Enigma

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V. Criba » Capítulo 4

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Heaviside no los dejaba marchar. Jericho intentó una débil protesta —la visibilidad era mala, dijo, tenían un largo viaje por delante…—, pero Heaviside se escandalizó. Insistió varias veces en que al menos echaran un breve vistazo a los radiogoniómetros y a los receptores de alta velocidad. Su entusiasmo era tal que parecía estar amenazándolos con echarse a llorar si se negaban.

Así pues, lo siguieron mansamente por el resbaladizo y húmedo cemento, primero hasta una fila de cabañas de madera camufladas de caballeriza y luego a otra falsa casa de campo.

El coro de la plantación de antenas cantaba misteriosamente. Heaviside empezó a emocionarse hablando de abstrusos tecnicismos sobre frecuencias y longitudes de onda. Hester fingía heroicamente estar interesada y evitaba con cautela la mirada de Jericho, quien iba todo el rato ajeno a la charla, sumido en su propio nerviosismo y atento al menor sonido de alarma. Jamás había tenido tantas ganas de irse de un lugar. De vez en cuando su mano hurgaba a hurtadillas en el bolsillo interior del abrigo, e incluso una vez la dejó allí, aliviado al palpar la rugosidad de los mensajes a salvo entre sus dedos, hasta que se percató de que estaba dando una imagen de Napoleón, tras lo cual volvió a sacar rápidamente la mano.

En cuanto a Heaviside, se sentía tan orgulloso de Beaumanor que era evidente que si hubiese podido los habría retenido allí toda una semana. Pero cuando, tras una media hora interminable, propuso ir a visitar los generadores, fue Hester, tan fría hasta entonces, quien finalmente le espetó, con lo que después les parecería excesiva firmeza, que no, que tenían que ponerse en camino.

—¿De veras? Es un trecho muy largo para haber estado sólo un par de horas aquí. —Heaviside parecía perplejo—. Al jefe le sabrá mal no haberlos conocido.

—Lástima —dijo Jericho—. Otra vez será.

—Como usted quiera, muchacho —dijo Heaviside de mal humor—. No queremos agobiarlos. —Y Jericho se maldijo por haber herido sus sentimientos.

El comandante los acompañó hasta el coche, parándose de camino para mostrarles el antiguo mascarón de proa representando un almirante que coronaba un abigarrado abrevadero para caballos. En la espada en ristre del almirante un listo había puesto unas bragas, que colgaban flácidas en el aire frío y húmedo.

—El primer marqués de Cornualles —dijo Heaviside—. Lo encontramos en los jardines. Es nuestro amuleto de la suerte.

Al despedirse, Heaviside les estrechó la mano, primero a Hester y luego a Jericho, y se cuadró mientras ellos subían al Austin. Dio media vuelta, se detuvo en seco y de pronto metió la cabeza por la ventanilla.

—¿Qué ha dicho usted que hacía, Mr. Jericho?

—En realidad, no lo he dicho. —Jericho sonrió y puso el motor en marcha—. Tareas de criptoanálisis.

—¿En qué sección?

—Me temo que no puedo decírselo. —Jericho accionó la palanca para poner marcha atrás y ejecutó un torpe giro de tres puntas. Mientras se alejaban vio a Heaviside por el espejo retrovisor, de pie bajo la lluvia, observando su partida con la mano a modo de visera. La curva de la avenida les llevó hacia la izquierda, y la imagen del comandante se desvaneció. Entonces añadió—: Me juego algo a que ha ido en busca del teléfono más cercano.

—¿Tiene los papeles?

Él asintió y dijo:

—Esperemos a estar un poco más lejos.

Franquearon la verja, siguieron por el camino vecinal dejando atrás el pueblo en dirección al bosque. La lluvia caía sobre la oscura pendiente arbolada en espectrales columnas blancas que semejaban estandartes de un ejército fantasma. Un ave solitaria volaba en lo alto en medio del aguacero. Los limpiaparabrisas iban de un lado al otro protestando ruidosamente. Los árboles se cerraron en torno al coche.

—Ha estado usted muy bien —dijo Jericho.

—Menos al final. Estaba ansiosa por saber cómo le había ido a usted.

Jericho empezó a contarle su aventura, pero entonces reparó en un camino que torcía para adentrarse en lo profundo del bosque.

El sitio perfecto.

Avanzaron a saltos durante un centenar de metros por la pista desigual, metiéndose en charcos que resultaban ser baches de un palmo de profundidad. El agua chorreaba por ambos lados, chocando con la parte inferior del chasis. Finalmente abrió una pequeña brecha a los pies de Hester, empapándole los zapatos. Cuando por último los faros iluminaron un tramo cenagoso demasiado ancho como para maniobrar, Jericho apagó el motor.

No se oía otra cosa que el golpeteo de la lluvia sobre el techo metálico. Las ramas voladizas tapaban el cielo. Estaba tan oscuro que casi era difícil leer. Encendió la luz interior.

—VVVADU QSA? K —dijo Jericho, leyendo los susurros de la primera hoja—. Si la memoria no me falla, se puede traducir más o menos así: «Aquí señal de llamada ADU solicitando lectura de mi intensidad de señal, cambio». —Resiguió con el dedo la copia de papel carbón. Código Q era un lenguaje internacional, el esperanto de los radiooperadores; él lo conocía de memoria—. Y luego tenemos VVVCPQ BT QSA4 QSA? K. «Aquí señal de llamada CPQ, espacio, su intensidad de señal es correcta, ¿qué tal es la mía? Cambio».

—CPQ —dijo Hester, asintiendo con la cabeza—. Conozco esa señal. Podría ser la emisora del alto mando del ejército en Berlín.

—Bien. Un misterio menos. —Volvió a fijar su atención en la hoja—. VVVADUQSA3 QTC1 K: «Smolensko a Berlín, tu intensidad de señal es aceptable, tengo un mensaje para ti, cambio». QRV, dice Berlín: «Cuando quieras». QXH K: «Empieza a emitir, cambio». Luego Smolensko dice QXA109: «Mi mensaje consiste en ciento nueve grupos de cifra».

Hester agitó el primer criptograma con aire de victoria.

—Ya lo tengo. Exactamente ciento nueve.

—Magnífico. Bien. El mensaje debe de ser aprobado, porque Berlín casi enseguida contesta: VVVCPQ R QRUHHVA. «Mensaje recibido y comprendido, no tengo nada para ti, Heil Hitler y buenas noches». Todo muy suave y metódico. Modales de manual.

—Esa chica de interceptación dijo que su pianista era muy exacto.

—Lástima que no tengamos las respuestas de Berlín. —Jericho buscó entre sus hojas—. Nuevo contacto el día nueve, y otra vez el día veinte. Ah —dijo—, parece que el dos de marzo se complica un poco la cosa. —El impreso era, en efecto, un toma y daca lacónico. Puso el papel a la luz. Smolensko a Berlín, QZE, QRJ, QRO: «Tu frecuencia es demasiado alta, tus señales demasiado débiles, aumenta la potencia». Y Berlín, QWP, QRXI10: «Cumple con el reglamento, espera diez minutos». Y por último un exasperado QRX: «Cállate»—. Esto es interesante. No me extraña que de pronto empezaran a sonar como desconocidos. —Jericho fijó la vista en la copia de papel carbón—. La señal de llamada en Berlín ya no es la misma.

—¿Cómo? Absurdo. ¿Cuál es ahora?

—TGD.

—¿Qué? Déjeme ver eso. —Hester le quitó el papel de la mano—. No es posible. No, no puede ser. TGD no es una señal de llamada de la Wehrmacht.

—¿Cómo está tan segura?

—Porque lo sé. Existe toda una clave Enigma que lleva ese nombre. Nunca ha sido descifrada. Es famosa… —Había empezado a enroscar nerviosamente un mechón de pelo con el dedo índice de su mano derecha—. Tristemente célebre sería más exacto.

—¿Qué es TGD?

—La señal de llamada del cuartel general de la Gestapo en Berlín.

—¿La Gestapo? —Jericho echó un vistazo a los otros papeles—. Pero si todos los mensajes del día dos en adelante, esto es ocho de los once, los más largos incluyendo los cuatro que tenía Claire, están dirigidos a esa señal de llamada. —Le pasó los papeles a Hester para que lo comprobara por sí misma y se apoyó en el respaldo.

Una ráfaga de viento agitó las ramas, lanzando sobre el parabrisas una descarga de agua de lluvia.

—Intentemos construir una hipótesis —dijo Jericho al cabo de un par de minutos, más por oír una voz humana que por otra cosa. El azaroso golpeteo de la lluvia y la melancolía crepuscular del bosque estaban empezando a atacarle los nervios. Hester había levantado los pies del suelo mojado y estaba acurrucada en el asiento, contemplando el bosque, abrazada a sus piernas y dándose masaje de vez en cuando a los dedos de los pies a través de las medias húmedas.

—El día clave es el cuatro de marzo —prosiguió él («¿Dónde estaba yo ese día? En otro mundo, leyendo Sherlock Holmes frente a una estufa en Cambridge, esquivando a Mr. Kite y aprendiendo a andar otra vez»)—. Hasta esa fecha todo sucede con normalidad. Una unidad de señales de letargo invernal en Ucrania, vuelve a la vida con la primavera. Primero, unas pocas señales al cuartel general del ejército en Berlín, y después una racha de tráfico largo para la Gestapo…

—No es normal —apuntó Hester con aspereza—. ¿Una unidad del ejército que transmite informes en una clave Enigma del frente ruso a la central de la policía secreta? No sólo no es normal, sino algo sin precedentes.

—Exacto. —Jericho aceptaba cualquier interrupción. Era un síntoma de que ella estaba escuchando—. De hecho, es tan anormal que en Bletchley alguien se da cuenta y se asusta mucho. Todas las señales previas son retiradas del archivo. Y casi a medianoche de ese mismo día de marzo, su amigo Mr. Mermagen telefonea a Beaumanor para decirles que dejen de interceptar. ¿Había ocurrido antes?

—Nunca. —Hester hizo una pausa y luego movió ligeramente un hombro antes de añadir—: Bueno, quizá sí, cuando el tráfico es muy intenso puede darse que un blanco de baja prioridad quede desatendido durante un par de días. Pero ya ha visto Beaumanor. Y no es tan grande como la estación de la RAF en Chicksands. Y puede que haya una docena, como mínimo, de sitios más pequeños. No paran de decirnos que la gracia de todo el montaje está en no dejar escapar absolutamente nada.

Jericho asintió. Era cierto. Ésa había sido la filosofía de los criptoanalistas desde el inicio: incluirlo todo, no saltarse nada en absoluto. «No son los peces gordos quienes te proporcionan las cribas (son demasiado buenos), sino los donnadie, gente incompetente y relegada a los sitios más remotos, quienes siempre empiezan sus mensajes con “situación normal, nada que informar” y luego usan los mismos nulos en los mismos sitios, o que habitualmente ponen en clave sus propias señales de llamada, o que ajustan cada mañana los rotores con las iniciales de la novia…».

—¿Y no les habría dicho él que pararan haciendo valer su autoridad? —preguntó Jericho.

—¿Miles? Qué va.

—¿De quién recibe las órdenes?

—Eso depende. Normalmente, de la sala de máquinas, Cabaña 6. A veces de vigilancia, Cabaña 3. Ellos deciden las prioridades.

—Cabe la posibilidad de que cometiera un error.

—¿En qué sentido?

—Bien, Heaviside ha dicho que Miles llamó a Beaumanor antes de la medianoche del cuatro y que estaba muy asustado. Yo me pregunto: ¿Y si ese mismo día alguien le hubiese dicho a Miles que la unidad en cuestión no debía ser interceptada y él se olvidó de pasar el mensaje?

—Es francamente posible. Conociendo a Miles, yo diría que probable. Sí, sí, claro. —Hester se volvió hacia él—. Ya le entiendo. En el tiempo que transcurre entre el momento en que Miles recibe la orden de desconectar y esa orden llega a Beaumanor, son interceptados cuatro mensajes más…

—Exactamente. Que llegan a Cabaña 6 la noche del cuatro de marzo. Pero para entonces alguien ha ordenado ya que sean descifrados.

—Total, que la burocracia se hizo cargo de los mensajes.

—Hasta que acabaron en la sala del Libro Alemán.

—Delante de Claire.

—Sin descifrar.

Jericho asintió lentamente con la cabeza. Sin descifrar. Ese era el quid de la cuestión, la explicación de que los criptogramas que había en el cuarto de Claire estuvieran totalmente intactos. En su reverso no habían llevado pegadas en ningún momento las tiras encoladas de la Type-X. Nadie se había ocupado de descifrarlos.

Miró hacia el bosque pero no vio los árboles sino la sala del Libro Alemán la mañana del 5 de marzo, cuando los criptogramas debieron de llegar para ser archivados y consignados en el índice.

¿Habría llamado Miss Monk en persona al oficial de servicio, o habría delegado la función en una de las chicas? «Tenemos aquí cuatro criptogramas sin solucionar. A ver, ¿qué se supone que hemos de hacer con ellos?». Y la respuesta habría sido… ¿Archívelos? ¿Olvídelos? ¿Tírelos a la papelera que pone Basura Confidencial?

Sólo que no había pasado ninguna de esas cosas.

Porque Claire los había robado.

«¿En teoría? —había dicho Weitzman—. ¿Un día normal? Una chica como Claire probablemente conoce más detalles operacionales sobre las fuerzas armadas alemanas que el propio Adolf Hitler. Absurdo, ¿verdad?».

Ah, Walter, pero se suponía que ella no iba a leerlo, ahí estaba la gracia. Las señoritas de buena familia no leían la correspondencia ajena, a menos que el rey y la nación así se lo pidieran. Por sí mismas no lo habrían hecho, desde luego. Y ésa era la razón de que se las emplease en Bletchley.

Pero ¿qué había dicho Miss Monk sobre Claire? «Últimamente estaba mucho más atenta…». Por supuesto. Claire había empezado a leer lo que pasaba por sus manos. Y a finales de febrero o primeros de marzo había visto algo que había cambiado su vida.

Algo relacionado con una unidad de señales alemana de última fila cuyo radiooperador tocaba en Morse para la Gestapo como si estuviera interpretando una sonata de Mozart. Algo tan absolutamente poco «aburrido, cielo», que cuando Bletchley decidió que ellas ya no podían seguir leyendo el tráfico por más tiempo, Claire se había visto empujada a robar los cuatro últimos mensajes interceptados. Pero ¿por qué?

Jericho ni siquiera tuvo que plantearse la pregunta. Hester había dado con la respuesta antes que él, aunque su voz era débil e incrédula y casi ahogada por el sonido de la lluvia.

—Los robó para leerlos. Los robó para leerlos, para interpretarlos. La respuesta se deslizó bajo el aleatorio hilo de los acontecimientos, encajando allí como la mejor de las cribas.

Robó los criptogramas para leerlos.

—¿Es eso factible? —preguntó Hester. Parecía desconcertada por el destino a que su lógica la había conducido—. ¿Podía Claire realmente hacerlo?

—Es posible. Cuesta imaginarlo. Pero es posible.

Oh, qué desfachatez, pensó Jericho. Oh, qué completa y pasmosa caradura, qué sangre fría la que debió de necesitar para tramarlo todo. «Claire, cariño, eres increíble».

—Pero no pudo hacerlo ella sola —dijo Jericho—, más estando encerrada en Cabaña 3. Alguien debió de ayudarla.

—¿Quién?

Jericho levantó las manos del volante en señal de impotencia. Era difícil saber por dónde empezar.

—Alguien que tuviera acceso a Cabaña 6. Alguien que pudiese averiguar los ajustes de Enigma para la clave Buitre del día cuatro de marzo.

—¿Los ajustes?

Él la miró sorprendido, y entonces advirtió que el funcionamiento de una máquina Enigma no era la clase de información que ella necesitaba saber. Y en Bletchley, lo que uno no necesitaba saber nadie venía a contártelo.

Walzenlage —dijo—. Ringstellung. Steckerver-bindungen. Orden de rueda, ajuste de anillos y cruce de clavijas. Si Buitre era interpretado diariamente, esos ajustes ya debían de estar en Cabaña 6.

—¿Y qué habría habido que hacer entonces?

—Conseguir acceso a una Type-X. Ajustaría sin un solo error. Teclear los criptogramas y arrancar el texto claro.

—¿Claire pudo haberlo hecho?

—Casi seguro que no. No la habrían dejado acercarse más allá de la sala de desciframiento. Además, ella no estaba cualificada.

—Entonces su cómplice tuvo que ser alguien con ciertos conocimientos.

—Sí. Y sangre fría, también. Y tiempo, ya que estamos en eso. Cuatro mensajes. Mil grupos en cifra. Cinco mil caracteres individuales. Incluso un operador experto necesitaría casi media hora para descifrar todo eso. Se podía haber hecho. Pero habría necesitado la ayuda de un superhombre.

—O supermujer.

—No. —Estaba recordando los incidentes del sábado por la noche: los ruidos en la planta baja de la casa, las huellas de hombre en la escarcha, las roderas de bicicleta y la luz trasera roja alejándose rápidamente de él hacia lo oscuro—. No, seguro que es un hombre.

«Si hubiera llegado treinta segundos antes le habría visto la cara», pensó.

Y entonces se dijo: «Sí, y a lo mejor me hubieran metido una bala en la cabeza por tomarme la molestia; una bala de una Smith and Wesson del calibre 38, fabricada en Springfield, Massachusetts.

Notó un súbito picor de humedad helada en la muñeca y levantó la vista. Siguió la trayectoria hasta un punto del techo, justo al lado del parabrisas. Mientras miraba, otra oscura gota de agua de lluvia se hinchó lentamente, adquirió un hermoso color de orín y cayó.

Tiburón.

Se dio cuenta, no sin culpa, de que casi lo había olvidado.

—¿Qué hora es?

—Casi las cinco.

—Deberíamos regresar.

Se frotó la mano y accionó la llave de contacto.

El coche se negaba a arrancar. Jericho forzó varias veces el encendido y pisó con furia el acelerador, pero la única respuesta que consiguió del motor fue un tímido ruido de algo que giraba.

—¡Mierda!

Se subió el cuello, salió del coche y lo rodeó hasta el maletero. Mientras lo abría un par de pichones levantaron el vuelo detrás de él, batiendo las alas con un ruido de petardos. Debajo de la lata de gasolina había una manivela que Jericho introdujo en el agujero del parachoques frontal. «Lo haces al revés, muchacho —le había dicho su padrino—. Así puedes romperte la muñeca». ¿Cómo había que hacerlo? ¿Hacia la derecha o hacia la izquierda? Dio un esperanzado tirón a la manivela. Estaba terriblemente rígida.

—Tire del estárter —le gritó a Hester—, y pise el tercer pedal si empieza a encenderse.

El coche se balanceó al desplazarse ella al asiento del conductor.

Jericho volvió a intentarlo. El suelo del bosque estaba a medio metro de su rostro, una alfombra marrón de hojarasca y pinas de abeto. Hizo dos nuevos intentos hasta que el hombro empezó a dolerle. Ahora estaba sudando y la transpiración se mezclaba con la lluvia, goteándole de la nariz y deslizándose por el cuello. La locura de aquella empresa parecía estar resumida en ese momento. La mayor batalla naval con convoyes estaba a punto de comenzar, y ¿dónde estaba él? En un maldito y primitivo bosque en el maldito quinto infierno, absorto en el estudio de unos criptogramas de la Gestapo con una mujer a la que apenas conocía. Pero ¿qué diablos se habían pensado que hacían? Debían de estar locos de remate. Apretó con mayor fuerza. Movió con virulencia la manivela y de pronto el motor reaccionó, renqueó hasta calarse, y entonces Hester apretó a fondo el acelerador. El ruido más dulce que había oído jamás hendió el aire del bosque. Arrojó la manivela dentro del maletero y cerró la portezuela.

El cambio de marchas gimió cuando Jericho dio marcha atrás en dirección a la carretera.

Las ramas superiores de los árboles habían convertido el camino vecinal en un túnel con goteras. Los faros centelleaban sobre una película de agua. Jericho condujo varias veces por el mismo sitio, tratando de dar con algún hito en medio de la semioscuridad, tratando de no ser presa del pánico. Al salir del claro debió de torcer por donde no era. Sentía el volante tan húmedo y resbaladizo como la calzada. Finalmente llegaron a un cruce a la altura de un enorme roble podrido. Hester volvió a concentrarse en el mapa. Un mechón de pelo negro le tapaba los ojos. Usó ambas manos para recogérselo. Sujetando una horquilla entre los dientes, murmuró:

—¿A la izquierda o a la derecha?

—Usted es el navegante.

—Y usted el que ha decidido desviarse de la carretera principal. —Acomodó salvajemente el mechón en su sitio—. A la izquierda.

Él habría escogido la dirección contraria, pero afortunadamente no lo hizo, porque Hester tenía razón. La carretera empezó a iluminarse poco a poco. Pudieron ver trechos de un cielo lluvioso. Jericho pisó a fondo el acelerador y el velocímetro superó los sesenta cuando salían del bosque hacia campo abierto. Cuando, tras un par de kilómetros, llegaron a un pueblo, ella le dijo que aparcase delante de la diminuta oficina de correos.

—¿Para qué? —preguntó él.

—Necesito averiguar dónde estamos.

—Pues dése prisa.

—No tengo la menor intención de hacer turismo —replicó Hester. Cerró de un portazo y corrió bajo la lluvia, sorteando charcos con agilidad de gimnasta. Al entrar en la oficina de correos se oyó el tintineo de una campana.

Jericho miró al frente y luego por el espejo retrovisor. El pueblo parecía consistir en aquella única calle. No había vehículos aparcados a la vista. Ningún transeúnte. Supuso que un coche particular, y más conducido por un extraño, sería una cosa rara, daría que hablar. Imaginaba ya a la gente descorriendo un poco las cortinas en sus casitas de ladrillo rojo o entramado de madera. Apagó los limpiaparabrisas y se hundió en el asiento. Por enésima vez comprobó que los criptogramas seguían en el bolsillo interior.

Dos Inglaterras, pensó. Una, ésa, familiar, segura, poco sutil. Pero ahora una segunda Inglaterra se agazapaba en los terrenos de las casas solariegas —Beaumanor, Gayhurst, Woburn, Adstock, Bletchley—, una Inglaterra secreta de plantaciones de antenas y radiogoniómetros, bombas traqueteantes y, muy pronto, las relucientes válvulas verdes y anaranjadas de las máquinas Turing («eso podrá hacer los cálculos cien o quizá mil veces más rápidos»). Una nueva era empezaba en los jardines de la vieja. ¿Cómo era aquello que Hardy había escrito en su Apología?: «Las verdaderas matemáticas no tienen consecuencias directas sobre la guerra. Nadie ha descubierto aún que la teoría de los números pueda tener una aplicación práctica en el terreno de lo bélico». El hombre no podía adivinar lo que se avecinaba.

La campana tintineó otra vez y Hester salió de la oficina de correos con un periódico sobre la cabeza para protegerse de la lluvia. Abrió la puerta del coche, sacudió el periódico y lo arrojó, con poca suavidad, sobre la falda de él.

—¿Para qué lo quiero? —Era la edición vespertina del Leicester Mercury, el periódico local.

—Publican anuncios, ¿no? De la policía. Cuando hay un desaparecido.

Jericho no pudo por menos que reconocer que la idea era buena. Pero aunque repasaron el periódico a conciencia —dos veces, en realidad— no hallaron ninguna fotografía de Claire ni mención alguna de que estuviesen buscándola.

Rumbo al sur, camino de Bletchley. Una ruta distinta para el viaje de vuelta, más hacia el este, según el plan ele Hester. Para no dejarse desanimar, ella recitaba de vez en cuando los nombres de los pueblos que pasaban y los buscaba en el diccionario geográfico mientras recorrían sus calles desiertas. Oadby, dijo Hester, Kibworth Harcourt, Little Bowden y luego salir del límite de Leicestershire para entrar en Northamptonshire. Sobre las colinas distantes el cielo pasó de negro a gris y finalmente a una especie de lustroso blanco neutro. La lluvia amainó hasta cesar del todo. Oxendon, Kelmarsh, Maidwell… Cuadradas torres normandas, pubs con techado de paja, pequeñas estaciones ferroviarias victorianas plantadas en mitad de una campiña arbolada de vallados altos y densos setos. Suficiente como para que a uno le entraran ganas de cantar un himno patriótico, sólo que ni él ni ella sentían ganas de cantar.

¿Por qué había huido Claire? Eso era lo que Hester dijo que no lograba entender. Todo lo demás parecía bastante lógico: el modo en que se había hecho con los criptogramas, por qué había querido leerlos, por qué habría necesitado un cómplice. Pero ¿para qué cometer luego la única acción que podía hacer recaer sobre ella la atención de todos? ¿Por qué no presentarse a trabajar al día siguiente?

—Usted —dijo Hester después de reconsiderarlo durante varios kilómetros. En su voz había un deje acusatorio—. Yo creo que tiene que ver con usted.

Erigiéndose en fiscal, Hester le hizo repasar los acontecimientos de la noche del sábado. Jericho había ido a la casa, ¿sí? Había descubierto los mensajes, ¿sí? Alguien, un hombre, había entrado en la casa, ¿sí?

—Sí.

—¿Lo vio a usted?

—No.

—¿Dijo usted algo?

—Creo que grité «¿Quién está ahí?», o algo por el estilo.

—Entonces, él pudo reconocer su voz.

—Es posible.

«Pero eso significaría que yo lo conozco —pensó Jericho—. O al menos que él me conoce a mí».

—¿A qué hora se fue usted?

—No lo sé con exactitud. La una y media, tal vez.

—¿Lo ve? —dijo ella—. Claire regresa a casa después de irse usted. Descubre que faltan los mensajes. Comprende que debe de tenerlos usted, porque el hombre misterioso ha dicho que lo ha visto en la casa. Ella cree que usted los va a entregar a las autoridades. Tiene miedo. Huye…

—Qué disparate. —Jericho apartó la vista de la carretera para mirar a Hester—. Yo nunca la habría traicionado.

—Eso lo dice usted. Pero ¿lo sabe ella?

¿Lo sabía ella? No, comprendió Jericho, atento de nuevo al volante, no, ella no lo sabía. Efectivamente, si recordaba el modo en que él había reaccionado la noche en que ella encontró el cheque, Claire tenía buenos motivos para suponer que era un fanático de la seguridad, conclusión bastante irónica habida cuenta de que Jericho tenía ahora en el bolsillo interior once criptogramas robados.

Un autobús con dos décadas encima y una escala exterior hasta su cubierta superior, que parecía sacado de un museo del transporte, se arrimó a la cuneta para dejar que lo adelantaran. Los colegiales que viajaban en él los saludaron agitando los brazos.

—¿Quiénes eran sus amigos? ¿Con quién salía además de conmigo?

—Mejor que no lo sepa. Créame. —Hubo cierto placer en el modo en que Hester le lanzó las mismas palabras que él había usado en la iglesia. Jericho no podía culparla por eso.

—Vamos, Hester. —Cogió con fuerza el volante y miró por el espejo retrovisor. El autobús iba quedando atrás. Otro coche quería adelantarlo—. Por mí no deje de decirlo. Vamos a ponerlo más fácil. Limítese a gente del Park.

Bueno, de hecho más que nombres concretos eran impresiones. Claire nunca decía nombres.

—Pues cuénteme sus impresiones —dijo Jericho.

Y Hester lo hizo.

El primero con que ella había topado era joven, pelirrojo, bien afeitado. Una mañana a primeros de noviembre había tropezado con él en la escalera, por la que bajaba con los zapatos en la mano.

Pelirrojo, bien afeitado, pensó Jericho. No le sonaba.

Una semana después había pasado en bicicleta junto a un coronel que esperaba en el camino vecinal en un coche del estado mayor con las luces apagadas. Y luego hubo un aviador que se llamaba Ivo no sé qué, con un vocabulario profundo en palabras como «bombardeos», «cacharros» y «exhibiciones», al que Claire solía imitar con cariño. ¿Era de Cabaña 6 o de Cabaña 3? Ella estaba segura que de esta última. También un diputado, un tal Evelyn, de dos apellidos —«absolutamente esputado, querida»— a quien Claire había conocido en Londres durante el comienzo de los bombardeos y que ahora trabajaba en la mansión. Hubo también un hombre mayor que en opinión de Hester tenía algo que ver con la Royal Navy. Y un americano, de la marina, seguro.

—Podría ser Kramer —dijo Jericho.

—¿Lo conoce?

—Es el que me prestó el coche. ¿Cuánto hace de esto?

—Cosa de un mes. Pero tengo la sensación de que sólo eran amigos. Nada especial, una manera de conseguir cajetillas de Camel y medias de nailon.

—Y antes de Kramer, yo.

—Ella nunca habló de usted.

—Eso me halaga.

—Considerando el modo en que solía hablar de los otros, hace bien en sentirse halagado.

—¿Alguno más?

Hester dudó.

—Puede que hubiera alguien durante el último mes —dijo por fin—. Ella pasaba mucho tiempo fuera. Y luego, hará unas dos semanas, un día que tenía migraña volví temprano a casa y creí oír una voz de hombre en su habitación. Pero si así era, dejaron de hablar tan pronto oyeron mis pasos en la escalera.

—Según mis cuentas, ocho en total. Incluyéndome a mí. Y dejando fuera a los que usted pueda haber olvidado o de los que no haya tenido noticia.

—Perdone, Tom.

—No se preocupe. —Jericho consiguió componer una parodia de sonrisa—. De hecho son bastantes menos de lo que yo pensaba. —Estaba mintiendo, claro, y le pareció que Hester lo sabía—. ¿Por qué será, digo yo, que no la odio por ello?

—Porque Claire es así —dijo Hester con inesperada ferocidad—. Nunca lo llevó con demasiado secreto, ¿verdad? Y si uno la odia por lo que es, entonces es que no ha llegado a quererla mucho, ¿no le parece? —Su cuello se había puesto de un rosa vivo—. Si uno sólo busca un reflejo de sí mismo, bien, para eso están los espejos, la verdad. —Se apoyó en el respaldo, aparentemente tan sorprendida de su discurso como lo estaba él.

Jericho miró otra vez por el espejo retrovisor. Solamente un coche, el mismo de antes. ¿Cuánto hacía que se había fijado en él? ¿Diez minutos, quizá? Pero ahora que lo pensaba, debía de llevarlo a la zaga desde hacía bastante más, desde antes de adelantar al autobús de la escuela. Iba como un centenar de metros más atrás. Era un coche grande, bajo y oscuro con la panza pegada al suelo, como una cucaracha. Pisó a fondo el acelerador y se alegró de comprobar que la distancia entre ellos aumentaba, hasta que finalmente la carretera empezó a descender y el coche desapareció.

Al cabo de un minuto volvía a tenerlo detrás, exactamente a la misma distancia.

La angosta carretera corría entre altos setos oscuros cubiertos de brotes. Más allá, como vistos a través de una linterna mágica, Jericho entrevió sembrados diminutos, un granero en ruinas, un desnudo olmo negro, petrificado por un rayo. Llegaron a un trecho bastante largo de carretera llana.

No había sol. Calculó que debía de quedar una media hora de luz diurna.

—¿Cuánto falta para Bletchley?

—Ahora viene Stony Stratford, y después unos nueve kilómetros. ¿Por qué?

Volvió a mirar por el espejo retrovisor y había acabado de decir. «Me temo que…» cuando de pronto oyeron que una sirena comenzaba a sonar a sus espaldas. El coche grande se había cansado de ir detrás y estaba ordenándoles con los faros que se arrimaran al arcén.

Hasta aquel momento los encuentros de Jericho con la policía habían sido muy escasos, breves e invariablemente marcados por esas exageradas demostraciones de respeto mutuo habituales entre los guardianes de la ley y los miembros de la clase media. Pero esa vez comprendió que iba a ser diferente. Un viaje no autorizado entre lugares secretos, sin documentación que lo acreditara como propietario del vehículo, sin cupones de gasolina, en una hora en que el país estaba siendo registrado en busca de una mujer desaparecida, ¿qué iba a suponer para los dos? Una excursión a la comisaría más cercana, eso seguro. Muchas preguntas. Una llamada telefónica a Bletchley. Un registro personal.

Era mejor no pensar en ello.

Y entonces, para su sorpresa, Jericho se puso a medir la carretera que tenía delante, como un atleta antes de iniciar un salto de longitud. A lo lejos, los tejados rojos y la aguja gris de la iglesia de Stony Stratford habían empezado a asomar entre los árboles.

Hester se agarró a los bordes de su asiento. Él pisó con todas sus fuerzas el acelerador.

El Austin empezó a ganar lentamente velocidad, como en una pesadilla, y el coche de policía, reaccionando al reto, inició la persecución. El velocímetro alcanzó los sesenta, luego los setenta y cinco, los ochenta, hasta superar ligeramente los noventa kilómetros por hora. La campiña parecía correr directamente hacia ellos para esquivarlos en el último segundo escurriéndose por los pelos a los lados del coche. Vieron ante ellos una carretera principal. Tenían que parar. Y si Jericho hubiera sido un conductor experimentado eso es lo que habría hecho, con policía detrás o sin ella. Pero vaciló hasta que no pudo hacer otra cosa que frenar, reducir a segunda y hacer girar el volante hacia la izquierda. El motor chilló. Tomaron la curva sobre dos ruedas, Hester y él lanzados hacia el costado por la fuerza centrípeta. La sirena de la policía quedó ahogada por el rugido de un motor y, de pronto, la parrilla del radiador de un camión cisterna llenó todo el espejo retrovisor. Notaron el contacto de su parachoques. El camión lanzó un rabioso bocinazo que pareció impulsarlos hacia adelante. Salieron despedidos en dirección al puente sobre el canal Grand Union, un cisne volvió perezosamente la cabeza para mirarlos, y al cabo de unos minutos estaban zigzagueando por la ciudad —derecha, izquierda, derecha, a sacudidas sobre las calles adoquinadas, con el volante en plena tremolera— cualquier cosa con tal de librarse de aquella horrible vía romana. Las casas retrocedieron bruscamente; estaban de nuevo en campo abierto, corriendo paralelos al canal. Un agotado caballo de tiro tiraba de una barcaza. El barquero, tumbado junto a la caña del timón, los saludó quitándose el sombrero.

—A la izquierda —dijo Hester, y se desviaron por un camino vecinal que no era mucho mejor que la pista del bosque, apenas dos tiras de carretera asfaltada y llena de baches que se extendían al frente como huellas de neumático, separadas por un montículo de hierba que iba arañando los fondos del coche. Hester se volvió en su asiento y se arrodilló a fin de mirar si había señales del coche de policía, pero el campo se había cerrado tras ellos como una jungla. Jericho condujo despacio durante tres kilómetros. Cruzaron un villorrio. Un kilómetro más allá de éste habían excavado un espacio para permitir que los coches —o, más bien, los carros— se adelantaran. Jericho condujo el Austin hasta allí y apagó el motor.

No tenían mucho tiempo.

Jericho vigiló la carretera mientras Hester se cambiaba en el asiento trasero. Según el mapa se encontraban a sólo unos mil quinientos metros al oeste de Shenley Brook End, y ella insistió en que podría llegar a pie hasta la casa a campo traviesa antes de que anocheciese. Jericho estaba maravillado de su coraje. Para él todo había tomado un aspecto siniestro tras el encuentro con la policía: los árboles que el viento hacía gesticular, los trechos de densa sombra que empezaban a acumularse en los linderos, los grajos que habían salido, graznando, de sus nidos y que ahora los sobrevolaban a distancia.

—¿No podríamos descifrarlos nosotros? —había preguntado Hester después de aparcar. Él había sacado los criptogramas del bolsillo para decidir qué hacer con ellos—. Vamos, Tom. No podemos quemarlos. Si ella pensaba que podía leerlos, ¿por qué nosotros no?

«Tengo centenares de razones, Hester», pensó Jericho. Pero le bastaba con tres. Primero, necesitarían los ajustes de Buitre que se utilizaron los días en que las señales habían sido enviadas.

—Puedo tratar de conseguirlos —dijo ella—. Deben de estar en Cabaña 6.

Sí, muy bien, tal vez. Pero incluso así necesitarían emplear varias horas en una Type-X, pero no una de las Type-X de Cabaña 8, porque las máquinas Enigma navales estaban cableadas de manera distinta de las del ejército.

Hester no respondió nada a esto.

Y en tercer lugar, tendrían que buscar un sitio donde esconder los criptogramas, pues si los pillaban con aquello encima los procesarían a puerta cerrada en Old Baily.

Tampoco hubo respuesta.

A unos treinta pasos de distancia Jericho captó un movimiento entre los arbustos. De la maleza apareció un zorro, que se dirigió hocicando hacia el camino. En eso estaba cuando se detuvo y miró directamente a Jericho. Absolutamente inmóvil, el zorro olfateó el aire y luego se escabulló rápidamente en el seto vivo que había al otro lado. Jericho dejó de contener la respiración.

Y sin embargo, sin embargo… Incluso mientras enumeraba todas las objeciones obvias, sabía que Hester tenía razón. No podían destruir los criptogramas

así como así, después de todo lo que habían pasado para conseguirlos. Y una vez concedido esto, la única razón lógica para conservarlos era hacer lo posible por descifrarlos. Hester tendría que robar los ajustes mientras él buscaba un modo de acceder a una máquina Type-X. Pero era peligroso, y rezó para que Hester se diera cuenta. Claire era la última persona que uno hubiese creído capaz de robar los criptogramas, y no había forma de saber qué le había ocurrido. Y en alguna parte —tal vez buscándolos en ese mismo momento— había un hombre que dejaba grandes pisadas en la escarcha; un hombre aparentemente armado con una pistola; un hombre que sabía que Jericho había estado en la casa de Claire y se había llevado las señales.

«No soy ningún héroe», pensó. Estaba medio muerto de miedo.

Al abrirse la puerta del coche, Hester salió vestida otra vez con pantalón, jersey, chaqueta y botas. Él le cogió el maletín y volvió a meterlo en el maletero del Austin.

—¿Está segura de que no quiere que la lleve en coche?

—Ya hemos hablado de esto. Es más seguro si nos separamos.

—Entonces, tenga cuidado, por favor.

—Es mejor que se preocupe por usted. —El crepúsculo estaba próximo y el aire era húmedo y frío. La cara de Hester empezó a sonrojarse—. Hasta mañana —dijo. Hester saltó la valla con facilidad y se adentró en el campo.

Jericho pensó que tal vez se volvería para saludar, pero no fue así. Permaneció mirándola un par de minutos, hasta ver que ella había llegado sin novedad al otro extremo. Hester buscó una brecha en el seto y luego se esfumó como antes el zorro.

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