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Los tesoros escondidos de los templarios

Non nobis, Domine, non nobis, sed nomine tuo da gloriam («nada para nosotros, Señor, nada para nosotros, sino para la gloria de tu nombre») era el lema de los caballeros templarios, que no siempre llevaron hasta sus últimas consecuencias.

Las riquezas de los templarios tentaron la codicia del rey de Francia, Felipe el Hermoso, y la del papa Clemente V El Temple de París se había convertido casi en el centro monetario internacional. Todo esto generó envidias, especulaciones y leyendas en torno a esta orden, sobre todo respecto al escondite de un fabuloso tesoro una vez que la orden se disolvió en 1307, cuya búsqueda no se ha interrumpido todavía. Poco antes de las detenciones, el gran maestre Jacques de Molay hizo quemar muchos libros y reglas de la orden. Hay datos que aseguran que un grupo de caballeros protagonizó una fuga organizada en la que pudieron llevarse el tesoro, sacado en secreto de la preceptoría de París, de noche, antes de las detenciones del 13 de octubre. Fue transportado hasta la costa (posiblemente, como ya se ha dicho, hasta La Rochelle, base naval de la orden) y cargado en dieciocho galeras.

Incluso no se habla de un tesoro, sino de varios que pudieron llegar a custodiar. ¿De qué índole? Posiblemente de todas: un tesoro consistente en documentos, otro económico y otro de reliquias, las más codiciadas de la cristiandad. Y a partir de aquí se ha dicho de todo: que si estuvieron en América explotando minas de plata doscientos años antes del descubrimiento oficial; que conservaron durante un siglo la Sábana Santa; que si fueron los primeros banqueros de la historia; que si instituyeron el culto a las vírgenes negras; que si dejaron sus secretos cifrados en el arte de la arquitectura; que si encontraron las Tablas de la Ley, el Arca de la Alianza, el Santo Grial y la Mesa de Salomón… tantos y tantos misterios se ciernen a su alrededor que esto les confiere, a pesar del tiempo transcurrido, una aureola de magia y poder.

Parece que el objetivo primordial de los nueve primeros caballeros de la orden de los Caballeros del Templo, cuando se asientan en 1118 en las caballerizas del antiguo templo de Salomón, era la búsqueda de algo de capital importancia.

Investigadores como Louis Charpentier creen que al cabo de nueve años de búsqueda, Hugo de Payens y sus ocho caballeros encontraron en Jerusalén el Arca junto a otras piezas de gran valor que llevaron a Francia, a la región del Languedoc, el último bastión de los cátaros antes de su exterminio por las tropas del rey Luis IX en 1243. Años después, tras la extinción de la orden del Temple, una cúpula dirigente y clandestina se debió de instalar al otro lado de los Pirineos, en determinadas fortalezas templarías de los reinos de Aragón y de León.

Desde tiempos inmemoriales, el Arca ha sido buscada en los subterráneos del antiguo templo de Salomón en Jerusalén (de donde se cree que nunca salió), en Axum, al norte de Etiopía, en alguna cámara secreta de las pirámides de Egipto y en la capilla de Rosslyn en Escocia, pero nadie ha puesto sus miras en un lugar que estaría mucho más cerca de nosotros: el castillo de Ponferrada.

Para muchos, el tan cacareado tesoro templario debió de ser la posesión del Arca de la Alianza durante un cierto tiempo, Arca que, además de contener las Tablas de la Ley, la vara de Aarón y el maná, podría ser un artefacto de un alto valor tecnológico cuya existencia no podía ser revelada a nadie por la peligrosidad que confería su uso y hasta su mera posesión.

El tesoro templario podría estar relacionado con sus viajes transoceánicos, lo que explicaría otro de sus enigmas: el origen de sus inmensas riquezas que luego sirvieron para financiar templos religiosos que preservaron para la eternidad…

¿Y dónde podríamos encontrar esas claves? La capilla escocesa de Rosslyn tiene todas las papeletas. La historia nos dice que el tercer conde Saint Clair construyó en Rosslyn una capilla octogonal, de inspiración templaría y repleta de simbolismo esotérico, que es considerada por masones de todo el mundo como su lugar sagrado y en la que se dice enterraron los templarios sus tesoros, incluido el Santo Grial. En ella hay esculpidas mazorcas de maíz y otras plantas americanas.

Esta es una de las muchas evidencias que sustentan la autenticidad de una posible expedición realizada a América en 1398 por el noble Henry Saint Clair, con la ayuda de los hermanos Zeno, avezados navegantes venecianos. Su intención manifiesta era fundar una nueva Jerusalén en aquel continente.

¿Consiguieron los templarios cruzar el Atlántico? En caso afirmativo podríamos especular con la idea de que escondieran allí sus riquezas tanto materiales como simbólicas. Uno de los indicios más fascinantes de la incursión templaría en tierras americanas nace de una leyenda familiar en Escocia de la que tenemos numerosos datos gracias a la obra de uno de sus descendientes, Andrew Sinclair, titulada La espada y el grial (1992). Nos dice que el príncipe Henry Saint Clair partió en 1398 con trescientos colonos y doce embarcaciones. Su travesía condujo a la expedición hasta la costa nordeste de los Estados Unidos, que desembarcó en Nueva Escocia y dejó sus huellas en la costa de Massachusetts. Allí pasaron la primavera de 1399 para, después, regresar algunos de ellos a su lugar de origen. En una losa de la capilla de Rosslyn, construida en 1446 por un nieto de Henry, los miembros del clan Sinclair descubrieron la vinculación de sus antepasados con los templarios y comprobaron cómo, tras la disolución de la orden, un grupo de caballeros se refugió en las propiedades escocesas de los Sinclair, llevando consigo parte de sus documentos y riquezas. La familia Sinclair gastó, desde entonces, gran cantidad de dinero y riquezas que, al parecer, procedían de América. Éste fue su gran secreto. Un secreto que ha quedado reflejado en un antiquísimo sello, datado en 1214, en el que puede leerse Secretum Templi al tiempo que muestra a ¿un indio con plumas?

Y no es el único. En el corazón de Francia, concretamente en el tímpano de la catedral de Vézelay, en Borgoña, fechado alrededor de II50, se halla representado otro indio con grandes orejas. O la presencia de indígenas adornados con plumas en los famosos graffitis de la catedral de Gisors.

Andrew Sinclair aporta pruebas sobre la existencia de asentamientos precolombinos en América del Norte casi un siglo antes que Colón gracias al príncipe escocés Henry de Saint Clair. Una posibilidad que entronca con las investigaciones llevadas a cabo por Jacques de Mahieu, según el cual la flota templaría habría arribado a México en 1307 huyendo de la persecución inquisitorial, a través de una ruta que los propios templarios ya habrían marcado desde mucho tiempo antes, entre los años 1272 y 1294. Y el citado Charpentier cree que esas minas de plata estarían ubicadas en el Yucatán. Ahora bien, las islas Canarias podrían servirles de escala, vía América, y además como refugio y escondite del tesoro, ya que eran lugares seguros al no estar todavía conquistados (se tardaría siglo y medio). De esta forma, el santuario de Nuestra Señora de la Candelaria contendría las claves de los tesoros, materiales y espirituales, que habrían sido puestos a salvo antes de la abolición de la orden. Esta tesis la mantienen investigadores españoles como Rafael Alarcón, Emiliano Bethencourt, Félix Rojas o José Antonio Hurtado, así como el noruego Thor Heyerdahl, quien afirmó en su día que Colón ya había viajado a América, varios años antes de su descubrimiento oficial, formando parte de una expedición danesa.

Pero para evaluar la auténtica dimensión del tesoro templario quizá los pasos haya que dirigirlos a un «espantoso ídolo», según las acusaciones de las actas inquisitoriales, que hacían llamar Bafomet. Lo del Bafomet tiene su intríngulis y su motivo. Estaba considerada una figura emblemática del esoterismo templario, al que también se ha llamado cabeza barbuda y «cabeza mágica». En las confesiones que se arrancaron con torturas a los templarios decían que veneraban a una especie de demonio postrándose ante una cabeza barbuda de varón que les hablaba y les investía de poderes ocultos. Al parecer, era un busto de anciano pintado totalmente de negro y alguna vez provisto de cuernos. Escritos alquímicos árabes hablan de una «cabeza de oro» sin entrar en más detalles.

Es de señalar que los templarios, adoradores de estas cabezas-bafomets, honraban la memoria de Gerberto, y que en sus estatutos incluyeron una extemporánea alusión a la «Iglesia del verdadero Cristo en tiempos del papa Silvestre». ¿No podría tratarse de cabezas mecánicas? Autómatas parecidos los tenían, según las leyendas, san Alberto Magno, Roger Bacon y el papa Silvestre. ¿Toda una tecnología que destruyeron? No lo sabemos, pero no hay duda de que muchos de sus tesoros ocultos tuvieron que ver con estos bafomets de los que tanto se ha dicho y de los que prácticamente nada sabemos.

Muchos han querido despachar el asunto de los tesoros templarios de un plumazo, como hizo Joseph de Maistre: «El fanatismo los creó, la avaricia los destruyó. Eso fue todo». Otros pensamos que el misterio sigue más vivo que nunca.

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