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VIII Fraudes históricos » El tesoro de Schliemann

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El tesoro de Schliemann

Año II84 a. C., tropas griegas dirigidas por el rey Agamenón de Esparta consiguen, mediante una eficaz treta, expugnar las defensas de Ilion (Troya), la gran ciudad cercana a Helesponto bajo el gobierno del rey Príamo. La plaza es destruida y entregada al olvido histórico.

Cinco siglos más tarde, un poeta llamado Homero recoge la epopeya en dos obras desde entonces eternas: han nacido La Ilíada y La Odisea. Durante centurias todos elogiaron aquellas composiciones sin llegar a creer en la autenticidad histórica de la narración. Sin embargo, en el siglo XIX, un heterodoxo cuyo nombre era Heinrich Julius Schliemann sí creyó en esos textos y, gracias a su tesón, consiguió demostrar que aquellas míticas aventuras tenían mucho de cierto, aunque el tesoro encontrado por este soñador sea uno de los más cuestionados en toda la historia de la arqueología.

Nacido el 6 de enero de 1822 en Neubukow, un pequeño pueblo de Alemania cercano a la frontera con Polonia, era miembro de una modesta pero culta familia numerosa. Pronto destacó por su inusual inteligencia, virtud que su padre, un pastor protestante, supo fomentar leyéndole narraciones apasionadas sobre historia antigua. El joven Heinrich decidió unir su destino al de la Grecia clásica; empero, este camino en común debería esperar algunos años por la precariedad económica que atravesaba el clan. Sin embargo, en sus años mozos hizo fortuna trabajando como agente comercial y su don para los idiomas —de los que llegó a estudiar dieciocho— le catapultó a San Petersburgo, ciudad en la que siguió incrementando su ya considerable patrimonio.

No hay manera de desmitificar a Schliemann, el único hombre que por su intuición ha logrado dar vida tangible a la hasta ahora «leyenda» de Homero sobre la guerra de Troya.

En 1868 se divorció de su mujer rusa, Catheryna, para casarse con su ideal femenino, y así, tras una escrupulosa selección, eligió a la griega Sofía Engastrómenos, una joven de diecisiete años que había superado a la perfección el examen sobre Homero y su obra, requisito indispensable para gozar del respeto de un Schliemann cada vez más obsesionado por verificar la exactitud histórica planteada por el autor heleno.

En 1870 comenzaban las excavaciones arqueológicas en la península de Anatolia. No sin esfuerzo, consiguió los permisos necesarios de las autoridades turcas, y con minuciosidad fue descartando posibles ubicaciones para su Troya anhelada. Finalmente, se fijó en la colma de Hirssarlik, sita a unos cinco kilómetros del estrecho de los Dardanelos, lugar que cumplía geográficamente con lo descrito por Homero en la Ilíada. Schliemann no poseía conocimientos técnicos para iniciar una prospección de esa envergadura, no obstante su ilusión lo empujó a excavar con frenesí día tras día ayudado por un centenar de auxiliares autóctonos. Por fin, el 30 de mayo de 1873, él mismo se topó con un cajón metálico en el que encontró, supuestamente, más de ocho mil piezas de oro. Cegado por la emoción, no tuvo el menor inconveniente a la hora de calificar el magnífico descubrimiento como el tesoro perdido del rey Príamo de Troya. El hallazgo se dio a conocer a una clase científica que dudó desde el primer momento de la autenticidad del tesoro descubierto por Schliemann. En efecto, en estudios posteriores se confirmó que las piezas halladas por el alemán databan de épocas anteriores a lo que se dijo, llegando a estipularse que Schliemann se había hecho con la valija en diferentes compras realizadas a anticuarios griegos y turcos. A pesar de todo, el aventurero siguió fiel a su idea y sacó a escondidas el tesoro de Turquía para entregarlo al Museo de Berlín, lugar donde quedó depositado hasta su expolio posterior a cargo de las tropas soviéticas en 1945.

Haciendo caso omiso de las encendidas críticas, Schliemann mantuvo sus trabajos de excavación y con los meses fueron apareciendo varios estratos pertenecientes a diversas Troyas, localizándose cuatro. Uno de sus ayudantes, Wilhelm Dórpfeld, descubriría, años más tarde, otras cinco, constatando de ese modo que la Troya de Homero era la situada en los niveles VI y VII y no en el II, como creía el propio Schliemann.

Las aportaciones al conocimiento de la Grecia arcaica efectuadas por este ilustre alemán son indiscutibles. En sus años de labor, no sólo descubrió Troya, sino que también fue fundamental en el hallazgo de las tumbas del círculo A de la mítica ciudad de Micenas, así como en la localización de las murallas ciclópeas de Tirinto. Puede que sus peculiares formas de investigación no fueran las más ortodoxas e impecables del oficio arqueológico y que su obsesión por Homero le impidiera analizar correctamente lo que estaba haciendo en los diferentes yacimientos que destapaba. Es cierto que destruyó —por ignorancia— muchas piezas de valor incalculable y que nunca sabremos si el tesoro de Príamo fue encontrado en el lugar que él dijo. Pero si hoy sabemos que Troya existió, es debido a que un día un joven de imaginación portentosa soñó con hacer realidad las historias leídas en el libro de su vida.

El 26 de diciembre de 1890 fallecía víctima de un colapso mientras paseaba por las calles de Nápoles. Sea cual fuere la procedencia de los tesoros hallados por él, nadie osa discutir que este obstinado buscador de quimeras nos ofreció una de las páginas más brillantes de toda la arqueología universal.

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