¡Enigma!

¡Enigma!


¡ENIGMA!

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Alan no llegó a perder el conocimiento. Pero fue una terrible sensación de caída, un caos silencioso y pegajoso. La habitación parecía irse enturbiando con una luz plateada que hacía destacar el más pequeño detalle y que luego se disolvía. Tenía la sensación de que su cuerpo se tornaba súbitamente espectral, girando todo él en aquella confusión sin sonido.

Pero esas sensaciones fueron exclusivamente momentáneas, ya que la habitación volvió a ponerse casi normal. Alan estaba sentado muy quieto y miraba alrededor. Un suelo sólido de metal blanco; paredes metálicas de un blanco grisáceo; techo de metal, ventanas y puertas herméticamente cerradas. Una habitación sólida, inconmovible, alzándose en el fondo de una torre plantada sólidamente sobre el terreno. Ésa era la sensación que daba. Casi normal. Pero no del todo. Pues, bajo sus pies, Alan podía sentir cómo vibraba el suelo. Una vibración infinitamente pequeña, infinitamente rápida. Le entraba en el cuerpo como una corriente suave, le producía una sensación de ligereza, de agilidad.

Alan sabía que la torre estaba viajando en el tiempo. No podía decir si en nuestro pasado o en nuestro futuro. Al otro lado de la habitación, ante un tablero de instrumentos, Lea y el joven contemplaban una bancada de esferas luminosas. Hablaban en voz baja, pronunciando palabras ininteligibles para Alan. Lea alzó la vista, captó su mirada y le sonrió. Él se puso en pie, tembloroso y mareado. Inmediatamente, ella se acercó y lo cogió por el brazo.

—Déjeme ver las esferas —dijo.

Sabía que ella no podía entender las palabras, pero el ademán había sido tan claro, que ella comprendió y le ofreció un asiento junto a la mesa.

—San —dijo, y señaló a su compañero.

El muchacho sonrió y le ofreció la mano a la manera de la época de Alan. Era un poquitín más alto que Lea, de aspecto similar, un joven muy bien parecido, pero con rasgos fuertemente masculinos. Ojos azules como los de Lea, el cabello castaño, caído hasta el cuello; una túnica lisa, de un azul oscuro, de forma parecida a la de ella. La túnica dejaba al descubierto sus piernas, delicadamente moldeadas. Un muchacho muy gentil y muy guapo, pero sin nada de muchacha, nada afeminado en su aspecto. Estaba allí en pie con una tranquila dignidad, con una expresión de casi inconsciente superioridad, como si fuera un gracioso principito. Estrechó la mano de Alan y luego volvió a sentarse frente a sus aparatos.

Alan supuso que se trataba del hermano de Lea. Desde luego se parecían muchísimo. Alan les dio a entender que quería ver las esferas. La mayor parte resultaba ininteligible, pero había una con un indicador que se movía lentamente y que Alan pudo leer. Señalaba 1980. ¡Viajaban hacia el futuro! Alan maldijo el hecho de no poder hablar con sus dos compañeros. Sus pensamientos volvían una y otra vez hacia Nanette y hacia mí. Apresados por Turber. Llevados, ¿dónde? No lo sabía. Pero una cosa estaba clara: tanto Lea como San eran amigos suyos. Lo habían obligado a entrar en la torre porque sabían que era lo mejor que podían hacer. Lo llevaban ahora adelante, a eso que llamamos futuro. Indudablemente al propio mundo temporal de ellos.

Alan se imaginaba que debía de ser un mundo muy avanzado en el futuro, una época en la que el inglés se habría perdido y olvidado y sería, en la Historia, una lengua muerta. Pero una vez que estuviese en aquel mundo, Alan pensó que seguramente tendrían algún medio para comunicarse con él. Sus sonrisas resultaban tranquilizadoras. Lea le miró la cabeza y las heridas del hombro. No eran más que fuertes arañazos.

—No es nada —dijo Alan—. Estoy perfectamente. Pero, ¿y Nanette?

Trató de darse a entender con gestos.

—Nanette —repitió Lea.

Volvió a sonreír, pero luego la cara se le puso solemne.

San dijo de pronto:

—Lea, San, Alan.

Su ademán incluía a los tres. Y luego señaló a la esfera. Alan comprendió. Estaba indicando el año al que se dirigían.

Era el año 7012.

—Pero, ¿y Nanette? —insistió Alan—. Nanette, Turber.

Apuntó con el dedo a la esfera. Pero los hermanos movieron la cabeza. Se mostraban solemnes e impresionados. No conocían el destino de Turber. A Alan se le oprimió el corazón, pero no le quedaba que hacer otra cosa que esperar.

Lea se dedicó a enseñarle la habitación de la torre. Tenía unos dieciocho metros cuadrados, y ocupaba la base entera de la torre. Había muebles que parecían estar hechos de metal. Era una habitación de una blancura grisácea, con las ventanas cerradas ahora y cubiertas por opacas placas metálicas; una luz mortecina cuyo origen él no podía determinar, iluminaba todo aquel interior gris.

Dos pequeñas secciones de la habitación estaban divididas por costillas de lo que podía ser una gris armazón metálica: uno de los departamentos contenía lo que parecía ser comida; el otro era una sala de instrumentos. De allí llegaba un sordo zumbido. Alan vio líneas de delgados cablecillos de una finura de hilos de araña, que empezaban allí y se distribuían como una tenue red blanca por las paredes, el techo y el suelo de la habitación. Y, en uno de los rincones había una pequeña escalera metálica, una escalera de caracol que subía hasta una trampilla practicada en el techo. Lea hizo un ademán.

—¿Podemos subir? —preguntó Alan.

Ella afirmó con la cabeza. Antes señaló nuevamente a las esferas. Iban pasando por el año 1995. Habló con San. Éste siguió ocupándose de los instrumentos; Alan y Lea subieron a lo alto de la torre.

Era una visión sorprendente. Se encontraban en el estrecho balcón que ceñía la parte alta de la habitacioncita. Alan no se atrevió a mirar abajo mientras iban subiendo por la escalera. Le había parecido que en torno a él se ensanchaba una niebla gris y luminosa. En el balcón, se aferró a la barandilla, que le llegaba hasta el pecho, y miró hacia abajo.

Una ciudad de un gris uniforme, producto de la mezcla de colores de días, noches, estaciones, años, que se fundían en aquel color mate y sin sombras. Una escena de confusión transida de movimiento. Contornos que se esfumaban, cambiando con el aspecto progresivo de los años que iban pasando.

1995, 2000. La gran ciudad de 1962 que estaba allí hacía unos momentos, se había quedado ahora pequeña y anticuada. ¡Qué tremendo gigante, dilatándose en torno! Y todavía seguía creciendo. Los grandes edificios habían crecido y rodeaban ahora al parque. Se alzaban a mayor altura que la torre.

Vio, más allá de la diagonal de Broadway, un tejado que aparecía sobre la calle. Un gran tejado que cubría primero Broadway y luego otras calles. El gigante en expansión de una ciudad. Los contornos de los inmensos edificios se acercaban. El parque se empequeñecía a medida que la ciudad iba envolviéndolo. Estructuras que Alan imaginó que eran grandes terrazas para aviones surgían sobre enormes torres metálicas. Una estaba muy cerca. Sólo fue un momento. Alan creyó ver allí encima la forma de un avión comercial. Fue una cosa que persistió bastante tiempo, porque debía de haber estado allí durante años.

La ciudad parecía ahora una única construcción sólida, un vasto edificio de alas escalonadas, paredes, torres y agujas. Una ciudad con un gran techo por encima. El techo estaba ahora por encima de la torre. Los edificios habían invadido el parque desde hacía mucho tiempo. No había ya árboles. No había cielo; no había ninguna luz de la Naturaleza. Las luces constantes fabricadas por el hombre eran visibles ahora como turbios puntos de amarillenta claridad. Parecía de pronto una ciudad infernal. Pululantes muchedumbres bajo un único techo inmenso. Puentes aéreos y viaductos por todas partes.

La torre estaba ahora situada en el espacio de una calle. Alan podía ver muy poco de la extensión de la ciudad: una calle de muchos niveles para peatones, niveles colocados unos encima de otros y flanqueados por grandes luces.

La calle nació, creció y duró unos momentos.

Y luego, como si hubiese adquirido la lepra, empezó a desmembrarse. Fue derritiéndose una porción, luego otra. Pero otros edificios, otros viaductos, otras torres, se alzaban para llenar los huecos. Y siempre construcciones cada vez mayores.

La torre del tiempo parecía viajar ahora más aprisa. Increíbles millones de personas viviendo en aquella monstruosa colmena, arrastrando una vida pálida, sin haber visto nunca la Luna, ni los rayos del Sol, ni el mar, ni la hierba, ni los árboles. ¡Gente pálida en la ciudad monstruosa, esclavos de su propia maquinaria!

Alan seguía aferrado a la barandilla del balcón con Lea a su lado. Ella le tocaba de vez en cuando el brazo como para darle ánimos. Alan notó que en la zona donde se erguía la torre parecía haber pocos cambios. Como si la Humanidad estuviera ahora descansando. Se había llegado al punto culminante de la civilización allí y tal vez en toda la Tierra. El hombre en la cúspide de sus logros. Pero en la Naturaleza no hay descansos. Quizás un millar de años en la cima de la civilización. Y luego un ligero paso atrás. La Humanidad, reblandecida al dejar de avanzar, se hacía decadente. Otro pequeño paso atrás.

Como si la ciudad fuera un enorme símbolo, Alan podía ir viendo la decadencia. Una grieta en la calle que no llegaba a taparse. Otra grieta. Un hueco de lepra que dejaba que Alan pudiera obtener una visión mayor hacia el Este.

Indudablemente, en una tierra tan unida por los transportes como debía de serlo la de aquella época, no era sólo Nueva York la que estaba decayendo, sino que se trataba de una decadencia de todo el género humano en el mundo entero. Alan lo veía allí. En lo que podía haber sido el año 5000, las sombras de la inmensa ciudad yacían en ruinas alrededor de la torre. Edificios derrumbados y otros que se derrumbaban mientras Alan los estaba mirando. El techo caído, toda la estructura ramificada y multiforme descendiendo a capricho de la Naturaleza. Se apilaba ahora en fragmentos sombríos.

Y renacían los árboles. Brotaba la vegetación. Un crecimiento salvaje y descuidado. Un bosque creciendo entre las ruinas de la ciudad, sobresaliendo aún en algunos momentos tal o cual chapitel, tal o cual aguja como lápidas de piedra. Luego, desaparecían.

El bosque seguía creciendo en torno a la ciudad. Ésta se hallaba ya casi enterrada. Lea tocó a Alan en el brazo. Murmuró algo. Él comprendió por su mímica que debían bajar a la habitación.

La muchacha lo guio por la escalera. Él se sentía ahora más seguro. Había desaparecido la sensación de movimiento de la torre; los peldaños resultaban firmes y sólidos. Alan vio que el bosque empezaba a disolverse y era sustituido por un paisaje de selva.

En la habitación, encontraron a San inclinado sobre sus esferas. Le hizo una seña a Alan indicándole la única esfera que Alan podía comprender. Señalaba 6650. El indicador se movía ahora más rápidamente que cuando Alan lo había visto por primera vez, pero de nuevo empezó a aminorar la marcha. Se quedó mirándolo, y escuchando las palabras musicales e ininteligibles de sus dos compañeros.

Luego, le dieron comida y bebida. Y Lea le examinó de nuevo el hombro arañado y el chichón de la cabeza. No era nada serio; él ya se había olvidado de sus heridas.

6700, 6800. El vuelo de la torre disminuía, el zumbido de la habitación parecía irse apagando más y más. Se acercaban a su destino; se preparaban a hacer alto en el año 7012.

El pensamiento de Alan volvió a Nanette y a mí. ¿Dónde estábamos en aquellos torbellinos de años? Se apoderó de él una sensación de soledad y de tristeza. Se veía profundamente indefenso y abandonado. Pero trató de sobreponerse. Habló en voz alta como para darse ánimos:

—Mira, Lea, yo tengo que hablar contigo.

¿Comprendes? —Parecía como si ella comprendiera—. El canalla de Turber ha cogido a mi hermana Nanette. Siempre la ha estado buscando, ¿comprendes? Yo quiero salvarla, Lea. Tengo que encontrarla, tengo que arrebatársela.

Pero todo lo que Lea pudo hacer fue tocarle un brazo en señal de simpatía. ¡La maldita barrera del lenguaje!

—Lea, ¿qué es Turber para ti?

San, de ingenio vivo, señaló de nuevo a la esfera. Indicó el número 7012 y luego se llevó un dedo a los labios. Alan asintió.

—Sí, ya comprendo; cuando lleguemos allí podremos hablar.

Se acercaban al año 7000. Ahora iban viajando muy despacio.

Luego, se le ocurrió una idea a Lea. La capa de Nanette estaba en la habitación de la torre. La cogió y se la puso delante de Alan. Parecía más bella y más frágil que nunca. Alan se emocionó.

—Nanette —dijo ella levantando la capa.

—Sí —respondió él—. La capa de Nanette. Ya comprendo. Pero no sé qué tiene que ver...

Ella cogió el dedo de Alan y lo movió sobre la esfera. Sin señalar ninguna parte. Dijo:

—Nanette, Turber, Edward.

Meneó la cabeza. Ella no sabía dónde estaban. Pero señaló de nuevo a la capa, y sonrió y dijo la otra palabra que había aprendido:

—Sí, sí.

¿Qué quería dar a entender con aquello? ¿Estaba tratando de explicar que con la capa de Nanette podrían averiguar dónde se hallaba la muchacha? Eso parecía.

San se había puesto tenso. Vigilaba atentamente sus mecanismos. Le habló a Lea con sequedad. La mano de la muchacha se posó en Alan como para aguantarlo. San oprimió una palanca. La torre pareció tambalearse casi físicamente.

Habían llegado a su destino. Alan había tenido una pequeña sensación de mareo pero se le pasó en seguida. La habitación de la torre no vibraba ya, el zumbido se había apagado. San abrió la puerta. Penetró un cálido rayo de sol.

¡El espacio del Parque Central cinco mil años más tarde!

Lea y San ayudaron a Alan a salir de la torre.

VII

Bajaron a tierra por una escalera de piedra. Alan vio que la torre estaba posada ahora en medio de un jardín de flores graciosas. El aire estaba cargado con su perfume. Un arroyo de agua cristalina corría por allí cerca. Había frescos bosquecillos y árboles de sombra, grises y castaños, frescos céspedes, senderillos serpenteantes.

Un jardín de pocas áreas. Estaba cercado por una obra de mampostería, una pared de diez o doce metros de alta, torreada y almenada. La figura de un hombre estaba en lo alto de aquella muralla, sobre una puerta muy cercana. Cuando bajaron de la torre, el hombre les hizo una señal de reconocimiento.

Alan recordó que aquél era el escenario que había visto por primera vez en la televisión. Pasaron por el portalón de la muralla. El guardia que estaba arriba dijo algo y se quedó mirando con curiosidad la figura de Alan.

Al otro lado del muro, ante los ojos de Alan, se extendió un paisaje boscoso. El espacio de la isla de Manhattan. Todavía podía reconocerlo. Había un río detrás y otro río a una distancia poco más o menos de kilómetro y medio. El Hudson centelleando en su valle. Alan podía distinguir los acantilados de la orilla más lejana.

El campo estaba tachonado de árboles y ajedrezado de cuadrados parches de campos de cultivo. Había figuras que trabajaban en el campo. Alguna que otra vivienda: casas bajas, ovaladas, de mimbres verdes.

Una carretera de un blanco mate y liso llevaba desde la puerta del muro hasta el río. Animales de extraño aspecto tiraban lentamente de carretas.

Estaba allí una ciudad, a lo largo de esta orilla más cercana del río, una extensión de casas más juntas unas de otras. Parecía más bien un pueblo primitivo, como alguna tribu india de épocas muy anteriores. Los trabajadores del campo, ataviados con vivos colores. Sus pequeñas carretas tiradas por bueyes de amplios cuernos. El pueblecito reposando junto a la calma del río. Todo pintoresco y primitivo.

Pero Alan sabía que no era barbarie, sino decadencia. La civilización había alcanzado su punto culminante y declinado luego. Retrocedió a eso.

Lea iba delante de Alan y San. Entró por una puertecita. Pasaron por un jardín lleno de flores. Estaba allí una casita baja, medio oculta por el verdor. Un anciano se hallaba a la puerta, un viejo de larga barba blanca lo mismo que el cabello, con una túnica de un gris oscuro que parecía monacal por la cuerda arrollada a la cintura.

Saludó a Lea y a San con expresión de gran afecto. Se quedó mirando con la boca abierta a Alan. Lea le dio unas rápidas explicaciones. Y luego Alan pudo respirar. Aquel viejo patriarca hablaba lo que llamaba el remoto inglés. Dijo lentamente con una entonación cuidadosa y medida:

—Le doy las gracias por haber salvado a Lea de Wolf Turber.

—Pero ahora tengo que localizar a mi hermana y a mi amigo —insistió Alan—. ¿Cómo podríamos lograrlo? ¿Con esta capa que pertenece a mi hermana?

—Le llevaré a usted en seguida a mi habitación de instrumentos —dijo el anciano—. Haré que Lentz, mi ayudante, prepare la visión del tiempo; no podemos hacerlo más rápidamente.

Estuvieron hablando cerca de hora y media, haciendo de intérprete el viejo Powl, que así se llamaba. Era abuelo de Lea y de San y era él quien había descubierto el secreto de la torre viajera del tiempo. La había construido al mismo tiempo que una serie de instrumentos que llamaba «visión-tiempo». En esta época de decadencia, era uno de los pocos científicos que quedaban con vida. Como también había estudiado filología, conocía muchas lenguas muertas.

—Mi hijo —explicó Powl—, el padre de Lea y San, me cogió una vez la torre y se paró en el año que ustedes llaman 1925. Se detuvo nada más que un momento, pero cuando volvió aquí se halló que traía consigo a un polizón. Era Wolf Turber.

Ahora ya todo estaba claro para Alan, Turber había venido aquí, había robado el secreto de la torre y del tiempo-visión y después de hacerse de seguidores, había construido por su cuenta su vehículo del tiempo y se había marchado.

—Decía que estaba enamorado de Lea. Pero ella le tenía miedo y no aceptaba sus intenciones. Así se lo dijimos.

—Comprendo —dijo Alan amargamente—. Es lo mismo que le pasó a mi hermana.

—Dice usted que se ha apoderado de ella. Mala cosa. Debe liberarla y matarlo.

Los suaves ojos azules del viejo llamearon de pronto. Lea habló y él se puso a interpretar:

—Dice que debo ponerlo a usted al corriente de que nosotros hemos jurado matar a Turber. Él mató a mi hijo para robar nuestras existencias de platino. Nosotros tenemos mucho cuidado con nuestra torre y no hacemos nada malo con ella. Pero el vehículo de Turber es sólo para hacer el mal. Por eso juramos que lo mataríamos y que destruiríamos su vehículo. Pero no sabemos cómo. No hay armas aquí. Vivimos en una época en que no se necesita arma alguna. Por mi parte, yo no puedo viajar en la torre porque soy demasiado viejo para resistir ese choque. San tiene que estar siempre en la torre para custodiarla. Por eso todo el trabajo recae en Lea. En la torre ha ido pasando por las distintas épocas. Desde luego, en el pasado hay armas. Pero yo no quiero que Lea se pare. Y Turber es muy poderoso y muy escurridizo.

Lea interrumpió de nuevo. Powl dijo:

—Sabemos que Turber tiene un baluarte en el año 2445.

—O sea, 500 años en el futuro de mi mundo temporal —dijo Alan.

—Sí. Su ciudad de Nueva York está entonces casi en su punto culminante. Turber es poderoso allí, inatacable. Sólo hay otro tiempo en el que Turber suele detenerse. El año 1962. Lea fue allí. Pero nos damos cuenta de que fue una locura.

Como usted sabe, no consiguió nada. Y, a no ser por usted, Turber la habría atrapado para siempre.

Una vez más, Lea interrumpió. Powl tradujo: —Mi nieta quiere que le diga que ahora va aprender el inglés antiguo. Hay muchas lenguas muertas, pero ella es de una percepción muy rápida cuando está interesada por algo.

San alargó también la mano. El abuelo dijo:

—Mis niños han encontrado en usted a un amigo que necesitábamos urgentemente. Hemos jurado que Turber morirá. Se ha apoderado de la hermana de usted y de su amigo. Coinciden nuestros propósitos.

—Entonces, hay que volver atrás —dijo Alan—. No creo que él regrese a 1962, y usted dice que en 2445 es inatacable.

—Sí. Pero no está allí ahora. Si se detiene en alguna época anterior, como esperamos, entonces tendrá usted posibilidad de actuar.

Apareció un hombre en la puerta de la habitación, habló con el viejo y volvió a marcharse. Powl se levantó. Dijo con gran energía:

—Los instrumentos están listos. Creemos que Turber está viajando todavía por el tiempo. Con el abrigo de la hermana de usted, procuraremos localizarla tan pronto como se detengan.

Salieron de la casa y cruzaron los jardines di rigiéndose a un edificio exterior en el cual se hallaba la sala de los instrumentos. La mente de Alan hervía de pensamientos. Era una catástrofe increíble la que había caído sobre él y sobre las personas a las que quería. Alan siempre había sido un solitario. Había tenido pocos amigos; en realidad, no disponía más que de mi afecto, del cariño de Nanette y, ahora, de aquel sentimiento en germen por Lea.

Era Turber quien lo había colocado en aquella situación al raptar a Nanette, al matarme tal vez a mí. ¿Qué podía hacer Alan? Suponiendo que localizaran el mundo del tiempo donde Turber se posara, ¿qué podrían hacer Alan y Lea, toda vez que San habría de quedarse custodiando la torre? Era una aventura sin esperanzas. No tenía más arma que su pequeño revólver. Tan sólo una muchacha frágil por compañera. No parecía haber nadie más de quien conseguir ayuda. Desde luego, de nadie del mundo de Lea.

Se puso a pensar si sería posible conseguir ayuda en su propio mundo de 1962. Pero la gente se reiría incrédulamente de su cuento fantástico. En cualquier otro siglo le pasaría lo mismo. En todas partes sería un extraño con una extraña e increíble historia que contar. Lo encarcelarían o lo considerarían loco.

Lea conocía aquello por experiencia. Lo había probado en 1962. No era factible. Alan comprendió entonces que sólo podía contar consigo mismo. La torre lo transportaría. Lo demás dependía de él. Lo más probable era que muriese, pero rescataría a Nanette de las garras de Turber a la menor posibilidad.

—Por aquí —dijo Powl—. Haga el favor de agacharse; es usted demasiado alto para nuestras puertas.

Era una pequeña habitación abovedada y con una luz pobre.

—Éste es mi ayudante —dijo Powl—. Se llama Lentz y habla un poco de inglés.

Un hombre de unos treinta años se alzó de una silla colocada ante los instrumentos. Alargó la mano. Powl le explicó a Alan:

—Puede usted hablar con toda franqueza delante de Lentz. Es mi ayudante de toda confianza; la única persona aparte de nosotros que conoce los secretos de mi visor del tiempo y de la torre.

El ayudante era un individuo bajito y rechoncho, ataviado con una corta túnica como la de San. Llevaba atado el negro cabello sobre su voluminosa cabeza y utilizaba gafas que ahora se había levantado hasta la frente.

—En realidad, sé muy poco inglés —dijo cuándo se estrecharon las manos—. Estoy dispuesto, si tiene la capa.

Por su aspecto, los tubos de aquel instrumento podían haber sido lámparas fluorescentes. Había enchufes, una multiplicidad de cables, diminutas series de amplificadores y un sistema de prismas y espejos combinados con rayos de luz y multiplicados por diminutos espejos que giraban rápidamente. Había un tubo de metal que era como un pequeño microscopio, con una rejilla por debajo sobre la que se concentraba una intensa luz roja. Había filas y filas de esferas luminosas y de sonido; y una amplia pantalla fluorescente que parecía estar sometida al bombardeo electrónico desde la parte trasera. Todo el aparato ocupaba una mesa de unos dos metros, con las esferas a un lado y la pantalla adosada a un extremo.

Lentz colocó la capa de Nanette sobre la rejilla, enfocó sobre ella la luz roja y luego se puso en pie para mirar por los oculares del tubo como si estuviese haciéndolo por un microscopio.

Lea y San estaban en pie junto a Alan. Lea señaló la pantalla; no se veía imagen alguna. Luego señaló a una de las esferas. Alan vio que tenía cifras que él podía comprender, cifras escalonadas en miles de siglos. Algunos antes de Jesucristo; los demás, después de Jesucristo. En la esfera había un punto que llevaba la marca de cero. El indicador estaba parado allí.

—Este es el antiguo calendario de ustedes— explicó Powl—. Con esta prenda de su hermana podemos ajustar nuestros receptores y lograr el contacto. La imagen de ella está en algún sitio del éter, si podemos captarla.

Lentz estaba manipulando los selectores. Las agujas indicadoras de todas las esferas se agitaron un poco; algunas imágenes trataron de formarse en la pantalla fluorescente.

Un minuto, diez minutos. Luego, Lentz se paró.

—Ahora, no. No puede venir ahora. Probaremos otra vez.

—Probablemente, es que están viajando todavía —dijo Powl—. Así es difícil captar la imagen.

Aguardaron un rato, probaron de nuevo y volvieron a fracasar. ¿Dónde estaba Nanette? Alan se desesperaba. ¿Cómo iba a ser posible encontrarla entre aquella infinidad de siglos? Parecía remota, sin esperanzas. Y, sin embargo, él comprendía que no debía de estar lejos en el espacio. Tal vez a sólo pocos kilómetros de aquí.

—No la encontraremos nunca —dijo Lentz.

Alan lo miró con dureza.

—¿Eso cree usted?

—Sí. —El individuo parecía turbarse bajo la mirada de Alan—. Bueno, eso es lo que creo, pero tal vez me equivoque.

—Debemos seguir probando —dijo Powl—. El otro instrumento es más sensible. ¿Ha conectado usted los tubos?

—No —respondió Lentz.

Los tubos estaban en ¡a habitación contigua. Lentz entró allí para prepararlos. La puerta se quedó abierta; Alan oía a Lentz moviéndose y escuchaba los chasquidos y los silbidos de la corriente que iba cargando los tubos.

San y Lea estaban sentados hablando en cuchicheos. Interpelaron luego a Powl, quien, después de haberlo escuchado, le dijo a Alan:

—Lea quiere que le explique que si Turber lleva a Nanette directamente a la gran ciudad de 2445, las esperanzas no se han perdido del todo. Creemos haber localizado un arma, un arma única y poderosísima.

La voz del viejo se hizo más tenue. Había un arma, un proyectil que se mencionaba en la Historia. Había sido construido como curiosidad histórica. Se encontraba en un museo del gran Nueva York. La historia contemporánea de aquella época, en la que las armas de esta índole llevaban ya mucho tiempo en desuso, decía que el modelo existente en el museo se conservaba en perfecto estado de funcionamiento. Se describía además la manera de manejarlo. En el museo estaba científicamente defendido contra las injurias del tiempo.

Lea y San, cuando viajaban en su torre, habían visto el mundo en el que la ciudad yacía en ruinas. El museo estaba abandonado; no habría nadie que pudiese impedir que Lea saliera y buscase el proyector entre las ruinas del museo.

Powl hablaba en voz muy baja, lleno de una gran tensión.

—Esto no se lo hemos dicho a nadie.

—¿Qué mundo en el tiempo? —preguntó Alan.

—Creemos que el mejor año para hacer la prueba sería alrededor del cinco mil.

Dio la casualidad de que de ellos cuatro, sólo Alan era el que estaba viendo la puerta de la habitación contigua. El sonido de los movimientos de Lentz había cesado instantáneamente. A Alan aquello lo impresionó.

Una parte de la otra habitación era visible a través de la puerta abierta; a Lentz no se le veía, pero parecía que su sombra se dibujaba en el suelo cerca de la puerta.

Alan susurró brevemente:

—¡Silencio!

Se levantó, cruzó la habitación sin ruido, seguido por las miradas de sorpresa de sus compañeros. Al otro lado de la puerta vio a Lentz muy pegado a la pared. Tenía un tubo en la mano y lo estaba frotando con un pedazo de trapo.

—Perdone —dijo Alan—, no sabía que estaba usted aquí.

—El instrumento estará listo en seguida —dijo Lentz, que volvió a su lugar de trabajo.

Alan regresó a su puesto. Le cuchicheó a Powl:

—Hablemos de esto más tarde, no ahora.

Lea le tocó el brazo. Murmuró:

—Sí, sí, yo comprender, no ahora.

El incidente los dejó sorprendidos a todos. Se produjo un corto silencio; podían oír como Lentz se movía normalmente en la otra habitación.

Alan le preguntó por fin al anciano:

—¿Sabe usted manejar el instrumento sin necesidad de recurrir a Lentz?

—Lea y San pueden hacerlo —respondió Powl—. Aunque no tan bien como Lentz.

—Pues vamos a probar otra vez, pero esperen un momento.

Alan se dirigió a la puerta. Preguntó:

—Lentz, ¿cuánto tardará usted en terminar?

Lentz apartó la vista de su trabajo.

—Apenas unos minutos.

—Bueno, voy a cerrar esta puerta. Llame cuando esté listo.

Fingió no darse cuenta de la sorpresa del individuo y cerró la puerta con estrépito.

—Ahora —dijo Alan—. Prueben ustedes.

Otra vez con el abrigo de Nanette, Lea y San pusieron en marcha el instrumento. Casi inmediatamente, se consiguió el resultado. La pantalla mostró una imagen. Una noche estrellada. Figuras que se movían por el campo. Figuras de hombres de extraños atuendos; y un grupo de emplumados salvajes medio desnudos que acampaban a la orilla de un río. Estaba allí una canoa. A un lado, un fuego de campamento mostraba su luz amarillenta entre la maleza del bosque.

En la escena, había un aire de inactividad. Apareció entonces Turber en pie en la puerta de la cabina de su nave. Su conocida figura algo encorvada recortada por la luz estelar y por el brillo rojizo de la hoguera. Turber, que estaba allí esperando algo.

La esfera señalaba 1664. Powl temblaba de ansiedad. Lea y San desconectaron el instrumento. El muchacho había reconocido el lugar de la escena. Era la orilla del río Hudson en la isla de Manhattan a poco más de kilómetro y medio del espacio de la torre. Pown dijo apresuradamente:

—San ha tomado nota exacta del año, el mes y el día. No es probable que Turber lo espere a usted esta noche en el bosque. Si puede llegar hasta él con el revólver...

No parecía imposible entrar inadvertido en la nave, aprovechando la oscuridad de la selva.

Hicieron unos cuantos preparativos a toda prisa. San y Lea formaron sus planes utilizando a Powl como intérprete. De vuelta en la torre, el anciano se detuvo ante la escalera.

—Adiós. Haced todo lo que podáis.

Estrechó la mano de Alan. La puerta de la torre se cerró sobre éste, Lea y San. Al momento siguiente estaban ya en marcha. Alan se mareó nada más que unos segundos. Miró a Lea y le sonrió.

En aquel momento se oyó un sonido en la habitación zumbadora. Hubo un crujido detrás de ellos. Desde un rincón en sombras, avanzó la figura de un hombre.

¡Lentz! Su rostro sombrío sonreía. Estaba junto a la puerta, los había seguido al interior. Le dijo a Alan:

—Creí que era mejor que yo viniese también. Así podré hacer de intérprete entre ustedes. Hemos de discutir cuidadosamente nuestro plan. Quiero ayudarles.

VIII

Debo retroceder ahora al momento de la lucha en el Parque Central. Cuando recobré el conocimiento, me vi acostado en una litera de la pequeña cabina de la nave de Turber. No parecía estar seriamente herido. Me senté, totalmente confuso al principio; luego, me volví a tender y me quedé escuchando el zumbido de la habitación, sintiendo que el camastro de metal vibraba debajo de mí.

Me dolía la cabeza, tenía el cabello apegotado por la sangre que me había salido de la herida causada por el tomahawk; estaba dolorido y arañado por todas partes. Pero me quedé tumbado, sintiendo que las fuerzas me volvían.

Estaba solo en la diminuta cabina. No era mayor que dos veces el tamaño de la cama. Había en ella un vago resplandor plateado; pude distinguir una ventanita con una chapa transparente. Vi también una puerta. La puerta estaba abierta de par en par.

Me puse en pie trabajosamente y me sostuve tambaleándome. Experimentaba una sensación muy rara, como si otra vez fuera a desmayarme. Mi revólver había desaparecido, también mi abrigo, mi sombrero y mi chaqueta.

Me acerqué a la ventana. La nave parecía estar posada a unos treinta o cuarenta metros por encima de la tierra. Miré incrédulamente un paisaje confuso, cambiante, que se iba disolviendo por momentos.

La nave estaba viajando en el tiempo. Pero recuerdo que en mi aturdimiento, hallándome sólo a medias consciente, no pude darme cuenta de lo que aquello significaba. Y de pronto sentí que me desmayaba. Me tumbé en la litera. Me desvanecí o me quedé dormido.

Me despertó un ruido que se produjo cerca de mí. Me incorporé rápidamente, esta vez recobrado del todo el uso de mi conocimiento y con la cabeza completamente despejada. Turber estaba allí en la cabina, mirándome.

—Bueno, ¿ha vuelto en sí por fin?

Me dejé caer sobre un codo.

—Sí. ¿Qué va usted a hacerme ahora? —De pronto me asaltó un pensamiento súbito—. ¿Dónde está Nanette?

—Se preocupa usted por ella, ¿eh? Consuélese, también ella se preocupa por usted. Y tiene motivos.

Estaba allí jugando con la cinta de sus lentes. Iba vestido como cuando lo había visto en el hospital. Me miraba con soma.

—En fin, está usted vivo, basta con eso.

Me moví para levantarme, pero me hizo seña de que volviera a tenderme.

—No se moleste. Nos fastidiaría usted si saliera. ¿Tiene hambre?

—No.

—Nanette y yo vamos a desayunarnos de un momento a otro.

—Tengo hambre —dije. 

Eso pareció divertirlo. Mi mente trabajaba ahora a toda marcha, completamente alerta. Pregunté:

—Estamos viajando en el tiempo, ¿verdad? ¿Adónde vamos? ¿Qué quiere usted hacer con Nanette y conmigo? Todo esto es muy extraño.

Estaba tratando de sonsacarle algo. Me esforcé en sonreír, como si mi situación fuera simplemente molesta y nada más.

—¿Puedo salir y comer algo con usted?

Se le ensanchó la sonrisa. Un canalla satánico, inescrutable. Respondió:

—Sí, claro que puede. —Y luego todo el rostro se le cambió como si se le hubiera caído una máscara en el momento en que preguntaba—: Usted, Edward Williams, ¿qué representa para Nanette?

Aquello me cogió completamente por sorpresa. Tartamudeé:

—Somos viejos amigos.

—¡Ah!, ¿sí?

Nuevamente cambió de expresión. Recompuso su antigua fisonomía. Sus cargados hombros se cargaron aún más al inclinarse hacia adelante mientras con los dedos se palpaba el chaleco inconscientemente.

—¿Sí? ¿Nada más que eso?

La pregunta me dejó atónito. Comprendí en aquel instante lo que no había sabido en toda mi vida: hasta qué punto Nanette había ido haciéndose para mí más y más indispensable, hasta convertirse en lo más querido del mundo.

Debí de ponerme a balbucir. Él me interrumpió.

—Es extraño que el destino lo haya colocado a usted en mis manos. —Ronroneaba de nuevo; parecía como un gato chupándose los labios y clavando en mí sus ojos—: Ella está enamorada de usted.

Concentré toda mi imaginación.

—¿Qué está usted diciendo? ¿Nanette enamorada de mí? ¡Qué tontería!

Mis palabras sonaban a hueco. Su negra mirada me traspasaba. Añadí audazmente:

—¿Por qué ha de preocuparse usted de semejantes cosas?

Me asombraba que no me hubiese matado ya. Él contestó no sólo mi pregunta, sino casi mi pensamiento.

—Una muchacha no significa nada, pero da la casualidad de que yo la quiero. Yo, Wolf Turber, el gran Wolf Turber. ¿No ha oído usted nunca hablar de mí?

Era un individuo completamente imprevisible. En la ironía de su tono había casi una mezcla de sinceridad.

—Y porque la quiero, ella tiene cierto dominio sobre mí mismo —añadió torcidamente—. Acabo de prometerle que no lo voy a matar a usted. Ella no piensa en otra cosa, así es que se lo he prometido para quitarle esa idea de la cabeza.

Me las arreglé para decir:

—Bueno, he de darles las gracias a los dos.

—No hace falta. En cuanto a Alan, el hermano de ella, no tenemos por qué preocuparnos de él, ya que se quedó muerto en el parque.

Eso me hizo sentir un escalofrío, pero no llegué a creérmelo del todo.

Un hombre apareció en la puerta.

—Wolf Turber, ¿quiere usted venir?

—Ahora voy, Jonas.

Turber se inclinó risueñamente hacia mí. A mi pesar, me encogí ante su cara maciza y risueña.

—No voy a matarlo a usted. Pero no hace falta que le hable de esto a Nanette: hay cosas que son más desagradables que morir rápidamente. Nos lo llevaremos con nosotros. Ella y yo vamos a llevarlo a mi gran ciudad. Y cuando lleguemos allí, lo verá a usted convertido en un repulsivo personaje, se lo aseguro. —Soltó una grosera carcajada—. Si ella lo quiere, dejará de quererlo en cuanto lo vea tal como estará entonces. —Se enderezó—. Quédese donde está. Cuando lo llame, puede salir, si me promete no hacer ninguna inconveniencia.

Salió y cerró la puerta.

IX

Aquel viaje por el tiempo en la nave de Turber pareció tener cuatro o cinco horas de duración. Unas horas muy apretadas de acontecimientos. Un cosmorama de remolineantes eones o diosecillos. Turber nos hacía retroceder en el tiempo. Yo no me daba cuenta de esa característica del viaje. Seguía tendido en la cabina pensando en lo que Turber había dicho, preguntándome qué podría yo hacer para escapar con Nanette. Y preguntándome si Alan habría muerto de verdad.

Luego, Turber me llamó para el desayuno. Vi que Nanette estaba pálida, solemne y muy silenciosa. Me habló con aparente indiferencia, cautamente. Yo siempre había conocido a Nanette como muchacha voluntariosa, muy dueña de sí. Ahora vi que estaba totalmente en guardia, silenciosa, dócil a las indicaciones de Turber, vigilante. Una vez, tuvo oportunidad de apretarme la mano y de murmurar:

—Ten cuidado, Edward; no lo irrites.

Turber parecía estar de un humor excelente. Se mostraba muy cortés con Nanette y muy amable conmigo, pero con un retintín de ironía en su amabilidad.

—Éste es un largo viaje, Williams, pero estamos bastante cómodos. Si se porta usted como un buen chico, lo dejaremos pasar a la sala de máquinas. Desde allí se disfruta de una vista maravillosa.

—¿Adónde nos dirigimos? —pregunté.

—A ninguna parte —dijo—. No nos estamos moviendo en el espacio. Nos hemos posado en lo que ustedes y yo solíamos llamar la orilla del río Hudson. ¿La recuerda? Casi al pie de la calle Ochenta.

Se complacía hablando, probablemente para lucirse delante de Nanette. Y porque así daba rienda suelta a su vanidad.

—Estamos retrocediendo en el tiempo, acercándonos casi al principio de la vida de la Tierra. Luego, en cambio, avanzaremos. Tengo que hacer varias paradas. Simples altos, aunque en el año 1664 tendremos que detenernos por más tiempo. Quizás hasta pasemos toda una noche. Es un mundo curioso el que existía aquí en 1664. —Soltó una risita—. Para mí, es un pequeño tesoro. Me proporciona oro y joyas. El dinero, como ustedes saben, es un arma poderosa.

En el desayuno sólo estábamos los tres. El interior de aquella nave de treinta y tantos metros parecía bastante espacioso, pero daba la impresión de que había poca gente a bordo. Turber hizo una vez referencia al hecho de que aún nos quedaba gente por recoger. Aunque la que vi entonces constituía ya una tripulación abigarrada. Había varios hombres: morenos, blancos, de cuerpos esbeltos, vestidos con simples pieles de animales, frentes huidizas y brazos de gorila. Hombres de una época primitiva, recogidos por Turber para llevar a cabo turbios fines. Parecían estúpidamente dóciles, como animalitos.

Había un individuo que semejaba ser el extremo opuesto. Turber lo llamaba Jonas. Era un hombre de unos treinta años, bajito y esbelto, con una larga túnica blanca y un turbante dorado en la cabeza. El rizado cabello le caía hasta la base del cuello. Su piel era de una blancura pálida. Sus rasgos estaban delicadamente moldeados; su nariz era fina, la boca, de labios bien modelados. Se mostraba obsequioso con Turber, recordaba un poco a Lea y a San. Conjeturé que debía de pertenecer al mundo de esos dos.

El gigante indio, el de la nariz chata y aplastada, el piel roja al que Turber llamaba Chato, era, como supe más adelante, un indio mohicano del Estado de Nueva York.

Sí, una tripulación abigarrada en la que había incluso una mujer. Turber la llamaba Josefa y fue la que nos sirvió el desayuno. En su rostro, había una belleza un tanto bárbara, formada por una mezcla de razas. Hablaba inglés con alguna que otra palabra española.

Nos sirvió con un mal humor manifiesto, que contrastaba con la jovialidad de Turber. Cuando pasó la mujer, Turber intentó hacerle una grosera caricia. Ella se apartó con un respingo, y él me guiñó un ojo.

Aquel incidente, que Nanette no observó, era bastante claro. Y un momento más tarde vi cómo la mujer se detenía a mirarnos, contemplando con gran fijeza a Nanette y a Turber. Y en sus ojos había una llamarada de odio.

X

Acabado el desayuno, Turber se puso en pie.

—Vengan conmigo a la sala de mando. Desde allí podremos ver mejor.

En la sala de mando sólo estaba el Chato. Se hallaba sentado ante sus instrumentos y esferas. Alzó un rostro inescrutable y nos miró a Nanette y a mí.

—Nos sentaremos aquí —dijo Turber—. Nanette a mi lado.

A mí, me empujó con vehemencia. Me senté junto a una ventana. Vi que Josefa nos miraba desde el corredor. Turber le habló al piel roja:

—¿Has estado haciendo paradas, Chato?

—Sí —respondió el indio con una entonación gutural—. Pero no he visto ningún sitio donde pudiéramos detenernos.

—Bueno, seguiremos adelante. —Se volvió hacia mí—. Esperábamos que en estas edades primitivas pudiera existir por este sitio algún animal prehistórico muerto. Uno que tuviera colmillos. En los tiempos civilizados, el marfil alcanza un buen precio. —Se sentó junto a Nanette—. Tal vez no, nos paremos en ningún lado, pequeña. A no ser en 1664. Estoy impaciente por establecerme contigo. Tendremos una vida maravillosa, con riqueza y poder. Te sentirás orgullosa de mí.

No pude escuchar lo que ella respondía. Sólo vi que se apartaba de sus caricias.

Me daban vueltas las ideas en la cabeza. Nanette y yo teníamos que escapar, pero ¿cómo? Si la nave se detenía en cualquiera de estas épocas primitivas, ¿podría yo arrancar a Nanette y huir? Era una aventura inconcebible. Pero, ¿y en 1664? Si nos deteníamos allí a pasar una noche, yo podría formar entonces mi plan y Nanette y yo nos quedaríamos a vivir en la pequeña Nueva York anglo-holandesa.

Por el momento, no podía hacer nada y me dedicaba a escuchar la voz molesta de Turber y a mirar el enorme escenario que se divisaba desde la sala de control, situada en la proa de la nave.

Era un tremendo cosmorama. Seguíamos posados, inmóviles, a unos sesenta metros de altura. El mismo espacio, pero cambiando de una manera increíble. Turber estaba explicándole a Nanette:

—Estamos a unos mil millones de años antes de Jesucristo. Es bastante tiempo, ¿no te parece? Pero ahora vamos a avanzar muy aprisa.

Yo contemplaba un paisaje gris y neblinoso en el que los colores de la naturaleza se fundían unos con otros en una carrera de siglos. Toda la escena tenía un aspecto fantasmal y, sin embargo, sólo yo era el fantasma en movimiento; aquellas cosas que veía eran las realidades.

Mientras cruzábamos aquellos primeros siglos, me imaginaba los enormes cataclismos de la naturaleza que debía estar sucediendo entonces. Íbamos demasiado aprisa para poder apreciar los pequeños detalles. Pero los grandes cambios eran evidentes. Las montañas surgían y volvían a hundirse, la vida luchaba, se adaptaba y, pacientemente, iba adoptando nuevas formas.

Transcurrieron así unas dos horas durante las cuales estuve mirando sin olvidar mi preocupación y escuchando cómo Turber seguía hablándole a Nanette. Le oí decir:

—Ahora vamos a entrar en el último millón de años antes del advenimiento de Cristo.

Me pregunté por qué Turber estaría haciendo un viaje por estos siglos. A Nanette le había dicho que era para enseñarle el espectáculo. A mí, que era para recoger los colmillos de algún mastodonte prehistórico. Pero yo no me lo había creído, sobre todo cuando vi que no ponía interés alguno en pararse en ningún sitio.

Por fin, pude aclarar la cuestión: el motivo verdadero que tenía para realizar un viaje tan largo en el tiempo. El llamado Jonas, a quien yo juzgaba coetáneo de Lea y de San, entró en la sala de mando. Se paró ante Turber. Hablaron un momento en voz baja, pero conseguí escuchar parte de su conversación.

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