Enigma

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III. Birlar » Capítulo 2

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La luna desafiaba el apagón antiaéreo como si fuese una linterna azul que iluminara los campos helados, .11 timbrando lo suficiente para poder andar en bicicleta. Jericho se levantó del sillín, se apoyó con fuerza en los pedales y fue columpiándose de un lado a otro a medida que remontaba con esfuerzo la colina a la salida de Bletchley, persiguiendo su propia sombra, que se recortaba delante, en el asfalto. A lo lejos oyó el rumor de un bombardero volviendo a casa.

La carretera empezó a nivelarse y Jericho se sentó de nuevo en el sillín. Pese a que los había hinchado, los neumáticos seguían algo blandos, y las ruedas y la cadena clamaban por un poco de aceite. Avanzar era duro, pero a él no le importaba. Estaba pasando a la acción, eso era lo importante. Era lo mismo que descifrar códigos. Por más desesperada que fuese la situación, la norma siempre era hacer algo. Como decía Alan Turing, ningún criptograma podía ser resuelto sólo con mirarlo.

Pedaleó unos tres kilómetros más siguiendo el camino vecinal que continuaba ascendiendo suavemente hacia Shenley Brook End. Más que de un pueblo se trataba de un villorrio de una docena de casas, en su mayor parte habitadas por trabajadores agrícolas. Jericho no podía ver los edificios, que estaban al abrigo de una hondonada, pero al doblar un recodo y percibir el olor a humo de leña supo que debía de estar cerca.

Antes de llegar al villorrio, a mano izquierda había una brecha en el seto de espino de donde partía un camino de tierra hasta una casita aislada de las demás. Tomó el camino y se detuvo, patinando con los pies en el fango helado. Una lechuza, increíblemente grande, alzó el vuelo de una rama cercana y se alejó aleteando sin ruido. Jericho miró fijamente la casa. ¿Eran imaginaciones suyas, o había un indicio de luz en la ventana de la planta baja? Se apeó y empezó a empujar la bicicleta hacia la casa.

Se sentía maravillosamente sereno. Sobre el techo de paja las constelaciones parecían las luces de una ciudad; la Osa Menor y Polar, Pegaso y Cefeo, la M chata de Casiopea con la Vía Láctea fluyendo en medio. Ningún fulgor terrenal oscurecía su brillo. «Una cosa hay que agradecerle a la guerra —pensó—. Nos ha devuelto las estrellas».

La puerta era sólida, tachonada de hierro. Al llamar, fue como golpear una roca. Al cabo de medio minuto lo intentó otra vez.

—¿Claire? ¿Claire?

Una pausa, y luego:

—¿Quién es?

—Soy Tom.

Tomó aire como preparándose para recibir el golpe. El tirador giró y la puerta se abrió ligeramente, lo bastante para dejar ver a una mujer de pelo oscuro, en su treintena, más o menos de la estatura de Jericho. Llevaba unas gafas de montura redonda y un grueso chaquetón, y tenía en la mano un libro de rezos.

—¿Sí?

Por un momento Jericho quedó sin habla.

—Perdone —dijo—. Estaba buscando a Claire.

—No está en casa.

—¿No? —repitió él, impotente. Recordó entonces que Claire compartía la vivienda con una mujer llamada Hester Wallace («trabaja en Cabaña 3, es muy mona»), pero por alguna razón se había olvidado de ella. A Jericho no le pareció tan mona. Era flaca de cara, y su larga y pronunciada nariz partía sus facciones como un cuchillo. El cabello echado hacia atrás dejaba al descubierto una frente ceñuda—. Soy Tom Jericho. —Ella no reaccionó—. Puede que Claire le haya hablado de mí…

—Le diré que ha venido.

—¿Sabe si volverá pronto?

—No tengo ni idea, lo siento.

La mujer empezó a cerrar la puerta. Jericho metió el pie.

—Oiga, sé que esto es una grosería por mi parte, pero ¿no me dejaría pasar y esperarla dentro?

La mujer miró el pie que le impedía cerrar la puerta y luego dijo:

—Me temo que no es posible, Mr. Jericho. —Y cerró con fuerza sorprendente.

Jericho retrocedió hacia el camino. Esta contingencia no entraba en sus planes. Consultó su reloj. Eran poco más de las once. Cogió la bicicleta y la llevó a pie hacia el camino vecinal, pero en el último momento en lugar de ir hacia la carretera torció a la izquierda y siguió la línea del seto. Dejó la bicicleta en el suelo y penetró en las sombras a esperar.

Al cabo de unos diez minutos, la puerta de la casa se abrió y se cerró y Jericho oyó el traqueteo de una bicicleta sobre el suelo de piedra. Era lo que había pensado: Miss Wallace se había vestido para salir porque trabajaba en el turno de noche. Un alfilerazo de luz amarilla se bamboleó brevemente a un lado y otro y luego empezó a saltar hacia donde él estaba. Hester Wallace pasó a menos de seis metros de él, subiendo y bajando las rodillas a la luz de la luna, los codos bien abiertos, angulosa como un paraguas viejo. Se detuvo a la entrada del camino vecinal y se colocó un brazalete luminoso. Jericho se retiró aún más hacia el interior de los espinos. Medio minuto después ella había desaparecido. Esperó un cuarto de hora por si había olvidado algo y luego se dirigió de nuevo hacia la casa.

Había una única llave, recargada, de hierro, y lo bastante grande como para abrir una catedral. Recordó que la guardaban bajo una pizarra encima de la cual había una maceta. La humedad había alabeado la puerta y Jericho tuvo que empujar con fuerza para abrirla, arañando un arco en el piso de lajas. Volvió a dejar la llave en su sitio y cerró la puerta antes de encender la luz.

Sólo había estado en aquella casa una vez, pero no había gran cosa que recordar. Dos habitaciones en la planta baja: una salita con vigas bajas y, enfrente, una cocina. A su izquierda, una angosta escalera conducía a un descansillo. El cuarto de Claire estaba en la parte de delante, mirando al camino. El de Hester daba a la parte de atrás. El lavabo consistía en un inodoro junto a la puerta trasera, adonde se llegaba por la cocina. No existía cuarto de baño. En el cobertizo contiguo a la cocina guardaban una tina de metal galvanizado. Los baños se tomaban ante la estufa. La casa era fría y estrecha, y olía a moho. Se preguntó cómo lo aguantaba Claire.

«Pero, cariño —solía decir ella—, si es mucho mejor que tener una casera dándote la lata todo el día…».

Jericho dio unos pasos sobre la alfombra raída y se detuvo. Por primera vez empezaba a sentirse inquieto. Adondequiera que miraba veía pruebas de una vida vivida satisfactoriamente sin él: la mal surtida porcelana azul y blanca en la rinconera, el jarrón lleno de narcisos, los números de Vogue de antes de la guerra, incluso la disposición de los muebles (las dos butacas y el sofá, convenientemente cerca del hogar). Todos los pequeños detalles domésticos parecían sugestivos y premeditados.

Él no pintaba nada allí.

Estuvo a punto de marcharse en ese mismo momento. Lo único que se lo impidió fue comprobar con cierto patetismo que no tenía otro sitio adonde ir. ¿El Park? ¿Albion Street? ¿Cambridge? Su vida se había convertido en un laberinto de callejones sin salida.

Decidió que era mejor esperar que volver a huir. Ella no tardaría en llegar.

¡Pero qué frío hacía! Tenía los huesos helados. Empezó a pasearse arriba y abajo por la habitación, agachándose para no dar con las gruesas vigas. En la chimenea había ceniza blanca y unos trozos renegridos de madera. Se sentó primero en una butaca, luego en la Otra. Ahora estaba de cara a la puerta. A su derecha tenía el sofá. Las fundas eran de una seda a rayas rosadas, y los cojines perdían pluma por todos lados. Los muelles habían cedido, al sentarse uno se hundía casi hasta el suelo y luego para levantarse debía hacer un esfuerzo tremendo. Se acordaba del sofá; lo estuvo mirando largo rato, como un soldado miraría un campo de batalla donde la guerra había sido irremediablemente perdida.

Salen juntos del tren y toman el sendero en dirección al Park. A su izquierda hay un campo de deporte que ha sido dividido en parcelas cultivables. A su derecha, al otro lado de la valla, se ve el familiar grupito de edificios bajos. La gente anda con brío para entrar en calor. La tarde de diciembre es fría y neblinosa, el día va tornándose crepúsculo.

Ella le dice que ha estado en Londres celebrando su cumpleaños. ¿Cuántos años le calcula?

Él no tiene ni idea. ¿Dieciocho, tal vez?

—Veinte —dice ella con tono de triunfo—. Una vieja. —¿Y él? ¿Qué hacía en Londres?

Él no puede decírselo, claro.

—Oh, negocios —responde—. Sólo negocios.

Ella se disculpa, no debería haberlo preguntado. Le cuesta controlar toda esa «necesidad de saber». Lleva tres meses en el Park y lo detesta. Su padre trabaja en el Foreign Office y se valió de chanchullos para colocarla allí e impedir que hiciese diabluras. ¿Cuánto tiempo hace que está él en el Park?

—Tres años —contesta Jericho; no debería preocuparse, todo irá bien.

—Sí —dice ella; para él es muy fácil decirlo, pero seguro que está haciendo algo interesante

—No mucho —dice Jericho, pero luego piensa que eso suena a aburrido y añade—: Bueno, sí, bastante interesante.

En realidad, le cuesta seguir la conversación. El hecho de andar al lado de ella es ya distracción suficiente. Permanecen callados.

Junto a la verja principal hay un cartel de anuncios con propaganda de un concierto de la Bletchley Park Music Society, interpretando la Ofrenda musical, de Bach.

—Eh, mire eso —dice ella—. Adoro Bach.

Jericho contesta con verdadero entusiasmo que Bach es su compositor favorito. Contento al fin de haber encontrado un tema de conversación, él se lanza a una larga disertación sobre la fuga en seis partes de la Ofrenda musical, que al parecer Bach improvisó in situ para el rey Federico el Grande, una hazaña equivalente a jugar y ganar sesenta partidas de ajedrez simultáneas a la ciega. Ella seguramente sabrá que la dedicatoria que Bach le escribió al rey —Regis iussu Cantio et Reliquia Canonica Arte Resoluta— lleva curiosamente el acrótico RICERCAR, que significa «buscar»…

Pues no, qué raro, ella no lo sabe.

Él cada vez más desesperado monólogo los lleva hasta las cabañas, donde ambos se detienen y, tras otra incómoda pausa, se presentan. Ella le ofrece la mano; su apretón es firme y cálido, pero sus uñas son una auténtica pena: mordidas, casi en carne viva. Su apellido es Romilly. Suena bien: Claire Romilly. Él le desea una feliz Navidad y se vuelve, pero ella lo llama para decirle que, si no le parece muy descarado por su parte, por qué no van juntos al concierto.

Él no sabe, no está seguro

Ella anota la fecha y la hora encima del crucigrama del Times —27 de diciembre a las ocho y cuarto— y se lo da a él. Ella comprará las entradas. Se encontrarán allí.

—Por favor no me diga que no —dice, y sin darle tiempo a pensar una excusa, se va.

A Jericho le toca turno la tarde del 27 pero no sabe dónde localizarla para decirle que no puede ir al concierto. Claro que, por otro lado, se da cuenta de que sí tiene ganas de ir. Echa mano de un favor que le debe Arthur de Brooke y se pone a esperar frente a la sala de reuniones. Espera y espera. Finalmente, cuando todo el mundo ha entrado y él está a punto de rendirse, ella surge corriendo de la oscuridad y le pide disculpas con una sonrisa.

El concierto es mejor de lo que él esperaba. Todos los miembros del quinteto trabajan en el Park y habían tocado profesionalmente. El clavecinista es especialmente bueno. Las mujeres del público llevan vestidos de tarde, los hombres, traje. De repente, y que él recuerde, por primera vez la guerra parece estar muy lejos. Mientras las últimas notas del tercer canon («Per Motum contrarium») se desvanecen en el aire, él se arriesga a volver la vista hacia Claire y descubre que ella está mirándolo. Entonces Claire le toca el brazo y al empezar el cuarto canon («Per Augmentationem, contrario Motu») él ya no sabe dónde está.

Después tiene que regresar directamente a la cabaña, pues ha prometido estar de vuelta antes de medianoche.

—Pobre Mr. Jericho —dice ella—. Igual que Cenicienta

Pero a sugerencia de ella quedan para ir al concierto de la semana siguiente —Chopin—, y cuando éste termina bajan paseando hasta la estación para tomar un cacao en la cafetería.

—Bueno —dice ella. Al volver del mostrador con dos tazas de espuma marrón—, ¿qué más puede contarme de usted?

—¿De mí? Oh, soy muy aburrido.

—A mi no me lo parece. De hecho, he oído rumores de que es usted una lumbrera. —Enciende un cigarrillo y él vuelve a percatarse de su personal manera de inhalar, casi como si tragara el humo para luego sacarlo por las ventanas de la nariz. ¿Será una nueva moda?, se pregunta. Ella añade—: Imagino que está casado.

—Oh, no, por Dios —responde él, que casi se atraganta con el cacao—. Bueno, quiero decir, si yo apenas

—¿Alguna novia? ¿Amiga?

—Se está burlando de mí— dice él. Saca un pañuelo y se limpia la barbilla.

—¿Hermanos?

—No, no.

—¿Padres? Hasta usted debe de tener padres.

—Sólo uno vive.

—Yo estoy igual —dice ella—. Mi madre murió.

—Lo que habrá sufrido. Lo siento. La mía, en cambio, está vivita y coleando.

Y así continúa el hasta ese momento desconocido placer de hablar de uno mismo. Los ojos grises de ella no se apartan de su rostro. Los trenes pasan en la oscuridad dejando una estela de humo, hollín y aire caliente. La gente viene y va. «¿Qué más da que estemos sin luz? —canta un vocalista en la radio que hay en el rin-eón—, la luna no la pueden apagar…». El empieza a contarle cosas de las que nunca había hablado; sobre la muerte de su padre y la segunda boda de su madre; sobre su padrastro (hombre de negocios, no le cae bien), su descubrimiento de la astronomía y luego de las matemáticas

—¿Y su trabajo actual? —pregunta ella—. ¿Lo hace feliz?

—¿Feliz? —Él coge la taza de cacao para calentarse las manos y considera la pregunta—. Yo no diría eso. Es muy absorbente, da incluso demasiado miedo, según se mire.

—¿Miedo? —Los enormes ojos se agrandan aún más—. ¿Miedo a qué?

—A lo que podría pasar… —«Deja de presumir», se dice él—. A lo que pasaría si uno se equivoca, supongo.

Ella enciende otro cigarrillo.

—Está en Cabaña 8, ¿verdad? ¿Cabaña 8 es la sección naval?

Esto lo hace reaccionar de golpe. Mira rápidamente alrededor. En la mesa de al lado hay una pareja haciendo manitas. Cuatro aviadores están jugando a cartas. Una camarera con un delantal grasiento saca brillo al mostrador. Nadie parece haberlo oído.

—Ya que lo menciona —dice él de inmediato—, creo que es hora de regresar.

En la esquina de Church Green Road y Wilton Avenue ella lo besa brevemente en la mejilla.

La semana siguiente será Schumann, seguido de pudin de riñones y brazo de gitano en el restaurante de Bletchley Road («dos platos, once peniques») y esta vez le toca el turno de hablar a ella. Su madre murió cuando tenía seis años, y su padre la llevó de embajada en embajada. La familia ha sido una procesión de niñeras e institutrices. Al menos ha aprendido idiomas. Ella quería alistarse en la marina, pero su padre no la dejó.

Jericho pregunta cómo era Londres durante los bombardeos.

—Muy divertido, la verdad. Podías ir a muchos sitios. Al Milroy, al Four Hundred. Había como un extraño alborozo generalizado. Todos hemos tenido que aprender a vivir el presente, ¿no cree usted?

Al despedirse, ella le da otro beso; sus labios en una mejilla, su mano en la otra.

Reconsiderando el pasado, debe de ser por esta época, hacia mediados de enero, cuando él empieza a anotar sus síntomas, pues es ahora cuando da comienzo su desequilibrio. Despierta con un suave sentimiento de euforia. Entra silbando en la cabaña. Entre dos turnos da largos paseos alrededor del lago, se lleva pan para los patos; es sólo por hacer ejercicio, se dice, pero en realidad lo hace para de ese modo poder verla, y así ocurre por dos veces, en una de las cuales ella advierte su presencia y lo saluda con el brazo.

Para su cuarta cita (quinta, si contamos su encuentro en el tren) ella insiste en hacer algo distinto, de modo que van al cine County de High Street a ver Sangre, sudor y lágrimas, la nueva película de Noël Coward.

—¿Y pretendes que me crea que nunca has estado aquí?

Hacen cola para comprar las entradas. La película sólo se proyecta un día y la cola da la vuelta a la esquina y sigue por Aylesbury Street.

—Que no, de veras, no.

—Caray, Tom, mira que eres raro. Yo creo que me moriría en Bletchley si no pudiera ir al cine.

Se sientan en una de las últimas filas y ella le toma del brazo. La luz del proyector allá arriba hace un calidoscopio de azules y grises en el polvo y el humo de tabaco. La pareja que tienen al lado se está besando. Una mujer ríe por lo bajo. Una fanfarria de trompetas anuncia el noticiario: en la pantalla, largas columnas de prisioneros alemanes, en número incalculable, avanzan por la nieve, mientras la voz del relator habla con entusiasmo de los logros del Ejército Rojo en el frente oriental. Aparece Stalin repartiendo medallas, lo que provoca la ovación de los espectadores. Alguien grita: «¡Tres hurras por el tío José!». Las luces se encienden, menguan otra vez, y Claire le aprieta el brazo. Empieza el largometraje. —«Esta es la historia de un barco»— con Coward como capitán inverosímilmente afable de la armada. Barco en llamas, señor… Torpedo a estribor… Sigan disparando…». En el clímax de la batalla naval, Jericho observa el parpadeo de las explosiones de celuloide en los rostros traspuestos, y cae en la cuenta de que él forma parte de todo eso —una parte distante, vital— y que nadie lo sabe ni lo sabrá nunca… Tras los créditos finales suena el Dios salve al rey por los altavoces y todo el mundo se pone de pie. La emoción es tan intensa que muchos comienzan a cantar.

Han dejado las bicicletas en un callejón contiguo al cine. Unos pasos más allá se ve una forma frotándose contra la pared. Al aproximarse ven que se trata de un soldado que cubre con un sobretodo a una chica. Ella tiene la espalda pegada al ladrillo. Vuelve hacia ellos su pálida cara y los mira como un animal en su madriguera. Los movimientos cesan mientras Claire y Jericho cogen sus bicicletas, y luego se reanudan.

—Qué manera más curiosa de comportarse —dice él sin pensar, y para su sorpresa Claire estalla en carcajadas—. ¿Qué pasa?

—Nada —responde ella.

Están en la acera con sus bicis, esperando a que pase un camión militar con los faros amortiguados; al enfilar Watling Street hacia el norte se oye el rechinar del cambio de marcha. Ella deja de reír.

—¿Por qué no vienes a ver mi casa, Tom? —Claire lo dice casi lastimeramente—. No es tarde. Me encantaría enseñártela.

A él no se le ocurre ninguna excusa, no quiere pensar en excusas. Cruzan la ciudad en bicicleta, ella va en cabeza. Durante un cuarto de hora no se dicen nada y él empieza a preguntarse hasta dónde lo piensa llevar. Por fin, cuando van bajando a rueda libre por el sendero que conduce a la casa, ella vuelve ligeramente la cabeza y pregunta:

—¿No te parece una preciosidad?

—Oh, bueno, es muy original.

—No seas malo, Tom —dice ella, fingiéndose dolida. Le explica que encontró la casa hecha una ruina, y que convenció al propietario, un agricultor local, para que se la alquilara. El mobiliario, de un suntuoso barato, procede de la casa de una tía suya en Kensington, cerrada cuando comenzaron los bombardeos alemanes y que ya no se volvió a abrir.

La escalera cruje de forma tan alarmante que Jericho se pregunta si el peso de los dos no la arrancará de la pared. La casa está que se cae, y hace un frío tremendo.

—Aquí es donde duermo —dice ella.

Jericho la sigue a un cuarto de tonos rosados y cremas, atiborrado de sedas, plumas y pieles de las de antes de la guerra; parece un gran camerino. Una tabla suelta del suelo lanza un pistoletazo bajo los pies de él. Hay tantas cosas que la vista no puede registrarlas todas, tantas cajas de sombreros y de zapatos, alhajas, frascos de cosmético… Claire se quita el abrigo, lo deja caer al suelo y se lanza de espaldas a la cama. Luego se apoya en los codos y se quita los zapatos de sendos puntapiés. Da la sensación de que se lo pasa bien.

—¿Y esto qué es? —Jericho, en plena confusión, se luí refugiado en el descansillo y mira la otra puerta.

—Ah, es el cuarto de Hester —responde ella desde dentro.

—¿Hester?

—Un monstruo burocrático descubrió mi guarida y preguntó si tenía otro dormitorio para compartir. Y entonces vino Hester. Trabaja en Cabaña 6. Es una chica muy mona. Creo que está un poco loca por mí. Echa una ojeada. A ella no le importará.

Él llama a la puerta. Nadie contesta, la abre. Otro cuarto pequeño, pero éste muy espartano: una cuja de latón, una jarra y una jofaina en un lavamanos, unos libros apilados sobre una silla. Primer Curso de Alemán. Lo abre y lee: «Der Rhein ist etwas langer als die Elbe». (El Rin es un poco más largo que el Elba). Oye el pistoletazo de la tabla detrás de él y Claire le quita el libro de las manos.

—No fisgues, que no está bien. Ven, vamos a entender fuego y a tomar algo.

Una vez abajo, él se arrodilla ante el hogar y hace una pelota con unas páginas del Times. Forma una pirámide de leña menuda, pone encima un par de troncos pequeños y enciende el papel. La chimenea tiene un tiro atroz, y chupa el humo entre rugidos.

—Pero si ni siquiera te has quitado el abrigo.

El se pone de pie, sacudiéndose el polvo, y se vuelve para mirarla. Falda gris, jersey de cachemira azul marino, una ristra de perlas de un blanco lechoso en su garganta color crema: el ubicuo e inmutable uniforme de la mujer inglesa de clase alta. Ella, de todos modos, consigue parecer muy joven y muy madura a la vez.

—Ven. Yo lo haré.

Deja las copas y empieza a desabrocharle el abrigo.

—En serio, Tom —susurra—, no me digas que no sabías lo que estaban haciendo ésos detrás del cine.

Incluso descalza es tan alta como él.

—Pues claro que lo sabía

—Las chicas de Londres lo llaman ahora un «emparedado». ¿Tú qué piensas? Dicen que así no puedes quedar embarazada

Instintivamente, él la envuelve en su abrigo. Ella le pasa los brazos por la espalda.

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