Enigma

Enigma


VI Herejes » El juicio de Juana de Arco

Página 57 de 116

El juicio de Juana de Arco

El caso que dio con el frágil cuerpo de esta heroína francesa en una pira inquisitorial se convirtió en paradigma de mártires cristianos sometidos a la injusticia y el oprobio de intereses eclesiales corruptos. Nacida en enero de 1412 en el pueblo de Donrèmy, sintió a los trece años como unas voces que ella entendió sobrenaturales le indicaban la manera de ayudar a Francia en aquel momento acuciante por el que atravesaba la guerra de los Cien Años. En ese peligroso capítulo de confusión, ingleses y borgoñones asolaban el territorio galo. Todo hacía ver que el conflicto se decantaría por el bando aliado frente a la facción que defendía la legitimidad del delfín Carlos VII. Sin entrar en pormenores, la aparición fulgurante de Juana consiguió dar un giro espectacular a los acontecimientos y, tras demostrar sus dones adivinatorios ante Carlos, dirigió a las tropas que liberaron Orleans del asedio inglés. Empero, su aureola casi mesiánica se tornó en su contra, siendo el propio delfín, más bien por desidia que por inquina, el que permitió su captura impune y posterior juicio a manos de sus enemigos.

El apresamiento de la doncella se produjo en mayo de 1430, cuando ésta y quinientos hombres defendían la plaza de Compiègne, que finalmente cayó en manos del borgoñés Juan de Luxemburgo, un distinguido militar, el cual accedió previo pago a entregar a los ingleses a esa muchacha que tantas humillaciones les había procurado. Sin embargo, los ingleses no podían juzgarla por las derrotas sufridas y buscaron la tan socorrida argucia de condenarla por herejía.

Todo estaba preparado para uno de los juicios más humillantes de la historia, sin que Carlos VII —rey coronado por Juana— quisiera hacer nada por impedirlo. Ése fue el agradecimiento mostrado hacia la mujer que posibilitó su reinado. Seguramente, la doncella de Orleans se había convertido en un elemento demasiado perturbador para ese infeliz sujeto. Así pues, nadie movió un dedo a fin de evitar que nuestra protagonista fuera internada en el castillo de Rouen —capital de Normandía—, desde donde esperó resignada su suerte. Las condiciones de vida en una fortaleza del siglo XV no eran las más óptimas para una joven virgen de diecinueve años. Juana solicitó ser recluida en las dependencias de una iglesia, donde pudiera ser asistida por mujeres. Esta posibilidad le fue negada y la mantuvieron en una celda custodiada por ingleses. En enero de 1431, comenzaron las sesiones preparatorias para el juicio y el 21 de febrero Juana apareció ante sus jueces. Una vez más, la doncella demostró que la pureza era su virtud más poderosa, dejando a los inquisidores más que asombrados ante las respuestas ofrecidas. A pesar de esto, le negaron toda clase de derechos, como el de tener un abogado defensor, así como el de no poder asistir a misa, ni recibir la comunión. En esos días la muchacha tuvo que soportar su confinamiento en una jaula de hierro, encadenada por el cuello, manos y pies, y temerosa siempre de una más que posible violación a cargo de la soldadesca inglesa. En aquellos tiempos, se pensaba que Satán nunca entraba en el cuerpo de una virgen y, durante el juicio, los inquisidores intentaron demostrar que la doncella había perdido su flor, aunque no lo consiguieron. Las sesiones se tornaron virulentas cuando los inquisidores intentaron verificar el origen demoníaco de aquellas voces que acompañaban a Juana, y lo cierto es que ya nada se pudo hacer ante unos individuos dispuestos a la prevaricación con el fin de servir a los intereses de quienes les pagaban.

El 23 de mayo de 1431, cuarenta y dos jueces, de un total de cuarenta y siete, dictaron la sentencia final para la doncella de Orleans. Esta no era otra sino la de morir entre llamas por una acusación de herejía, apostasía e idolatría. Aún tuvo la farsa un último trance, cuando intentaron que la muchacha se retractara de su actitud diabólica. Pero Juana les respondió que Dios mandaba en ella, y que tan sólo lo haría bajo su indicación. Después de esto, treinta y siete de aquellos confabulados enviaron a la prisionera al cauce civil. Y así, el 30 de mayo de 1431 quedó como fecha fijada para la consumación de la pena capital. Rouen era el sitio elegido y en el centro de su plaza vieja se apilaron numerosos troncos de madera sobre los que se levantaba una estaca.

A Juana le comunicaron su penoso destino esa misma mañana, aceptándole una última confesión y posterior comunión. Después fue conducida al improvisado patíbulo, donde le esperaba una multitud expectante y apesadumbrada. Antes de ser atada al madero, solicitó poder abrazar una cruz, que quedó situada frente a ella. Sin descomponer su dulce gesto, la doncella comenzó a recitar el nombre de Jesucristo, mientras los verdugos ponían fuego sobre una leña que se resistía a la quema. Inexorablemente, el humo y las llamas cubrieron el rostro angelical de la doncella de Francia. Sus enormes ojos azules se llenaron de lágrimas ante la visión de la cruz, sin dejar de pronunciar el nombre de Jesús. Todos quedaron estremecidos ante la pureza de la joven, e incluso sus más fieros enemigos no pudieron evitar el llanto. En pocos minutos concluyó aquel acto macabro, y las cenizas de Juana de Arco fueron esparcidas por el río Sena.

En 1455 se inició un proceso de rehabilitación bajo los auspicios de la Santa Sede, que tras muchas investigaciones declara ilegal el juicio anterior, reprochando la actitud del rey de Francia y de su Iglesia. En los siglos siguientes Juana pasó de ser una bruja a todo lo contrario. En 1869, la causa de Juana de Arco fue defendida ante Roma por monseñor Dupanloup, obispo de Orleans. Tras los trámites necesarios y confirmados los requeridos milagros, el 11 de abril de 1909 era beatificada por Pío X. El capítulo final de esta historia se halla en 1920, cuando Benedicto XV canonizó a Juana de Arco, quien desde entonces sería la santa patrona de Francia.

Ir a la siguiente página

Report Page