada de Del Bosque. Regresó frente a Argus y Luisa al cabo de unos segundos. Su actitud era menos hostil.

—Esta discusión no tiene sentido, comisario —reconoció Ernesto—. Le propongo que hagamos a un lado nuestras diferencias, y nos concentremos en detener al causante de estas muertes.

Luisa no podía creer lo que escuchaba. Argus tan solo asintió.

◆◆◆

Cuando se aproximaron al cuerpo, el forense levantó la mirada por un momento y luego volvió a su ingrata tarea. Los policías no necesitaron formular ninguna pregunta en voz alta para que Garrido comprendiera lo que querían saber. Guerrero también se había acercado en silencio.

—El maldito también usó el garrote con el chico —anunció Elmer con voz cortante.

—¿El garrote? ¿De qué habla? —preguntó el juez—. ¿No murió estrangulado como los otros?

En pocas palabras, Argus puso al día a Perdomo y Farías con las conclusiones a las que llegaron en la morgue. El juez palideció en la medida en que escuchaba.

—¡Por Dios! ¿A qué clase de monstruo nos enfrentamos?

—Me temo que a uno muy listo —sentenció Del Bosque.

Farías solo asintió para mostrar su conformidad. Lo que fuera que le dijo el juez, amansó a la fiera. El viejo policía carraspeó antes de hablar:

—Tal vez el modus operandi respalde la teoría de la venganza por una ejecución oficial que terminó en pena de muerte, pero creo que después de esta víctima queda claro que esa no es la explicación correcta.

—Estoy de acuerdo con el comisario —opinó el juez—. La pena de muerte ya era historia cuando este chico nació.

—Es cierto —reconoció Luisa—, pero entonces, ¿por qué usar un arma tan complicada como el garrote?

—Debe tener algún significado para Enigma —sugirió Perdomo.

—¿Qué opina usted, Del Bosque? —quiso saber Ernesto— ¿Qué persigue el asesino con todo esto?

Argus había escuchado la discusión de sus colegas en silencio. La pregunta de Farías lo tomó por sorpresa. En especial por el tono amable en el que la formuló.

—No tengo una respuesta para usted, comisario, pero estoy seguro de que en los acertijos se esconde una parte vital de la información, que nos permitiría descubrir lo que hay detrás de todo esto.

—Pues si hablamos de acertijos, aquí hay otro —anunció el jefe de Científica, que en ese momento le entregó al juez una nota envuelta en una bolsa de pruebas transparente.

—¿Qué dice?

Perdomo leyó en voz alta:

—«Soy Aamon y encontraré al iracundo. Me pertenecen cinco hermanos nacidos en una cueva. Veo sin luz, oigo sin voz. Duermo en el bosque hasta que me despierta Kore. Bebo la leche de la salvación. ¿Quién soy y dónde estoy?»

—Al igual que los anteriores, esto no tiene ni pies, ni cabeza —se quejó Ernesto.

—Así que el siguiente pecado capital es la ira —señaló Alfonso.

Farías lo miró con enojo.

—¿Y qué? Sigue sin decirnos nada. ¿Usted puede descifrarlo, Del Bosque?

—Tengo que pensar acerca de ello, y estoy seguro de que será necesario investigar un poco.

—Investigue todo lo que quiera, pero encuentre al malnacido de una puñetera vez —explotó Ernesto. Entonces cogió aire y lo expulsó con lentitud—. Lo lamento. No quiero presenciar el levantamiento de más cadáveres.

—Pues todavía faltarían tres —dijo Guerrero, y se ganó un fruncimiento de ceño que lo obligó a poner tierra de por medio con una excusa.

—Supongo que no será necesario deciros que esta investigación tiene prioridad sobre cualquier otra —sentenció Farías, mientras se dirigía al forense y al jefe de Científica. Ambos asintieron.

—¿Qué sabemos del chico? —preguntó Luisa.

Esta vez fue el juez quien repitió la información que le proporcionó Alfonso al llegar.

—Se trata de un joven como cualquier otro de su edad. Era estudiante de secundaria y jugaba baloncesto. Según su madre no tenía novia, ni enemigos.

—¿Dónde está el padre del chaval? —preguntó Del Bosque.

—Falleció en un accidente automovilístico hace seis años. Era transportista.

—¿En qué trabaja la madre? —quiso saber Luisa.

—Es maestra.

—Un padre transportista que murió hace seis años, y una madre maestra —repitió Ernesto—. No parece una familia de alto riesgo.

—¿Xavier consumía drogas?

—No, según la señora Montero.

—Aun así habrá que investigarlo —sentenció la inspectora—. Tal vez le debía algo a alguien.

—Tiene razón. Ocúpese usted misma, Burgos —ordenó Farías.

—Creo que también valdría la pena investigar a la familia —sugirió Argus. La inspectora asintió.

El juez Perdomo los apremió:

—Todo eso está muy bien, pero no debemos olvidar que si no conseguimos identificar quién será la próxima víctima, o arrestar al asesino en menos de veinticuatro horas, otro inocente morirá.

El comisario Farías miró a sus subalternos y respiró profundo antes de hablar.

—Faltó poco para que consiguieran llegar a tiempo y salvar al muchacho. Eso me da cierta esperanza de que sean capaces de descifrar este nuevo enigma antes de que el asesino vuelva a actuar.

—Haremos lo posible, por supuesto.

El comisario de «San Celedonio» no ocultó su frustración.

—¡Maldita sea! Esta es una ciudad tranquila, y no solemos tener demasiado trabajo. Ahora resulta que las dos investigaciones más importantes que debemos resolver, son las más difíciles a las que se ha enfrentado la comisaría desde su fundación. Y tuvieron que ocurrir ambas al mismo tiempo. Quisiera proporcionarles más ayuda, pero en el caso Altuve tampoco se vislumbra una solución rápida.

Del Bosque frunció el ceño. Hubo algo en la queja de Farías que llamó su atención, pero no fue capaz de discernir de qué se trataba.

Después de que el juez firmó la autorización, los ayudantes del forense se aproximaron para llevarse el cadáver. Un manto de frustración, ira y desesperanza cayó sobre todos los presentes. Xavier Carvajal era un chiquillo, un niño con toda la vida por delante que murió porque se le cruzó un desquiciado en el camino. Y ellos no fueron capaces de protegerlo.

El forense siguió la camilla con el cuerpo, el equipo de Sarría continuó con su labor de escrutinio de la escena, el juez murmuró una despedida y también se fue. Los policías se encontraron solos en la habitación por un momento, incómodos unos con los otros. El silencio era oneroso, pues estaba lleno de las palabras que no se pronunciaron: «Pudimos evitarlo. La muerte de este niño pesará siempre sobre nuestras conciencias». Nadie dijo nada, y sin embargo todos comprendieron. Poco a poco abandonaron el dormitorio del adolescente. Una habitación que no volvería a albergar los sueños de su propietario.

◆◆◆

Al cabo de una hora, mientras Argus y Luisa cruzaban el umbral del despacho de la inspectora, el móvil de ella anunció la entrada de un mensaje. Después de un par de toques, Burgos accedió a la información y la compartió con el comisario. Ahora que él conocía su secreto y dio la cara por ella frente a Farías, ambos se sentían más relajados y en confianza uno con el otro.

—Es un nuevo informe del laboratorio de toxicología. Hubo resultados positivos en la sangre de Aureliana y Camila. Todavía no procesan la muestra de Ayala.

—¿Qué encontraron?

—Isoflurano.

El comisario asintió antes de exponer lo que sabía al respecto:

—Es un anestésico más potente que el cloroformo, pero que también actúa por inhalación. Así que Enigma incapacita a sus víctimas con el gas pimienta, y luego los seda con el isoflurano.

—¿Cómo lo sabe?

—Creo que ya le mencioné que recibí una educación… poco ortodoxa.

Luisa contuvo su curiosidad y volvió a centrarse en el caso.

—Así que además de dejar indefensas a sus víctimas con el gas pimienta, Enigma las anestesió. Es excesivo.

Argus negó con la cabeza.

—Recuerde que para aplicar el garrote, la víctima debe estar a merced el verdugo. Esto solo demuestra que es precavido, y que lo más probable es que no tenga cómplices. Debió ser muy sencillo dominar a Aureliana, pero Camila tenía más probabilidades de defenderse y Julio, al igual que el chico, le podían causar problemas.

—¿De dónde sacó el isoflurano?

—Buena pregunta. ¿Tal vez de un hospital o de una distribuidora de medicinas? Le sugiero que indague si existe alguna denuncia del robo de esta droga en los meses previos al primer asesinato.

—Muy bien, veamos... —respondió Luisa, mientras revisaba los archivos—. Nada…

—Quizá ayudaría averiguar qué usos se le da al isoflurano en España.

—Veamos, doctor Google, qué tiene usted que decir… ¡Maldita sea! También se usa en veterinaria.

—Con lo cual deben existir muchas opciones para conseguirlo.

—Este tío es más escurridizo que un pez.

—Y mucho más peligroso que un tiburón, me temo.

—Así que el descubrimiento del isoflurano no nos servirá de nada.

—De cualquier manera, ponga una alerta para que nos avisen si alguien denuncia el robo o desaparición del anestésico.

Luisa obedeció sin discutir, aunque no tenía muchas esperanzas de que sirviera de algo. En ese momento llamaron a la puerta y se asomó Eloísa.

—Inspectora, acaba de llegar una dama que solicita hablar con usted. Tiene relación con el cadáver que encontraron ayer.

—¿El de Julio Ayala? —preguntó Burgos con interés. La secretaria asintió—. ¿De quién se trata?

—Su nombre es Ignacia Velázquez —dijo Eloísa, después de consultar una agenda que llevaba en la mano—. Es todo lo que puedo decirle.

—Cualquier información podría ser relevante —intervino el comisario—. Hágala pasar, por favor.

La secretaria volvió a asentir y se retiró sin siquiera volver a mirar a Luisa. Al cabo de un par de minutos regresó con una elegante anciana de aspecto frágil, que se apoyaba en un bastón. Argus se levantó y le ofreció su propia silla, la ayudó a sentarse y luego se quedó de pie detrás de Luisa. Antes de iniciar la entrevista, el comisario le solicitó permiso a la testigo para grabarla. Ignacia accedió. Luisa esperó a que él estuviera preparado antes de comenzar el interrogatorio:

—Señora Velázquez, tenemos entendido que usted tiene información acerca de lo que le ocurrió al señor Ayala.

—¡Pobre chico! Me enteré esta mañana y todavía estoy temblando. Es espantoso que esas cosas ocurran en esta ciudad. Con lo tranquila que era.

—Le prometemos que haremos todo lo posible para arrestar al culpable, pero si usted sabe algo…

—Mi querida niña, ¿qué podría saber yo, si ni siquiera estaba en Calahorra? Llegué anoche y me enteré del espantoso suceso.

Luisa se echó hacia atrás en el asiento y dejó caer los hombros como si se hubiera desinflado. Tenía la esperanza de que la dama les proporcionara alguna información importante, pero al parecer solo les haría perder el tiempo, tal vez para satisfacer una curiosidad morbosa. La invadió la ira. Del Bosque se mantenía impertérrito, y se limitaba a mirar a la mujer sin pronunciar palabra. La inspectora llenó de aire sus pulmones y soltó un largo suspiro de impaciencia.

—Señora Velázquez, nos gustaría satisfacer su curiosidad, pero estamos muy ocupados y…

—¿Curiosidad? Yo no tengo ninguna curiosidad. Es más, cuanto menos me entere de este asunto, mejor, que se me sube la presión arterial. No, inspectora, yo estoy aquí porque llegué anoche de Santander, donde pasé algunos días visitando a mi hija, y esta mañana la portera me contó lo que le pasó al señor Ayala, que era tan buena persona. Yo me horroricé, por supuesto y le pedí que no me hablara más sobre ese asunto, pero entonces me dijo que la Policía buscaba algún vecino que hubiera visto al chico que visitaba al pobre Julio, y resulta que en una ocasión en la que fui a pedirle azúcar, él me lo presentó.

Luisa se inclinó hacia adelante en el asiento, como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Argus no movió ni un músculo. ¡Ese hombre era de piedra!

—¿Conoció usted a la expareja de Julio Ayala?

—Conocerlo, lo que se dice conocerlo, no. Tan solo lo vi una vez.

—Ayala se lo presentó —Ignacia asintió—. ¿Recuerda cómo se llamaba?

—Ay, cariño. Lo lamento, pero no. Tengo muy mala memoria para los nombres, pero las caras, esas sí que no se me olvidan nunca.

—¿Cree que podría describírselo al dibujante de la Policía para que elabore un retrato robot? —preguntó el comisario.

—¿Se refiere a uno de esos retratos como los que se ven en las películas, que yo le digo cómo tenía las cejas, la nariz y él lo dibuja…?

—Algo así —confirmó Luisa, sin disimular su expectación.

—Por supuesto. Le aseguro que lo puedo describir mejor que su propia madre.

La inspectora dejó escapar un suspiro de alivio. El examante de Ayala era el principal sospechoso de su homicidio. Y si lo identificaban podrían determinar si tenía relación con las demás víctimas. Con un poco de suerte, le estarían pisando los talones a Enigma.

El comisario debió pensar lo mismo, porque salió de su mutismo.

—Señora Velázquez. Es muy importante que identifiquemos a esta persona lo antes posible.

La anciana palideció y se llevó una mano temblorosa a la garganta.

—¿Creen que fue él quien mató al pobre Julio? —preguntó horrorizada—. Se veía como un buen chico…

—Los asesinos no siempre lo parecen —sentenció Burgos—. De lo contrario, nuestro trabajo sería mucho más fácil.

—Sí, por supuesto. ¿Qué puedo hacer para ayudar?

Fue Del Bosque quien respondió:

—Una patrulla la llevará hasta la Jefatura Superior de Logroño para que el dibujante pueda elaborar el retrato de esta persona con su ayuda. Luego la traerán de vuelta, por supuesto.

Ignacia apoyó el bastón, dispuesta a ponerse de pie para cumplir el encargo, de inmediato.

—¡Desde luego que lo haré! Si no me cabe el alma en el cuerpo desde que supe lo que le pasó al pobre Julio, que era tan gentil conmigo.

La anciana comenzó a levantarse de la silla con evidente dificultad y Argus se apresuró a ayudarla, mientras Luisa se comunicaba con Eloísa para dar la orden de que una patrulla la trasladara de inmediato a Logroño. Minutos después de que Ignacia abandonara el despacho, la inspectora trató de leer en el rostro del comisario lo que pensaba, pero no lo consiguió. Del Bosque se mantenía inmutable.

—¿Cree que estemos a punto de descubrir a Enigma?

—No lo sé —reconoció Argus—. Supongo que cuando identifiquemos al examante y lo interroguemos, podremos hacernos una idea mejor de su relación con todo esto.

—Usted no parece muy optimista.

—Nunca lo soy, inspectora. Suele ser un motivo de incomodidad para mis ayudantes, pero supongo que la vida me enseñó a no confiar demasiado en la suerte.

—¿Malas experiencias?

—No imagina cuántas.

Luisa no tuvo tiempo de preguntarle a Argus por el significado de sus palabras, pues Alfonso entró como una tromba. Llevaba los periódicos del día en la mano y su nerviosismo era evidente.

—¿Han leído lo que dicen de nosotros? —les preguntó a ambos.

—Me temo que no será nada bueno —opinó la inspectora.

—Con decirte que incompetente es uno de los calificativos que suena como elogio. Informan sobre los cuatro homicidios en cuatro días, y hacen hincapié en las diferencias entre las víctimas para demostrar que nadie está seguro en Calahorra. Por supuesto que explican en detalle todo lo relacionado con los acertijos, y afirman que aunque el asesino deja el nombre de la siguiente víctima en cada caso, nosotros todavía no hemos podido evitar ninguno de los crímenes.

—Déjame ver —le ordenó Burgos, mientras le arrebataba uno de los diarios de las manos y comenzaba a leerlo—. ¡Malnacidos! No mencionan lo críptico de los mensajes. Cualquiera que leyera este artículo creería que teníamos los nombres de las víctimas en blanco y negro sobre el papel, pero que preferimos no actuar.

—Arremeter contra la Policía siempre vende —aseveró Argus, sin perder la calma.

—¿Cómo puede estar tan tranquilo después de esto? —le preguntó Burgos, al mismo tiempo que agitaba el periódico que tenía en la mano.

—Esos artículos de prensa no me preocupan, inspectora. Lo que sí me mantiene atento es dónde y contra quién será el próximo ataque de Enigma.

—¿Tiene alguna idea?

El comisario negó con la cabeza.

—Me temo que este caso me tiene desconcertado. Estoy seguro de que se nos escapa algo importante. Un dato que es crucial para comprender todo este asunto.

—Tal vez las cosas cambien cuando encontremos al examante de Ayala —sugirió Luisa.

—¿Ya sabemos quién es? —preguntó Guerrero con interés.

La inspectora le habló de la entrevista que acababan de realizarle a Ignacia, y también le notificó que hallaron un anestésico en la sangre de las víctimas. Él escuchó con atención antes de preguntar.

—¿Creen que Enigma podría ser el examante?

—Es pronto para sacar conclusiones —sentenció Argus.

Alfonso asintió pensativo, y luego se dirigió al comisario.

—¿Qué hacemos ahora? ¿Desciframos el acertijo?

—Tal vez deberíamos concentrarnos un poco más en el trabajo policial —sugirió Luisa, quien seguía viendo las notas como una maniobra de distracción.

Guerrero cogió aire como si reuniera fuerzas para su próxima pregunta.

—¿Por qué usa el garrote?

—Es evidente que tiene un significado importante para él. Como arma para cometer homicidios es complicada y difícil de usar. Además de que primero necesita dominar a sus víctimas. Por eso las duerme con el anestésico.

—Tal vez usa el isoflurano como una forma de mostrar compasión —sugirió el subinspector.

Argus negó con la cabeza.

—Dudo que ese sea el motivo. Ya nos ha demostrado que es lo bastante cruel como para asesinar a una anciana indefensa y a un niño. No. Enigma no tiene interés en aliviar el dolor de las víctimas, sino en controlarlas.

—Pero ¿por qué usa el garrote? —preguntó Luisa, aunque sabía que nadie en ese despacho podría responderle— ¿Qué consigue con ello?

Argus meditó sobre los interrogantes que planteaba la inspectora, porque comprendía que ese era un dato crucial. El uso de un arma tan extraña implicaba acercarse a las víctimas lo suficiente para darles la oportunidad de defenderse, por lo que el asesino se veía obligado a someterlas. Enigma corría riesgos extraordinarios por el uso del garrote, así que debía ser importante. El comisario se sentía incómodo. Algo de lo que se dijo en esa oficina le molestó, pero no podía precisar de qué se trataba. Se dirigió al subinspector.

—Me pregunto de dónde sacó Enigma el gas pimienta y el isoflurano.

—En cualquier armería venden el gas pimienta —comentó Alfonso.

—También pudo comprarlo por Internet —sugirió Luisa.

—Si lo consiguió en una armería existirá un registro, y si fue por Internet, alguien debió entregarlo.

Alfonso cogió aire y lo retuvo antes de ofrecerse para la tarea.

—Supongo que eso significa que quiere que lo rastree.

—Y también el isoflurano —confirmó el comisario—. No será sencillo, pues se usa en animales, así que además de los hospitales, distribuidoras y farmacias, tendrá que indagar en centros veterinarios, zoológicos, granjas y ganaderías.

—Es una tarea hercúlea —se quejó Guerrero.

—Aun así, debemos realizarla.

—¿No será perder un tiempo del que no disponemos? —preguntó la inspectora—. Usted mismo lo dijo: ninguna de esas sustancias es difícil de conseguir. Cualquiera podría haberlas comprado por múltiples motivos.

—Cada una de ellas por separado, sí —argumentó Del Bosque—, pero podemos cruzar las listas. Tal vez encontremos a alguien que comprara las dos. Y eso ya sería más difícil de explicar.

—¡Tiene razón! —exclamó Luisa, entusiasmada—. Si encontramos a alguien que adquiriera ambas sustancias, lo habríamos identificado.

—Está bien, me pondré a ello —afirmó el subinspector, al mismo tiempo que se encaminaba hacia la puerta—. Espero que esto no sea una pérdida de tiempo.

—Alfonso estará un buen rato ocupado —dijo Burgos—. Espero que encuentre algo. ¿Qué hacemos usted y yo? ¿Tratamos de descifrar el acertijo?

—Yo me ocuparé de estudiarlo —le prometió Argus—, pero sería un error concentrarnos solo en él. Es posible que usted tenga razón y eso sea lo que el asesino quiere, pues así nos mantiene alejados de la verdadera investigación. Creo que seremos más efectivos si nos repartimos las tareas. Encárguese usted de investigar las coartadas de todos los relacionados con las víctimas en cada uno de los homicidios.

Luisa asintió y se quedó pensando por un momento.

—¿Por qué cree que Enigma asesinó a Xavier?

—Era casi un niño. Si bien es cierto que pudo tener malas compañías o meterse en problemas, también es posible que lo utilizaran para vengarse de la madre. Vale la pena averiguarlo. No es necesario que le diga lo importante que es determinar las coartadas.

—¿Todavía cree que existe una conexión entre las víctimas?

—Se me hace difícil creer que no la hay, aunque no se trataría de algo evidente.

—El único nexo hasta ahora es el de Flavio Pedroza —señaló la inspectora—. Aunque es circunstancial, está presente.

—Se refiere a la amistad entre él y Cristóbal Soliz.

Luisa asintió y expuso sus ideas.

—También al hecho de que trabaja en el área sanitaria, al igual que el examante de Ayala. Es posible que además tenga algún nexo con Xavier Carvajal, o con su madre. Eso cerraría el círculo.

—Veo demasiadas suposiciones y pruebas circunstanciales como para componer un caso. Aún están por verse tanto la relación con Ayala como con Xavier.

La inspectora se quedó pensativa, mientras meditaba las palabras de su jefe temporal.

—Si esas relaciones existen, será mejor que las descubramos pronto —sentenció Luisa en voz baja—. Quedan menos de dieciséis horas para que encontremos a la próxima víctima.

◆◆◆

Mientras Del Bosque se concentraba en el último enigma, Luisa revisó los archivos para buscar información que se relacionara con Xavier Carvajal y con su madre. No encontró nada. Ninguno de ellos tenían antecedentes criminales. Ni siquiera existía una multa de tráfico. Después de informar al comisario de los estériles resultados de su indagación, la inspectora decidió salir para establecer las coartadas. No tenía tiempo de entrevistar a cada sospechoso por separado, así que bajó a hablar con Quintana y le ordenó que organizara dos equipos de oficiales. Ella se ocuparía del personal de la residencia de ancianos, pues quería interrogar a Pedroza en persona. Al mismo tiempo, el primer equipo de policías se encargaría de los Soliz-Ponce, quienes los esperarían en su casa. La segunda patrulla haría lo propio con los clientes del bar donde Ayala pasó sus últimas horas.

Con respecto a la señora Montero, en el hospital le informaron que estaba bajo sedación, así que no se encontraba en condiciones de que la sometieran a un interrogatorio. Sin embargo, era importante recabar más información acerca de los Carvajal, así que decidió citar al director del colegio del chico para que acudiera a la comisaría. Podría hablar con él cuando regresara de la residencia. ¡Y todavía el cenutrio de Farías la consideraba una vaga!

La inspectora conectó la función manos libres del móvil, y se ocupó de organizar todos los encuentros para que se realizaran en el menor tiempo posible. Luisa era una ejecutiva nata, capaz de sacar minutos de donde no los había. Se trataba de un talento necesario si eras policía, y madre soltera de un chiquillo con problemas de salud.

Burgos llegó a la residencia en poco tiempo. Sabía que allí encontraría a todas las personas con quienes quería hablar, pues antes de salir de «San Celedonio» se comunicó con la señora Quiroz y le señaló quiénes debían esperarla, así que cuando entró en el edificio donde estaba la recepción los encontró a todos allí. Algunos la miraron con curiosidad, otros con preocupación y también con enfado. Después de todo, a nadie le gusta conversar con la Policía.

Sonsoles la acompañó hasta el consultorio donde los médicos que visitaban a los ancianos solían atenderlos, y lo puso a su disposición para que llevara a cabo los interrogatorios. Ella misma fue la primera en responder a las preguntas. La siguieron Amalia y Elena. Luisa dejó a Flavio Pedroza de último.

El enfermero tenía una actitud confiada cuando cruzó el umbral. La inspectora decidió arremeter de frente, como un toro de lidia enfurecido.

—Señor Pedroza, hábleme de su relación con Cristóbal Soliz.

—¿Con quién?

—No dispongo de tiempo para tonterías, y le sugiero que no me haga perder la paciencia. Sabe muy bien a quién me refiero. Ya comprobamos que usted y Soliz cursaron ESO en el mismo colegio y que eran amigos.

—Pues no sé si lo que usted dice es verdad, pero no recuerdo ningún amigo con ese nombre.

—Tenemos la declaración de testigos que los conocieron a ambos, así que mentir no le servirá de nada.

—Tal vez asistimos juntos algún curso y nos cruzamos en los pasillos, pero recuerdo a todos mis amigos y ese tal Soliz no estaba entre ellos. ¿A qué viene el interés por mis amistades de juventud?

—Lo sabe bien. El señor Cristóbal Soliz es el hijo de Camila Ponce, la mujer que murió la noche siguiente a Aureliana.

Flavio palideció cuando comenzó a comprender el razonamiento de la inspectora.

—Espere. Leí esta mañana en los periódicos que la muerte de la señora Díaz fue la primera de una serie de homicidios. A esta mujer de la que me habla la mató el mismo asesino, ¿verdad?

—Y descubrimos que su hijo, quien también es uno de sus herederos, es muy amigo suyo. ¿Se trata de una coincidencia, señor Pedroza? —preguntó la inspectora con sarcasmo.

—Le digo que se equivoca —Flavio respiró profundo para calmarse—. Ya comprendo lo que ocurre. Los periódicos lo muestran con claridad. La Policía tiene el agua al cuello, este asesino los está dejando como imbéciles y quieren echarle la culpa al chivo expiatorio que tienen más a mano, que en este caso sería yo. Olvídelo inspectora. No estoy dispuesto a pagar por los crímenes de otro.

—¿Dónde estuvo las noches siguientes a la muerte de Aureliana? —preguntó Luisa, preparada para escribir.

—Estuve en casa, durmiendo.

—¿Hay alguien que lo pueda corroborar?

—Mi novia se quedó conmigo anteayer.

—¿Qué me dice de la noche siguiente a la muerte de la señora Díaz?

—Estuve solo, pero eso no es delito. No sabía que necesitaría una coartada.

—¿Y anoche?

—Tuve guardia aquí.

—¿En qué turno?

—En el segundo.

—Eso significa que a la medianoche se supone que dormía en el cuarto de descanso, ¿no es así? —el enfermero asintió—. Con lo cual deduzco que no temía que nadie lo llamara a esa hora. Tendría libertad para ausentarse y regresar a tiempo.

—Oiga, yo no hice eso.

—Según acaba de declarar la señora Quiroz, anoche no la afectó el insomnio, sino que se fue a dormir temprano. Corríjame si me equivoco: Siendo ella la jefa, no está obligada a mantenerse despierta durante la guardia. Solo la llaman en caso de que se presente una situación que ustedes no puedan resolver. ¿Es así?

—Está sacando las cosas de quicio, inspectora. Sí, es cierto que Sonsoles se fue a dormir temprano, Elena hizo el primer turno y me despertó a las dos de la madrugada para que yo cumpliera el segundo. Si le pregunta, le dirá que me encontró donde se supone que debía estar.

—Ya hablé con la señorita Serrano y en efecto, esa fue su declaración, pero nada le impedía a usted salir por la ventana antes de la medianoche, cometer el homicidio y regresar a tiempo para iniciar su turno.

—No es lo que pasó. Además, mi novia le puede confirmar que estuvimos juntos en mi casa la noche anterior.

—Su novia podría mentir por usted.

—Está decidida a acusarme de estos crímenes, ¿no es así? —preguntó Flavio con el rostro pálido, sin dejar de frotarse las manos.

Luisa no respondió. Se limitó a observarlo.

—No salga de la ciudad. Tal vez necesitemos volver a hablar con usted, señor Pedroza —le dijo ella en tono seco.

—Se equivoca, inspectora. Yo no tengo nada que ver con esos homicidios. Ni siquiera conocía a las personas que fueron asesinadas.

Burgos salió de la residencia sin saber qué pensar. Si bien era cierto que Pedroza tenía coartada para dos de los crímenes, eso no lo exoneraba por completo. No sería la primera vez que un asesino fabricaba una coartada falsa. Por otro lado, mientras interrogaba al enfermero comprendió algo: centraron su atención en los hombres relacionados con las víctimas por la fortaleza que se necesitaba para causar los daños que encontraron en los cadáveres. Sin embargo, si tomaban en cuenta el uso del garrote, eso añadía el efecto palanca al estrangulamiento, con lo cual no era necesario que el asesino tuviera una fuerza excepcional. Tan solo debía saber usar el arma que escogió. ¿Y si Enigma era una mujer y los engañó desde el principio? Tal vez valía la pena reconsiderar toda la investigación con un enfoque que tuviera en cuenta también a las mujeres.

La inspectora sintió un nudo en el pecho. El tiempo se agotaba y las evidencias aumentaban el número de sospechosos en lugar de reducirlo. Por instinto miró el reloj. La tarde avanzaba, al igual que su angustia. Solo podía pensar en lo que significaría fracasar de nuevo… Una nueva víctima. Otra familia destrozada.

El timbre del móvil la salvó de sus propios pensamientos lúgubres. El primer equipo de oficiales le presentó su informe: Francisco Soliz y su amante tenían coartada. Lea también. Fermín Girón podía demostrar dónde estuvo la noche anterior, pero no las demás. Con respecto a Cristóbal, después de sentirse presionado confesó que se pasó toda la semana en garitos. Habría que comprobarlo.

Diez minutos después le llegó el segundo reporte. Los empleados y casi todos los clientes del bar estuvieron allí cada día de la semana desde el atardecer. El único que se abstuvo de esos encuentros fue Richie Núñez, quien declaró haberse sentido demasiado deprimido para reuniones sociales, así que no tenía coartada para ninguno de los homicidios.

Con esta idea en la cabeza, la inspectora emprendió el camino de regreso a la comisaría. Esperaba que Del Bosque hubiera sido capaz de rescatar el nombre de la siguiente víctima de las crípticas palabras de Enigma. De lo contrario, se enfrentarían a otra muerte sin sentido.

◆◆◆

Comenzaba a anochecer y caía una lluvia pertinaz cuando Luisa llegó a la comisaría. El tiempo que les restaba para evitar el próximo crimen se acortaba con rapidez. El sargento Quintana la recibió con el anuncio de que la esperaba Silvino Gaona, el director del instituto donde había estudiado Xavier Carvajal. La inspectora dio un rápido vistazo a su muñeca y se preguntó si tendría tiempo de hacer una llamada rápida a casa. Por suerte, Paola tenía el día libre, pero eso no significaba que ella pudiera desentenderse de su hijo. Con el corazón en un puño comprendió que no podría llamarlo. Cada minuto contaba.

Después de dar instrucciones al sargento, Luisa subió las escaleras a toda prisa. Cuando sintió un ligero mareo al llegar al tercer piso recordó que su última comida fue el día anterior. Rebuscó en los bolsillos de su chaqueta y sacó una galleta con aspecto antediluviano. Ni siquiera podía decir cuándo, ni cómo llegó allí. De cualquier forma, tendría que servir. Lo último que necesitaba era caer desmayada por hambre. Farías no permitiría que algo así se olvidara. Masticó mientras avanzaba por el pasillo y tragó justo antes de llamar a la puerta y entrar. El comisario Del Bosque estaba donde lo dejó, inclinado sobre la mesa en la misma posición. Solo se apreciaba que estaba vivo por el movimiento de su mano al hacer anotaciones en un cuaderno. De lo contrario, podría haberse tratado de una estatua de cera.

Argus levantó la mirada en cuanto escuchó que la puerta se abría,  enderezó la espalda y cogió aire, como si regresara a la vida en ese momento.

—¿Averiguó algo importante, inspectora?

—Iba a hacerle la misma pregunta.

Para decepción de Luisa, él negó con la cabeza.

—Me temo que he avanzado muy poco. Solo deduje que la cueva a la que se refiere Enigma podría ser la boca. Kore, conocida también como Proserpina es el nombre de una diosa griega asociada con la primavera.

—Estamos en primavera —puntualizó Burgos—. ¿Se referirá al motivo que lo impulsó a comenzar a matar?

—Es posible. No sabría decirle. ¿Qué información tiene de las coartadas?

La inspectora le contó acerca de sus pesquisas en la residencia, así como de los informes de los demás oficiales. Él escuchó con atención antes de asentir.

—Tuvo una excelente idea al delegar parte de los interrogatorios. Era la única manera de abarcar a todos los testigos y sospechosos.

—Me temo que no sirvió de mucho. No estamos más cerca de detener al asesino que esta mañana.

Eloísa llamó a la puerta y se asomó con timidez.

—Inspectora, aquí está el señor Gaona.

Argus miró a Luisa con curiosidad. Ella le dijo de quién se trataba.

—Le pediré a la señora Márquez que me permita usar alguno de los despachos desocupados —anunció el comisario—. Será mejor que yo continúe con esto.

Antes de que la inspectora pudiera reaccionar, ya Del Bosque había desaparecido. De inmediato entró un hombre de unos cuarenta años, que parecía cualquier cosa menos un director de escuela. Después de presentarse y estrechar la mano de Luisa, se sentó en la silla que Argus acababa de abandonar.

La entrevista fue corta. Según Gaona, Xavier era un estudiante que solía aprobar sin llegar al sobresaliente, formaba parte del equipo de baloncesto del instituto, no tenía ninguna falta grave en su expediente escolar y hasta donde él sabía, no fue víctima de acoso. Todo indicaba que la conversación con el director sería una pérdida de tiempo, hasta que Luisa le mostró las fotos de los sospechosos relacionados con las demás víctimas.

Ya había finalizado el interrogatorio y el director se disponía a marcharse, cuando llamaron a la puerta. Luisa esperaba ver el rostro ceñudo y avinagrado de Eloísa, pero en su lugar apareció Del Bosque. Por primera vez desde que comenzó la investigación, la inspectora notó cierta expectación en el comisario, y eso disparó todas sus alarmas.

—¿Qué ocurre? —le preguntó ella con el corazón en la garganta. ¿Se habría adelantado Enigma en su rutina?

—La señora Velázquez y el técnico concluyeron el retrato robot. Luego el departamento de informática introdujo la imagen en un programa de reconocimiento facial y hubo un resultado positivo. La expareja de Ayala trabaja en el hospital «San Judas Tadeo».

—¿Es Flavio Pedroza?

Argus negó con la cabeza.

—Su nombre es Jorge Cavazos y se trata de un técnico en emergencia sanitaria. ¿Por qué pensó en Pedroza?

—Gaona lo reconoció como el sanitarista que atendió a Xavier cuando se lesionó un tobillo durante un juego de baloncesto intercolegial.

—Así que el enfermero conocía al menos a tres de las víctimas. Eso lo convierte en nuestro sospechoso más prometedor.

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