¡Enigma!

¡Enigma!


¡ENIGMA!

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En el resto del mundo, los diversos gobiernos contemplaban con horror aquel súbito estallido de muerte. De Londres llegaban continuamente aviones con víveres y combatientes. Pero estos últimos equipados por desgracia tan sólo con las frágiles armas propias de la época. Tales aviones empezaren a ser atacados por aparatos enemigos.

Y los hombres de Turber siguieron extendiéndose. Se apoderaron de Broadway, de la parte Oeste junto al río Hudson y de casi toda la región de Van Cortlandt. Pero nosotros ocupábamos todavía la zona central, donde en tiempos había estado el Parque. Todavía ocupábamos el espacio vital para la torre. Pero ya no podríamos resistir mucho.

XIX

A última hora de la tarde de aquel segundo día de batalla Alan y yo estábamos sentados en la cama donde acabábamos de dormir. Los altavoces y pantallas nos pusieron al corriente de lo que había sucedido mientras dormíamos. Turber seguía ganando. De eso no podía existir duda.

El sueño nos había despejado la cabeza y de pronto, al encontrarse mi mirada con la de Alan, comprendí que estaba pensando lo mismo que yo: teníamos que hacer algo para rescatar a Nanette. Ya no éramos extranjeros en este mundo.

Ahora conocíamos la ciudad, y, por reputación o por contactos personales, éramos conocidos de la mayor parte de los jefes de las fuerzas ciudadanas.

—Estoy pensando que ese Van Dyne, el mariscal de la zona Oeste de Manhattan, nos tiene simpatía. Si permitiera...

Lo interrumpí:

—Tiene que permitir que organicemos una pequeña unidad de asalto. Podría hacerse sin necesidad de órdenes generales. Haríamos una incursión secreta a la zona de Turber, trataríamos de llegar a la nave y...

Era un plan desesperado, pero también la situación era desesperada. Había que inventar algo, lo que fuese. No podíamos seguir cruzados de brazos.

Alan meneó la cabeza.

—Creo que cuantos más hombres llevemos, menos oportunidades tendremos de éxito. Es absurdo esperar que podamos abrirnos paso por la fuerza para penetrar en la zona de Turber. Creo que es preferible que lleguemos allí por la maña y no por la fuerza. Y nada más que tú y yo. Mira, esto es lo que he pensado.

Tenía un plan. Los discutimos y completamos sus detalles. Por el audífono, que teníamos colocado junto a la cama, logramos localizar a Van Dyne. Tuvimos la suerte de poder hablar con él. Estaba donde nos hacía falta que estuviera: sobre el tejado, en servicio de patrulla.

Donde menos combates había habido era en el tejado de la ciudad. Los turberitas habían realizado salidas, pero siempre habían terminado por abandonar las partes ocupadas en aquella sección. Ahora, Van Dyne nos comunicó que lo único que conservaban era la parte central de Manhattan y todo el Norte.

—Querríamos subir y hablar con usted —dijo Alan.

—¿Dónde están ustedes?

Alan le comunicó los detalles y preguntó si el otro podría ordenar que nos llevasen a su vera.

—Bueno, les mandaré un guía.

Éste apareció a los pocos momentos en un pequeño vehículo oficial que nos transportó al tejado, desde el que no se veía más que una oscuridad profunda punteada aquí y allá por cambiantes luces.

Estábamos al aire libre, con el cielo sobre nuestras cabezas, en una noche negra y cargada de sombrías nubes. Cuando llegamos junto a Van Dyne, Alan le confió nuestro plan y él nos dio su aprobación. Su puesto era el final de nuestro territorio. Más allá, empezaba una especie de tierra de nadie.

—Buena suerte —nos dijo Van Dyne.

Y empezamos a correr hacia el Sur. Íbamos armados con aquellas extrañas espadas propias de la época y que parecían agujas; cada uno de nosotros llevaba, además, una pequeña daga. Van Dyne nos aseguró que en el tejado había habido bastantes escaramuzas y que encontraríamos muertos suficientes para disfrazarnos con el atuendo de los soldados de Turber. Las fuerzas de éste iban vestidas según el mundo de procedencia de sus hombres. Elegimos a dos que tenían poco más o menos nuestra estatura y que iban vestidos con las casacas rojas del ejército británico de la guerra revolucionaria. Luego, encontramos dos capas oscuras y nos las echamos por los hombros. En la oscuridad, podíamos pasar inadvertidos. Pero si alguien nos daba el alto, probablemente nos tomaría por turberitas. Nos desprendimos de las espadas y nos quedamos sólo con las dagas.

Seguimos caminando hacia el Sur. Nadie nos daba el alto.

—¡Ed!

Me agarró por el brazo. En el aire se cernía la nave del tiempo de Turber. Toda sólida, no viajando en el tiempo, sino moviéndose nada más que en el espacio. A 70 u 80 metros por encima de nosotros, deslizándose con lentitud hacia el Norte.

Nos quedamos mirando, con los corazones oprimidos. Aquélla era una complicación inesperada. La nave parecía estar descendiendo como si quisiera posarse en el tejado de la ciudad. Y luego empezó a disolverse y desapareció. Pero, por una fracción de segundo, me pareció que había atravesado el techo y seguía bajando.

Nos quedamos aterrados. ¿Es que se llevaba Turber a Nanette a otro mundo y abandonaba su empresa en éste? No nos parecía lo más probable, estaba venciendo como estaba.

¿O era que la nave se dedicaba a viajar por el tiempo para tratar de localizar a nuestra torre? ¿Tenía Turber alguna sospecha de que Lea fuera a traernos una superarma? ¿Enviaba a su nave en misión de reconocimiento para averiguar eso e impedirlo? Y si era así, ¿estaban él y Nanette en la nave? No temamos forma de saberlo.

—Creo que nosotros debemos continuar —murmuró Alan por fin—. Nanette muy bien puede resultar que esté en la ciudad. Si nos toman por turberitas y podemos acercarnos a ella...

Nos aproximamos a la puerta. Estaba apostado allí un centinela. Afortunadamente, hablaba inglés. Abrimos nuestras capas.

—Un mensaje especial para el doctor Turber. Buenas noticias.

Vimos a unos diez o doce guardianes sentados en una parte del techo, charlando y fumando.

Toda aquella zona estaba en movimiento constante, con grupos de soldados que pasaban ininterrumpidamente, y algún que otro vehículo rapidísimo.

El centinela nos había hecho una indicación vaga señalando al viaducto que ahora atravesábamos. Nuestra intención era localizar a algún jefe turberita que pudiera informarnos, por las malas o por las buenas de dónde estaba Turber.

Llegamos junto a una especie de casita que tenía todas las ventanas abiertas. Seguramente alguien estaba atisbándonos desde el techo, pero nosotros no lo vimos.

Miramos por la ventana. Era una desnuda habitación de metal con una gran mesa sobre la que descansaba un extraño instrumento hecho de tubos y cables. Extraño para mí, pero no para Alan. Porque se trataba de un visor del tiempo. La pantalla estaba vuelta hacia nosotros, y en ella vimos una imagen de nuestra torre, una torre fantasmal que se deslizaba velozmente.

Un hombre estaba encorvado sobre el instrumento, de espaldas a nosotros. Se encontraba solo en la habitación. Alan pegó sus labios a mi oído:

—Entraré yo primero.

El visor del tiempo emitía un ligero zumbido que ahogó el pequeño rumor que hicimos al entrar. Pasamos por la ventana y nos acercamos silenciosamente. Dimos un salto e inmovilizamos a Turber. Parecía estar desarmado y ni luchó ni gritó. Se mostró sorprendido, pero volvió a sentarse, recobrada en un momento su tranquilidad.

—¡Caramba, ustedes por aquí!

Seguíamos teniéndolo sujeto. Hubo un momento en que creí que Alan iba a clavarle la daga.

—¡Espera, Alan!

Éste lo zarandeó. El otro no resistía. Alan jadeaba:

—Le advierto que lo voy a matar. ¿Dónde está Nanette?

—¿Nanette?

Se echó a reír y no pude aguantar más. Le asesté una terrible bofetada. Se puso blanco de furia y clavó sus ojos en los míos. Pero se contuvo.

—¿Qué quieren ustedes de Nanette? Suéltenme de una vez, jovencitos.

Alan aflojó la presión y me retiró a un lado.

—Queremos a Nanette, ¿comprende usted, Turber? Le advierto que estamos desesperados. Si se resiste, no vacilaré en clavarle el puñal y terminar de una vez. ¿Entendido?

—Sí —respondió, con una torcida sonrisa—. Pero sólo tengo que levantar la voz para que acudan diez de mis hombres.

—Antes le habremos matado —replicó Alan.

Turber no podía dudar de que lo haría. Dijo:

—Bueno, tengamos la fiesta en paz. No tengo más ganas de morir que ustedes. —Recobraba su sangre fría—. ¿Qué quieren?

—Queremos a Nanette —dije—. ¿Dónde está? Díganos la verdad de una vez.

Temí que fuera a decirnos que se encontraba en la nave. En lugar de eso, contestó:

—En la parte baja de la ciudad, no muy lejos de aquí.

Había un audífono colgado de una horquilla. Alan indicó:

—Ordene que suba. Dé la orden y que uno de sus hombres traiga a Nanette.

Turber movió la mano para coger el micrófono. Se detuvo y dijo:

—Les advierto que les he dicho la verdad. Lo mismo podía haberles contestado que estaba en la nave. ¿No han visto pasar mi nave?

—Sí.

—La he mandado en seguimiento de la torre. Con el indio y Jonas.

El visor del tiempo seguía funcionando; Turber señaló con un ademán a la pantalla, que aún mostraba el fantasma deslizante de nuestra torre.

—¿Dónde está la torre ahora? —preguntó—. Acabo de captar esta imagen. ¿Es que la torre viene para acá?

Con todo aquello, había conseguido que nuestra atención se fijara en la pantalla y que descuidásemos la puerta, que él podía ver con el rabillo del ojo. Y mientras se inclinaba para accionar el audífono, alguien saltó sobre nosotros.

Nos vimos cogidos completamente por sorpresa, golpeados contra el filo del tablero. Era Josefa, quien sin duda había seguido a Turber hasta el tejado guiada por sus celos. Turber aprovechó nuestra confusión y gritó. La daga de Alan no hizo más que rozarle el brazo. La mujer seguía atacándonos. Tardamos en reducirla a la impotencia, pero ya Turber estaba cerca de la ventana. Saltó como un gato y gritó dando la alarma.

Decidimos que lo mejor era escapar nosotros también. Nos persiguieron, pero no llegaron a alcanzarnos. Tuvimos que darles explicaciones a nuestros centinelas y convencerles de nuestra identidad. Entonces, uno de ellos nos dijo:

—La torre volvió.

—¿La torre?

—Volvió, pero no se detuvo. Fue sólo como un fantasma.

¿Qué podía significar aquello de que Lea y San hubiesen pasado y no hubiesen parado? Cuando llegamos al espacio reservado para su materialización, vimos sobre nuestras cabezas el fantasma móvil de la nave de Turber. Comprendimos que era una persecución lo que estábamos presenciando. Efectivamente, la torre se mostró de nuevo.

Y después de algunas vacilaciones, se materializó.

Los de la nave no se atrevieron a hacer lo mismo. No volvimos a verla.

De la torre, salieron Lea y San arrastrando el arma terrible, el proyector. Lea se arrojó impulsivamente en brazos de Alan. Y la torre, tripulada ahora solamente por San, desapareció de nuevo.

XX

—¡Fíjate, Ed! Con esto podemos aniquilar la ciudad, sembrar la muerte donde quiera que sea.

—Sí, pero, Alan...

—Los mataremos a todos. A Turber y a su pandilla, destruiremos su nave.

—Pero, Alan, ¿y Nanette?

Él repitió palidísimo:

—Nanette.

Era aproximadamente la una de la madrugada del 13 al 14 de junio de 2445. Una noche trascendental en la historia. La culminación de la batalla de Nueva York. Veíamos cómo Lea daba explicaciones a los ingenieros que se habían congregado en torno al arma, cuyo fundamento era la vibración de la luz.

El proyector parecía un reflector inofensivo, pero en su interior contenía un complicado mecanismo que transformaba la luz en rayos mortíferos a los que nada podía resistir. Para que funcionara, era preciso que cesara en toda la Tierra el suministro de energía eléctrica. Los distintos gobiernos se pusieron de acuerdo y se convino en que a las tres de la madrugada la estación central de Escocia dejaría de funcionar durante sesenta minutos.

En las dos horas que quedaban da plazo hubo tiempo de montar el aparato en una nave ligerísima a la que subió Lea en compañía del hombre designado para manejar el proyector.

Alan y yo hablábamos poseídos de una enorme tristeza, resignados ya a aquel ataque a la fortaleza de Turber que significaría la muerte inevitable de Nanette.

—¡Edward, Edward, Edward!

Era una voz microscópica y aérea que sonaba en una esquina de la habitación, la voz de Nanette.

—Edward, no te muevas. Ni tú tampoco, Alan. No os mostréis sorprendidos. Es posible que os estén mirando por otro aparato. Yo estoy ahora aquí sola, unos momentos.

Dije en voz baja, como si estuviese hablando con Alan:

—¿Puedes oírme?

—Sí, te oigo muy bien, Edward. Ellos os han estado escuchando. Han levantado la barrera de las telepantallas para enterarse de lo que estabais haciendo. Y ahora lo saben todo, saben lo del arma que ha traído Lea.

Nos quedamos aterrados al comprender que Turber estaba al corriente de nuestros planes.

La voz de Nanette añadió:

—Turber ha ido no sé dónde, pero Jonas cree que lo podrá localizar. Mucho me temo que Turber nos meta en la nave y emprendamos el vuelo.

Exclamé:

—¡Sí, Nanette, vete, ponte a salvo!

—Jonas querría que nos fuésemos ahora mismo, escapar sin esperar a Turber. Pero él no sabe cómo manejar la nave, y el indio no quiere hacerlo sin que Turber llegue. No os preocupéis por mí. Adiós, Alan, adiós, querido hermano.

Él reprimió sus sollozos:

—¡Oh, Nanette, hermanita...!

—Y adiós a ti, Edward.

Tartamudeé:

—Adiós.

—Adiós, Edward, siempre te quise, siempre te quise tanto... No quiero morir sin que lo sepas.

—Nanette, amada mía, yo te he querido siempre.

—¡Ya está Turber aquí! ¡No habléis más!

Grité por última vez:

—Métete en la nave, Nanette.

—¡Edward querido! ¡Adiós!

Seguimos aguardando, pero ya no hubo más que silencio.

XXI

—Alan, ¿estás seguro de que podrás hacerlo?

—Sí, no tengo más remedio —respondió apretando las mandíbulas.

Le toqué la mano que tenía colocada sobre el proyector. Sus dedos estaban fríos, pero firmes.

Aquella cabina delantera donde nos habían dejado entrar, colgada casi en el morro de la pequeña nave rapidísima, estaba toda en silencio excepto el lejano zumbido de los motores traseros.

Desde donde estábamos sentados, con Lea junto al proyector, dominábamos por completo la ciudad. Disponíamos de sesenta minutos, el tiempo que dejaría de funcionar la gran central eléctrica que abastecía al mundo.

Los oficiales y funcionarios responsables del Gobierno habían adoptado aquella decisión a última hora y nos la habían comunicado a Alan y a mí:

—Ustedes conocen a esta muchacha y ella sabe manejar el arma. El Consejo ha decidido que sea uno de ustedes el que se encargue de su funcionamiento, llevando a la muchacha al lado como consejera.

Miré a Alan con el corazón oprimido. Quería que fuese él quien hablase, pero se quedó mudo, como si hubiera perdido el habla. Luego, dijo:

—Como yo soy el más viejo, yo me encargaré, si a ustedes no les parece mal.

Ningún verdugo ante el interruptor que ha de llevar la corriente a la silla eléctrica de nuestros días puede haber temblado como estaba temblando entonces Alan. Pero estaba dispuesto a cumplir su deber. En la cabina había oíros hombres encargados de distintos instrumentos de comunicación y observación. El comandante se movía entre nosotros con gran calma, hablando raras veces y pendiente de cada detalle.

Habían transcurrido ya cinco de los sesenta minutos. La noche seguía cubierta. Se habían adoptado precauciones contra toda posibilidad de espionaje de las telepantallas enemigas. Ignorábamos lo que Turber pudiera conocer de nuestros planes. Probablemente, nada. No podía estar enterado de que iba a cortarse el suministro de energía eléctrica en todo el mundo. En la ciudad, proseguía la batalla. Turber era ya dueño del espacio donde se materializaba nuestra torre. Ésta se había marchado guiada por San.

Llevábamos apagadas todas las luces. Distinguíamos la barrera luminosa que cercaba el territorio rural de Turber. No había ningún signo de su nave del tiempo.

—¿Cuándo empezamos, Alan?

—Pronto, cuando lleguemos cerca del hangar donde Turber guarda la nave.

—Sí, pero, ¿dónde está eso?

En las telepantallas veíamos cómo nuestras tropas contraatacaban a las fuerzas de Turber. Los turberitas retrocedían pero casi inmediatamente empezaban a recibir refuerzos. El comandante de nuestra nave dio de pronto las órdenes necesarias a los dos pilotos, y nosotros recibimos también la orden de empezar.

Alan y yo ajustamos los instrumentos de precisión indicadores de la distancia y de la situación del blanco.

—¿Listos?

—Listos.

Alan conectó la corriente.

El rayo de luz empezó a formarse con una lentitud enloquecedora. Un ronroneo profundo, un perezoso temblor, como si aquella cosa diabólica estuviera relamiéndose igual que un gato. Luego, empezó un chirrido que fue cambiándose en un silbido de cólera. A continuación, creció el estruendo, pero ya las vibraciones eran tan rápidas que el oído no podía captarlas.

Debajo de nosotros, estaba ahora aquella misma zona espacial que en mis tiempos había sido el sanatorio Turber. Todos mirábamos fascinados, y oí que Alan murmuraba:

—¡Dios mío!

Los tripulantes miraban deslumbrados las carreras de la gente allá abajo, que se iban doblando y retorciendo como sarmientos secos sorprendidos por el fuego. Los edificios se derrumbaban en un silencioso terremoto.

El comandante ordenó que la nave bajara más. En las telepantallas, observábamos ahora cómo el pánico de la derrota iba extendiéndose por la ciudad de Turber. Inmensas muchedumbres de turberitas corrían hacia el sitio donde conjeturaban que podía hallarse la nave del tiempo.

Nos dimos cuenta de la maniobra. Pero ni una sola persona pudo llegar hasta el vehículo. Descubrimos más tarde que estaba fortificado con barreras metálicas. Rechazaron a la multitud que intentaba ponerse a salvo y dejaron que los desgraciados fueran cayendo entre los escombros.

El pánico se transmitió al norte de las líneas del frente. La marea del combate retrocedió de golpe. Los lobos turberitas, asaltados de pronto por los rumores de la derrota empezaron a intentar retirarse. Nuestras tropas iban persiguiéndolos. Aquello se convirtió pronto en una franca derrota de nuestros enemigos. Ya no se oían órdenes, no se hablaba de hacer prisioneros. Como lobos en retirada, los turberitas iban siendo cazados.

Lea me tiró de la manga. Me volví para mirar hacia Manhattan. Sobre el tejado de la parte Norte, había antorchas por todas partes: nuestras fuerzas de policía, súbitamente encorajinadas, emergían triunfantes y hacían retroceder al enemigo. Al resplandor de las luces, una negra nave de las fuerzas de Turber se mostró en su huida. Escapaba, pero un momento después se alzaban nuestras naves y corrían en su persecución.

Alguien dijo:

—¡Mirad, se acercan las fuerzas que Turber tiene en Jersey!

Muy lejos, donde la ciudad acababa más allá del trozo de Statten Island, iba acercándose un grupo de naves turberitas. Pensé por un momento que venían a atacarnos. Pero no era así. También ellas huían. Escapaban hacia el Sur, volando sobre la zona rural turberita.

Yo rezaba pidiendo que en una de esas naves pudiera ir Nanette. Alguien dijo:

—Ya han pasado cuarenta minutos; nos quedan veinte.

¿Era posible que sólo hubiesen transcurrido cuarenta minutos?

El comandante gritó a los pilotos:

—¡Pierson, Tremont, bajad más, está ahí!

Descendimos por debajo del tejado. Éste había volado en una extensión de cerca de dos kilómetros cuadrados. El rayo, manejado por las manos de Alan, bañaba toda la zona sacudida en una inundación de luz blanca. Una indescriptible escena de ruinas, como si un terremoto colosal hubiese arrasado todo lo existente y lo hubiese dejado convertido en un amasijo indescriptible salpicado de incendios y de humareda.

Un estrépito infernal, un torrente de crujidos, de explosiones y gritos de los heridos y moribundos.

Llegamos hasta las barreras, las destruimos y vimos que la nave seguía allí, intocada aún. La rozó nuestro rayo. Se apoderó de mí un sentimiento de horror. Jadeé:

—¡Alan!

Retiró el rayo. No sé lo que me contestó. Pero él había visto lo mismo que yo; la luz blanca mostraba todo con una claridad deslumbradora. Y divisamos la figura de Nanette erguida a la puerta de la nave.

—¡Alan, por Dios!

Pero a mi grito angustiado vino a añadirse la voz del comandante que le dijo a Alan:

—¡Directamente contra el vehículo, Tremont! No podemos dejarlo escapar.

Las murallas se derrumbaban estrepitosamente. Y vimos la figura de un hombre que se asomaba a la puerta de la nave y tiraba de Nanette hacia el interior. Era el indio. Movió el brazo a modo de señal. Y entonces aparecieron otras figuras corriendo hacia la nave: Turber y Josefa. Seguramente habían quedado atrapados en alguna parte de la ciudad y ahora corrían hacia el vehículo del tiempo, que los aguardaba. Pudieron sortear nuestro círculo de luz que las manos temblorosas de Alan habían desviado.

Fueron unas impresiones instantáneas. Durante unos segundos, nos quedamos rígidos, sin saber qué hacer. Y se oyó de nuevo la voz de nuestro comandante:

—Tremont, ¿es ese hombre Turber? Hay que cazarlo.

De un empellón apartó a Alan del proyector. Se puso a manejarlo y el rayo pasó sobre Turber y la mujer. Se tambalearon, pero siguieron andando. Luego, la mujer cayó y empezó a retorcerse. Turber se apartó de ella. Se tambaleaba, caía, pero lograba volver a ponerse en pie. Avanzaba entre convulsiones, con pasos de epiléptico. Casi a la entrada de la nave, cayó de nuevo. Me quedé más tranquilo. Pero la nave empezó a adelgazarse como un espectro. Desapareció.

Aquello no duró más que un momento. Porque en seguida el horror hizo presa en mí. Un horror inimaginable. La nave había desaparecido pero sólo durante un cortísimo trecho de nuestro futuro. Luego, se había parado y se había materializado de nuevo. Ya no era más que un montón de metal que se retorcía lamido por verdes lenguas de llamas.

XXII

Para mí, el resto de aquellos sesenta minutos fue un sueño vago y siniestro lleno de cosas horribles. Mientras la ciudad de Turber se desmoronaba, yo contemplaba el espectáculo como una pesadilla que no tuviese que ver nada conmigo. Porque mi mente estaba en aquel montón de hierros retorcidos que había sido la nave del tiempo de Turber. El cuerpo de Nanette yacería en alguna parte.

Alan parecía estar atontado. Se acurrucó junto a Lea. Yo estaba muy quieto, con la mirada fija y vidriosa. Alguien dijo:

—No quedan más que dos minutos. Que desconecten el proyector y lo aíslen antes de que pueda estropearlo la electricidad.

La energía eléctrica mundial estaba a punto de volver. Aislamos en debida forma el mecanismo de proyección. El rayo calorífico luminoso se extinguió. Pero su obra estaba ya realizada. Todo aquel extremo de la ciudad de Turber se encontraba en ruinas. Lo que había sido Statten Island era un puro escombro. Incendios y explosiones por todas partes y densas humaredas que salían de inmensos cráteres llenando el aire de un olor punzante.

Volvimos hacia Manhattan cuando la electricidad mundial quedó restablecida. Los sesenta minutos habían terminado.

No hace falta que me ocupe de lo que siguió a la batalla. Para Alan y para mí, todo carecía de importancia. Echábamos de menos a Nanette amarguísimamente.

Los turberitas fueron desterrados a distintas localidades. Turber y todos sus jefes habían muerto. El gobierno legítimo nos dio las gracias a Lea, a Alan y a mí. Pero no teníamos interés por nada. Habíamos perdido a Nanette y nuestro mayor deseo era apartarnos de aquel mundo que nos la había arrebatado.

Alan y yo no nos atrevimos a formar parte de la cuadrilla que se dedicó a buscar los cadáveres esparcidos en torno al vehículo de Turber. No pudieron encontrar a Nanette, pero nos dijeron que era imposible identificar a la mayoría.

Pasó un día, luego otro, y al tercero llegó un mensaje que nos hizo temblar de emoción a Lea, a Alan y a mí. Nos unimos a los trabajadores que estaban limpiando los escombros en torno a la nave.

¡Nanette!

Tres obreros habían presenciado cómo aconteció aquello. Desde arriba, a pocos metros sobre sus cabezas, por el aire llegó precipitándose un cuerpo humano. Vieron cómo se materializaba en un instante. Una sombra, un espíritu, pero que en un segundo llegaba al suelo hecho ya una cosa sólida, un cuerpo humano. Era una muchacha que yacía herida e inconsciente. Pero todavía viva.

Nos llevaron a verla en el hospital improvisado que estaba cerca de las ruinas. No cabía duda de que se trataba de Nanette. Estaba viva.

¡Oh, di gracias a Dios porque estuviéramos en aquella época tan avanzada de 2445! Quinientos años de progreso permitían que médicos y cirujanos hicieran milagros. Aseguraban que podría vivir, que su cuerpo roto podía restaurarse hasta llegar a ser algo parecido a lo que fue en tiempos.

Después, llegó nuestra torre con San. Esta vez se quedó aguardando. Y un día nos dejaron ver a Nanette. Estaba tan vendada, que apenas si le quedaban visibles más que los ojos.

Y transcurrió otra semana y, cuando nos recibió, ya le habían quitado las vendas de la cara, de la cabeza y de los hombros. ¡Pobre Nanette! Toda su cara era una pura cicatriz. Levantó un brazo retorcido para darnos la bienvenida. Trató de sonreír. Era un espectáculo horrible. Se asustó al verme.

—Edward, yo no quería que te dejasen pasar.

—Nanette, voy a decirte un secreto. Alan y Lea están enamorados. En cuanto te pongas bien...

Ella se estremeció.

—Edward, ¿te acuerdas cuando te dije que estaba enamorada de ti? Pues bien, era mentira.

—No comprendo, Nanette.

—Quiero decir que no era verdad, que estaba equivocada, que era únicamente la emoción de la despedida.

Muy emocionado, quise darle ánimos y consolarla. Pero entró una enfermera y me rogó que saliese.

—No conviene cansarla, está muy excitada.

Esperamos más y más días. Por la misma enfermera, supimos lo que le había pasado a Nanette en los últimos momentos de la nave de Turber. Cuando el indio la arrastró adentro, ella echó a correr por el pasillo y atravesó la habitación de los instrumentos dispuesta a tirarse por la ventana. Antes, para que la nave no pudiera emprender el vuelo a otro mundo, arrancó los delicados cables del tablero de mandos. Entonces, se tiró por la ventana y perdió el conocimiento.

El cuerpo de Nanette debió de quedar sometido a la influencia de la nave. El salto de ésta hacia el futuro surtió efecto en Nanette y por eso no volvió a aparecer hasta el cabo de tres días.

Ahora ya todo estaba terminado. Vivía y los grandes cirujanos de la época iban a devolvérmela intacta.

Estuvimos aguardando ansiosamente las largas horas que duró la operación decisiva. Ésta tuvo éxito. Nanette volvió a quedar como yo siempre la había conocido.

Y ahora ya poco me queda que contar. Estamos de regreso en el mundo de 1962. Acompañamos a Lea a despedirse de su abuelo, de quien se separó para seguir su destino como esposa de Alan. San no quiso quedarse con nosotros. Nos llevó a nuestro mundo y nos dijo adiós para siempre.

Esta vez no nos vio nadie bajar de la torre al Parque Central. Era de noche y no hubo quien viese llegar a la torre fantasmagórica, solidificarse unos momentos y desaparecer luego.

Y aunque alguien lo hubiese visto, nadie lo creerla.

Ahora todo está tranquilo. No lejos de Nueva York, hay dos casas gemelas junto a una pequeña granja. Alan y su esposa viven en una de las casas; Nanette y yo, en la otra.

Los vecinos creen que Lea es escandinava; por lo menos tiene ese aspecto y habla de esa manera. Pero en el pueblo hay una señora sueca que opina que la mujer de Alan es una indígena rubia y de ojos azules de cualquiera de las islas de los mares del Sur.

Hace pocas noches, Nanette encontró a Lea bailando para Alan en la terraza del huertecito. Su figura de cuento de hadas semejaba estar entretejida de sombras.

Pero todos nos guardamos muy bien de explicarles a los vecinos del pueblo que la señora Tremont es una muchacha sombra.

FIN

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