¡Enigma!

¡Enigma!


¡ENIGMA!

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—Entonces, ¿cree usted, Jonas, que hemos logrado evadirnos de ese maldito visor del tiempo?

—Creo que sí.

—Lentz habrá hecho todo lo posible para engañarlos.

Ni el hombre ni la frase significaban nada para mí. Pero Alan habría comprendido al momento.

—Sí, tiene usted razón. Aunque le advierto que Lea y San son tercos como muías. Tendrá usted que hacer planes, jefe, para apoderarse de esa torre.

Turber sonrió torcidamente.

—Eso supongo. Pero hasta ahora no he tenido tiempo, Jones. Si Lentz tuviera un poco de sentido común, ya él me habría hecho el favor de destruir la torre.

—¿Quedándose él mismo en la estacada? Es usted demasiado optimista, jefe. Lo lógico es que Lentz quiera incorporarse a nosotros.

Yo sólo podía entender a medias. Me parecía que Turber estaba escapando a un tipo u otro de persecución y que necesitaba que en 1664 no hubiera nada que pudiera interponerse en sus planes de hacer esa parada en el tiempo. Naturalmente, yo no podía saber que en aquellos momentos Alan corría en la torre para venir en nuestra ayuda.

Hubo un momento en que Nanette y yo nos quedamos solos. Turber salió de la habitación con Jonas. El piel roja se quedó sentado frente a sus esferas. Pero se hallaba a alguna distancia de nosotros y, además, estaba vuelto de espalda. Me acerqué a Nanette, la toqué y susurré:

—Nanette, estamos solos, no creo que el indio pueda oírnos.

—¡Edward, por Dios, ten cuidado!

—Mira, Nanette, vamos a pararnos en el año 1664. Según dice Turber, llegaremos cuando ya haya anochecido y pasaremos allí toda la noche.

—Sí, eso ya lo he oído. Pero, Edward...

—Yo voy a intentar lo imposible para que salgamos entonces de aquí. No puedo decirte todavía cómo. Pero aprovecharé la menor oportunidad.

Sonaron pasos detrás de nosotros. Mi corazón dio un vuelco. Casi me incorporé en mi asiento.

La mujer llamada Josefa estaba inclinada sobre nosotros. Al observar mi movimiento, siseó:

—¡No se mueva usted, loco! —Su mirada se dirigió hacia el indio, que estaba al otro lado de la sala—. Va a oírlo a usted. Quédese sentado.

—¿Qué quiere usted?

—Voy a decírselo. Sólo disponemos de un momento antes de que vuelva Turber.

—¿Cómo? ¿Qué quiere usted decirme?

—Esto. Cuando nos detengamos por la noche en el bosque, procuraré encontrar la manera de ayudarles. Me las arreglaré para que puedan escapar usted y esta muchacha. Pero llévesela. Lejos. Que Turber no vuelva a verla nunca.

Aquello no podía hacer más que alegrarme. Susurré con vehemencia:

—De acuerdo. Eso es lo que deseo. Pero, ¿cómo podrá usted...?

—Ya encontraré la forma. ¡Cielo santo, aquí...!

Vio a Turber, que se acercaba por el corredor. Murmuró rápidamente:

—Ustedes, estén preparados.

Dio media vuelta, y se marchó. Nanette tenía la cabeza agachada, hundida como estaba en su pensamiento. Yo seguí con la mirada a la mujer y vi cómo se cruzaba con Turber en el corredor. Éste la paró, le pasó un brazo por el cuello y la besó. Esta vez, ella no opuso resistencia. El individuo se acercó luego a nosotros.

—¡Ah! Está usted entreteniendo a mi pequeña Nanette, ¿eh?

—Ya sólo nos separa medio millón de años de la época de Cristo.

Dos mamíferos habían aparecido. Se acercaba el final de los grandes reptiles. La naturaleza había cometido un error y ahora se ocupaba en rectificarlo. Los gigantes, en su situación de inferioridad por su enorme tamaño, su mole inadaptable y su pequeño cerebro, se veían amargamente acorralados en la gran lucha por la existencia. Estaban desarrollándose criaturas más pequeñas, más ágiles de cuerpo, de cerebro más vivo. Se adaptaban mejor al nuevo ambiente creado por los grandes trastornos telúricos. Vivían, medraban.

En los minutos siguientes, vimos desde las ventanas cómo los reptiles gigantescos iban siendo derrotados. Florecían los mamíferos, que iban ganando en corpulencia y adaptabilidad. Estaban allí los lémures. Y luego aparecieron los antropoides. Monos de forma humana que surgían en las selvas exuberantes. La época estaba madura para el hombre.

Y vi entonces como la vida entera era derrotada por un cataclismo glacial que durante unos segundos llegó a envolver a nuestra nave, y en seguida pasó la época de los hielos. Tierras y mares volvieron a surgir en sus grises contornos. Los grandes fantasmas de la jungla aparecían de nuevo, pululantes de seres vivos. Los gigantescos mamíferos, al igual que antes les había pasado a los reptiles, perdían la batalla. Sobrevivían las criaturas más pequeñas. Y el hielo volvió otra vez, y pasó. Y una vez más. Enormes cambios climáticos. ¿Es que el eje de la Tierra estaba cambiando su inclinación? Eso creo.

Pasaban las edades glaciales. El hombre monoide llevaba ya medio millón de años rondando por Java. Vagabundeando y extendiéndose.

Doscientos mil años y, ya menos monoide, el hombre de Heidelberg vagaba por Europa y por Asia quizá. Me pregunté si aquí en este espacio de la ciudad de Nueva York podía haber habido hombres como monos en aquellas edades. Como no nos detuvimos, no puedo decir nada.

Se retiraron los glaciares. La raza de Neanderthal iba dejando paso a formas superiores. Los hombres de Cro-Magnon luchaban con su pensamiento primitivo.

La razón había llegado. El hombre, el verdadero género humano, estaba por fin en la Tierra, su Tierra. Se alzaba ahora luchando contra el ambiente y contra todos los esfuerzos del mundo bestial por aplastarlo.

El indio, que seguía ante las esferas, dijo bruscamente:

—Veinticinco mil años antes de Jesucristo.

—¡Ah! —dijo Turber—, ya estamos en la época de la civilización, querida Nanette. Aquí empieza. Cuando llegue a su punto culminante, yo seré el dueño de todo y gobernaré el mundo... contigo.

Le pasó los dedos por el cabello. ¡Enigmático e insondable granuja! A mí me ignoraba completamente, como si no existiera, a pesar de que lo estaba mirando con todos los nervios en tensión.

Y lo peor es que yo había jurado que se estaba comportando con absoluta sinceridad. Sus dedos pasaban suavemente sobre los cabellos de la muchacha;

—Gobernar el mundo, Nanette. He elegido para eso el tiempo más grandioso, la época cumbre de la civilización. Seré el dueño y tú serás la dueña. Un destino maravilloso para ti, niña mía.

Se quedó aguardando unos momentos. Luego, murmuró torpemente:

—Sí, ya veo...

Frunció el ceño. Luego siguió hablando con voz dolida:

—Todavía no me quieres. ¡Oh, Nanette! ¿Es que no comprendes? Lo que necesito es tu amor. No a ti, sino a tu amor.

—Sí —dijo ella—, comprendo.

Me recorrió un relámpago de dolor. Aquel gran granuja impresionaba. Siguió hablando muy en serio:

—Creo que habrá una gran batalla, Nanette. Pero ganaremos. Conquistaremos el gran Nueva York de 2445. Y tú seguirás viviendo tu vida en una época 500 años más avanzada que la de este mundo en que nacimos tú y yo.

Se volvió hacia la ventana. Se quedó mirando el espectáculo con ojos pensativos y fue explicando:

—Éste es el espacio de muchos milenios anteriores, Nanette. En toda la Tierra, en estas eras antes de Cristo, el hombre va dejando por doquier la huella de su lucha. Menos aquí. Aquí sigue estando todo vacío, sin el menor rastro del hombre civilizado. Pero los contornos son familiares. Mira, puedes verlo, Nanette; reconocerás el paisaje. El océano está al este de nosotros. Mira las playas, las islas. Debajo de nosotros, está Manhattan. ¡Ve más despacio, Chato! Recuerda que tenemos que parar en la noche convenida de 1664. ¡Más despacio! No quiero que ninguna sacudida pueda hacer daño a mi pequeña Nanette.

Su voz continuó explicando.

Yo veía cómo íbamos pasando a través de los siglos a una velocidad cada vez menor y entrábamos en la Era cristiana. Luego, venían los primeros mil años después de Jesucristo. Los mongoles habían llegado desde el mundo oriental, se habían establecido aquí y aquí vivían, aislados en este continente remoto. Sin contacto con el resto del mundo, permanecían en el mayor atraso. Salvajes primitivos. Los veíamos ahora aquí, pieles rojas con sus tiendas cónicas montadas en los bosques que se alzaban por estas cuestas; sus fuegos de señales elevando sus humos sobre los árboles; sus canoas de corteza flotando sobre estas aguas protegidas por el follaje. Pero la huella que dejaban en la naturaleza era demasiado pequeña para que pudiésemos advertirla.

Hombres colocados a mayor altura en la escala de la civilización estaban entonces en Europa. Pensando, planteándose problemas. Pronto se aventurarían y llegarían aquí.

1492. Colón ha zarpado hacia el Oeste. Ha buscado el paso a China y no lo ha logrado. Pasamos 1550, 1600 y 1609 transcurrieron en pocos segundos. Ya había estado aquí Henry Hudson. Aquellos días transcurrían ante nuestras miradas como un relámpago. Iba todo tan rápido, que no veíamos nada. Pero yo contemplaba la escena con los ojos de mi imaginación. Delicados barquitos que se aventuraban por estos pasajes. Que abandonaban nuestra isla y navegaban río arriba, dejando atrás lo que había de ser la moderna Albany, buscando el paso a China, avanzando corriente arriba por el estrecho río y decidiendo luego con entera corrección que no era fácil hallar el camino hacia China. Se volvían desalentados.

Turber exclamó:

—¡Por fin, ya están aquí!

La presencia del hombre civilizado. Algo que había surgido del trabajo de las manos del hombre se veía a través de las ventanas de la nave. Débiles contornos de lo que podían ser casas se iban materializando en los pantanos de las tierras bajas de Jersey: una colonia. Perduraba y crecía. Y después, otra, con nuestra isla ya a la mano.

Hacia el Sur, en la punta extrema de Manhattan, aparecía el perfil de un fuerte que perduraba y se iba robusteciendo. En un santiamén, como pollitos que se congregan en torno a la gallina madre, surgían pequeños edificios. Al principio, todos dentro de la empalizada.

Habían llegado los holandeses. Empezaba a existir Nueva Amsterdam. Los comienzos humildes y belicosos de la gran ciudad. A pesar de las luchas, persistía, iba creciendo. Sombras diminutas de casas se unían a las sombras que habíamos visto antes. Todas en el extremo inferior de la isla, con los salvajes rondando en torno.

Transcurrían los años. Los tenaces holandeses prosperaban. En todas las orillas distantes veíamos cómo iban apareciendo los pequeños asentamientos. En el afanoso escenario, los holandeses iban dejando la huella de su trabajo. La guerra con los indígenas, los combates con los suecos.

Nos íbamos acercando a nuestro destino. La nave avanzaba lentamente en el tiempo. Pronto incluso llegamos a distinguir colores en la escena. Silenciosas llamaradas de lo que parecía ser sucesión de días y de noches.

Turber se puso en pie.

—Quédate sentada muy quieta, Nanette. Agárrate a los brazos de la butaca; no te asustes.

Se acercó al piel roja. Se inclinó sobre el tablero de mandos.

—Elige la noche exacta; no vayas a equivocarte.

—No.

Hubo un largo período de luz diurna. ¿Largo? Podía haber durado dos o tres segundos.

Oscuridad luego. Otra vez luz. El corazón me palpitaba con fuerza. Vi cómo en el corredor Josefa estaba muy quieta, reclinada contra la pared.

Otra vez la oscuridad afuera. La cabina se detuvo, perdió la vibración zumbadora. Y oí que Turber decía:

—No está mal. No es mucho después de la puesta del sol.

Estábamos suspendidos en el aire, cerniéndonos sobre el río.

Era una tranquila noche estrellada. Las primeras horas del anochecer. Las hélices horizontales de la nave seguían girando. Podía oír cómo cortaban el aire. Suavemente, fuimos descendiendo a tierra, rodeándonos las profundidades del bosque y con el río deslumbrante a nuestro lado.

XI

Nanette y yo seguíamos sentados muy quietos. La figura de Josefa había desaparecido del corredor. Turber se había marchado apresuradamente después de ordenarnos a Nanette y a mí:

—No os mováis. Quedaos sentados en vuestras butacas.

En la sala de mando, nos quedamos Nanette, yo y el indio. Éste no había reparado en nosotros durante todo el viaje, pero ahora no nos perdía de vista. Se mantenía en pie a pocos metros, como una estatua erguida en la penumbra, vigilándonos estrechamente. Del cinto, le colgaba un tomahawk; con la mano derecha, empuñaba una modesta pistola automática.

Fuera y dentro de la nave, se percibía una gran agitación. Ruido de pisadas, un barullo de voces. Por las ventanas, pude distinguir una oscura faja de selva en la que destacaba la dorada luz de un cercano fuego de campamento. Y el resplandor del río plateado por las estrellas.

Le dije a Nanette en un susurro que por ahora nos era imposible hacer nada, en vista de cómo nos estaba vigilando el indio.

Turber volvió a entrar. Llevaba al cinto una corta espada y un revólver metido en su funda.

—Buenas noticias —le dijo a su piloto—. Ya: llegan. Traen la cosa por el agua, río arriba.

Su servidor contestó con un gruñido. Turber siguió:

—Tardarán unas cuantas horas, Chato. Pero los primeros están casi llegando. Se ve ya una canoa.

Estaba muy contento. Se iba a marchar ya otra vez, pero lo llamé.

—Doctor Turber.

Se volvió. Se quedó mirándome.

—Déjenos salir y verlo todo —rogué—. ¿Qué es? ¿Su tesoro quizá?

—También a mí me gustaría salir —dijo Nanette, clavando las uñas en el brazo de la butaca.

—Bueno... —vaciló—. La verdad es que me gustaría que vieses toda esta riqueza que llega ahora a nuestras manos.

Le dio ciertas instrucciones al indio. El delicado Jonas apareció entonces en el corredor. Gritó excitadamente:

—La primera canoa está a punto de atracar, Wolf Turber. Ya se ve otra. ¿Va usted a venir?

Turber salió a toda prisa. Le pedí al piel roja:

—Déjenos salir y ver lo que pasa.

—Vengan, pues.

Nos empujó por delante de él, por el corredor, hacia la salida principal, situada a un costado. No vi a Josefa.

—Ten cuidado, Nanette.

La ayudé a descender por la empinada escala. Chato nos vigilaba con gran cuidado. Ordenó:

—Sentaos aquí. No os mováis.

Nos señalaba la troza de un árbol gigantesco caído a unos doce metros del vehículo. Al resplandor de la hoguera, yo veía las figuras sombrías y borrosas de indios que se movían de un lado a otro. Un grupo de ellos aguardaba junto a la orilla. Los acompañaba un holandés gordo, redondo como un barril, con jubón de cuero y pantalones ceñidos. Hablaba en un inglés chapurreado.

—¿No se lo dije a usted, Wolf Turber? Lo he hecho, lo he hecho, he traído el tesoro. Ven aquí, mujer. —Su esposa estaba en pie junto a un árbol—. Este es el gran Turber, mujer. ¿Podremos irnos ahora con usted, Wolf Turber?

—Sí.

—Me alegro de levantar el vuelo. ¿Sabe usted que los ingleses se acercan?

—Sí —contestó Turber.

Se volvió hacia la costa. El holandés lo siguió.

—Nuestro barco está aquí. Carga las cosas, mujer. Llévalas allí, a esa nave aérea. Vamos a ir a un mundo mejor, querida.

La voz del holandés se perdió en la lejanía.

Nanette, sentada junto a mí, permanecía inmóvil. Pero yo sabía que ella estaba alerta... esperando lo que yo pudiera ordenarle. Cuchicheé:

—Todavía no. El indio está aquí, muy cerca. No veo a Josefa. Pero estoy buscando la oportunidad para escaparnos.

Me respondió la presión de su mano. ¡Brava, mi pequeña Nanette!

El indio parecía no quitarnos la vista de encima. Seguía empuñando la automática; yo no podía hacer ni un solo movimiento.

¿Dónde estaría Josefa? Si ella pudiera distraer al indio aunque fuera sólo un momento...

Pasaron cinco minutos. Diez minutos. Mi mente se volvió hacia Alan. ¿Habría muerto? En realidad, Alan y la torre estaban en este instante materializándose en el bosque a menos de una milla de distancia.

En el río apareció una gran canoa india de guerra. Se dirigía a la caleta. Sus remos brillaban acompasadamente a la luz de las estrellas. Atracaron. Vi que estaba llena de pesadas arcas. Los indios comenzaron a transportarlas al avión. El holandés y su esposa iban arriba y abajo con los efectos de su ajuar.

Turber y Jonas daban órdenes. ¡Entonces vi a Josefa! Estaba abajo, junto a la costa. Habló algo con Turber. La vi que se acercaba a un arca rota y sacaba de ella un gran brazalete. Turber lo examinó y se lo devolvió a la mujer, alejándose luego.

Josefa se acercó a nosotros. No me moví. Se plantó ante el Chato.

—Mira lo que me ha dado Wolf —le dijo—. ¡Qué joyas tenemos ahora! Esto me gusta más que todo el oro y el platino que tiene Turber.

Estaba de pie ante el Chato, tapándole la vista. Él la apartó a un lado.

Me maldije a mí mismo. ¿Había venido mi ocasión marchándose en el mismo instante? No había durado más que un instante. Chato habría disparado contra nosotros dos, si Nanette y yo hubiéramos intentado la fuga, antes de que pudiéramos haber corrido diez pasos.

Capté una significativa mirada de Josefa. Estaba tratando de darme una ocasión. Nanette se dio cuenta de mi agitación. Ella sabía que el momento estaba encima. Josefa dijo:

—Turber lo necesita a usted, Chato. Un cofre ha caído al agua. Esos indios estúpidos, ¿no son mohicanos como usted, verdad, Chato? No se atreven a bucear un poco en el agua ni siquiera a cambio de unas joyas.

El piel roja dudó. Afortunadamente, Turber no estaba a la vista. Había un indio que intentaba vadear hasta un punto próximo a la orilla.

—Esos esclavos...

—Turber me dijo que vigilara yo a éstos. Y que tuviera cuidado. ¡Dios mío! Como si yo no supiera disparar mejor que usted. Deme ese cacharro.

Cogió la automática. Se acercó aún más a él. Tenía el rostro resplandeciente; los labios, húmedos. Él soltó del todo la pistola; y de pronto la atrajo hacia sí y la besó con fuerza.

—¡Indio loco! ¡Que no te vea nunca Wolf Turber hacer esto! Y ahora vete, demuéstrales a esos esclavos que tú no le temes al agua cuando hay joyas en el fondo. Yo vigilaré a los prisioneros.

Nos apuntó con la pistola desde unos diez pasos de distancia.

—¡Vuelve pronto, Chato! —gritó.

El piel roja se marchó. Ella se quedó inmóvil. Su mirada exploraba los alrededores. Cuando comprobó que nadie nos vigilaba, hizo un ademán con la automática.

—¡Váyanse! ¡Corran hacia el Sur, hacia el pueblo! Dentro de un momento dispararé... Luego, diré que corrieron hacia el Norte. ¡Corran todo lo que puedan!

—¡Nanette, corre! —dije.

Le cogí la mano, nos deslizamos entre la maleza y corrimos.

XII

En la torre, Alan, con Lea, San y Lentz, volvieron rápidamente a esta noche de 1664. San condujo la torre a la mayor velocidad posible, por lo que el viaje duró menos de una hora.

Al principio, estuvieron sentados en la habitación inferior. Alan no podía decidirse en cuanto a Lentz. El hombre parecía bastante leal. Se mostraba ansioso por ayudar y la verdad era que su presencia parecía una ventaja. Pero Alan decidió vigilarlo de cerca, sin un momento de respiro.

Tanto Lea como San parecían confundidos por la aparición de Lentz en la torre. Eso se veía a simple vista; y varias veces Alan pareció leer en los rostros de los dos hermanos que también ellos sospechaban de Lentz. San dijo algo y Lentz sirvió de intérprete:

—San tiene que quedarse en la torre. Quiere que usted comprenda que no puede hacer otra cosa.

—Sí, lo comprendo.

—Y Lea dice que ella quiere ir con usted...

La nave de Turber estaba junto a la orilla, a menos de una milla de donde la torre se posaría. El plan de Alan era marchar escondiéndose hasta la nave.

—¿Qué armas tiene usted? —preguntó Lentz.

Alan mostró su revólver. Lentz alargó la mano para cogerlo.

—No —dijo Alan—. Yo lo llevaré. Y usted, ¿qué lleva?

Lentz sacó un cuchillo, un largo y delgado machete enfundado en su vaina. Alan se preguntó qué otra arma llevaría. Por un instante, tuvo el impulso de registrarlo. Pero decidió que sería una acción inoportuna. Sonrió:

—Eso puede ser más manejable que mi revólver. Mi arma hace ruido. ¿Vendrá usted conmigo, Lentz?

—Sí. Es lo que creo mejor. He estado a menudo por estos bosques... con los instrumentos. Puedo servirle de guía.

—¿Y yo? —preguntó Lea.

—Usted se queda aquí —dijo Alan con decisión.

Ella rompió en un torrente de palabras dirigidas a Lentz.

—Dice que ella habla el dialecto de estos indios del 1664. Que lo ha estudiado en los libros de lenguas muertas... Que puede hablarles a los indios. Que estuvo una vez aquí... y que ellos creyeron que ella era una diosa.

Lea añadió:

—Sí. Sí... mágica... esta torre.

—Quiere decir —aclaró Lentz—, que ellos vieron la torre. Creyeron que era un milagro... dice que, si nos encontramos con una banda de salvajes, ella puede conseguir que nos ayuden.

Alan no aprobó esto. Había que actuar aprisa; no podían estar seguros de cuánto tiempo seguiría allí la nave de Turber.

—No —dijo—. Dígale a Lea que creo que es mejor que no venga. Iremos usted y yo, Lentz. Es preferible que ella y San se queden en la torre.

Lea estaba disgustada, pero se conformó.

Cuando el viaje estaba terminando, San siguió en los mandos; los demás fueron al observatorio de la parte alta de la torre. Era una noche tranquila, estrellada. Experimentaron una sacudida y luego todo quedó inmóvil.

Alan vio que estaban en el medio de un extenso bosque. Desde lo alto de la torre, se divisaba claramente el distante Hudson. Hacia el Sur se veían algunas luces de la pequeña ciudad de Nueva Amsterdam.

—Allí es donde está Turber —dijo Lentz.

—Sí —asintió Leo.

Y señaló al Sudeste. A una milla aproximadamente en esa dirección se veían unas luces de hogueras. El campamento de una banda de indios, tal vez.

Alan trató de retener lo mejor que pudo la topografía de esta extraña comarca. Un bosque intensamente oscuro y siniestro. Y, sin embargo, Alan había nacido aquí, ¡en este mismo espacio! Había vivido aquí toda su vida. Esto, en 1962, se convertiría en el Parque Central. La nave de Turber estaba en lo que Alan conocía como Riverside Drive. Pero, ¡cuán diferente ahora!

Por el río Hudson, una gran canoa marchaba hacia el Sur. Parecía dirigirse hacia la nave de Turber.

Volvieron a la habitación inferior. A través de las ventanas, podían ver los troncos de los árboles, muy próximos unos a otros, formando un muro impenetrable.

—Lentz, dígales que vigilen atentamente y que, al menor signo de peligro, se marchen con la torre.

Lentz se lo dijo a los dos hermanos y éstos asintieron solemnemente. Lea le dio la mano a Alan. De nuevo, como siempre, el roce de la mano de ella lo estremeció. Lea dijo:

—Hasta luego, Alan. Buena suerte.

—Hasta luego, Lea.

Una vez en el bosque, Lentz y Alan se abrieron paso por la maleza.

—Guíe usted —cuchicheó Alan.

Se sentía más seguro con Lentz por delante de él. Pero se dijo que su prevención era insensata; Lentz parecía portarse en todo amistosamente.

—Silencio, no hagamos ruido. En estos bosques, al parecer, hay salvajes por todas partes.

Fue una dura, pesada caminata. La maleza era densa; había grandes árboles derribados; de vez en cuando, algún arroyuelo; profundas y solemnes cañadas, con el suelo cubierto por una espesa capa de hojas muertas y grandes helechos. Y la sólida pared de árboles. Zarzas, escaramujos, abedules blancos a veces, brillando como fantasmas, en la oscuridad.

Silencio, un silencio siniestro. A cada chasquido de una ramita al quebrarse, el corazón de Alan daba un brinco. Los indios de esta selva sabían deslizarse tan silenciosamente... Alan tuvo la impresión una docena de veces de que estaban siendo seguidos.

—¿Dónde estamos, Lentz? Espere un minuto.

Cruzaron peligrosamente bajo la copa de un árbol caído. Lentz esperó a Alan al otro lado y le tendió la mano para ayudarlo.

A Alan le pareció que había sido una locura el llevar consigo a Lentz. Su desconfianza iba creciendo, aunque comprendía que era irrazonable.

—¿Dónde estamos, Lentz?

—A mitad del camino, creo. O algo más. Pronto veremos las luces de las hogueras.

Se pusieron de nuevo en marcha. De pronto, Lentz se detuvo bruscamente. Alan podía verlo, inmóvil, a unos diez pasos delante de él, mirando con fijeza al tronco de un árbol.

—¿Qué pasa?

Alan avanzó hasta ponerse a la altura del otro. Dos ojos brillaban inmóviles en el tronco del árbol, por encima de ellos. Alan, impulsivamente, empuñó su arma, pero Lentz lo detuvo.

—¡Calma! Es algún animal.

No era un indio. Alan suspiró. Desde luego, ningún ojo humano puede brillar como esos que veía ahora en la oscuridad.

Tal vez fuera un gato montés. Los ojos se movieron; hubo un débil ruido de ramaje, el animal desapareció.

—Un disparo habría estropeado todo —cuchicheó Lentz—. Vamos.

Una vez más se pusieron en marcha. Las estrellas estaban casi ocultas por el estrecho entrelazamiento de las copas de los árboles. Hacía mucho tiempo que Alan había perdido el sentido de la orientación. Este espacio... calle Ochenta y Seis... desde el Parque a Riverside Drive. ¡Qué distinto era ahora!

Estaba perdido. Seguía a Lentz. Pero le parecía que éste torcía demasiado a la izquierda. Una vez dijo Alan:

—¿No será mejor coger por este sendero?

—No. Creo que no. Ése va al Norte; este de delante va al Oeste.

En Alan persistía la sensación de que iban mal encaminados.

—¡Lentz! —cuchicheó.

Se detuvieron juntos. Había algo por delante de ellos en el bosque. Figuras humanas, humanas sin equivocación posible, estaban espiándolos. En el silencio, Alan podía casi oír los latidos de su corazón. No se atrevía a moverse; el crujir de una ramita habría sonado como un disparo.

Un momento. Luego, se oyó un roce prolongado. Las figuras se movían. Iban corriendo.

La maleza se quebraba bajo ellos. Habían viste a Alan y a Lentz y habían empezado a correr. A los pocos pasos, llegaron a un claro lleno de luz estelar. Alan los vio con toda claridad.

Jadeó y luego llamó con suavidad, cautelosamente:

—¡Nanette, Ed, deteneos! Soy Alan.

Éramos Nanette y yo que corríamos perdidos.

XIII

Nos quedamos un minuto todos en el claro del bosque cambiando rápidos susurros. El tipo llamado Lentz, que, desgraciadamente, yo no sabía entonces quién era, se mantuvo distanciado unos cuantos pasos. Prestaba oído atento a los rumores que llegaban del bosque. Luego, se acercó a nosotros.

—Me temo que nos hayan oído. ¿Les siguió alguien? —preguntó, dirigiéndose a mí.

Nanette y yo habíamos temido que nos persiguieran, pero nadie había corrido detrás de nosotros. Habíamos procurado dirigirnos hacia el Sur, ya que Josefa nos había prometido que lanzaría a nuestros perseguidores en dirección opuesta. Ella iba a disparar un tiro para hacer más verosímil su invención de que nos habíamos escapado de su vigilancia. Pero el caso era que no habíamos oído ningún disparo. Ni Alan, ni Lentz. Y, en aquel silencioso bosque, el disparo habría tenido que oírse con toda claridad.

Nanette y yo estábamos completamente extraviados. Me di cuenta de eso cuando traté de decirle a Alan el camino que tendríamos que seguir para llegar a la torre.

Deberíamos ponernos en marcha inmediatamente —dijo Alan.

Señaló a Lentz y susurró:

—Puede que me equivoque, pero no me fío lo más mínimo de ese individuo.

No llegábamos a ponernos de acuerdo sobre dónde estábamos ni en la dirección que debíamos seguir para llegar a la torre.

—Oiga, amigo.

Se acercó a nosotros. Alan cuchicheó:

—¿Qué dirección propondría usted?

El resplandor de las estrellas era demasiado débil para poder alumbrarnos. Sugerí:

—Treparé a uno de estos árboles. Si consigo ver el fuego de campamento que está por la parte de Turber...

Pero eso requeriría demasiado tiempo. Era indudable que una partida de indios estaría ya buscándonos. Podrían cortarnos el paso a la torre o descubrir la torre misma.

—Creo que es por aquí —dijo Lentz.

A mí me pareció que tenía razón aquel individuo.

—Pero, entonces, caminaríamos hacia el Sur

—objetó Alan.

A mí no me parecía eso. Lentz replicó:

—Antes les guie mal; me equivoqué. Pero ahora estoy completamente seguro.

Su franqueza nos convenció. Empezamos a caminar detrás de él; Alan y yo ayudábamos a Nanette. Caminábamos despacio y con cuidado. Hacíamos el menor ruido posible. Llegamos a una ligera elevación del terreno. Delante de nosotros, se mostraba un ligero fulgor de agua.

—¡Alan, mira!

—Ése es el río East.

—Sí, eso creo.

Por lo menos, lo parecía; brillaba muy débilmente entre los árboles. Lentz no lo había visto o lo había pasado por alto. Pero se dio cuenta de que nos habíamos parado; dio media vuelta y se acercó.

—¿Qué pasa? —le preguntó a Alan.

—Esa agua, el río. Vamos en dirección equivocada.

Me di cuenta de que estábamos en un claro.

—No nos quedemos aquí, Alan. Podrían vernos.

Casi en un ataque de pánico, abandonamos el montículo y nos acurrucamos en la espesura que había al pie. Lentz susurró:

—El río está al Este. Por tanto, la nave de Turber está en el otro río. —Señaló detrás de nosotros—. Entonces, la torre debe de estar en esa dirección.

Eso parecía. Empezamos a caminar de nuevo casi formando un ángulo recto con la dirección que habíamos traído antes. Así nos arrastramos durante una media hora. Parecía una pesadilla.

En lontananza oímos el ulular lúgubre de una lechuza. ¿O no era  una lechuza?  ¿Sería  quizás alguna señal de los indios?

Yo tenía los nervios en tensión; temblaba y esforzaba la vista y aguzaba los oídos. Era difícil impedir que Nanette cayera. Parecía como si el ruido que formábamos fuera repercutiendo por todos aquellos bosques. No sé cuánto nos habíamos alejado. Tal vez millas.

Delante de nosotros, brilló una débil luz. ¿La torre? Nos detuvimos. No era la torre, sino una empalizada hecha de altas estacas. Una edificación. Un puesto avanzado de Nueva Amsterdam.

Hasta entonces no nos dimos cuenta. El río que habíamos columbrado no era el East, sino el Hudson. Habíamos seguido avanzando hacia el Sur. Era Lentz quien nos había engañado. El individuo comprendió que habíamos entendido sus manejos. Estaba al lado de Alan y cuando éste se volvió hacia él, Lentz saltó y alzó el cuchillo. Alan disparó. El disparo resonó en el bosque como un cañonazo. La bala le dio a Lentz en la mano, y el cuchillo se le cayó.

Todo había sucedido con tanta rapidez que no tuve tiempo de apartarme de Nanette. Como un gato, Lentz esquivó a Alan. Saltó detrás de un árbol. Y luego echó a correr seguido por Alan. Me puse a gritar frenéticamente:

—¡Alan, vuelve aquí! Nos extraviaremos todos.

El revólver de Alan escupió una vez más. Luego, volvió junto a nosotros mientras seguíamos oyendo como Lentz corría a través de la maleza.

—¡Qué mala puntería! —se lamentó Alan.

Agarramos a Nanette y empezamos a correr hacia el Norte, sin preocuparnos ya del ruido. Oíamos voces detrás de nosotros y empezaban a aparecer antorchas a nuestra espalda.

—No tan rápido, Alan. Estamos formando demasiado estrépito.

Aflojamos el paso. Luego, nos detuvimos a escuchar. Los bosques parecían estar llenos de voces, se oían pasos pesados hollando la maleza, detrás de nosotros. Luego, delante. Nos acurrucamos; ya no tenía objeto correr. Estábamos rodeados. Flameaban las antorchas, ladraba un perro. Vi entre los árboles la maciza figura de un hombre enarbolando un hachón encendido; el perro lo guiaba.

Se estrechaban las figuras en torno a nosotros. Nos vieron a la luz de sus antorchas.

—Es inútil resistir, Alan.

Éste se guardó el revólver en el bolsillo. Nos pusimos en pie, sujetando a Nanette.

Los holandeses se apoderaron de nosotros y empezaron a hablar entre ellos. Individuos rudos con bastas camisas y amplios chaquetones, pantalones bombachos y botas claveteadas. Casi todos estaban destocados y se notaba que se habían vestido a toda prisa. Nos miraban estupefactos. Quisieron empujar a Nanette.

—No la toquen —dijo Alan.

Fue un error hablar en inglés. Uno de ellos conocía nuestro idioma. Preguntó:

—¿Inglés tú?

Nos separaron y nos hicieron andar aprisa. Oí que uno de ellos decía:

—Ya están aquí los malditos ingleses. Nuestro buen Peter va a alegrarse con la cacería de esta noche.

Nos empujaban hacia el Sur, hacia Nueva Amsterdam.

XIV

Fue una larga marcha. Habíamos tropezado con un simple fortín, un puesto avanzado al norte de la ciudad. Nos hicieron pasar por allí y seguir un rudo camino de herradura. Alrededor de nosotros, fue formándose un cortejo ruidoso y abigarrado. Unos cincuenta holandeses armados con viejos mosquetones y espadas y empuñando antorchas.

Cruzamos junto a otros puestos. El grupo iba aumentando. Atravesamos una amplia empalizada y penetramos en la pequeña ciudad.

Había pasado ya medianoche. La ciudad no necesitaba que nadie la despertara. Todas las casas tenían las luces encendidas. Las serpenteantes calles, bordeadas por setos de estacas, y las casas con jardincitos y huertos estaban abarrotadas de holandeses excitados. Porque aquélla era una noche trascendental. Venían los ingleses. Nichols, emisario del duque de York, había enviado ya su ultimátum para que Peter Stuyvesant rindiera su pequeño imperio holandés al gobierno de Inglaterra. Ya había sido avistada su flota; anclaría en la bahía a la mañana siguiente.

Durante todo el día y hasta bien avanzada la noche, un gran barullo había reinado en la pequeña ciudad. Las calles se llenaban de grupos de viejos lobos de mar que fumaban sus grandes pipas y protestaban contra el atropello. ¿Cómo se atrevía el duque inglés a pedir que se rindieran? Nos empujaban, nos miraban con la boca abierta, pero los que nos habían apresado los mantenían a. raya y no explicaban nada.

Interpelé al individuo que hablaba inglés:

—¿Adónde nos llevan ustedes?

—A casa del Gobernador. Ahora está reunido con el Consejo.

En la parte baja de Bowling Green, cerca de! fuerte principal que tenía desplegada la bandera y amenazaba a la bahía con sus cañones, Peter Stuyvesant estaba en el piso superior de su hogar deliberando con su Consejo sobre aquella situación crítica. Pero no llegamos hasta allí. Recorrimos sólo una o dos manzanas de la parte norte de la ciudad. Los holandeses miraban las veletas desde las esquinas y pedían al cielo que sobreviniese una tormenta que echara a pique a la flota de Nichols. Salían corriendo a sus jardines, nos miraban y nos cubrían de imprecaciones ininteligibles. La ciudad estaba llena de palabras aquella noche.

Surgió una discusión entre los que nos habían apresado. Otra vez nos llevaban hacia el Norte:

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Os vamos a guardar aquí —dijo nuestro intérprete—. El buen Peter vendrá a veros.

Nos hicieron retroceder. Fuera de la empalizada, sobre una elevación del terreno, se alzaba un pequeño blocao. En torno a él, se espesaban los bosques.

—Os dejaremos aquí —siguió explicando el mismo individuo—. Bastante jaleo hay ya esta noche en la ciudad. Peter subirá a veros. —Soltó una risita—. Mañana regateará con el emisario de Nichols en Bowling Green, a menos, como espero, que el Consejo decida que el fuerte empiece a disparar contra esos malditos barcos ingleses en cuanto aparezcan. Pero si hay regateo, es una cosa buena teneros a vosotros como rehenes guardados aquí en el bosque.

Por lo visto, pensaba que, a pesar de nuestro extraño atuendo, éramos personajes importantes relacionados con la invasión inglesa. Enviados quizás en vanguardia para soliviantar a los indios que estaban en los bosques del Norte. Dijo algo de aquello; y, ¿cómo íbamos a contradecirlo?

El blocao era una construcción sólida. Dos habitaciones en el piso bajo. Nos arrojaron a una de ellas. Las ventanas estaban tapadas con sólidas planchas. Los holandeses nos ataron las piernas con abundancia de soga y nos dejaron tirados en el suelo como fardos.

—Ahí quietecitos.

Cerraron después la puerta de roble. Nos quedamos en la oscuridad. En la habitación contigua, permanecieron hasta cinco o seis hombres que supusimos que tenían la misión de vigilarnos. Oíamos sus voces; la luz de sus velas brillaba entre las rendijas de la pared de troncos.

Hablamos en susurros. Alan y yo estábamos preocupados por Nanette, pero a ella no le había pasado nada.

—Estoy perfectamente, Alan. Pero asustadísima.

—Por lo menos, esto es mejor que estar en manos de Turber, Nanette.

Si pudiésemos escapar ahora, quizás habría tiempo todavía para volver a la torre. Si no, nos veríamos obligados a pasar el resto de nuestras vidas en Nueva Amsterdam. Pero teníamos la esperanza de que los holandeses no nos matarían.

¿Cabía pensar en la huida? Parecía imposible. Estábamos tendidos en la oscuridad sobre el suelo de madera, amarrados fuertemente.

Pasó un rato y luego se oyó fuera una gran agitación. Carreras y voces. Se abrió la puerta. Entró Peter Stuyvesant. Estaba allí erguido, manteniendo el equilibrio sobre su pata de palo y mirándonos a la luz de una bujía mantenida en alto. Nos contempló como si fuéramos unos monstruos, nos atizó sendos golpes con la punta de su pierna, dio media vuelta y se dirigió a la puerta.

Y entonces, en el hueco de la puerta, vi que estaba Wolf Turber. Turber, con su capa negra y su camisa blanca reluciendo por la abertura. Su mirada irónica se posó en nosotros.

Aquello nos sorprendió y horrorizó tanto, que ni Alan ni yo nos movimos ni hablamos. La puerta se quedó abierta. Turber y Stuyvesant estaban sentados ante una mesa. La luz de las bujías nos los mostraba claramente. Sólo parecía haber otro hombre en la habitación, sin duda algún viejo lobo de mar de confianza.

Turber se expresaba en holandés. Conversaban. Podíamos oírlos, pero no entendíamos nada.

Nunca podrá saberse lo que llegaron a decir. Éste es un trozo de la historia que no ha sido registrado. Un incidente furtivo y oculto que nadie podía recoger. Tal vez Stuyvesant creía que Turber era un brujo. O sencillamente un rico aventurero.

Se veía que estaban regateando. De una bolsa, Turber sacó joyas. Y monedas y lingotes de oro. Fue apilándolo todo sobre la mesa, junto a la vela. Él y Stuyvesant apuraron los vasos de vino que tenían cerca y sellaron así el trato. Stuyvesant recogió el tesoro y se lo guardó en los bolsillos de su amplio capote.

Turber entró en nuestra habitación. Se agachó.

—Si hablan ustedes o se mueven, haré que los maten. —Sólo una risita—. Decidle adiós a Nanette; he pagado por ella toda una fortuna, pero se lo merece.

Se acercó a la muchacha y desató sus ligaduras. Ella gritó.

—¡No te asustes, niña, no voy a hacerte daño!

Alan y yo luchábamos con nuestras cuerdas.

—Estaos quietos, imbéciles.

En vano le amenazamos de palabra.

Se llevó a Nanette de la habitación. La puerta se cerró tras ellos. Pudimos oír cómo Stuyvesant se marchaba y cómo luego Turber se llevaba a Nanette. Volvimos a distinguir la voz del médico.

—No te asustes, niña.

Se produjo un largo silencio.

Transcurrió otro intervalo. Nuevamente había guardianes en la habitación exterior. Susurré:

—Alan, debe de faltar poco para que amanezca.

No teníamos una idea segura. Había intersticios en las paredes de troncos que daban al exterior y de las que se había desprendido el relleno de argamasa. Más por los intersticios sólo se veía negrura.

En la habitación contigua seguía la luz de las velas y oíamos las voces soñolientas de los holandeses.

—Alan, ¿qué es eso?

Había sonado un golpe; alguien estaba atacando el tejado encima de nuestras cabezas. Otro golpe luego. En el bosque, se alzó un griterío. Un grito de guerra. Y más golpes. Una lluvia de flechas caía sobre el tejado y sobre los costados del pequeño fortín.

Un ataque indio. Los holandeses que estaban en la habitación contigua se dieron prisa en huir del aislado edificio. Ni siquiera pasaron a echarnos un vistazo. Se escaparon al bosque, corriendo hacia la empalizada de la ciudad.

Nos habían dejado solos e indefensos.

La lluvia de flechas continuaba. Podíamos oír cómo los indios seguían gritando, pero no avanzaban.

Iba llegando el amanecer. ¿O no era el amanecer? Un resplandor rojizo se mostraba entre las rendijas de los troncos. Rojizo y amarillento. Percibí el olor del humo. Alan tosió como si se asfixiara.

El pequeño blocao estaba siendo bombardeado con flechas incendiarias. Y era el fuego, lleno de humo, lo que nos estaba asfixiando.

XV

Lea y San, después que Alan y Lentz se hubieron marchado, se quedaron de guardia en la torre. Se pusieron a hablar en su idioma.

—¿Cuánto tiempo crees tú, hermano, que estarán fuera?

—Tal vez hasta el amanecer. Hemos de contar en que suceda lo mejor. Alan es un muchacho lleno de recursos; acuérdate que supo librarte de las garras de Turber, Lea.

No podían figurarse qué harían Alan y Lentz para rescatarnos a Nanette y a mí. Se pusieron a discutir sobre Lentz. Era un individuo que pertenecía al mismo mundo que ellos. Su difunto padre le había concedido siempre la mayor confianza. Pero lo cierto era que Lentz había tenido ocasión para conocer a Turber. ¿Se había convertido en un traidor? ¿Era un individuo a sueldo de Turber? Había habido algunas cosillas que Alan había descubierto, cosas que hacían nacer sospechas contra Lentz. Ellos sabían que Alan lo miraba con desconfianza.

Transcurrían las horas. El bosque era un negro muro de silencio en torno a la torre. Lea se asomaba a menudo a la puerta, atisbando. Una pequeña y graciosa figura de flotante túnica azul y dorada cabellera. Era como la habíamos contemplado en la pantalla, durante la primera visión que tuvimos de su figura.

San no podía estarse quieto. Como siempre que la torre estaba parada en un mundo extraño, recorría la habitación de arriba abajo, mirando alternativamente desde cada una de las ventanas; siempre a pocos pasos de los mandos para poder levantar el vuelo en cuanto se percibiese el menor signo de hostilidad.

Pasaba el tiempo y Lea se iba preocupando más y más. Ya era hora de que Alan estuviese de vuelta.

—Debería haber permitido que me fuese con él —dijo—. Tú recordarás, San, que ya estuvimos aquí antes una vez. Había un viejo jefe que se llamaba Agua de Plata. Pude haber conseguido que me ayudara a luchar contra Turber. Pero tú no me dejaste.

—Tú eres muy temeraria, Lea —replicó San. Yo, en cambio, me siento indefenso, siempre aquí en la torre.

—Esta noche podría haber alistado a una partida de esos indios —dijo ella—. Me adoraban como a una diosa, la diosa de la magia, como el viejo Agua de Plata llamaba a la torre.

Aquella otra noche los indios se habían postrado ante la torre, y, desde los escalones, Lea les había hablado mientras San vigilaba los mandos.

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