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VII Las grandes tumbas perdidas » La tumba de Alejandro Magno

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La tumba de Alejandro Magno

Fue el más grande conquistador de todos los tiempos. En una campaña de tan sólo once años, llevó la helenización a buena parte de Asia y sus consecuencias aún perduran en nuestros días. Tenía treinta y dos años y había explorado o conquistado casi cuatro millones de kilómetros cuadrados, sus dominios se extendían por los actuales países de Grecia, Bulgaria, Turquía, Irán, Irak, Líbano, Siria, Israel, Jordania, Uzbekistán, Turkmenistán, norte de la India, Afganistán, Pakistán occidental, Libia y, por supuesto, Egipto.

En el año 323 a. C., Alejandro Magno preparaba la invasión y colonización de Arabia cuando una repentina enfermedad acabó con su vida el 10 de junio. Según diferentes investigadores, son varias las causas que pudieron acabar con la vida de este indomable líder. Entre ellas, la propia conjura de sus oficiales, los cuales, hartos de las excentricidades de su jefe, lo habrían envenenado. Otros piensan que sufrió leucemia, aunque lo más fiable es que falleciera víctima de la malaria. Cuentan que, postrado en el lecho mortuorio, recibió la visita de sus generales, quienes, preocupados por el futuro del imperio, le preguntaron sobre el reparto de su presunto patrimonio. Alejandro, con sonrisa lánguida, les dijo: «Todo mi tesoro se encuentra repartido en las bolsas de mis amigos». Finalmente, acertó a pronunciar una frase que sembró el desconcierto entre sus hombres: «Dejo mi imperio al más digno, pero me parece que mis funerales serán sangrientos». Lo cierto es que el rey no dejó dicho quién era el más digno, por tanto la distribución de la herencia territorial planteó algunos problemas entre los notables macedonios, quienes, a fin de evitar males mayores, resolvieron desmembrar lo conseguido por Alejandro en tres grandes zonas: Macedonia y Grecia quedaban bajo el dominio de Antípatros, Persia fue asignada a Seleuco, mientras que Egipto era entregado a Ptolomeo, quien fundó una dinastía vigente durante los tres siglos posteriores.

La muerte de Alejandro llenó de dolor a todos sus súbditos, incluida la madre de Darío III, quien en un sentido gesto de homenaje se quitó la vida para rendir honores a la figura de aquel al que tanto quiso. Pero todavía faltaba cumplimentar el último capítulo del Magno, su entierro.

A lo largo de dos años sus compañeros se empeñaron en construir un mausoleo de dimensiones casi bíblicas; todo parecía insuficiente a la hora de rendir tributo a uno de los personajes más amados e idolatrados de la historia. En ese tiempo se emplearon ingentes recursos económicos hasta que, por fin, la obra quedó terminada; el resultado no podía ser mejor: el sarcófago era de oro macizo y mostraba la figura en relieve del Magno; en el palio de púrpura bordada estaban expuestos el casco, la armadura y las armas de Alejandro. El conjunto era dominado en sus extremos por columnas jónicas de oro y a los lados quedaban representadas diferentes escenas de la vida de Alejandro. El impresionante mausoleo, una vez terminado, fue transportado desde Babilonia hasta Alejandría por sesenta y cuatro mulas que completaron un recorrido de mil quinientos kilómetros a través de Asia.

El mosaico de Pompeya, reproducción de un original contemporáneo de Alejandro, es la representación más fiable del caudillo macedonio. Todavía hoy impresiona su realismo y composición.

Mucho se ha elucubrado sobre la ubicación definitiva de la tumba alejandrina, unos afirman que se encuentra en el santuario de Shiwa, lugar donde fue proclamado faraón de Egipto; otros aseguran que el líder macedonio fue enterrado en un enclave secreto de Alejandría. Según esta última historia, el sepulcro del Magno fue custodiado por los ptolomeos hasta que la reina Cleopatra VII Philopator fundió el oro del mausoleo para financiar la guerra contra su enemigo el romano Octavio Augusto. El cuerpo de Alejandro, desprovisto de las riquezas que le escoltaban, fue, siguiendo esta hipótesis, reubicado en el sarcófago de un faraón. Aunque el planteamiento carece de cierto rigor, no debemos obviar que la pista de Alejandro se pierde en el siglo IV d. C., y que al parecer el propio Napoleón Bonaparte pudo contemplar la momia del mejor general de la historia. Y es aquí donde surge la última apuesta sobre dónde se encuentran los restos del Magno. En 2005, el historiador británico Andrew Chugg ofreció una arriesgada versión a este respecto, manifestando que el cadáver del rey macedonio se salvó a fines del siglo IV de una más que posible destrucción, todo gracias a una conspiración de mercaderes venecianos. Éstos robaron el cuerpo, supuestamente atribuido a san Marcos, y que sin embargo, según Chugg, no sería otro que el de Alejandro, previamente disfrazado con los ropajes del santo. Acaso con la complicidad del patriarca cristiano en Alejandría, temeroso de perder aquel cuerpo en grave peligro por una insurrección cristiana. De esta guisa le condujeron a Venecia, donde se levantó una basílica dispuesta para venerar los restos del ilustre evangelista. Nunca sabremos si aquellos comerciantes robaron el cadáver pensando que era san Marcos o ya sabiendo que el engaño trataba de preservar el cuerpo del mítico guerrero griego. Sea como fuere, lo ofrecido hasta ahora por Chugg no deja de ser una especulación histórica muy criticada por sectores ortodoxos. Lo realmente cierto es que la última morada de Alejandro Magno sigue siendo hoy en día una verdadera incógnita para los historiadores de medio mundo.

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