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Juicio contra Galileo Galilei

Nuestra historia comienza el 24 de mayo de 1543, cuando el astrónomo polaco Nicolás Copérnico publica su libro La revolución de los cuerpos celestes; casi sin pretenderlo, había dado un inmenso salto cualitativo sobre la concepción de los mecanismos que movían el universo. Por desgracia, este adelantado falleció al poco de ver impresa su obra, con lo que se perdió el terremoto científico en el que desembocó su hipótesis heliocentrista. Según Copérnico, la Tierra no era, como se creía, el núcleo estático del firmamento, sino que la actividad dinámica del Sol, los planetas y las estrellas se podía explicar admitiendo el doble movimiento de la Tierra, es decir, la rotación diaria sobre su eje y la traslación anual alrededor del Sol. Con este pensamiento se desmontaban las viejas teorías del astrónomo Claudio Ptolomeo, quien, en el siglo II d. C., estableció que la Tierra era el centro de referencia universal y que todo giraba, incluido el Sol, en torno a nuestro planeta —algo muy parecido a lo planteado por el griego Aristóteles, algunos siglos antes—. Esta última hipótesis era la oficialmente admitida por la Iglesia católica, por lo que no es de extrañar que los defensores de Copérnico, en su casi totalidad protestantes, fueran considerados herejes de la ciencia impuesta y admitida. No obstante, el que pasó a la historia como inquebrantable defensor de las teorías copernicanas fue Galileo Galilei, un italiano nacido en 1564 con la vocación de ser físico y astrónomo en sus vertientes más heterodoxas, lo que le acarreó constantes enfrentamientos con la Iglesia. Ya desde la aparición en 1610 de su libro El mensajero sideral, donde se apuntaban las virtudes copernicanas, el Vaticano intentó desacreditarle como astrónomo, llegando a formular contra él una acusación de hereje en 1615. Un año más tarde sus investigaciones eran ampliamente criticadas desde los púlpitos eclesiales, a lo que él contestó con una extensa carta en la que solicitaba que la Biblia se acomodara a los descubrimientos científicos de la modernidad. Esto supuso un nuevo escándalo y la reprobación más encendida desde las clases católicas dirigentes. El proceso culminó con una seria advertencia hacia Galileo en la que le conminaban a no seguir difundiendo las erróneas teorías de su maestro polaco. Ante esto el físico pareció callar convencido de la inutilidad que suponía seguir combatiendo, prácticamente en solitario, frente al muro de la incomprensión oficial. Pero él había visto con su telescopio primigenio las manchas del Sol, las montañas de la Luna, cuatro satélites de Júpiter y las fases crecientes y menguantes de Venus, y todos estos descubrimientos asombrosos lo convirtieron en un testigo privilegiado de lo intuido por Copérnico. ¿Quién podría ocultar semejantes hallazgos? Con lo que volvió a importunar en 1623, cuando publicó El ensayador, una obra muy aplaudida por toda Europa en la que revelaba buena parte de sus ideas con respecto a las matemáticas como genuino lenguaje de la naturaleza y, de paso, aprovechó para cargar las tintas sobre Horacio Grassi, un influyente jesuita considerado su peor enemigo. Nueve años más tarde, el religioso de la Compañía cobraría venganza alentando a los tribunales que juzgaban a Galilei por su Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo. En realidad, el papa Urbano VIII había dado permiso para la publicación de la obra confiado por las explicaciones de Galileo, quien se comprometió a no seguir encendiendo la hoguera de la controversia en este asunto tan delicado para Roma y para su milicia intelectual, encarnada por entonces en la Compañía de Jesús. Sin embargo, nuestro personaje, muy comprometido con la verdad, no quiso eludir su responsabilidad científica y utilizó el texto a conciencia para denunciar el inmovilismo de los estamentos sociales dominantes en aquel periodo histórico. El proceso fue sinuoso y tremendamente injusto con el acusado. La presión sobre él se incrementó hasta tal punto que no tuvo más remedio que abjurar de sus creencias a fin de evitar una más que segura condena capital. La retracción efectuada sobre sus creencias salvo su vida a cambio de una cadena perpetua que, más tarde, quedó en simple arresto domiciliario. Galileo tenía sesenta y ocho años, estaba hastiado de tanta batalla científica, diezmado por la enfermedad y casi ciego y sordo; tan sólo ansiaba terminar con aquello y retirarse a reposar sus últimos años en la modesta casa que poseía en Arcetri, un pueblo cercano a Florencia.

El mundo actual tiene una deuda inmensa con hombres como Galileo (en la imagen durante su juicio), que pagaron con su vida por aportar luz y conocimientos a nuestra civilización.

En 1639 publicó Discursos y demostraciones matemáticas en torno a dos nuevas ciencias, un libro que iluminó a Isaac Newton para afinar su teoría sobre la gravitación universal.

Tres años más tarde, Galileo falleció sin que el Vaticano hubiese corregido su lamentable error. En 1870 se publicó toda la documentación sobre este célebre juicio de la historia, y gracias a ello se pudo comprobar que no sólo la iglesia fue culpable en el dictamen, sino también los filósofos que asesoraron en aquel trance.

Según cuenta la leyenda, cuando se encontraba firmando su abjuración, Galileo masculló entre dientes: «Y sin embargo se mueve». Un buen epitafio para un genio inconformista abanderado de la verdadera y única ciencia.

En 1992 el papa Juan Pablo II pidió perdón por las tropelías cometidas en la figura del célebre físico y matemático. Quizá este justo pronunciamiento llegó un poco tarde.

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