Enigma

Enigma


Día uno

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Día uno.

El ruido que despertó a Aureliana fue tan sutil como el batir de un ala. La anciana entreabrió los ojos, pero solo vislumbró el reflejo de las farolas de la calle a través de la cortina de su habitación. Sintió frío. Tal vez la chica, ¿cuál era su nombre? Elena, sí, eso era… Elena de nuevo olvidó cerrar bien la ventana. Un error imperdonable, pues todos sabían que las corrientes de aire podían ser mortales para alguien de su edad.

Aureliana buscó con la mano el botón de auxilio con la intención de llamar a la enfermera para que remediara su falta, pero sus dedos artríticos solo encontraron la superficie del colchón.

El ruido se repitió, y esta vez consiguió identificarlo: era un ligero jadeo. Había alguien en la habitación con ella. La anciana giró la cabeza para averiguar quién era tan desconsiderado como para irrumpir en su dormitorio a esa hora de la noche y despertarla. Su corazón dio un vuelco y la respiración se le dificultó cuando vio la sombra de una enorme cabeza de pájaro con un pico curvo del que sobresalían colmillos como los de un lobo… Ella quiso gritar para pedir auxilio, pero esa cosa le roció la cara. Sintió que se ahogaba, los ojos le dolieron tanto que no podía abrirlos, y la invadieron las náuseas.

Aureliana se agitó con las exiguas fuerzas de unos músculos debilitados por los años, que se sacudieron con movimientos erráticos. Aun así, golpeó la cama una y otra vez con la esperanza de encontrar el botón de auxilio y pedir ayuda.

—¿Buscas esto? —preguntó una voz sinuosa, mientras le mostraba el botón salvador que colgaba de un cable. El intruso lo sostuvo frente a sus ojos y lo balanceó para burlarse de su víctima, antes de tirarlo al suelo.

La anciana trató de pedir ayuda, pero solo profirió débiles gemidos, pues esa cosa metió algo en su boca a modo de mordaza. Quería gritar, quería empujar al intruso, quería escapar, pero nada de eso era posible. Sus exiguas fuerzas la abandonaron y sus movimientos resultaron descoordinados. Toda su atención se centraba en el dolor desesperante que sentía en los ojos.

La monstruosa figura se inclinó sobre ella y le murmuró cerca del oído:

—Mi nombre es Mammón y soy el demonio de la avaricia, el pecado por el que esta noche visitarás el infierno. Sabes de lo que te hablo. ¿Verdad, Aureliana?

La anciana sintió que el terror le cortaba la respiración, y a su mente acudió la imagen de dos chiquillas que corrían por un campo recogiendo flores. Una de ellas llegaría a la edad adulta… la otra no. Y detrás de aquella estampa estaba su culpa. Una culpa que la acompañó durante toda su vida y que ahora venía a cobrarse su alma.

Aureliana adivinó una sonrisa maliciosa detrás del brillo de los ojos del demonio, mientras él le mostraba el artilugio que sostenía con la mano libre. Ella enfocó con dificultad aquel objeto extraño, hasta que comprendió de qué se trataba y también cuál sería su destino. El horror la petrificó. La muerte era algo que esperaba desde hacía muchos años y ya no la asustaba, pero morir así…

Quiso levantarse, huir a su destino, pero el intruso se lo impidió. Entonces el demonio se puso manos a la obra para asegurarse de que Aureliana Díaz no volviera a respirar.

◆◆◆

Luisa no podía contener su indignación, pues no era la primera vez que Farías la marginaba en el reparto de asignaciones. Mientras sus colegas se ocupaban de la desaparición de una chica, una investigación que mantenía a todo el país en vilo, a ella la enviaba a presenciar el levantamiento del cadáver de una anciana de ciento dos años que murió en su cama. ¡Era inaudito! Ella sabía muy bien el motivo de que el comisario la tuviera entre ceja y ceja, pero no podía hacer nada al respecto. Cada uno tenía sus prioridades.

La inspectora se apeó de su coche y sintió un leve estremecimiento, pese a la agradable temperatura primaveral. La residencia «San Juan Bautista de Calahorra» consistía en dos edificios de dos plantas cada uno, separados por un ancho camino empedrado. Al fondo se apreciaba un jardín con bancos y senderos, que a esa hora del día todavía estaba desierto. Supuso que el personal no sacaría a los pacientes hasta que el calor del sol se impusiera sobre las temperaturas de la reciente noche. Aunque tal vez ese día la rutina del centro se viera trastocada. Al menos, así lo hacía sospechar el despliegue de patrullas y coches oficiales. Con sorpresa comprobó que la furgoneta de la Policía Científica de Logroño se encontraba aparcada junto a la de la morgue. El operativo le pareció excesivo para una muerte natural y se preguntó quién sería la dama que falleció.

Luisa vio que la recepción se encontraba en el edificio de la derecha y hacia allí dirigió sus pasos. El olor a desinfectante inundó sus fosas nasales en cuanto cruzó el umbral, además de que el ambiente pulido y estéril que la rodeo hundió su ánimo.

—¿Podemos servirle en algo? —preguntó una mujer mayor con el cabello teñido de rubio, y una sonrisa institucional—. Temo informarle de que anoche ocurrió un deceso y de momento están suspendidas las labores administrativas, así como las visitas. Sería muy amable de su parte regresar en otro momento.

La inspectora devolvió la sonrisa a su interlocutora con la misma hipocresía, mientras sacaba su identificación del bolsillo. Por sentido práctico, hacía años que no usaba cartera mientras trabajaba.

—Inspectora Luisa Burgos. Vengo a presenciar el levantamiento del cadáver de la señora Aureliana Díaz.

—Me advirtieron que debía esperar al policía asignado al caso.  Se demoró usted mucho —afirmó la mujer en tono de reproche—. Sígame, por favor.

La enfermera salió de detrás del mostrador para guiar a Luisa. Abandonaron el edificio y cruzaron el sendero de la entrada hasta la construcción del frente, que resultó tan aséptica y triste como la anterior, aunque en esta había alguna que otra planta que se esforzaba en aportar calidez, sin ningún éxito. Cuando la inspectora pasó junto a una de ellas comprendió que eran artificiales. Cruzaron un salón, en el que algunos de los ancianos se encontraban sentados mientras miraban sin ver un televisor encendido, ausentes de la realidad. Otros sin embargo, se paseaban nerviosos de un lado a otro, así que cuando vieron a la enfermera y su acompañante, se acercaron en tropel. La más atrevida de entre ellos tomó la palabra:

—Señora Quiroz, ¿qué ocurre? ¿Por qué hay patrullas de la Policía frente al edificio? ¿Y por qué no nos permiten salir al jardín cuando hace un día tan bueno?

—Calma, doña Gertrudis. Estamos ocupados con un asunto imprevisto y por eso no podemos acompañarlos al jardín todavía, pero lo haremos en cuanto resolvamos el inconveniente.

—¿Inconveniente? —preguntó otro anciano con desconfianza—. ¿Qué clase de inconveniente justifica que los policías de todas esas patrullas estén aquí?

Doña Gertrudis se giró hacia su compañero con sorpresa.

—¿Esos policías están aquí?

—¿No los has visto? Están todos en la habitación de la señora Díaz y no dejan que nadie se acerque. Por cierto, ¿dónde está doña Aureliana? ¿Alguien lo sabe?

Los ancianos que formaban el corro negaron con la cabeza al unísono, y una ola de sospecha se extendió entre ellos.

—Es cierto, ¿dónde está Aureliana? —preguntó doña Gertrudis en tono imperativo—. ¿Qué le pasó?

—Me temo que doña Aureliana nos dejó anoche —afirmó la señora Quiroz, con expresión resignada—, pero se fue en paz. Tuvo una vida larga y disfrutó de una lucidez privilegiada hasta el final, pero ustedes saben que tenía más de cien años de edad —La enfermera concluyó su planteamiento con un suspiro, y levantó la mirada hacia Luisa—. Si sube por aquellas escaleras y sigue por el pasillo, la segunda puerta a la derecha era la habitación de la señora Díaz. Allí encontrará a sus colegas. Yo debo quedarme aquí para responder las inquietudes de nuestros residentes.

Luisa comprendió que la enfermera quería cortar de raíz una posible rebelión de jubilados, así que siguió sus instrucciones y subió hasta el segundo piso. En efecto, al llegar a la segunda puerta encontró a uno de los oficiales de la comisaría, que la saludó con respeto y le permitió el paso.

El interior de la habitación de la occisa había perdido ese ambiente de quietud que se respiraba en el resto del edificio. Al contrario, entre el juez, el forense y el equipo de la Policía Científica, aquello era semejante a un mercado persa. En la cama yacía el cuerpo de la anciana, que parecía tener solo huesos y piel. El cabello ralo estaba teñido de un rubio casi blanco, tenía los ojos cerrados y el rostro relajado. Luisa se preguntó a qué vendría todo aquel despliegue. Una muerte siempre era lamentable, pero por más que la señora Díaz gozara de buena salud, ciento dos años eran ciento dos años, y aquel desenlace no podía sorprender a nadie.

—Buenos días, inspectora Burgos. Me complace que llegara, aunque fuera tarde, como siempre.

—Lo lamento, señor juez. No me resultó posible venir antes…

El juez Perdomo asintió y volvió a concentrarse en sus notas, con la intención de cortar cualquier intento de excusarse por parte de Luisa.

Incómoda por la actitud del jurista, le preguntó aquello que le rondaba la cabeza desde que recibió la orden de Farías de presentarse en la residencia.

—¿Por qué se desplegaron todos estos recursos para el levantamiento del cuerpo de una anciana que murió en su cama, señor juez? ¿Podría informarme qué tiene de especial?

—¿No se lo dijo el comisario? —preguntó Perdomo con sorpresa.

La inspectora negó con la cabeza. ¡Sabía que había algo y que Farías se complacía en reservarse parte de la información para hacerle quedar mal!

—Solo me ordenó que me presentara aquí para que fuera testigo del levantamiento, por si era necesaria la intervención de un investigador.

—Pues vaya forma de plantearlo que tiene su jefe —afirmó el forense, mientras apartaba la atención del cadáver por unos instantes.

—Mire el cuello de la occisa, por favor —le ordenó el juez.

Luisa obedeció y por si le quedaban dudas, el doctor Garrido le señaló las marcas con su dedo regordete. Burgos comprobó que el cuello de Aureliana mostraba una ancha franja roja que lo rodeaba por completo, como si hubiera usado una banda demasiado apretada.

—¿Estrangulada? —preguntó Luisa. El forense no respondió.

—Eso se lo diré después de la autopsia —sentenció el forense—. Lo que sí puedo afirmar en este momento es que la señora no murió por causas naturales.

Luisa se estremeció. ¿Quién podría ser tan salvaje para asesinar de esa forma a una centenaria indefensa?

—¿Sabemos la hora de la muerte?

—Podría darle una aproximación —afirmó el doctor Garrido—, pero prefiero que espere a los resultados y base su investigación en una información más precisa.

La inspectora torció el gesto sin disimular su frustración. Le molestaban los funcionarios melindrosos que dificultaban su trabajo, pero no podía hacer nada al respecto.

—¡Esto podría interesarle, inspectora! —exclamó la voz rasposa del jefe de Científica, mientras se le acercaba con una bolsa de pruebas en la mano.

—¿Qué es?

Pese a su vasta experiencia, Sarría tenía el ceño fruncido por la confusión que le causó el hallazgo. Le mostró a Burgos una nota impresa protegida por una bolsa de plástico transparente. En ella se podía leer:

«Soy la muerte que alcanza a los pecadores porque así está escrito en la salida. Podréis leerlo en el lodo de España, entre el primero de los perfectos y las notas de una tonada.

¿Quieres saber quién asesinó a Aureliana? Su nombre es Mammón… Otros la seguirán. Por eso Leviatán se encargará del antagonista, cuyo nombre es Procusto, y quien sufrirá la misma suerte de su víctima. Lo hallaréis envuelto en sedas y rodeado del fruto de su iniquidad».

—Tendremos que analizarla, pero dudo que perteneciera a la víctima. La encontramos sujeta a la almohada con una cinta de embalaje.

Luisa fotografió la nota y luego la amplió en la pantalla de su móvil. Entonces la leyó, y un escalofrío le recorrió la espalda ante lo que todo aquello significaba.

◆◆◆

Al llegar al Centro Penitenciario de Logroño, Argus descendió de su Golf, y cruzó la distancia que lo separaba de la tétrica construcción. Se detuvo en el primer control, donde el sargento estudió su identificación con cuidado, antes de comprobar en el sistema que su visita estaba autorizada. No había sido fácil que le permitieran realizar ese encuentro, pero al final lo consiguió a fuerza de persistencia.

Después de asegurarse que todo estaba en orden, el sargento le ordenó a su compañero que acompañara al comisario hasta la sala de visitas, para que se entrevistara con el reo Próspero Gómez.

—Que lo traslade uno de los guardias del pabellón cuatro, y que permanezca presente durante el encuentro.

—Eso no es necesario, sargento —protestó Argus—. El tema que debo tratar con Gómez es delicado y confidencial.

—Créame que sí es necesario, señor comisario. Se verá con uno de los presos más peligrosos que albergamos. Y no puedo permitirle a usted que entre armado.

—Estoy capacitado para defenderme.

—Lo único que capacita a alguien para defenderse de ese sujeto es una escopeta recortada. No quiero verme en medio de una toma de rehenes. No es nada personal, pero mi esposa me espera hoy para almorzar, y no quiero dormir esta noche en el sofá —agregó el guardia con sarcasmo.

Del Bosque se resignó. Conocía mejor que nadie a Gómez y sabía de qué era capaz, así que no tenía sentido discutir con el carcelero. Sin embargo, sí hubo un aspecto en el que no estaba dispuesto a ceder.

—De acuerdo, aceptaré la presencia del guardia, pero necesito privacidad.

—Descuide, se mantendrá a suficiente distancia para no escuchar la conversación, pero lo bastante cerca para intervenir si es necesario.

El comisario asintió y se dejó guiar. Lo llevaron hasta un salón repleto de mesas y sillas de metal, que estaban atornilladas al suelo. Percibió un olor conocido a limpieza institucional, pero tal vez por el encierro del lugar, allí tenía un cariz diferente. Del Bosque lo asoció con la soledad y la desesperanza. El ambiente era opresivo. Se sentó a esperar en el lugar que le señaló su escolta, mientras sentía que el corazón le golpeaba el pecho, como si quisiera escapar de su cuerpo para abandonarlo en medio de la angustia que lo invadía. Si existía un hombre capaz de intimidarlo, ese era Próspero Gómez. Su irén.

Por un momento sintió el impulso de marcharse. Podía levantarse, recorrer de vuelta los pasillos que lo llevaron allí, olvidarse del pasado y comenzar de nuevo. Otro hombre lo hubiera hecho. Uno más sensato, pero él no se distinguía por su sensatez. Si no vencía su miedo, si no descubría la verdad, no podría respetarse a sí mismo.

Gómez y su cómplice les destrozaron la vida a él y su familia con crueldad. Causaron la muerte de su madre. Una madre que Argus no podía recordar. Lo arrancaron de sus brazos siendo un niño pequeño y lo educaron para… ¿para qué? Era parte de lo que necesitaba averiguar. ¿Qué destinos les reservaban Paidónomo y Gómez a él y los demás chicos que secuestraron? ¿Qué habría sido de ellos, si un operativo de la Guardia Civil no los hubiera rescatado a tiempo? Paidónomo acabó muerto en la escaramuza, pero quedaba Gómez para responder a sus preguntas.

Un sonido metálico lo sacó de sus reflexiones. Argus levantó la mirada y pudo ver que se acercaban dos hombres. Uno era el custodio del reo. El comisario comprendió por qué el sargento lo escogió para acompañar a Próspero. Le sacaba al menos una cabeza y veinte kilos al prisionero, quien no bajaba del metro noventa y ostentaba los músculos de un toro de lidia.

Argus contuvo el impulso de huir. Para su sorpresa, aquella entrevista le estaba costando un esfuerzo de voluntad extraordinario. Solo en ese momento fue consciente del miedo cerval que le causaba el hombre que ahora lo miraba con aquellos ojillos que fulguraban cual carbones encendidos, repletos de odio y desprecio. El comisario se concentró en detallar a su adversario. Era evidente que el paso de los años dejó su huella, pero no lo suficiente como para permitirle un descuido. El irén seguía siendo un peligro mortal para cualquiera que se le acercara.

Del Bosque pasó revista por el gorro de lana oscura, la barba canosa y los brazos tatuados, pero sobre todo, se concentró en el uniforme. Debía recordar que ahora él estaba al mando y tenía todas las ventajas.  Aun así, no sería fácil.

—¡Yo te conozco! —exclamó Gómez, al mismo tiempo que fijaba su mirada en el rostro de Argus. Entonces enarcó las cejas y sonrió con malicia—. Por supuesto, tú eres uno de los paidia. Te recuerdo. Eras bueno en el campo de entrenamiento, pero una nulidad cuando se trataba de rematar a tu enemigo.

—Tal vez porque nunca reconocí como enemigo a ninguno de los chicos que compartía mi desgracia. Ese atributo pertenecía a otros.

—¡Por supuesto! —dijo Próspero y soltó una risa sarcástica, mientras se sentaba frente a Argus—. También recuerdo que recibiste muchas palizas por desafiar a tus superiores.

—No erais mis superiores, sino mis secuestradores. Estaba en mi derecho de rebelarme.

—Esa no era la opinión de Paidónomo. Según él, le pertenecíais por derecho.

—¿De qué hablas, Próspero? ¿A qué te refieres con eso de que le pertenecíamos?

—Él decía que había un contrato, o algo así.

—¿Qué clase de contrato?

Próspero guardó silencio, se echó atrás en el asiento y soltó un suspiro. Luego miró a Argus con desprecio.

—No pretenderás que te cuente lo que sé a cambio de nada. Además, el guardia me dijo que me iba a entrevistar un comisario, y a mí me caen muy mal los polis.

—Supongo que quieres sacar provecho de esta entrevista.

—Sería lo justo. No te debo nada, así que yo te doy algo, a cambio de que tú me des algo.

—Si esperas que te proporcione algún beneficio, ya puedes cambiar de opinión. En cuanto a deudas… por supuesto que me debes mucho, a mí y a todos los chicos a quienes tú y Paidónomo nos arrancasteis de nuestros hogares. Lo menos que podrías hacer sería contar lo que sabes.

—¿Qué ganaría con ello?

—Tranquilizar tu conciencia.

—¿Qué te hace creer que la tengo?

Argus guardó silencio por un momento. Necesitaba unos segundos para superar el asco que le causaba aquel sujeto. Sin embargo, comprendió que Gómez tenía razón. Él no tenía conciencia y tratar de apelar a ella sería un error. Próspero solo sabía de beneficios y castigos. Era demasiado primario para albergar ideas tan abstractas como el bien y el mal, o sentir remordimiento por el sufrimiento que causó a sus víctimas.

El comisario se removió en el asiento. Su necesidad de salir de allí y respirar aire fresco era cada vez más imperativa. Aun así, se contuvo.

—Muy bien, Próspero, te lo plantearé de otra forma. No vivirás lo suficiente para pagar tu condena.

—¿Crees que no lo sé? También tengo claro que no puedes ofrecerme nada que me interese, así que lárgate por dónde viniste y llévate tus preguntas.

—¿Estás seguro de eso?

—Soy un tío duro que se adapta a cualquier circunstancia. No se vive tan mal aquí adentro.

—Sí, ya supe por tu expediente que eres uno de los cabecillas de la prisión.

—Me lo he ganado.

—Por supuesto. Estudié tu historial carcelario antes de venir, Próspero, y reconozco que es impresionante —Gómez se recostó en el asiento sin disimular su satisfacción—. Alcanzaste tu posición privilegiada a costa de intimidar, herir, lisiar y hasta asesinar a otros reos.

—Sé que no saldré de aquí —reconoció el presidiario, encogiendo un hombro—, así que no hay razón para que me modere. Todos deben saber quién manda.

—¿Cuánto tiempo crees que durará tu reinado, Gómez?

—¿De qué hablas? Ninguno aquí está tan bien entrenado como yo. Y tú lo sabes mejor que nadie.

—¡Mírate! Tu cabello y tu barba están grises. Las arrugas cubren tu rostro. Todavía eres fuerte. Supongo que entrenas a diario, pero ¿por cuánto tiempo te servirá? —Próspero no pudo disimular un destello de preocupación en su mirada—. En pocos años, tus esfuerzos en el gimnasio ya no servirán para aumentar tu fortaleza, sino que deberás luchar por no perderla. Y cada vez será más difícil. ¿Qué crees que ocurrirá cuando ya no seas capaz de ganar en una lucha cuerpo a cuerpo a cualquiera de tus rivales?

—¡Eso no pasará! —lo interrumpió el irén, con un leve temblor en la voz.

—Por supuesto que pasará. Es parte de la vida y tú no serás la excepción. ¿Qué harán entonces aquellos a quienes atormentas hoy? ¿Y cómo te defenderás?

Gómez se quedó en silencio y Argus vio miedo en sus ojos. Era algo con lo que soñaba desde hacía muchos años, pero contrario a lo que creía, presenciarlo no le proporcionó ninguna satisfacción.

—Viniste a atormentarme, ¿verdad, paidia?

—Vine en busca de respuestas. Si salgo de aquí con ellas podría considerar recomendar que te trasladen de prisión. Podrían enviarte a un lugar donde nadie haya escuchado hablar de ti. Si cambias tu comportamiento y te conviertes en un preso modelo, tal vez, solo tal vez, puedas alcanzar una vejez tranquila y morir en la cama de tu celda.

—¿Dónde está la trampa?

—No hay trampa.

El irén se enderezó en la silla y se inclinó hacia adelante, mientras apoyaba los brazos en la mesa y entrelazaba los dedos, abandonando su actitud altanera.

—¿Cómo sé que cumplirás?

—Tendrás que confiar en mí.

Próspero miró a Argus a los ojos, como si pudiera leer sus intenciones en ellos. Entonces asintió.

—Siempre cumpliste tu palabra. ¿Qué quieres saber? Te advierto que la confianza de Paidónomo en mí era limitada.

—¿Por qué lo hicieron? ¿Por qué nos secuestraron? ¿Por qué la educación rígida y los entrenamientos inhumanos? ¿Por qué nos hacían pasar hambre, sueño y frío?

—Una pregunta a la vez, paidia. ¿Por qué los secuestros? Yo lo hice por dinero. Una suma importante. En cuanto a Paidónomo, tenía otras motivaciones pero nunca las compartió conmigo. Lo que sí puedo decirte es que la idea original no fue suya. Actuaba para alguien más y lo hacía con la devoción de un fanático. En cuanto a los malos tratos y los entrenamientos, se suponía que eran para endureceros el carácter.

—¿Por qué? ¿Qué querían de nosotros?

—Eso no lo sé.

—Si quieres que te ayude, deberás darme más información.

—Solo puedo decirte lo que sé. Paidónomo estaba convencido de que tenía derechos inalienables sobre cada uno de vosotros. Para él, erais objetos moldeables a los que debía dar forma según las instrucciones que recibía de una autoridad superior.

—¿De quién?

—Nunca lo supe —confesó Próspero, mientras negaba con la cabeza. Por alguna razón inexplicable, el comisario le creyó—. A mí solo me interesaba cobrar mi dinero. Y ese no faltaba. Todo iba bien, hasta que los picoletos nos cayeron encima. Lo demás ya lo sabes.

Por más que Argus preguntó y repreguntó, no consiguió ninguna respuesta diferente. Pese a ello, decidió cumplir su promesa. Tal vez Gómez no lo mereciera, pero sería un alivio para las autoridades de la penitenciaría y para los demás presos. A una señal de Del Bosque, el guardia trasladó a Próspero de vuelta a su celda. Si dependía de Argus, no volvería a verlo.

A paso apresurado, el comisario recorrió los pasillos de la penitenciaría agobiado por las emociones del encuentro. En la recepción recogió sus pertenencias y agradeció al sargento su colaboración. Cuando se disponía a marcharse, en su prisa tropezó con un hombre alto y desgarbado, que usaba una gabardina demasiado grande y que también parecía distraído. Después de que intercambiaron una disculpa, cada uno continuó su camino.

◆◆◆

Después de reconocer que el asunto era mucho más grave de lo que creyó en un principio, la inspectora Burgos decidió conversar con los oficiales que respondieron a la llamada.

—¿Quién dio el aviso?

—La jefa de enfermería del turno de la mañana —respondió el patrullero, mientras consultaba su libreta de notas—. La señora Quiroz.

—Sí, ya sé de quién se trata. ¿Ella descubrió el cadáver?

El uniformado negó con la cabeza.

—Fue una de las enfermeras. Su nombre es Amelia Caballero.

—¿Cuál es su versión?

—Me temo que todavía no he tenido oportunidad de hablar con ella, pues no ha parado de llorar desde entonces.

—De acuerdo. Yo me haré cargo de interrogarla. También quiero hablar con el personal que estuvo de guardia anoche.

—Sus nombres son Elena Serrano y Flavio Pedroza. La propia señora Quiroz los supervisó.

—¿La supervisora cubre los dos turnos?

—El que le corresponde es el nocturno, pero cambió el de hoy con una compañera que debía renovar su documentación. Al parecer, los cambios de guardia son acuerdos muy habituales.

La inspectora tomó nota de la omnipresencia de la señora Quiroz. Tal vez se trataba tan solo de una coincidencia, o tal vez no… Burgos sabía que debía darse prisa. El asesino dejaba claro en la nota que volvería a matar, con lo cual aquel caso podía convertirse en una pesadilla. Y pensar que ella se quejó de la insignificancia de esa investigación.

Sin perder tiempo sacó su móvil y se comunicó con su compañero para ordenarle que llamara al personal que hizo guardia esa noche, y que los citara para que rindieran su declaración en la comisaría. Mientras tanto, ella sostendría una entrevista con la señora Quiroz y con la joven que descubrió el cuerpo.

Cuando bajó las escaleras vio que el mismo grupo de residentes inquietos que las abordó a su llegada se acercaba a ella con intenciones de interceptarla. Luisa se hizo la despistada y apresuró su paso hacia la salida. No tenía ni tiempo, ni paciencia para dar explicaciones que solo causarían más preocupación. Cruzó el camino empedrado que separaba los dos edificios y entró en el que albergaba la recepción. Quiroz estaba detrás del mostrador y parecía esperarla. Después de manifestarle su intención de interrogarla, la jefa de enfermería asintió con actitud profesional, y le pidió que la acompañara a la sala de descanso.

Se trataba de una habitación diminuta en la cual apenas cabía un armario de cocina con un horno de microondas, y una cafetera. En el centro había una pequeña mesa redonda con dos sillas de plástico. Ambas se sentaron y Quiroz asintió para demostrar que estaba preparada. Luisa sacó su móvil y con la autorización de la enfermera activó la grabadora.

—Su nombre completo, por favor.

—Sonsoles Quiroz.

—¿Desde cuándo trabaja en este asilo, señora Quiroz?

—Residencia. Preferimos llamarla residencia —la reprendió Sonsoles, pero ante el gesto de impaciencia de la inspectora, se apresuró a responder—. Este verano cumpliré seis años.

—¿Y desde cuando la señora Díaz era una de sus… residentes?

—La trajeron al año siguiente de que yo me incorporara.

—¿La trajeron?

—Sus parientes. En concreto, su bisnieto. Lo contrataron en el exterior y se llevó a toda su familia consigo, pero Aureliana no quería marcharse de España. Ella decía que estaba demasiado vieja para empezar de nuevo en otro país. No podían dejarla sola, así que…

—La depositaron aquí.

Las palabras de Luisa causaron un fruncimiento de ceño en la enfermera.

—Lo dice como si hubiera sido un mueble viejo que guardaron en el trastero.

—¿Y no fue así?

—¡Por supuesto que no! Les proporcionamos una atención de calidad a nuestros residentes, además de que cuentan con todas las comodidades que requieren.

A Burgos todo aquello le sonaba a palabrería de folleto, pero no estaba allí para juzgar a la familia de la víctima, sino para resolver su homicidio.

—El oficial que habló con usted me informó que su turno es el de la noche.

—Así es.

—¿Por qué se quedó también durante la guardia de la mañana?

—Mi compañera y yo intercambiamos los turnos. Ella necesitaba renovar su pasaporte, mientras que la próxima semana yo deberé quedarme con mis nietos porque mi hija y mi yerno irán a una boda. Este tipo de acuerdos son frecuentes en nuestra profesión.

—¿De quién fue la idea?

—De ella.

—Muy bien. También me informaron que usted fue quien nos llamó.

—Es cierto. A las siete le ordené a Amalia que les suministrara sus medicamentos matutinos a los residentes, así que entró a la habitación de doña Aureliana para despertarla como siempre… La pobre chica se encontró con esa escena dantesca. Consiguió controlarse pese al susto que se llevó. Contuvo sus emociones lo mejor que pudo para que no cundiera la alarma entre los demás residentes, y corrió a contármelo. Yo la dejé al cuidado de una de sus compañeras y fui a la habitación. Entonces telefoneé al número de emergencia. Eso fue todo.

—¿Cómo se llevaba usted con la occisa?

—¿A qué se refiere?

—¿Tenía problemas con ella, o era una residente dócil?

—Soy una profesional, inspectora —afirmó Sonsoles. La enfermera se las arregló para mirar a Luisa desde arriba, lo cual no era muy difícil si se tomaba en cuenta la poca estatura de Burgos—. Tratamos a todos los residentes con respeto y esperamos lo mismo de ellos —Luisa no se intimidó. Tan solo guardó silencio mientras esperaba la respuesta—. Aureliana era exigente, pero muy educada. Teníamos nuestros roces, pero al final nos entendíamos.

—¿Por qué tenían roces?

Sonsoles bufó con desprecio y sacudió la mano como si espantara una mosca.

—Tonterías. Algunas veces se quejaba si consideraba que la comida tenía mucha o poca sal, si los pasos de alguien en el pasillo la despertaban, o si nos retrasábamos unos minutos en la hora de llevarla al jardín. Ese tipo de cosas. No muy diferente de los demás residentes.

—¿Era una cliente difícil?

—Paciente, o residente —volvió a corregir la enfermera—. Ni más, ni menos que la mayoría. ¿Adónde quiere llegar, inspectora?

—De momento, solo recopilo información —afirmó Luisa, mientras tomaba nota en su móvil de pedirle una coartada a Quiroz cuando tuvieran certeza acerca de la hora de la muerte—. ¿Ocurrió algo extraordinario en los últimos días?

—Ahora que lo dice… Ayer sí pasó algo raro —Luisa la miró sin pestañear, en espera de que la enfermera se explicara—. Fue un día extraño. Llovió a cántaros, así que no pudimos llevar a los residentes al jardín, lo cual puso a algunos de mal humor. Sumado a eso, tal vez por el mal tiempo ninguno recibió visita, así que fue un día difícil. Además de que tuvimos un malentendido con el ayuntamiento.

—¿Qué clase de malentendido?

—Se presentó un enfermero que venía en nombre de las autoridades municipales. Dijo que tenía la encomienda de aplicarles la vacuna de la gripe a los ancianos. Traía una documentación que lo acreditaba. No se lo permitimos, por supuesto.

—¿Por qué?

—La vacuna de la gripe suele colocarse en noviembre y no en esta época del año, así que le pedí que esperara, vine hasta aquí y llamé al ayuntamiento. Me dijeron que no sabían de qué hablaba, que ellos no enviaron a nadie, así que regresé al edificio del frente para decirle que se marchara, pero ya no estaba.

Las alarmas de la inspectora se dispararon.

—¿Pudo verle la cara?

—Traía puesto una mascarilla. Dijo que estaba resfriado y que no quería contagiar a los residentes.

Luisa tomó nota. ¿Habría acudido el asesino durante el día para explorar el terreno? Por desgracia, no había cámaras de seguridad en la residencia.

Una vez concluido el interrogatorio de la jefa, Luisa quiso entrevistarse con Amalia Caballero, la chica que encontró el cadáver.

El estado de la joven no era el más apropiado para responder a las preguntas de Burgos. La enfermera apenas acababa de licenciarse y tenía pocos meses trabajando en el centro geriátrico. Todavía conmocionada, respondió las preguntas de la inspectora con la voz entrecortada por el llanto. Repitió casi punto por punto la explicación de su jefa. Solo agregó que cuando la señora Díaz no respondió a sus intentos de despertarla, ella se acercó para medirle el pulso. Fue entonces cuando comprobó que estaba muerta, vio las marcas en el cuello y la nota sujeta a la almohada con cinta adhesiva. Leyó sin comprender aquel galimatías sin sentido, pero el mensaje que sí le llegó a su cerebro fue que alguien asesinó a Aureliana y que habría nuevas víctimas. Después de eso, solo recordaba estar frente a doña Sonsoles, mientras hacía un esfuerzo por explicar lo inexplicable. Creía que no había tocado nada en la escena del crimen. Luisa esperaba que estuviera en lo cierto. Amalia le confirmó a la inspectora que trabajó el día anterior, pero ni vio, ni sabía nada acerca del enfermero de las vacunas. Solo tenía noticias del suceso por lo que le contó doña Sonsoles.

Cuando Burgos terminó los interrogatorios, ya el cadáver de Díaz iba rumbo a la morgue. El juez y el equipo de Científica continuaban en la habitación, y era previsible que se demoraran algunas horas más. La inspectora decidió regresar a la comisaría. Mientras se encaminaba a su coche llamó al subinspector Guerrero, quien le confirmó que los empleados del turno de la noche ya estaban en camino.

Luisa colgó después de darle las gracias a su compañero y subió a su viejo Seat. Intuía que aquel iba a ser un día muy largo, así que llamó a su casa. Cada uno tenía sus prioridades.

◆◆◆

Al llegar a la comisaría, Luisa saludó al paso a Quintana en la recepción y subió a su despacho. Desde allí llamó a Guerrero, quien le confirmó que los enfermeros del turno de la noche ya se encontraban en recepción y esperaban. El subinspector se reunió con ella a los pocos minutos. Burgos lo puso al día con respecto al caso, antes de señalar los papeles que él llevaba en la mano.

—Veo que no perdiste el tiempo. ¿Encontraste algo interesante?

—Con respecto a la chica, no hay nada. Elena Serrano es enfermera graduada en la Universidad de la Rioja. No tiene antecedentes criminales y es una ciudadana ejemplar. Ni siquiera encontré una multa de tránsito.

—¿Qué hay de su compañero? —Alfonso desplegó una sonrisa maliciosa—. Por tu expresión sospecho que su historial no es tan limpio como el de Elena.

—Pedroza es graduado en la Universidad de Jaén y no encontré ninguna queja con respecto a su desempeño profesional.

—Pero…

—Tiene antecedentes por agresión. Durante sus años de estudiante estuvo involucrado en una trifulca donde hubo un herido.

—¿Qué tan grave?

—Lesiones leves. No pasó de algunos puñetazos y al parecer hubo una chica involucrada. El resultado fue que lo encontraron culpable, pero como era su primera falta, le conmutaron la pena por servicios comunitarios.

—Vaya, qué interesante. Hiciste un buen trabajo, Alfonso.

—Gracias. Si tomamos en cuenta que tuvo la oportunidad, pues estaba en el asilo cuando asesinaron a la víctima, y que dispuso de los medios, solo nos faltaría determinar un motivo para convertirlo en nuestro principal sospechoso.

—Me encanta tu entusiasmo, pero creo que te estás apresurando a la hora de sacar conclusiones. En realidad, todavía no sabemos nada. Ni siquiera tenemos clara la causa de la muerte.

—¿No fue estrangulada?

—Es lo que parece a simple vista, pero antes de señalar a alguien como culpable, prefiero tener algunos resultados concretos en la mano. ¿No te parece?

—Sí, supongo que tienes razón —reconoció Guerrero, mientras se echaba un poco atrás en el asiento—. Perdona mi impulsividad. Supongo que quiero impresionar a mi jefa.

—Ya lo conseguiste al llevar a cabo esas averiguaciones antes de que te lo ordenara. Eso nos ahorrará tiempo y me temo que ese es un recurso del que estamos escasos en esta investigación.

—¿Lo dices por la nota?

—Desde luego. Debo reconocer que desde que la leí tengo un nudo en el estómago. Aunque me parece un galimatías sin sentido, lo que sí deja claro el asesino es que piensa volver a matar.

—¿A quién interrogaremos primero?

—A la chica —afirmó la inspectora, al mismo tiempo que levantaba el auricular para comunicarse con la secretaria—. Eloísa, por favor acompañe a la señorita Serrano hasta mi despacho.

Guerrero recogió los papeles que estaban esparcidos sobre el escritorio y se retiró a un rincón de la habitación desde donde observaría todo el procedimiento.

Pasaron pocos segundos antes de que golpearan la puerta con suavidad. Sin esperar respuesta, Eloísa asomó su rostro sonriente y arrugado para anunciar a la testigo. Luego se retiró con discreción.

Elena entró con paso tímido y la inspectora la invitó a sentarse frente a ella. Mientras ocupaba el lugar que le señaló, la chica lanzó una rápida mirada en dirección al hombre que permanecía de pie en la esquina, luego se concentró en la mujer. Ambos la intimidaban. Al sentarse apartó su largo cabello hacia atrás en un gesto nervioso.

—¿Sabes por qué estás aquí, Elena? —le preguntó Burgos.

La joven asintió antes de responder.

—Doña Aureliana falleció durante nuestro turno y quieren hacernos algunas preguntas sobre eso.

—No solo falleció, señorita —dijo Alfonso desde su puesto de observación—, sino que la asesinaron. Hay una diferencia notable.

Los ojos de Serrano se humedecieron y se removió incómoda, pero no respondió. Solo bajó la mirada. La inspectora tomó la palabra:

—Anoche alguien entró en la habitación de la señora Díaz y la estranguló mientras hacíais vuestra guardia.

Elena levantó la cabeza, y con los ojos inundados por el llanto habló entre hipidos.

—¿Cómo es posible? ¿Quién querría matar a una anciana que tenía más de cien años? Eso no tiene ningún sentido.

—Es cierto —reconoció la inspectora—, y sin embargo ocurrió. Necesitamos que te esfuerces en recordar, Elena. ¿Viste o escuchaste algo fuera de lo normal?

La joven sacudió la cabeza mientras respondía.

—No, claro que no. Se lo hubiera reportado a la señora Quiroz. La noche transcurrió con normalidad. Fue una guardia tranquila.

—¿Nos está diciendo que alguien entró a hurtadillas en el dormitorio de una de sus residentes, la asesinó, huyó, y nadie vio, ni escuchó nada? —preguntó Alfonso con incredulidad.

—Si lo piensa bien, no es tan extraño. La residencia dispone de dos edificios. Las habitaciones están en uno, mientras la administración y los espacios para el personal están en el otro.

—¿Eso no atenta contra la seguridad de los ancianos? —preguntó Burgos—. ¿Qué ocurre si alguno tiene una emergencia durante la noche?

—Todas las habitaciones están provistas de un botón de alarma que es accesible desde la cama del residente. Si necesitan algo, solo tienen que presionarlo y enseguida respondemos a su llamado.

—¿Y anoche no hubo ninguna llamada?

—La guardia transcurrió con normalidad.

Luisa suspiró y se recostó del respaldo de la silla. Le parecía que no avanzaban. O Serrano era una excelente actriz, o no sabía nada. Entonces se preguntó a sí misma cómo consiguió entrar el intruso.

—¿Quiénes tienen acceso al edificio donde se encuentran los dormitorios?

—¿Durante la noche? Nadie. Cerramos con llave a las diecinueve horas y volvemos a abrir a las siete.

—¿Quién dispone de las llaves?

—El personal de guardia.

—¿Cualquiera?

—La jefa de turno es la responsable, pero las llaves se dejan en el despacho de enfermería a la vista, por si cualquiera de nosotros debe responder a los requerimientos de algún paciente.

—Así que cualquiera puede cogerlas.

—Por una buena razón. Como le dije, están a la vista, y solo las usamos si tenemos una alarma desde el otro edificio.

—¿Anoche hubo alguna llamada?

—Ninguna, todo estuvo muy tranquilo.

—Así que el asesino no usó ese llavero para entrar.

—Estoy segura de que no.

Luisa se quedó en silencio, mientras meditaba acerca de la información que les proporcionaba la enfermera.

—¿Dónde estuvo usted durante la noche?

—En mi puesto de trabajo, por supuesto, pero eso usted ya lo sabe —respondió la enfermera un poco desconcertada.

—Lo que quiero saber es si usted y su compañero permanecen despiertos durante toda la guardia, o si se retiran a descansar por turnos.

—Ya comprendo. Hacemos turnos. Flavio se quedó hasta las dos de la madrugada y yo estuve de dos a siete.

—Así que cualquiera de ustedes pudo ausentarse durante su guardia, coger las llaves, entrar en la zona de los dormitorios, asesinar a Aureliana y regresar.

—Eso no es posible —sentenció Elena—. La señora Quiroz sufre de insomnio, y anoche se quedó en la sala de descanso leyendo un libro, hasta la madrugada.

Luisa no disimuló su contrariedad al ver derrumbada su teoría. Agradeció a Serrano por su colaboración y le pidió que se mantuviera localizable por si necesitaban volver a hablar con ella. Elena salió del despacho sin dar tiempo a que los policías cambiaran de opinión.

Al cabo de pocos minutos, Eloísa acompañó a Pedroza y lo dejó frente a los detectives. La actitud del enfermero era muy diferente a la de su compañera. En cuanto cruzó el umbral miró desafiante al policía de la esquina. Entonces se sentó frente a Burgos con la tranquilidad de quien no tiene nada que temer.

Ante la pose arrogante del testigo, la inspectora decidió embestir con todo, así que le hizo saber que estaban enterados de sus antecedentes criminales.

—Eso pasó hace mucho tiempo. Yo era muy joven, imprudente e irascible. Pagué mi condena y no he vuelto a tener problemas con nadie, así que no significa nada.

—Al contrario, señor Pedroza —lo increpó Alfonso—. Significa que usted ya ha manifestado conductas agresivas.

—En un momento de ofuscación insulté a un tío que me ofendió, él me golpeó y yo me defendí. Terminamos enzarzados, nos detuvieron a ambos y nos condenaron a cada uno por las lesiones del otro y por alterar el orden público. Se trató de una pelea callejera. Algo muy diferente a asesinar a sangre fría a una anciana indefensa.

—Implica conducta violenta —insistió Guerrero.

Luisa intervino para cambiar el rumbo del interrogatorio.

—¿Respondió alguna llamada desde los dormitorios durante su turno?

—No. La noche estuvo tranquila.

—Tan tranquila que uno de los ancianos bajo sus cuidados murió durante su guardia —sentenció Alfonso con tono agresivo. La inspectora se mordió los labios. No quería desautorizar a su compañero frente al testigo, pero consideraba inconveniente esa inquina que demostraba contra Pedroza.

—¿Escuchó o vio algo extraño?

—Ahora que lo dice, hacia la medianoche fui a servirme un café. La ventana de la cocina da al frente. Escuché un ruido afuera...

—¿Por qué no salió a investigar?

—Porque no le di importancia. Pensé que se trataba de un ratón, un gato, o algo así.

—¿Cómo se llevaba con la señora Díaz?

Flavio encogió un hombro.

—Bien, supongo. Me entrenaron para eso.

—¿A qué se refiere?

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