¡Enigma!

¡Enigma!


¡ENIGMA!

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—Aquello era distinto —dijo él—. No encerraba ningún peligro. Pero dejarte salir esta noche en medio de los bosques pasa que trataras de localizar a tus amigos indios era demasiado peligroso, Lea. Alan lo sabía. Tenía razón.

Ella subió a lo alto de la torre mientras su hermano se quedaba de guardia abajo. Desde lo alto, podía ver el fuego en el campamento de Turber. La hoguera de los indios hacia el Sudeste.

Silencio. Y luego, muy hacia el Sur, donde la pálida ciudad ocupaba el extremo meridional de la isla, Lea creyó oír un disparo. Luego, otro. Pero eran demasiado débiles.

Oscuras extensiones de silenciosos bosques. ¿Qué estaba ocurriendo en ellos? Los disparos eran los que Alan hizo contra Lentz al descubrir su traición. Pero Lea no podía saberlo.

El río Hudson brillaba bajo la luz de las estrellas. Lea distinguió una gran canoa india que se movía hacia el Sur, hacia la luz que indicaba la posición del campamento de Turber. Era una de las canoas que transportaban el tesoro. Pero la muchacha tampoco estaba enterada de eso.

Bajó de nuevo y se reunió con San. Aguardaron durante lo que les pareció ser un período interminable.

—Cuando amanezca, tendremos que marcharnos— dijo San.

Pero Lea se opuso.

—No nos marcharemos mientras no sepamos que Turber se ha marchado y que Alan no ha conseguido nada.

Cabía la posibilidad de que Alan y Lentz es tuvieran todavía en el bosque y regresasen al fin sin haber conseguido nada. La muchacha insistió:

—No podemos abandonarlos, San.

Los dos tuvieron de pronto la sensación de que el intento estaba condenado al fracaso.

—San, ¿has oído eso?

Estaban en una de las Ventanas. Desde el bosque, había llegado una llamada cautelosa. Un grito ahogado.

—¡Lea! —se repitió—. ¡Lea! No cerréis la torre. Voy ahora mismo.

Era la voz de Lentz. Los dos hermanos la reconocieron. Lea se acercó a la puerta. San vigilaba los mandos, con la mirada clavada en su hermana.

—Espera, San. Quiero oír lo que dice.

Lentz apareció entre unos arbustos cercanos. —¿Eres tú, Lea? 

—Sí, Lentz. ¿Dónde está Alan?

—Ahora voy. No mováis la torre. —Se acercaba—. Ha habido un desastre, Lea. No pudimos hacer nada. Turber ha matado a Alan.

El corazón de la muchacha quedó como paralizado. Se mantuvo rígida en los escalones. Lentz estaba solo. Subió por la escalerilla hasta la habitación de la torre. Había sangre en su mano derecha; tenía destrozado uno de los dedos. Exhibió la mano herida. Dijo:

—No arranques todavía, San. Antes tengo que hablar con vosotros. Estoy herido, Turber me disparó. 

Se quedaron con él en el centro de la habitación. En aquel instante, los mandos de la torre permanecieron abandonados. Lentz sacó la mano herida para que se la viesen. La otra mano la ocultaba en la espalda. Ahora la alzó por encima de su cabeza. Con un machete le dirigió un golpe a San.

Fue un golpe rápido, pero Lea se le adelantó, dándole un empellón. El golpe falló y San se lanzó sobre él en un impulso desesperado. Lo derribaron. La mano herida lo colocaba en posición desventajosa. Enarbolaba el machete con la torpeza natural de la mano izquierda. San se esforzó en arrebatarle el arma mientras rodaban por el suelo con Lea inclinada sobre ellos.

Una breve lucha. San le retorció el brazo, le arrebató el machete y se lo clavó. Lentz lanzó un grito palpitante y se relajó.

San se puso en pie, pálido y emocionado. Lea estaba temblando.

—Lo liquidé, Lea. Maldito traidor...

El primer pensamiento de San fue para los mandos, pero Lea lo detuvo.

—Espera. ¿Cómo podemos estar seguros de que Alan ha muerto? Tal vez es una mentira que nos ha dicho Lentz.

Se asomaron a la ventana. No se veía a nadie. Un estertor de Lentz les hizo volverse. Estaba tirado en el suelo, con el machete clavado en el pecho donde se le iba ensanchando una mancha roja. Pero no estaba muerto. Lea se inclinó sobre él.

—Lea, quiero decirte la verdad.

Tardó unos momentos en morir, pero antes de exhalar el último suspiro contó la verdad de lo que había pasado. Había llevado a los muchachos al interior del bosque y había visto cómo eran capturados por los holandeses. Nos habían seguido como un indio, porque tenía mucha habilidad para andar por la selva, ya que había estado antes en estos parajes con Turber haciendo planes para apoderarse del tesoro. Conocía muy bien aquellos bosques.

Había visto cómo, por fin, nos encerraban a Alan y a mí en el pequeño blocao custodiado por seis holandeses. A continuación, marchó en busca de Turber. Le contó lo que había pasado. Turber fue a hablar con Stuyvesant y lo envió a él, a Lentz, a apoderarse de la torre. Si hubiese logrado matar a San, tal vez habría matado también a Lea y se habría escapado con la torre.

Pero ahora estaba ya muerto. Había jadeado las últimas palabras de la confesión, y la sangre terminó de escapársele de los pulmones.

Lea se apartó del cadáver. Apenas tuvo tiempo de contarle a San todo lo que Lentz le había dicho. Se asomaron a la puerta y vieron sombrías figuras muy próximas. Una vez más, San habría escapado con la torre por los dominios del tiempo. Pero nuevamente Lea lo detuvo.

Había figuras de salvajes fuera, pero no amenazadoras, sino postradas en tierra al filo de la espesura próxima. Estaba tan oscuro el lindero del bosque y las figuras se mostraban tan negras e inmóviles, que Lea y San tal vez no las hubiesen divisado de no haber oído un sordo murmullo, un lamento lúgubre. Eran los salvajes arrodillados para aplacar a aquel mágico dios del bosque. A aquella extraña torre con un dios y una diosa a la puerta, en el claro que los pieles rojas sabían que no encerraba normalmente semejante visión.

Los pensamientos de Lea se movieron con rapidez. Alan, Nanette y yo estábamos encarcelados por los holandeses en un fortín aislado a unos tres o cuatro kilómetros al Sur. Lea podía dar órdenes a aquellos indios y ya había demostrado su poder sobre uno de los jefes.

En un murmullo, le comunicó sus planes a San. Apenas hacía un minuto que habían visto las postradas figuras.

San se mantenía alerta, mirando. Lea avanzó hacia los escalones de la torre. Gritó en el dialecto de los indios:

—¡Alzaos, hijos del bosque! Ningún daño voy a haceros. Sólo bien os traigo.

Bajó los escalones majestuosamente. Su hermano le gritó con ansiedad:

—Ten cuidado, Lea.

—No te preocupes, San. —Se dirigió a los indios—: Poneos en pie, hombres del bosque.

Avanzó lentamente hacia ellos. Pero con cuidado.

Se levantaron, viendo el ademán de sus brazos alzados. Eran hasta una decena de jóvenes bravos, atraídos por el débil fulgor de la torre.

Temblaban delante de Lea. Eran salvajes del año 1664. Bien podían creerla una diosa: una criatura blanca y de ensueño, de flotante túnica azul y resplandecientes trenzas doradas, con la torre del tiempo detrás de ella.

—Os traigo órdenes —dijo— desde el país del espíritu donde vuestros padres cazan ahora en paz y felicidad. Tenéis en estos bosques a un gran jefe, hombre de mucho poder. Llámese Agua de Plata, nombre de mujer éste, pero hombre es él muy viejo, y sabio, y bueno.

Uno de los indios se adelantó.

—Yo lo conozco. Vive no lejos de aquí, junto al agua.

Señalaba hacia el Sudeste.

—Iré con vosotros —dijo ella—. Conducidme. No temáis, jóvenes bravos.

—¡Lea, vuelve aquí en seguida! —gritó San.

Ella se volvió.

—No te preocupes, tendré cuidado. No hay peligro ninguno, San. Tú, está atento, no vaya a venir Turber.

Siguió a los indios entre las oscuras sombras del bosque.

—Pero, diosa del Sol yo he enterrado el hacha de guerra y he hecho la paz con los rostros pálidos.

El viejo jefe estaba turbado. Se hallaba junto a su fuego de campamento con sus guerreros alrededor. El río East corría por allí cerca. Las tiendas de Su pueblo se alzaban a lo largo de la orilla, oscuros conos que sobresalían en la penumbra. Las mujeres y los niños se agolpaban en segundo término llenos de curiosidad.

Lea se mantenía erguida y daba las órdenes con la espalda pegada a un árbol. El resplandor de la hoguera hacía destacar su figura. Alzaba los brazos al cielo.

—Aquí vivo en paz —repetía él viejo indio— El jefe de los rostros pálidos de la pata de palo estuvo una vez en mi hoguera y fumó conmigo la pipa de la paz. Y ahora tú me pides que rompa mi juramento.

—No— dijo ella—. Hay un pequeño fuerte, a este lado de la ciudad. Tú sabes cuál es.

—Lo sé —dijo el jefe.

—Y está en tus bosques.

Él asintió gravemente.

—Sí. Cada vez aprietan más estos intrusos rostros pálidos. Pero no quiero peleas. Los hombres blancos saben matar muy bien y, además, me he enterado hoy de que están llegando más barcos de rostros pálidos. Uno de mis hombres estuvo hoy en la ciudad. Volvió borracho de aguardiente, pero trajo la noticia.

—¿Es que los rostros pálidos no han roto nunca la palabra dada? —preguntó ella.

—¡Uy, muchísimas veces!

—Pues bien, yo no quiero que empecéis ninguna pelea. Únicamente que asustéis a los guardianes del pequeño fuerte y los hagáis huir.

—Es que mis bravos —objetó él— pierden la cabeza cuando empiezan las cosas violentas. No queremos matar.

—Desde luego que no —dijo ella—. Ya me ocuparé yo de eso.

Terminó por convencerlo. Le contó que en aquel pequeño fuerte había otros dos dioses y una diosa como ella, y que los holandeses los tenían presos. Ella y un puñado de bravos podrían ir, asustar a los holandeses y rescatar a los cautivos. Porque si a aquellos dioses les pasaba algo malo, el mal recaería luego sobre todo el bosque.

El caudillo prestó atención. Se incorporó bruscamente, echó hacia atrás sus blancos cabellos con un movimiento de cabeza y se arrolló la manta multicolor. Digna y venerable figura. Pero le tenía miedo a Lea. Aquello de que fuera a maldecir los bosques, su pueblo...

—Manda lo que gustes. Te daré treinta de mis bravos. En un momento estarán preparados.

El pequeño blocao se alzaba entre árboles en una elevación del terreno. Lea, rodeada por los indios, se movía silenciosamente entre la maleza. Su intención era avanzar así, arrastrándose, sorprender a los guardianes holandeses y apoderarse de ellos sin despertar alarma en la ciudad. La puerta del blocao se abría a la otra parte del camino. El edificio se erguía negro y silencioso. ¿Estaríamos nosotros allí? ¿Había alguien dentro? Ella no lo sabía.

Sin previa advertencia, cogiendo a Lea totalmente por sorpresa, al llegar a la linde de la espesura los salvajes se arrodillaron de pronto y dispararon sus flechas.

—Pero, ¿qué...?

Momentáneamente perdió todo su empaque.

El joven bravo que estaba a su lado la hizo retroceder detrás del tronco de un árbol. Eso la sorprendió. Pero vio que el movimiento seguía siendo reverente.

—No avanzaremos más —explicó él—. Los echaremos desde aquí.

Bruscamente, pareció apoderarse de los jóvenes indios el gusto por la batalla. Con el lanzamiento de la primera flecha, pareció que olvidaban a Lea. El bosque retemblaba con sus gritos. Desplegaban y seguían avanzando. Y luego, con pedernal y hierro, conseguido de los rostros pálidos, prendían fuego a sus flechas. Y las iban lanzando.

El joven jefe, que permanecía en retaguardia junto a Lea murmuró:

—Ya están corriendo. Míralos cómo corren hacia el pueblo. El fuerte arderá.

Ya estaba ardiendo. En las secas paredes y en el techo, las flechas incendiarias habían prendido fuego en seguida. Se levantaban altas llamas.

—¡Esperad! —ordenó Lea—. ¡Basta ya!

Consiguió pararlos por fin. El blocao estaba ardiendo. Los holandeses se habían retirado. Ordenó:

—¡Venid!

Pero los jóvenes indios tenían miedo de avanzar; de pronto, se habían asustado por lo que habían hecho: el gran pueblo de los rostros pálidos enviaría a muchos hombres encolerizados a vengar la ofensa.

—Entonces, quedaos aquí —dijo Lea precipitadamente.

Los dejó. Se lanzó por el espacio que la separaba del blocao. Dio un rodeo al edificio en llamas. En su corazón, una plegaria por que Alan, Nanette y yo estuviésemos dentro sanos y salvos.

Llegó a la puerta. Estaba abierta. La habitación se encontraba llena de humo. Las bujías seguían ardiendo borrosamente, pero Lea vio que la habitación estaba vacía. Y vio otra puerta al fondo.

Se precipitó hacia ella. El humo la ahogaba. Contuvo la respiración.

La puerta que comunicaba las dos habitaciones no estaba cerrada con llave. La abrió de par en par. A la luz del incendio, vio que Alan y yo estábamos tendidos, amarrados e indefensos. Gritamos:

—¡Lea!

Nos vio y vio las cuerdas que nos ataban. Retrocedió para coger un cuchillo que estaba sobre la mesa junto a las velas. Nos volvimos de costado para: que pudiese cortar mejor nuestras cuerdas. Nos ahogábamos todos en la humareda. Nos ayudó a mantenernos en pie. Al principio, nos tambaleábamos, pero, con su ayuda, logramos salir al bendito aire fresco de la noche.

El edificio estaba ardiendo ya por sus cuatro costados. Por el Sur, junto a la empalizada de la ciudad, los holandeses gritaban, pero ninguno de ellos se atrevía a avanzar. Corrimos a unirnos con los indios que estaban esperando a Lea. Parecía existir todavía alguna esperanza de que la nave de Turber no hubiera partido. Los indios nos condujeron hasta aquel lugar. Pero la nave había desaparecido ya y el campamento estaba desierto.

Entonces oblicuamos rápidamente hacia el Este para llegar a la torre. Era ya dé día, cuando dejamos a los guerreros, postrados ante la torre a medida que ésta se disolvía como un fantasma y terminaba por desaparecer del todo.

Nosotros estábamos a salvo, pero, ¿y Nanette?  ¿De qué me serviría a mí estar a salvo? Nanette, lo que yo más quería en el mundo, había des aparecido. Y esta vez tuve el presentimiento de que la había perdido para siempre.

XVI

Turber se llevó de nuevo a Nanette a su nave del tiempo. Ya habían llegado doce canoas, y el tesoro estaba casi del todo a bordo. Las leyendas indias han hablado de eso, de aquellos cofres enterrados junto a la orilla del río y del viaje de todo un día a favor de la corriente. Nadie puede decir cómo llegó allí aquel tesoro. Tal vez fue dejado por un forajido mongol, por alguien de aquella civilización oriental que estuvo en estos parajes hacía muchos siglos y que, poco a poco, fue fundiéndose con aquellos salvajes que los hombres blancos llamaban pieles rojas.

Turber había trazado sus planes. El renegado holandés, un tal Melyn, de la región de Statten Island, había recibido dinero de Turber. Había comprado confidentes, había sobornado a los indios, organizado y conducido la expedición.

—Y ahora ya lo tenemos, pequeña Nanette— dijo Turber—. No tendrás más remedio que quererme por toda la riqueza, el poder y él lujo que voy a derramar sobre ti.

La nave estaba abarrotada con la abundancia del tesoro. Pilas de cofres rotos y apolillados alternaban con montones de joyas colocados en los diversos camarotes. Joyas labradas en formas extrañas con oro y plata batidos, arpones de oro incrustados de rubíes y esmeraldas, cabezas de zafiro centelleando como el mar tropical a la luz de la Luna. Gemas dispuestas en extrañísimos dibujos, grandes vasos metálicos ornados de cabezas de hidras y dragones, rastros religiosos de una edad pagana y de una fabulosa riqueza oriental.

La nave emprendió el viaje tan pronto como Turber y Nanette estuvieron a bordo. Se disparó en el tiempo y se movió un poco en el espacio. No mucho, un poco hacia al Sur del río Hudson, al otro lado del puerto, hasta posarse sobre Statten Island.

Turber estaba sentado con Nanette en la sala de mando. Ella oyó la voz de Josefa, pero Turber le ordenó a ésta, con cajas destempladas, que se marchara. Chato estaba manipulando los mandos. Nanette nunca llegó a enterarse de la explicación que dio Josefa sobre nuestra fuga. Tal vez le echó la culpa al indio, puesto que su palabra valía tanto como la de él; Turber, una vez en posesión del tesoro y habiendo recobrado a Nanette, estaba de muy buen humor para hacer más investigaciones.

Nanette comprendía que éste era el último viaje que iban a realizar. Que se dirigían a la gran ciudad de Nueva York en el mundo temporal de 2445. El que sería el hogar permanente de ambos.

—No más viajes, Nanette. Tú y yo conquistaremos el mundo y lo gobernaremos.

Nanette estaba asustada, pero no lo dejó traslucir. Se sentía sola. Pensaba que Alan y yo estábamos separados de ella para siempre.

Fue un viaje breve. Se detuvieron, sólo unos momentos, en el año 1779. Había entonces una colonia floreciente en Statten Island, y la nave escogió un sitio seguro para posarse.

Denominaban aquello un asentamiento colonial, pero estaba en manos del enemigo. Sir William Howe había desembarcado en los Estrechos dos años antes, y ahora dominada toda la isla.

Era otra vez de noche cuando la nave se detuvo.

Nanette estaba sentada en la sala de mandos y escuchaba atentamente las nuevas voces. Ahora todas eran inglesas.

—Wolf Turber, hemos fracasado.

—¿Sí? —Su voz tranquila no tenía el menor fallo—. ¿Entró la chalupa?

—La semana pasada. He estado aquí todas las noches y se ocurre a usted venir precisamente hoy. Están combatiendo en los pantanos, ese traidor Mercer y sus hombres.

Turber lo interrumpió:

—Hablando de la chalupa, Atwodd, ¿quién se cuida de ese Mercer?

—¡Rayos y centellas! Puede usted fulminarme, pero he tenido un tiempecito infernal.

—Lo creo, Tony, no dudo de su palabra.

—Y hace bien. Llegué a creer que no vendría usted tampoco esta noche y que mañana me atraparían las tropas de Mercer. Aunque le aseguro que no iban a encontrarme aquí. Estando las cosas como están, sir William no me tiene en muy buena opinión que digamos. Me llamó algo feo la semana pasada. Creo que me insulta.

—Bueno, ¿consiguió usted el oro?

—No. La chalupa ha tardado noventa días en llegar desde las Bermudas, con un tiempo de mil diablos. Y, además, el bloqueo, pero pudo burlarlo. Recibí carta de Somerset. El dinero que usted dejó, se gastó.

Turber se echó a reír.

—Me lo imaginaba.

—Se gastó en excavar nada menos que toda la playa de la isla Cooper. No había tesoro alguno. Hice lo que pude. Espero que ésta sea la última vez que usted pase, es lo más prudente, y que me llevará consigo. De lo contrario, me obligarán a realizar un viaje aún más largo si permanezco aquí.

Lo admitieron a bordo. La nave se balanceó sobre Statten Island y de nuevo empezó a caminar en el tiempo. Cruzaron el siglo XIX. Llegaron a 1900. Y luego, mientras la enorme ciudad iba creciendo bajo la nave, transcurrieron 500 años más. Todo eso en menos de media hora. Turber dijo:

—Ya estamos.

La nave se había detenido como un fantasma que fuera tomando cuerpo en una ciudad sombría. Descansaba sobre aquel mismo montículo de Statten Island que en 1962 había contenido el Hospital Turber.

Hacían alto, definitivamente, en 2445. A través de las ventanas, Nanette escuchaba el tumultuoso rugido de la ciudad monstruosa. Turber la condujo fuera de la nave.

XVII

Alan y yo, en la torre con Lea y San, nos encaminábamos simultáneamente hacia el mismo espacio temporal al que Turber llevaba ahora a Nanette. No sabíamos que Turber haría una parada en 1779. No nos habría servido de nada. Pero conocíamos su destino final. Aquel conocimiento era un pobre consuelo. Turber era prácticamente inatacable en aquella ciudad gigantesca. Ya lo sabía el viejo Powl y nos dábamos cuenta de que Lea y San pensaban en eso. Todos nuestros esfuerzos habían estado encaminados a impedir que Turber se llevara a Nanette allí. Aquél era su baluarte definitivo.

Les dimos a entender a los dos hermanos que queríamos parar en la ciudad gigantesca. San nos desembarcaría en cuanto Turber llegase. Alan dijo:

—Iremos a ver a las autoridades, Ed. Seguro que son gente inteligente y científica. Comprenderán el misterio de esta torre y no les parecerá nada mágico. Conseguiremos que organicen una expedición contra Turber. Que rescaten a Nanette y que nos la devuelvan sana y salva.

Yo tenía el corazón oprimido. Aquél era el único plan razonable que podíamos forjar. Pero asustaba pensar en aquella ciudad gigantesca, en las nuevas condiciones con que tropezaríamos. Una nueva civilización, del todo extraña para nosotros. Lea aplaudió:

—Sí, eso es lo mejor. —Indicó sobre la esfera el año 2445 y luego siguió chapurreando—: Tú y Alan aquí. San y yo ir...

Señaló el año 5000. Alan comprendió lo que quería decir. Ella y San harían un viaje apresurado a aquella época de la ciudad en ruinas y buscarían entre los escombros el arma super poderosa. La cogerían y nos la traerían. Lea añadió:

—No rendirse Turber. Arma venir. Lea y San traer en torre.

Viajamos a toda velocidad. Tardamos menos de una hora. Los bosques indios se fundían y la ciudad iba extendiéndose en tomo a la torre. Ya estaba allí el Parque Central. Vimos cómo la ciudad crecía en torno y nos iban rodeando calles inmensas. Luego un tejado encima de nosotros, y la torre metida en una monstruosa calle metálica. Lea nos estrechó las manos.

—Adiós, Alan, hasta nosotros volver con arma.

La torre hizo alto. Un alud de ruidos penetró por las ventanas. El estrépito de la inmensa ciudad. Y gritos y voces humanas. Y luces cegadoras por todas partes. Turber estaba aquí, en esta misma ciudad, en este mismo momento, con Nanette. Teníamos que realizar nuestro último ataque desesperado contra el Turber de esta época.

San abrió la puerta. Alan y yo bajamos por la escalerilla. A nuestra espalda, la torre se disolvió en un contorno fantasmal y desapareció.

La calle de la ciudad era un rugidor torrente de voces, tanto humanas como eléctricas; una confusión de extraños sonidos y de visiones aún más extrañas. La calle era de metal sólido. Niveles para el tráfico se alzaban unos sobre otros. Circulaban vehículos extrañísimos sin ruedas, sin raíles, sin cables de suspensión ni tubos de escape, ni conductores visibles, sino llenos de personas cómodamente recostadas y que parecían gobernar al vehículo con el pensamiento. Por encima de todo aquello se extendía un tejado inmenso, transparente como el cristal.

El espacio vacío de la calle mostraba un vehículo aplastado que, evidentemente, había tenido la mala suerte de hallarse demasiado cerca de la torre cuando ésta se materializó. El metal aparecía retorcido y negro y había tres cuerpos humanos tendidos en la calle, muertos.

—¡Quédate ahí, Ed! Deja que nos detengan.

Me pegué a Alan. Un grupo de gente extrañamente vestida se lanzó contra nosotros. Pero no se acercaron más de la cuenta, sino que formaron un corro vociferante y asustado.

No sabíamos qué hacer. Entre un millón de impresiones completamente nuevas, mi mente podía fijarse en muy pocas de ellas. Por todas partes había mecanismos, brillantes espejos con cambiantes imágenes, luces y señales que parecían ser del tráfico; chasquidos y chirridos de resortes automáticos; un movimiento enloquecedor por todas partes.

Dirigí la mirada hacia el conjunto de aceras, colgantes, vi la calle de tiendas abiertas de par en par, en cuyos escaparates se desplegaban las mercancías. Los estrechos viaductos eran como un encaje metálico. El tejado de la ciudad estaba resplandeciente; creo que era de día. Alan dijo:

—Debe de haber por alguna parte un agente de la autoridad.

La multitud que se iba congregando estaba formada en su mayor parte por hombres. Todos vestidos con colores sobrios: negros y grises. Sin sombrero y con las cabezas rapadas. Los pantalones ceñidos, como en la época romántica, y las chaquetillas cortas y negras. Las mujeres, con oscuras faldas en forma de campana, y el cabello tirante y recogido.

Apareció un agente de la autoridad vestido de blanco. Llevaba al pecho un mugiente megáfono eléctrico que le multiplicaba la voz. La muchedumbre le abrió paso obedientemente. Avanzó por el pasillo. Se detuvo junto a nosotros y ordenó la congestión de tráfico. Pasó un tren colgante que se había detenido. Centellearon las luces reguladoras de la circulación. El amasijo de vehículos empezó a deshacerse. Acudieron otros agentes, iodos vestidos de blanco. Se los veía en los puentes y en pequeñas plataformas situadas en los distintos niveles. Una grúa magnética se cernió en el aire, recogió un vehículo averiado y lo apartó de la corriente del tráfico.

El agente nos cogió por los brazos.

—Vengan conmigo.

Era un idioma totalmente comprensible, un inglés puro, pero a la par muy extraño. No puedo explicar la impresión que producía oírlo. No puedo dar idea de su brevedad concentrada, de la sensación que producía de sílabas eliminadas, de entonaciones rígidas. Comparado con aquel lenguaje, nuestra habla quedaba anticuada, llena de floreos y adornos.

—Vengan.

—Somos amigos —dijo Alan apresuradamente—. No nos hagan daño. Llévenos a las oficinas del Gobierno. Pueden hacer eso, ¿verdad?

El agente se nos quedó mirando con fijeza, yo creo que atónito por el inglés anticuado y pomposo de Alan.

—Ya les han mandado a buscar —dijo—. Vengan.

Nos siguió a toda prisa. La multitud seguía mirándonos asombrada.

Entramos en un pequeño túnel. Un vehículo que tenía algo de coche y de ascensor nos elevó rápidamente. Cruzamos interminables pisos, calles, niveles. Había gente por todas partes. El vehículo detuvo su movimiento vertical y empezó a moverse lateralmente. El agente que nos había detenido habló ante un micrófono que llevaba colgado al pecho. Oí claramente la respuesta.

—Sala 400, departamento 8, Casa del Gobierno, Sección 6ª.

—Sí —dijo el agente.

Repitió la orden al operador del vehículo sentado ante una fila de interruptores. La voz añadió:

—Tráiganlos.

—Vamos.

El extraño coche se lanzó por lo que parecía ser un torbellino de brillantes puentes, calles tumultuosas, bóvedas de edificios acristalados, alturas inconmensurables que me figuré que estaban va debajo mismo del techo.

Entre el maremágnum de ruidos, me pareció distinguir la voz de un locutor.

—Turberitas espera comprar la ciudad.

Era una voz propia de locutor de radio; y cuando pasamos por un puente vi una fachada en la que grandes letras brillantes componían un boletín de noticias.

Cuatrocientos mil millones, precio de Wolf Turber, pagaderos en oro bruto, plata, platino y joyas antiguas.

Y a continuación:

«El Consejo de los Diez en sesión permanente. Se espera de un momento a otro el ultimátum de los Turberitas.»

Nos introdujimos por un negro túnel. El recorrido duró unos diez minutos. Emergimos a una zona en que la ciudad estaba menos congestionada y descendía hasta una terraza cerca del pueblo. El tejado estaba más bajo. En algunos sitios no existía. Pude ver la luz del día, un día gris de verano con el cielo cargado. Era la mañana del

12 de junio de 2445.

—Esto debe de ser por donde estaba Tarrytown. Ahí está el río —susurró Alan.

A la izquierda, veíamos el Hudson. Una sólida agrupación de edificios metálicos se extendía ante vosotros. Aquí, sólo las calles estaban techadas. Estas seguían un trazado rigurosamente paralelo. Maestro vehículo flotaba sobre ellas con gran despliegue de luces.

Vi que a lo largo del río no había señal de muelles. Ni nada que se pareciera a un barco; puentes y más puentes pasaban a la otra orilla que era un amasijo de casas.

—Mira lo que hay detrás de nosotros —murmuró Alan.

Se veía una mancha de luz. El techo parecía estar ahora a unos 300 metros; caminos y viaductos y niveles de tráfico salían de lo alto como una maraña de venas y arterias que se extendiera por aquella zona del norte de la ciudad. Nuestro guardián dijo:

—Aquí.

El coche se detuvo dentro de un altísimo edificio que se erguía junto al río. Salimos a un corredor de brillante metal. Otros guardias se cruzaron con nosotros; pasamos por grandes puertas oscilantes.

Estábamos en presencia del Consejo Gubernamental.

Creo que lo más extraño de toda esta época era su rapidez, la precisión de máquina con que se realizaba cada detalle. En media hora, en aquel Consejo de la República anglosajona de la que el gran Nueva York y el gran Londres eran capitales gemelas, se nos entendió y se nos aceptó; el papel que podíamos desempeñar en la situación crítica provocada por Turber fue comprendido en seguida por aquellos dirigentes.

Recuerdo ahora el asombro que nos produjo comprobar la precisión con que se habían estudiado todos los detalles. Ya habían investigado la llegada de nuestra torre; habían sido interrogados los testigos oculares; los datos habían sido transmitidos a las autoridades científicas y el conjunto del proceso estaba ya en manos del Consejo.

Turber había ocultado cuidadosamente su nave en la porción que poseía de la ciudad. Las autoridades no habían llegado nunca a verla. Pero se sospechaba su existencia y nuestra explicación venía a confirmar sus suposiciones.

En poco menos de media hora, nos extrajeron todo lo que teníamos que decir mediante hábiles y rápidas preguntas. No hubo vacilaciones, ni asombro, ni teorías. Poco después de llegar nosotros acudieron seis científicos, quienes nos escucharon, expusieron las leyes científicas, bien conocidas en esa época, y juzgaron plausible lo que decíamos.

Era una pequeña sala metálica abovedada. Diez hombres en torno a una mesa cubierta de documentos, informes y resúmenes relativos al asunto Turber. Los datos compilados por nosotros se unieron a aquéllos. Espejos y pantallas con imágenes movibles de escenas distantes se alzaban en las paredes; ventanas ovaladas y puertas oscilantes se abrían a la sala adyacente, que zumbaba con el sonido de múltiples instrumentos mientras iban y venían mensajeros. En una mesa colocada en un rincón, dos operadores manejaban extraños aparatos.

Nuestro asunto fue despachado con una celeridad que nos dejó confusos. El interrogatorio a que nos sometieron acabó casi en seguida. El presidente de la rama neoyorquina de Anglosajonia le preguntó a Alan:

—¿Volverá su torre con un arma que nos traerán para usar contra Turber?

—Sí. Por lo menos, en eso tenemos puestas nuestras esperanzas.

—¿Arma de qué clase?

—No sabemos con seguridad. Pensamos que tal vez pueda tratarse de una especie de proyector...

—¿Electrónico?

Se veía que estaba muy interesado. Intervine:

—Pero también ustedes deben de tener tales armas.

—No. La aviación mundial las hace inútiles. Hasta el 2000, hubo las armas atómicas. Fueron substituidas por las fotónicas. No tenemos ni unas ni otras. No funcionarían, y la guerra misma está anticuada.

¿Seguro? Yo dudaba mucho de aquello al pensar en la amenaza de Turber. Pareció que el presidente leía mis pensamientos. Dijo:

—Somos hombres de negocios. No sabemos nada de guerra.

Su grave rostro se nubló de ansiedad. Repitió como si estuviera diciéndoselo a sí mismo:

—No sabemos nada de guerra.

Miré a Alan. Dije luego:

—Hemos venido aquí para que ustedes nos ayuden. Y para ayudarlos a ustedes. La hermana de mi amigo ha sido secuestrada por Turber.

Expliqué que pedíamos que se organizara una expedición contra Turber para que éste dejase en libertad a Nanette.

El presidente respondió con impaciencia.

—No sabe usted lo que está diciendo. Una expedición así no tendría éxito.

Intervino Alan:

—La verdad es que no estamos enterados de cuál es la situación entre ustedes. Pero tenemos que liberar a mi hermana. Nuestro propósito es el mismo que el de ustedes: si matamos a Turber, su imperio, como ustedes lo llaman, se hará trizas al morir él. Por lo que ustedes dicen, eso es evidente.

Nos quedamos a la escucha mientras el Consejo proseguía sus debates. Gradualmente, nos fuimos dando cuenta de lo inatacable que era Turber en aquel mundo. Todo esto ocurría sólo 500 años después de nuestro mundo de 1962. Y menos de 800 años después de la pequeñita Nueva Amsterdam. Mi imaginación rememoraba aquellos bosques llenos de indios cazadores. El mismo espacio que era ahora esta ciudad gigantesca. Ochocientos años no es mucho tiempo en la historia, pero ¡qué cambio tan enorme!

El Consejo estaba discutiendo las noticias televisadas para el mundo entero desde la emisora principal de Escocia. El locutor decía:

—Los turberitas se han negado hoy a pagar los tributos.

El presidente señaló a un informe que tenía sobre la mesa:

—Aquí está la protesta del Departamento de Londres. Los turberitas están ejerciendo actos de piratería contra el poder constituido: están robando la energía eléctrica.

—¿Cómo podríamos impedírselo? Sin guerra es imposible.

Mi pensamiento volaba junto a Nanette. Separada de nosotros. Sin esperanza alguna de llegar hasta ella, porque para hacerlo habría que recurrir a una guerra que aquel Consejo temía más que nada. En aquella sala había centenares de pantallas grandes y claras como espejos, que iban reflejando los acontecimientos más importantes de la ciudad y del mundo. Pero ninguna de esas pan tallas captaba nada de lo que sucedía en la zona de Turber, aislada contra toda información.

¡Qué distinto era este mundo del nuestro de 1962! Había cambiado incluso en sus menores detalles. Nuestras naciones conocidas habían desaparecido. Ahora no había más que tres naciones, la blanca, la amarilla y la negra, aliadas a su vez. La nación blanca estaba mandada por Anglosajonia.

Era un inmenso mundo de negocios, enteramente unificado por los transportes. No había barcos en los mares, excepto en zonas muy pequeñas. No había grandes ferrocarriles. Era la época del aire.

La energía eléctrica se distribuía universalmente por medio de ondas aéreas. Era irradiada por una fábrica central existente en Inglaterra. Las estaciones transformadoras estaban en el Niágara, el Iguazú, en Sudamérica, y las cataratas de Victoria, en Africa. La energía era utilizada por los grandes aviones de línea, los trenes urbanos, las fábricas, que ahora se extendían hasta el más pequeño distrito rural, y por las estaciones distribuidoras de alumbrado y de fuerza.

Ahora comprendíamos por qué aquel mundo supermoderno significaba la culminación de los planes de Turber y por qué existía ahora un imperio turberita.

Realizando muchos viajes con su nave, había traído del pasado a gran número de individuos, aunque se ignoraba cuántos miles. Y había traído su tesoro.

La ciudad lo había ido conociendo al principio como un hombre rico, dueño de una eficiente organización mercantil, y que iba comprando trozos y trozos de la ciudad. Su riqueza y su poder habían crecido en forma tal, que a los diez años de su aparición en aquel mundo, era ya una figura gigantesca. Él y sus seguidores eran los dueños de toda la parte sur de la ciudad. Con palabras antiguas: de Statten Island, del puerto de Nueva York, de una porción de Brooklyn y de toda Nueva Jersey.

Fuera de la ciudad, los turberitas poseían y habían colonizado una faja de terreno de unos 40 kilómetros de ancho por 1000 de largo. Faja comprada con oro y que se extendía como una gigantesca línea férrea desde los bordes de la ciudad, de Nueva Jersey a través del Estado de Nueva Jersey, Pensilvania, Maryland, Virginia y las montañas de Carolina. Todas estas denominaciones según el modelo antiguo.

Aquello contenía lo mismo una zona agrícola, que fábricas, que minas. Una muralla de metal y de mampostería, inmensa como la vieja Gran Muralla de China, aislaba a aquella colonia de Turber. Los alimentos y todos los demás suministros necesarios para la vida los producían los turberitas por sus propios medios. Habían organizado un transporte aéreo particular.

Y ahora empezaban a mostrar sus cartas. Por lo pronto, dejaron de pagar el consumo de energía eléctrica. Eso ocurría hoy mismo, 12 de junio de 2445. El aislamiento lo habían forzado una semana antes, oponiéndose a las telepantallas del Gobierno. Y también hoy pedían que les fuera vendida la ciudad en la suma de 450.000 millones de dólares. Al Gobierno le era imposible acceder a una petición tan ridícula y por un precio tan pequeño, con el que no habría para indemnizar a los ciudadanos ni para suplir la desorganización de los negocios y el desempleo de treinta millones de personas.

Era algo inconcebible. Aquello había hecho comprender al mundo la auténtica amenaza que significaba Turber. Era el comienzo de sus proyectos de dominación universal. Con el poder del dinero y las fuerzas de las armas, pretendía extender su despotismo sobre la humanidad entera.

Oímos cómo discutían todo aquello en la reunión del Consejo. Y comprendí que aquellos hombres no eran más que gigantescos capitanes de industria de categoría gubernamental. Hombres de negocios, y nada más. Hombres de negocios que trataban de afrontar una crisis de guerra, para resolverla según principios mercantiles. ¡Algo imposible!

El delgado rostro del presidente estaba sombrío y preocupado. Su rígida chaqueta de bordes redondeados estaba ya arrugada; se pasó una mano por la cara y luego se acarició los grises cabellos. Un hombre anciano, profundamente cansado. Pero un momento después alzó la vista. Habló con más vehemencia de la que habían manifestado nunca cualquiera de aquellos hombres.

—Tenemos que enterarnos de qué armas disponen los turberitas. Y si van a atacarnos y cuándo. Nosotros disponemos de mucha gente: toda la policía de la ciudad.

—¿Cómo está armada esa policía? —preguntó Alan.

—Con espadas agujas. Y lanzas de acero que nuestros hombres saben manejar muy bien, proyectores de aire comprimido y gas paralizador.

El corazón se me oprimió al oír aquella enumeración de armas primitivas modernizadas.

—¿De cuántos policías disponen ustedes? —pregunté.

—Aquí tenemos unos 200.000. Y Londres nos mandaría en avión todos los que necesitásemos.

—¿Están armados los aviones? —preguntó Alan.

—No. ¿Cómo iban a estarlo? Excepto lanzallamas de pequeño alcance.

Intervino otro de los presentes:

—Si Turber corta el camino a los aviones de suministro, suponiendo que los suyos estén armados, la ciudad perecerá de hambre en pocos días.

Fueron interrumpidos por una gran agitación en la sala contigua, de la que vino un mensajero.

—Un comunicado de Turber.

El presidente leyó el documento. Luego dijo con voz ahogada:

—Ya ha llegado la cosa. No nos da más que media hora de plazo. Es un ultimátum. Dice que nos hemos llevado toda la mañana vacilando como niños y que no hemos contestado a su proposición de negocios. O aceptamos el precio que nos propone por la compra, y en dicho caso los ciudadanos deben empezar a despejar la ciudad, o iniciará la guerra. Tenemos que responderle ahora mismo.

Alguien dijo tartamudeando:

—Tenemos que ceder.

El presidente miró a Alan.

—Si estuviéramos seguros de que la torre del tiempo va a traer el proyector del que ustedes han hablado, podríamos pedir ahora que se cortase el suministro de energía. Luego, podríamos usar esa arma contra Turber.

Nadie replicó. Añadió:

—¿Cree usted que la torre lo traerá?

—Sí —dijo Alan.

Llegaban continuamente mensajes de los oíros gobiernos del mundo. Solicitaban detalles. Pedían aclaraciones.

El presidente se puso en pie, su esbelta figura osciló.

—Creo, señores, que no debemos ceder. Si ustedes opinan que no debemos defendernos, defender al mundo contra estos lobos, hagan el favor de levantarse y decirlo.

Nadie se movió. Él se volvió de pronto y su voz resonó agudísima:

—Decidles a los lobos que no tenemos miedo.

Se mantuvo en pie aguardando la respuesta. Llegó al cabo de pocos segundos. Cargados mensajes de la parte Sur, la sección de Manhattan de la ciudad. El ataque de Turber había comenzado

XVIII

La historia registrará que la batalla de Nueva York empezó en la mañana del 12 de junio de 2445. Se riñó en tres días. Sólo puedo ofrecer de ella apuntes fragmentarios. Nos arrastró a Alan y a mí en un torbellino. Recuerdo la mañana del 13 de junio. Ya había transcurrido todo un día de combate. Inconcebibles acontecimientos de horror e inconcebibles ramificaciones de espantosa tragedia.

Recuerdo que aquella mañana Alan y yo estábamos sentados delante de una pantalla en el departamento gubernamental de aquella monstruosa colmena. La lucha proseguía al Sur. Podíamos ver sus terribles detalles reflejados en la serie de pantallas que nos rodeaba. En ocasiones, nos habíamos visto envueltos personalmente en el remolino. Y habíamos suspirado por poder comer y dormir. Pero ahora estábamos ya al borde mismo del agotamiento. Y llenos de pánico. No había manera de detener a los turberitas.

Era imposible esperar que pudiéramos ver a Nanette en medio de aquella carnicería.

La zona situada al otro lado del río inferior había sido escenario de un sangriento combate durante toda la tarde y toda la noche del 12 de junio. Las terrazas de los edificios de Manhattan y la mayor parte de los puentes sobre el Hudson habían caído en poder de los turberitas. Habían penetrado en todas las fábricas de energía. Los nudos principales de la red de comunicaciones estaban en poder del enemigo.

El sistema de tráfico de ferrocarriles subterráneos se había paralizado hacía tiempo. Aquello vino a añadirse al pánico de la gente que se vio sorprendida por el combate y que no había habido tiempo de evacuar. En la ciudad monstruosa había una población de 30 millones de habitantes y un promedio diario de diez millones de turistas. Todos se vieron arrastrados en la gran oleada de pánico.

Ahora ya habían podido escapar millones. A cada momento pasaban grandes torrentes humanos. Pero el transporte se hacía más y más difícil a cada instante que pasaba.

Inconcebibles ramificaciones de tragedia. Las telepantallas registraban infinidad de detalles espantosos. Mi mirada se quedó prendida en una de las escenas de terrible fascinación.

Era en un corredor abovedado con una serie de niveles que iban desde el suelo hasta el techo de 300 metros de altura. Las plataformas de cargas y los ascensores seguían moviéndose.

Un tremendo gentío trataba de alcanzar los vehículos que partían. De vez en cuando se veían trozos del río Hudson con manchas de sol.

La multitud disputaba y reñía por hallar sitio en los inadecuados coches. Todos los niveles y todos los puentes estaban atestados. Por uno de los corredores cercanos al techo, avanzó una horda de turberitas: una gentuza de villanos manchados de sangre y ansiosos de matar. En pocos segundos se desparramaron por todas partes. El suelo quedaba cubierto de heridos y moribundos, de muertos y mutilados.

Otras pantallas recogían los sucesos en diversas partes de la ciudad. En una de ellas se veía a una mujer en una habitación, rodeada por sus hijos, respirando todos fatigosamente, tal vez porque habían dejado de funcionar los ventiladores.

La puerta del cuarto se abrió con violencia. Entró un salvaje de rostro pintarrajeado. Con el hacha de guerra, derribó a la mujer y a los niños. Al más pequeño, lo estrelló contra el techo.

Y había otras escenas indescriptibles, de muchachas violadas y de gente sometida a toda clase de torturas y humillaciones.

Una telepantalla nos dijo que Turber estaba atacando la fábrica encargada de inyectar aire por los ventiladores.

—¡Alan! ¿Qué va a hacer ahora el Cuartel General?

A nuestro lado, nadie parecía saberlo. Todas las funciones ciudadanas estaban desorganizadas. Pero los representantes de la ley seguían combatiendo aún en los corredores estratégicos.

Pudimos dormir unas pocas horas y nos despertamos para encontrar la situación inconmensurablemente peor. San y Lea seguían sin aparecer. Los turberitas se derramaban ya por todas partes y hacían retroceder a las fuerzas de la ciudad. Cierto que el enemigo atacaba con armas primitivas, pero la policía no tenía para defenderse más que espadas, porras y lazos de alambre. En casi todas partes nuestras fuerzas se veían desbordadas. Pero no era una derrota vertical, sino un número incontable de combates personales. Y pillaje, saqueo, matanzas.

No vale la pena mencionar la pobre intervención mía o de Alan en aquella lucha. Lo que más nos preocupaba era que el enemigo pudiese ocupar el espacio al que esperábamos que volviera la torre. Pero en aquella parte de la ciudad nuestras fuerzas resistían con ahínco.

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