Enigma

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V. Criba » Capítulo 5

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El camino dejaba atrás las grandes antenas de radio de la emisora de Bletchley Park en Whaddon Hall para descender luego hacia Buckingham Road. Jericho miró a los lados con cautela.

Según el mapa, sólo cinco carreteras —incluyendo aquélla— enlazaban Bletchley con el mundo exterior, y si la policía seguía vigilando el tráfico lo más seguro era que lo obligasen a detenerse. El Austin resultaba tan sospechoso como si hubiese llevado una banderita con la esvástica. La carrocería estaba salpicada de barro hasta la altura de las ventanas. Los ejes semejaban trenzas de hierba. El parachoques trasero había quedado abollado como consecuencia del golpe que le había dado el camión cisterna. Y en los últimos kilómetros, el motor había adquirido una especie de estertor apremiante. Jericho empezó a preguntarse qué diablos iba a decirle a Kramer.

La carretera estaba tranquila en ambas direcciones. Pasó por delante de un par de casas de labranza y cinco minutos después llegaba a las afueras de Bletchley. Pasó junto a las casas residenciales con sus fachadas de enguijarrado blanco y sus falsas vigas Tudor, y ascendió por la colina en dirección a Bletchley Park. Dobló en Wilton Avenue e inmediatamente pisó el freno. Al fondo de la calle, al lado del puesto de guardia, había un coche de policía. Un agente con gorra y abrigo estaba hablando con el centinela; parecía muy serio.

Una vez más, Jericho tuvo que emplear ambas manos para poner el cambio de marcha atrás. Luego retrocedió lentamente hacia Church Green Road.

Había superado el límite del pánico y ahora estaba en algún lugar tranquilo dentro del huracán. «Actúe con absoluta normalidad —le había aconsejado a Hester al decidir que iban a conservar los criptogramas—. No entra de servicio hasta mañana por la tarde a las cuatro. Estupendo, pues no llegue ni un minuto antes». El mismo mandato podía aplicárselo a él. Normalidad. Rutina. ¿No lo esperaban en Cabaña 8 para el ataque nocturno a Tiburón? Pues allí estaría.

Siguió colina arriba y aparcó el Austin en una calle de casas particulares a unos trescientos metros de la iglesia de Saint Mary. ¿Dónde podía esconder los criptogramas? ¿En el Austin? Demasiado arriesgado. ¿En Albion Street? Seguro que registrarían allí. Por un proceso de eliminación llegó a la respuesta. ¿Qué mejor escondite para un árbol que el propio bosque? ¿Qué mejor escondite para un criptograma que en un centro donde se procedía a descifrarlos? La respuesta era obvia: el Park.

Pasó el fajo de papeles de su bolsillo interior al escondite que había fabricado en el forro y cerró el coche con llave. Entonces se acordó del mapa de Atwood y volvió a abrir la puerta. Al inclinarse para recuperar el libro miró casualmente la calle. En la casa de enfrente había una mujer en el portal, bañada en luz amarilla, llamando a sus hijos a cenar. Pasaron un chico y una chica, cogidos del brazo. Pasó un perro por la cuneta, se detuvo y levantó la pata junto a la rueda delantera del Austin. Una calle corriente de la Inglaterra provinciana a la hora del crepúsculo. «Por esto estamos luchando». Cerró suavemente la puerta y con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos echó a andar a paso vivo hacia el Park.

Hester Wallace tenía a gala que, cuando de caminar se trataba, poseía tanto vigor como cualquier hombre. Pero lo que en el mapa le había parecido menos de dos kilómetros en línea recta y sin complicaciones, se había convertido en una caminata penosa a través de prados diminutos limitados por setos enmarañados y zanjas tan anchas como fosos llenas de agua marrón, de modo que para cuando llegó al camino vecinal casi había anochecido.

Creyó que quizá se hubiese extraviado, pero al cabo de un par de minutos la estrecha carretera empezó a resultarle familiar —dos olmos que crecían demasiado juntos, como si compartieran las raíces; una mohosa escalera para pasar una cerca— y al cabo de un rato percibió el humo que despedían las chimeneas del pueblo. Estaban quemando leña verde y el humo era acre y blanco.

Siguió atenta a la presencia de policías, pero no vio ninguno en el sembrado que se extendía delante de la casa, ni en la casa misma, que había quedado cerrada sin echar la llave. Hester atrancó la puerta al entrar, permaneció al pie de las escaleras y llamó en voz alta.

Silencio.

Subió lentamente por la escalera.

La habitación de Claire era un caos. La palabra que le vino a la mente fue «profanada». La personalidad que en otro tiempo había reflejado aparecía ahora desbaratada, destruida. Sus ropas habían sido esparcidas por todas partes, las sábanas arrancadas de la cama, las joyas desperdigadas, los frascos de cosméticos abiertos y derramados por torpes manos varoniles. Al principio pensó que había talco por todas partes, pero aquel fino polvo blanco no olía a nada, y comprendió que debían de ser polvos para tomar huellas dactilares.

Hizo un intento de poner orden, pero enseguida abandonó y fue a sentarse en el borde del colchón con la cabeza entre las manos, hasta que una oleada de asco la obligó a ponerse en pie de un salto. Se sonó la nariz con rabia y regresó a la planta baja.

Encendió fuego en la sala de estar y puso un hervidor lleno de agua en el hogar. En la cocina consiguió, no sin dificultad, avivar las pálidas cenizas del hornillo, luego amontonó un poco de carbón y puso una cacerola a hervir. Entró la tina que había fuera de la casa y cerró con llave la puerta de atrás.

Quería sofocar sus temores a fuerza de actos rutinarios. Darse un buen baño. Comer lo que quedaba de la tarta de zanahoria. Acostarse temprano y confiar en dormirse.

Porque el día siguiente amenazaba con ser terrible. Cabaña 8 parecía el concurrido camerino de un teatro en una noche de estreno.

Jericho fue a ocupar su sitio de costumbre al lado de la ventana. A su izquierda, Atwood, que ojeaba un libro de griego en edición de Dilly Knox. Delante de él, Pinker, vestido como para ir al Covent Garden, aunque las mangas de su chaqueta de terciopelo negro eran un poco largas, de modo que sus dedos regordetes sobresalían de ellas como garras de topo. Kingcome y Proudfoot jugaban con un ajedrez de bolsillo. Baxter estaba enfrascado liando unos pitillos larguiruchos con un pequeño artilugio de hojalata que no iba demasiado bien. Puck tenía los pies sobre el escritorio. Como música de fondo, el traqueteo esporádico de las Type-X. Jericho saludó a los presentes con una inclinación de la cabeza, devolvió el mapa a Atwood. —«Gracias, muchacho. El viaje, ¿bien?»— y colocó el abrigo sobre el respaldo de su silla. Había llegado en el momento justo.

—¡Caballeros! —Logie apareció en el umbral y dio dos palmadas de atención antes de dejar paso a Skynner y entrar ambos en la habitación.

Todos se pusieron de pie con un nudo de sillas. Varias cabezas asomaron por la puerta de la sala de desciframiento y el ruido de las Type-X cesó de golpe.

Skynner indicó por gestos a todo el mundo que volvieran a sentarse. Jericho descubrió que si metía el pie bajo la silla podía descansar el tobillo en los criptogramas robados.

—Tranquilos. Sólo he pasado para desearos suerte. —Skynner cubría su corpachón con un traje cruzado rayas de los de antes de la guerra, semejante al de los gangsters de Chicago—. Estoy seguro de que todo vosotros sois conscientes, igual que yo, de lo que está en juego.

—Entonces, calla —susurró Atwood.

Pero Skynner no lo oyó. Estaba en su salsa. Plantado con los pies bien abiertos y las manos cerradas a la espalda, era Nelson antes de Trafalgar. Era Churchill en pleno bombardeo de Londres.

—No creo exagerar si digo que esta podría ser una de las noches más decisivas de la guerra. —Los escrutó uno a uno; al llegar a Jericho pasó de largo no sin un pestañeo de aversión—. Una gran batalla naval probablemente una de las más importantes de la guerra, está a punto de empezar. ¿Teniente Cave?

—De acuerdo con el almirantazgo —dijo Cave— a las diecinueve cero cero de esta tarde los convoyes HX-229 y SC-122 han sido advertidos de su entada en la presunta zona operacional de los U-boote.

—De modo que la cosa está en marcha —intervino Skynner—. «De esa ortiga, el peligro, tal vez arrancaremos esta flor, la seguridad». —Hizo un brusco ademán con la cabeza—. Bien, manos a la obra.

—¿Dónde he oído yo eso? —dijo Baxter.

Enrique IV, primera parte —respondió Atwood con un bostezo—. Chamberlain lo citó cuando fue a entrevistarse con Hitler.

Al marcharse Skynner, Logie recorrió la sala repartiendo copias de la entrada sobre contacto de convoy en la tabla de señales abreviadas. A Jericho, como signo de reconocimiento, le entregó el precioso original.

—Caballeros, lo que necesitamos son informes de contacto, tantos como sea posible entre las doce de esta noche y la medianoche de mañana. Dicho en otras palabras, la máxima cantidad de cribas que cubra los ajustes de Enigma para un día.

Tan pronto como sonara una señal E-barra, el oficial de servicio de la estación receptora les telefonearía para alertarlos. Tan pronto como llegase el informe de contacto por teletipo, recibirían las copias correspondientes. No menos de nueve bombas —así se lo había garantizado a Logie el propio controlador de bombas en Cabaña 6— serían puestas a su disposición en cuanto tuviesen un menú que repartir.

Mientras Logie finalizaba su discurso, fueron colocadas las contraventanas de defensa antiaérea, y la cabaña quedó cerrada hasta la mañana siguiente.

—Y bien, Tom —dijo Puck muy afablemente—. ¿Cuántos informes de contacto crees que harán falta para que tu plan surta efecto?

Jericho estaba hojeando la tabla de señales.

—Ayer traté de averiguarlo —dijo, alzando la vista—. Yo diría que unos treinta.

—¿Treinta? —repitió Pinker, un tanto horrorizado—. Pero esto si… significa una ma… ma… ma…

—¿Masacre? —Sí. Una masacre.

—¿Cuántos submarinos harían falta para producir treinta señales? —preguntó Puck.

—No lo sé —respondió Jericho—. Eso depende del tiempo transcurrido entre la observación inicial y el inicio del ataque. Ocho o nueve.

—Nueve —murmuró Kingcome—. ¡Vaya! Mueves tú, Jack.

—Entonces ¿quiere alguien decirme por favor qué se supone que debo esperar? —preguntó Puck—. ¿Debo confiar en que esos submarinos localicen al convoy o no?

—No —dijo Pinker, buscando apoyo en los demás—. Es evidente. Lo que que… que… queremos es que los co… co… convoyes eviten a los U-boote. De eso se trata.

Kingcome y Proudfoot asintieron, pero Baxter negó violentamente con la cabeza. Su cigarrillo se desintegró, cubriendo de hebras de tabaco la pechera de su jersey.

—Mierda —dijo.

—¿Tú sa… sa… sacrificarías en serio un co… co… convoy? —preguntó Pinker.

—Claro. —Baxter recogió cuidadosamente el tabaco suelto—. Es un mal menor. ¿Cuántos hombres ha tenido que sacrificar Stalin hasta ahora? ¿Cinco millones? ¿Diez? La razón de que sigamos en guerra no es otra que la factura de la carnicería en el frente oriental. ¿Qué es un convoy, comparado con eso, si podemos recuperar Tiburón?

—¿Tú qué opinas, Tom?

—No tengo respuesta. Soy matemático, no especialista en ética.

—Qué típico —masculló Baxter con expresión de asco.

—No, no. En términos de lógica moral, la de Tom es la única respuesta coherente —dijo Atwood. Había dejado a un lado su griego. Le encantaba hablar de esa clase de cosas—. Pensemos. Un loco coge a tus dos hijos a punta de navaja y te dice: «Uno ha de morir. Elige». ¿A quién diriges tu anatema? ¿A ti mismo por tener que tomar una decisión? No. Seguro que al loco.

Jericho, mirando a Puck, dijo:

—Pero esa analogía no da una respuesta al problema que plantea Puck sobre lo que uno debería esperar.

—Pues yo argumentaría que es justamente a eso a lo que responde, en el sentido de que rechaza la premisa de su pregunta: la presunción de que es a nosotros a quienes incumbe hacer una elección ética Quod erat demonstrandum.

—Nadie hila más fi… fino que Fra… Fra… Frank —dijo Pinker con tono admirativo.

—«La presunción de que es a nosotros a quien incumbe hacer una elección ética» —repitió Puck. Dedicó una sonrisa a Jericho—. Suena muy Cambridge. Disculpad. Creo que haré una visita al excusado.

Puck fue hacia la parte trasera de la cabaña. Kingcome y Proudfoot volvieron a su partida de ajedrez. Atwood cogió su libro de griego. Baxter siguió peleándose con su máquina de liar cigarrillos. Pinker entornó los ojos. Jericho siguió hojeando la tabla de señales y pensó en Claire.

Llegó la medianoche sin noticias del Atlántico Norte, y la tensión que se había formado a lo largo de la tarde empezó a menguar.

La oferta de las dos de la madrugada por parte de los cocineros de la cantina fue suficiente para hacer palidecer incluso a Mrs. Armstrong —patatas hervidas en salsa de queso con barracuda, seguido de un budín que consistía en dos rebanadas de pan unidas con mermelada y rebozadas en aceite— y hacia las cuatro las consecuencias digestivas de la comida, sumadas a la difusa luz de Cabaña 8 y los gases de la estufa de parafina, cubrieron con un manto de sopor a los criptoanalistas navales.

Atwood fue el primero en sucumbir. Con la boca abierta y la placa superior de su dentadura postiza suelta, emitía un curioso ruido metálico al respirar. Pinker arrugó con asco la nariz y fue a hacerse un nido en un rincón. Al cabo de unos minutos también Puck se quedó dormido, con el cuerpo inclinado sobre la mesa y la mejilla izquierda apoyada en los antebrazos. El propio Jericho, pese a su determinación de montar guardia, advirtió que se deslizaba lentamente hasta el borde de la inconsciencia. Logró sacudir la cabeza un par de veces, consciente de que Baxter estaba mirándolo, pero por fin no pudo resistirse más y cayó en un sueño turbulento de hombres que se ahogaban y cuyos gritos sonaron en sus oídos como el viento en la plantación de antenas de Beaumanor.

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