¡Enigma!

¡Enigma!


NARRACIONES CORTAS DE FICCIÓN CIENTÍFICA

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NARRACIONES CORTAS DE FICCIÓN CIENTÍFICA

Sólo a compañeros se podía reñir la más mortífera de las guerras... Y la única forma de disolver la pareja era quedar para siempre personalmente disuelto.

LA MESA

La alfileración es un modo endiablado de ganarse la vida. Hunderhill estaba furioso cuando cerró la puerta a sus espaldas. No tenía mucho sentido eso de llevar un uniforme y parecer un militar si la gente no llegaba a darse cuenta de lo que uno hacía.

Se sentó en su butaca, dejó caer la cabeza en el espaldar y se echó el casco arriba de la frente.

Mientras aguardaba a que se calentara el alfiletero, recordó a la muchacha del pasillo exterior. Había admirado el aparato y luego le había mirado a él desdeñosamente.

—Miau.

Eso era todo lo que se le había ocurrido decir a la jovencita. Pero a él le había cortado como un cuchillo.

¿Qué se creía ella que era él? ¿Un idiota, un holgazán, una calamidad con uniforme? ¿No sabía ella que por cada media hora de alfileramiento conseguía él un mínimo de dos meses de recuperación en el hospital?

Pero el aparato estaba ya caliente. Hunderhill sentía los cubos de espacio a su alrededor, se percibía a sí mismo en el centro de una inmensa rejilla, una rejilla cúbica, llena de nada. De aquella nada podía extraer el doloroso y hueco horror del espacio y podía sentir la terrible ansiedad con que tropezaba su mente cada vez que se encontraba con el rastro más insignificante de polvo inerte.

Mientras se concedía un ligero descanso, la solidez confortante del Sol, el mecanismo de relojería de los planetas familiares y de la Luna iban penetrando en él. Nuestro propio sistema solar era tan encantador y tan sencillo como un antiguo reloj de cuco lleno de palpitaciones familiares y de ruidos tranquilizadores. Las curiosas lunecitas de Marte giraban alrededor de su planeta como ratones frenéticos, pero su misma regularidad era una seguridad de que todo iba bien. Muy por encima del plano de la eclíptica podía detectar a media tonelada de polvo derivando más o menos fuera de las rutas del viaje humano.

Allí no había nada con lo que luchar, nada que desafiase a la mente, que arrancase un alma viva de un cuerpo con sus raíces goteando efluvios tan tangibles como la sangre.

Nada se movía dentro del sistema solar. Él podía llevar el agujetero en todo momento y no ser más que una especie de astrónomo telépata, un hombre que podía sentir la protección ardorosa y caliente del Sol flotando y ardiendo contra su mente viva.

Entró Woodley.

—El mismo viejo mundo palpitante —dijo Hunderhill—. Sin novedad. No me extraña que no descubriesen el agujetero mientras no empezaron a planizar. La verdad es que aquí con el sol caliente a nuestro alrededor, todo parece muy bueno y muy tranquilo. Se tiene la sensación de que todo está girando y moviéndose. Es una cosa bonita y limpia y compacta. Viene a ser algo así como estar sentadito en casa.

Woodley soltó un gruñido. No era muy dado a los vuelos de la fantasía.

Sin desanimarse, Hunderhill continuó:

—Debió de ser delicioso eso de no ser más que un Hombre Antiguo. Me pregunto por qué se les ocurriría quemar su mundo con la guerra. Ellos no tenían que planizar. No tenían que salir a ganarse la vida entre las estrellas. No tenían que regatear con las Ratas o jugar el Juego. No podían haber inventado el alfileramiento porque no lo necesitaban en absoluto, ¿verdad, Woodley?

Woodley gruñó:

—Uh-uh.

Woodley tenía ya veintiséis años y se tendría que retirar dentro del año siguiente. Ya había elegido una granja. Le había costado diez años de duro trabajo de alfileteo con los mejores. Había mantenido su cordura no pensando mucho en su tarea, afrontando los momentos malos de su trabajo cuando tenía que afrontarlos y no volviendo a pensar en sus obligaciones mientras no surgía la emergencia siguiente.

Woodley nunca se había propuesto hacerse popular entre los Compañeros. Ninguno de los compañeros le tenía mucha simpatía. Algunos de ellos incluso le miraban con odio. Se sospechaba de él que en ocasiones abrigaba malos pensamientos sobre los Compañeros, pero como ninguno de ellos pensó nunca una queja en forma articulada, los otros agujadores y los jefes de la instrumentalidad le dejaban en paz.

Hunderhill estaba todavía penetrado por lo maravilloso de su tarea. Con aire feliz preguntaba:

—¿Qué es lo que nos pasa cuando planizamos? ¿Tú crees que es algo así como morirse? ¿Has visto alguna vez a alguien con el alma arrancada?

—Eso del alma arrancada es una manera de decirlo como otra cualquiera —replicó Woodley—. Después de tantos años, la verdad es que nadie sabe si tenemos alma o no.

—Pero yo vi una una vez. Vi el aspecto que tenía Dogwood cuando lo evacuaron. Era muy curioso. Parecía una cosa mojada y viscosa como si estuviera desangrándose y saliese de él. ¿Y sabes lo que le hicieron a Dogwood? Lo retiraron y lo metieron en la parte del hospital adonde tú y yo nunca hemos ido, en aquella parte donde están los demás, donde siempre tienen que estar los que continúan vivos después de ser alcanzados por las Ratas del Arribafuera.

Woodley se sentó y encendió una vieja pipa. Dentro de ella estaba quemando algo llamado tabaco. Era una sucia costumbre, pero que le hacía aparecer muy osado y aventurero.

—Mira, jovencito, no tienes por qué preocuparte ya de esas tonterías. El alfileteo está mejor cada día. Los Compañeros se portan cada vez con más eficacia. Les he visto alfiletear a dos Ratas a una distancia de sesenta millones de kilómetros en un milisegundo y medio. Mientras era la gente la que tenía que procurar poner en funcionamiento los aparatos alfileteadores, cabía siempre la posibilidad de que con un mínimo de cuatrocientos milisegundos para que la mente humana dirigiese el alfilerazo relampagueante, no iluminábamos a las Ratas lo bastante aprisa para proteger a nuestras naves planizantes. Los Compañeros han cambiado todo esto. Una vez metidos en el ajo, son más rápidos que las Ratas. Y siempre lo serán. Ya sé que no es fácil dejar que un Compañero comparta la mente de uno...

—Tampoco para ellos es fácil —dijo Hunderhill.

—No te preocupes por ellos. No son humanos. Que ellos cuiden de sí mismos. He visto a más agujadores volverse locos por remedar a los Compañeros que por haber sido alcanzado por las Ratas. ¿A cuántos conoces tú que hayan sido realmente rozados por las Ratas?

Hunderhill miró sus dedos, que brillaban con, un resplandor verde y purpúreo a la luz vívida arrojada por el ajustado aparato relampagueante, y se puso a contar naves. El pulgar para Andrómeda, perdida con su tripulación y los pasajeros, el índice y el corazón para los bajeles 43 y 56, encontrados con sus aparatos de alfileramiento hechos cenizas y toda la gente de a bordo, hombres, mujeres y niños, muertos o locos. El dedo anular, el meñique, y el pulgar de la otra mano eran las tres primeras naves de guerra que se perdieron contra las Ratas, perdidas cuando la gente se dio cuenta de que había algo por debajo del espacio mismo, algo que estaba vivo, que era caprichoso y malévolo.

El planizaje tenía algo cómico. Producía una sensación como...

Como ninguna cosa que se pudiera comparar.

Como el cosquilleo de una descarga eléctrica suave.

Como el dolor de una muela picada que se manifiesta por primera vez.

Como una ráfaga de luz ligeramente dolorosa contra los ojos.

Pero en ese tiempo una nave de cuarenta y cinco toneladas, alzándose sobre la Tierra, desaparecía de una manera u otra en dos dimensiones y aparecía a una distancia de medio años luz o de cincuenta años-luz.

Dentro de un momento, estaría él sentado en la sala de combate, con el alfiletero listo y el familiar sistema solar palpitando en torno y dentro de su cabeza. Durante un segundo o un año (nunca pudo decir cuánto tiempo era en realidad subjetivamente), la curiosa rafaguilla pasaba por él y luego se veía suelto en el Arribafuera, los terribles espacios abiertos entre las estrellas, donde las estrellas mismas se percibían como granos en su mente telepática y los planetas estaban demasiado lejos para ser percibidos o detectados.

En algún sitio de aquel espacio exterior aguardaba una muerte cruel, una muerte y un horror de tal índole, que el hombre no había tropezado nunca con nada parecido mientras no se arriesgó a surcar los espacios interestelares. Al parecer, la luz de los soles mantenía a los Dragones a distancia.

Dragones. Así era como los llamaba la gente. Para la gente ordinaria no pasaba nada, nada más que el vahído del planizaje y el martillazo de la muerte repentina o la oscura nota espástica de la locura descendiendo sobre sus mentes.

Pero para los telépatas, eran Dragones.

En la fracción de un segundo entre la percepción por los telépatas de un algo hostil en la negra y hueca nada del espacio y el impacto de un feroz y destructivo golpe psíquico contra todas las cosas vivientes dentro de la nave, los telépatas habían tenido la sensación de seres parecidos a los dragones de las antiguas fábulas humanas, bestias más beligerantes que las bestias, demonios más tangibles que los demonios, hambrientos torbellinos de vida y de odio compuestos por elementos desconocidos de la delgada materia tenue existente entre las estrella.

Fue preciso que una nave superviviente trajese la noticia, una nave en la que, por pura casualidad, un telépata tenía dispuesto un rayo de luz, dirigiéndolo hacia el inocente polvo de afuera, de forma que dentro del panorama de su mente, el Dragón se disolvió en la nada, de una manera total, y los otros pasajeros, ninguno de ellos telépatas, prosiguieron su viaje sin darse cuenta de que acababan de escapar a la muerte.

A partir de entonces todo fue fácil... o casi.

Las naves planizantes siempre llevaban telépatas. Los telépatas tenían su sensibilidad ensanchada de una manera inmensa por los aparatos alfileteadores, que eran amplificadores telepáticos adaptados a la mente mamífera. Los alfileteadores a su vez estaban enlazados electrónicamente con pequeñas bombas dirigibles de luz. La luz se encargaba de todo.

La luz disolvía a los Dragones, la luz permitía que las naves recuperasen su forma tridimensional al trasladarse de estrella a estrella.

La superioridad del enemigo, que antes estaba de cien a uno en su favor, se convirtió se sesenta a cuarenta a favor de la humanidad.

Aquello no bastaba. Se entrenó a los telépatas para que se hiciesen ultrasensitivos, se les adiestró para que se diesen cuenta de la presencia de los Dragones en menos de un milisegundo.

Pero entonces se descubrió que los Dragones podían surcar un millón y medio de kilómetros en sólo dos milisegundos y la mente humana no tenía bastante con aquel margen para activar los rayos lumínicos.

Se hicieron ensayos para enfundar a las naves en una vaina de luz en todo momento.

Aquel sistema de defensa no dio resultado.

A medida que la humanidad iba enterándose de particularidad de los Dragones, también éstos, por lo visto, iban enterándose de particularidades sobre la humanidad. De una manera u otra, consiguieron aplastar su corpulencia y deslizarse rapidísimamente en trayectorias extremadamente planas.

Se necesitaba una luz intensa, luz de una intensidad solar. Aquello sólo podía conseguirse mediante las bombas lumínicas. El alfileteo relampagueante empezó a existir.

Dicho alfileteo consistía en la detonación de bombas ultravívidas y fotonucleares en miniatura, las cuales convertían unos cuantos gramos de un isótopo de magnesio en una pura radiación visible.

La proporción de bajas siguió disminuyendo a favor de la humanidad, pero a pesar de eso las naves se perdían.

La situación llegó a ponerse tan mal, que la gente ni siquiera quería ir en busca de las naves, porque los rescatantes sabían lo que iban a ver. Era una cosa triste traer a la Tierra a trescientos cuerpos listos para la sepultura y a doscientos o trescientos lunáticos dañados sin reparación posible, a los que había que cuidar, alimentar, lavar, acostar y levantar, y vuelta a hacer lo mismo hasta que sus vidas se extinguían.

Los telépatas trataron de introducirse en las mentes de los psicóticos que habían sido alcanzados por los Dragones, pero no hallaban allí sino vividas columnas borboteantes de fiero terror que estallaba desde el mismo ello primordial, la fuente volcánica de la vida.

Luego llegaron los Compañeros.

Hombre y Compañero podían hacer juntos lo que el Hombre no podía hacer solo. Los Hombres tenían la inteligencia. Los Compañeros tenían la velocidad.

Los Compañeros cabalgaban en sus diminutos aparatos, no mayores que balones de fútbol, fuera de las naves espaciales. Planizaban con las naves. Caminaban junto a ellas en sus navíos diminutos, preparados para el ataque.

Las naves diminutas de los Compañeros eran rápidas. Cada una llevaba consigo una docena de agujas relampagueantes, bombas no mayores que dedales.

Los alfileteadores arrojaban a los Compañeros, los arrojaban de una manera completamente literal, por medio de relés mentales directos, a hacer fuego contra los Dragones.

Lo que a la mente humana aparecía como Dragones, se presentaba en forma de ratas gigantescas en las mentes de los Compañeros.

Una vez fuera de la implacable nada del espacio, las mentes de los Compañeros respondían a un instinto tan viejo como la vida. Los Compañeros atacaban, golpeando con una velocidad mucho mayor que la del hombre, yendo de ataque en ataque hasta que las Ratas o ellos mismos quedaban destruidos. Casi siempre eran los Compañeros quienes ganaban.

Con la seguridad conseguida en las comunicaciones interestelares, el comercio aumentó de una manera inmensa, la población de todas las colonias se incrementó, y la demanda de Compañeros bien entrenados subió enormemente.

Hunderhill y Woodley formaban parte de la tercera generación de agujeteros, pero a ellos les parecía como si su oficio hubiera existido siempre.

Engranar el espacio en las mentes por medio del alfiletero, añadir a los Compañeros a aquellas mentes, manteniéndola al mismo tiempo en forma para la tensión de una lucha de la que todo dependía... Aquello era más de lo que las fuerzas humanas pudieran resistir por mucho tiempo. Hunderhill necesitaba sus dos meses de descanso después de media hora de combate. Woodley necesitaba su jubilación después de diez años de servicio. Eran jóvenes, eran buenos. Pero tenían sus límites.

Si bien mucho dependía de la elección de Compañero, mucho dependía también de la suerte de quienes intervenían en el juego.

LA BARAJADURA

El tío Moontree y la jovencita llamada West entraron en la habitación. Eran los otros dos alfileteadores. El complemento humano de la sala de combate estaba completo.

El tío Moontree era un tipo carirredondo de cuarenta y cinco años que había vivido la pacífica vida de granjero hasta que cumplió los cuarenta. Sólo entonces, tardíamente, descubrieron las autoridades que era telépata y consintieron en dejarle abrazar, ya tardíamente, la carrera de alfileteador. Lo hacía bastante bien, pero era terriblemente viejo para aquella clase de asuntos.

El tío Moontree miró al sombrío Woodley y al caviloso Hunderhill.

—¿Cómo están hoy los jovencitos? ¿Dispuestos para una buena pelea?

—El tío siempre está con ganas de pelea —dijo con una risita la jovencita llamada West.

No era más que una niña. Su risa era estridente e infantil. Parecía la última persona del mundo a la que a uno hubiera podido ocurrírsele verla metida en la ruda y mortal tarea del relampagueo.

Hunderhill se había divertido mucho en cierta ocasión al ver que uno de los más haraganes de los compañeros volvía feliz después del contacto con la mente de la muchacha llamada West.

Por lo común los Compañeros no se preocupaban mucho de las mentes humanas con las que tenían que aparejarse durante el viaje. Los Compañeros parecían adoptar la actitud de que las mentes humanas eran demasiado complejas y desordenadas por encima de toda ponderación. Ningún Compañero había puesto nunca en duda la superioridad de la mente humana, aunque muy pocos Compañeros se mostraban impresionados por esa superioridad.

A los Compañeros les asustaba la gente. Les gustaba luchar en su compañía. Incluso les gustaba morir por la gente. Pero cuando un Compañero le tomaba simpatía a una persona, como, por ejemplo, el capitán Wow o la señorita May le tenían simpatía a Hunderhill, esa simpatía nada tenía que ver con el intelecto. Era una cuestión de temperamento, de sensaciones.

Hunderhill sabía perfectamente bien que el capitán Wow consideraba su cerebro, el de Hunderhill, como el de un tonto. Lo que al capitán Wow le gustaba era la amistosa estructura emotiva de Hunderhill, la alegría y el brillo de traviesa diversión que se disparaban a través de las fórmulas inconscientes de pensamientos de Hunderhill, y la alegría con que éste afrontaba el peligro. Las palabras, los libros de historia, las ideas, la ciencia... Hunderhill podía percibir todo aquello en su propia mente, reflejado de vuelta desde la mente del capitán Wow, como una verdadera lata.

La señorita West miró a Hunderhill.

—Estoy segura de que puso usted goma en las piedras.

—¡Nada de eso!

Hunderhill sintió que las orejas se le ponían coloradas de vergüenza. Durante su noviciado trató de hacer trampas en la lotería porque se aficionó muchísimo a un Compañero espacial, una deliciosa madre joven llamada Murr. Resultaba muchísimo más fácil operar con ella, y ella se mostró tan afectuosa para con él, que Hunderhill se olvidó de que el alfileramiento era un trabajo duro y de que las instrucciones no consistían en que tuviese que pasarlo bien con su Compañero. A los dos se les había designado y preparado para lanzarse juntos a una batalla mortal.

Una trampa había sido bastante. Le habían descubierto y se habían estado riendo de él durante años.

El tío Moontree cogió el cubilete de imitación cuero y movió los dados de piedra que les asignarían los Compañeros para el viaje. Por el privilegio de su edad era él quien tiraba primero.

Hizo una mueca. Le había tocado un carácter de viejo glotón, un macho terco y viejo cuya mente estaba llena de pensamientos flotantes de comida, verdaderos océanos llenos de pescado medio podrido. El tío Moontree había dicho en cierta ocasión que estaba respirando aceite de hígado de bacalao durante semanas enteras después de colaborar con aquel comilón terrible, tan fuertemente le quedaba impresa en su propia mente la imagen telepática del pescado. Pero aquel glotón manifestaba la misma glotonería para el peligro que para el pescado. Había matado a sesenta y tres Dragones, más que ningún otro Compañero en el servicio, y valía literalmente lo que pesaba en oro.

Le tocó el turno a la jovencita West. Le salió el capitán Wow. Cuando ella vio de quién se trataba, sonrió.

—Me gusta —dijo—. Es muy divertido pelear con él. Sabe entrar tan delicada y cariñosamente en mi mente...

—Vaya cariños —dijo Woodley—. También yo he estado en su mente. Es la mente más rijosa que haya en esta nave.

—Un poco sucio —dijo la muchacha.

Lo dijo en tono declarativo, sin sombra de reproche.

Hunderhill la miró y se estremeció.

No comprendía que ella pudiera aceptar al capitán Wow con tanta calma. La mente del capitán Wow era una pura lujuria. Cuando Wow se excitaba en medio de una batalla, confusas imágenes de Dragones, de Ratas mortíferas, de lechos exquisitos, a más de olores de pescados y el shock del espacio se apelotonaban en su mente mientras él y el capitán Wow, ligadas sus conciencias mediante el alfileteo, se convertían en un compuesto fantástico de ser humano y de gato persa.

Aquello era lo malo que tenía que trabajar con gatos, pensó Hunderhill. Era una lástima que ningún otro ser hubiese servido nunca como Compañero. Los gatos se portaban muy bien una vez que se entraba en contacto con ellos telepáticamente. Eran lo bastante listos para responder a las necesidades de la lucha, pero sus motivos y sus deseos eran desde luego completamente distintos a los que impulsaban a los hombres.

Eran bastante sociables mientras uno pensaba para ellos con imágenes tangibles, pero sus mentes se cerraban y se echaban a dormir si se les recitaba Shakespeare o a Colegrove, o si uno trataba de explicarles lo que era el espacio.

Resultaba curioso pensar que los Compañeros que se mostraban tan fieros y maduros allá fuera en el espacio eran los mismos animalitos caprichosos que la gente había utilizado como mimados predilectos allá en la Tierra desde hacía miles de años. Más de una vez le había sucedido a Hunderhill el sentirse embarazado en la Tierra al verse saludado por gatos no telépatas y de los que había olvidado de momento que no eran Compañeros.

Levantó el cubilete y tiró los dados.

Tuvo suerte: le salió la señora May.

La señora May era el Compañero más pensativo con que nunca hubiese topado. En ella, la mente de ascendencia de pura raza de un gato persa había alcanzado una de las cumbres más cimeras de desarrollo. Era más compleja que cualquier mujer humana, pero la complejidad consistía en emociones, memorias, esperanzas y experiencias discriminadas, una experiencia conseguida sin el beneficio de las palabras.

Cuando él entró por primera vez en contacto con la mente de la señora May, se sintió asombrado por la claridad que vio allí. Recordó con ella su vida gatuna. Recordó toda experiencia de apareamiento que ella había tenido en su vida. Se vio a sí mismo en una galería medio reconocible en la que estaba con los demás agujadores con que ella se había emparejado para la lucha. Y se vio a sí mismo radiante, jovial y deseable.

Incluso creyó percibir la sombra de un anhelo...

Un pensamiento muy halagador y ansioso: ¡qué lástima que no sea un gato!

Woodley hizo la última tirada. Se llevó lo que merecía: un viejo gato sombrío y lleno de cicatrices sin nada de la facundia del capitán Wow. El Compañero de Woodley era el más animal de todos los gatos de la nave. Un tipo bajo y brutal de mente obtusa. Ni siquiera la telepatía le había refinado el carácter. Tenía las orejas medio chamuscadas por los primeros combates en que había tomado parte.

Era un luchador útil, nada más.

Woodley gruñó.

Hunderhill le miró extrañado. ¿Es que Woodley no sabía hacer otra cosa que gruñir?

El tío Moontree miró a los otros tres.

—Podéis coger ya a vuestros Compañeros. Le diré al Explorador que estamos listos para entrar en el Arribafuera.

EL REPARTO

Hunderhill hizo girar la cerradura de combinación que estaba encima de la jaula de la señora May. La despertó suavemente y la cogió en brazos. Ella arqueó el lomo voluptuosamente, estiró ras garras, empezó a ronronear, lo pensó mejor y se decidió en lugar de eso a lamerle la muñeca. Él no tenía encendido el alfiletero, por lo que sus mentes estaban cerradas la una para la otra, pero en la inclinación del bigote del animal y en el movimiento de sus orejas, percibió él cierto sentido de la complacencia que ella experimentaba al encontrarle como compañero.

Le habló con lenguaje humano, aunque el lenguaje no significaba nada para un gato cuando el alfileteador no estaba encendido.

—Es una vergüenza esto de enviar a una cosita tan linda como tú a dar vueltas por la frialdad de la nada para cazar a Ratas que son mayores y más peligrosas que todos nosotros juntos. Tú no solicitaste esta clase de peleas, ¿verdad?

Por toda respuesta, ella le lamió la mano, ronroneó, le rozó el pecho con su larga cola sedosa, se volvió y se le quedó mirando, brillándole los ojos dorados.

Por un momento se miraron fijamente el uno al otro, el hombre en cuclillas, la gata erguida sobre sus patas traseras, clavándole las garras en las rodillas. Los ojos humanos y los ojos gatunos se miraban a través de una inmensidad que no podía llenarse con palabras, pero que el afecto superaba en una sencilla mirada.

—Ha llegado el momento de entrar —dijo él.

Ella se encaminó dócilmente hacia su navichuela esferoidal. Saltó dentro. Él se preocupó de que el alfiletero en miniatura de ella le quedase ajustado y firme y cómodamente contra Ja base del cerebro. Se aseguró de que tenía las garras limadas para que no pudiese hacerse daño a sí misma en la excitación de la batalla.

Suavemente le preguntó:

—¿Lista?

Por toda respuesta, ella arqueó el lomo todo lo que le permitían sus arneses y ronroneó suavemente dentro de los confines del marco que la sujetaba.

Él bajó la tapadera y vio como el chorro suave iba soldando la costura. Durante unas cuantas horas tenía que estar encogida dentro del proyectil hasta que un obrero provisto de cortador oxhídrico la sacase de allí después que ella hubiese cumplido con su deber.

Hunderhill cogió todo el proyectil y lo metió en el tubo de lanzamiento. Cerró la puerta del tubo, se sentó en su butaca y encendió su propio aparato.

Una vez más se estableció el contacto.

Estaba sentado en una habitación pequeña, pequeña, pequeña, caliente, caliente, los cuerpos de las otras tres personas se estaban moviendo muy cerca de él, las luces tangibles en el techo resultaban brillantes y pesadas contra sus párpados cerrados.

A medida que el aparato se fue calentando, la habitación se disolvió. Las otras personas cesaron de ser gente y se convirtieron en pequeños montones de fuego al rojo, en brasas, en fuego rojo oscuro, con la conciencia de la vida ardiendo como viejos carbones rojos en una chimenea campesina.

Cuando el aparato se calentó un poco más, sintió la Tierra justamente debajo de él, sintió la nave deslizándose, sintió a la Luna girando mientras se alejaba ciñendo al mundo, sintió a los planetas y la bondad clara y caliente del Sol que mantenía a los Dragones lejos del suelo nativo de la humanidad.

Finalmente alcanzó la percepción total.

Estaba telepáticamente vivo para un alcance de millones de kilómetros. Sintió el polvo que había notado poco antes por encima de la eclíptica. Con un estremecimiento de calor y ternura sintió la conciencia de la señora May derramándose sobre la suya propia. La conciencia de la gata era tan gentil y tan clara y, sin embargo, tan firme para el gusto de su mente, como si de aceite perfumado se tratara. Una conciencia confortante y tranquilizadora. Podía percibir la bienvenida que ella le daba. Era apenas un pensamiento, sólo una cruda emoción de saludo.

Por fin volvían a ser una sola cosa.

En un diminuto y remoto rincón de su mente, tan diminuto como el más pequeño juguete que hubiese visto nunca en su infancia, él percibía aún la existencia del cuarto y de la nave, y del tío Moontree cogiendo un teléfono y hablando con un capitán Explorador encargado de la nave.

Su mente telepática aprehendía la idea mucho antes de que sus oídos pudiesen captar las palabras. El sonido real seguía a la idea a la manera de como el trueno en una playa oceánica sigue al relámpago hasta muy dentro del mar.

—La sala de combate está preparada. Listos para planizar, señor.

EL JUEGO

Hunderhill se sentía siempre un poco exasperado por la forma en que la señora May experimentaba las cosas antes que él.

Estaba tomando alientos para el repeluzno de vinagre fuerte del planizaje cuando ya tenía el informe de la gata antes de que sus propios nervios pudiesen registrar lo que había sucedido.

La Tierra se había alejado tanto, que Hunderhill tardó unos cuantos milisegundos en comprobar que el Sol estaba en la parte de arriba y de retaguardia en el rincón a mano derecha de su mente telepática.

Había sido un buen salto, pensó. De esta forma llegaremos allí en cuatro o cinco brincos.

A unos cuantos cientos de kilómetros fuera de la nave, la señora May estaba pensando en él: «¡Oh caliente, oh generoso, oh hombre gigantesco!

¡Oh bravo, oh amistoso, oh tierno y enorme compañero! ¡Oh maravilloso contigo, contigo tan bueno, bueno, bueno, caliente, caliente!, ahora a pelear, ahora a ir, bueno contigo...»

Él sabía que ella no estaba pensando con palabras, que era la mente de él la que cogía el amistoso y claro balbuceo de su intelecto felino y lo trasformaba en imágenes que él pudiese registrar y entender con su propio pensamiento.

Ninguno de los dos estaba absorto en el juego de los mutuos saludos. Él llegaba mucho más allá que ella en cuanto a alcance de percepción para ver si había algo cerca de la nave. Era curioso aquello que fuese posible hacer dos cosas al mismo tiempo. Podía explorar el espacio con su mente amplificada por el aparato y, sin embargo, captar al mismo tiempo un efímero pensamiento de ella, un cariñoso y dulce pensamiento acerca de un hijo que tenía una carita dorada y un pechito cubierto de una piel dulce increíblemente lustrosa y blanca.

Mientras él seguía buscando, captó la advertencia de la gata.

¡Saltamos de nuevo!

Y así fue en efecto. La nave se había movido en un segundo planizaje. Las estrellas eran diferentes. El Sol se había quedado atrás a una distancia inconmensurable. Incluso las estrellas más próximas estaban apenas en contacto. Éste era el sitio bueno para los Dragones, aquel espacio abierto, odioso, hueco, Hunderhill seguía explorando a lo largo y a lo ancho, detectando y buscando el peligro, listo para lanzar a la señora May contra el peligro dondequiera que lo encontrase.

El terror llameaba en su mente de una manera tan clara, tan aguda, que llegaba a percibirse como un estrujamiento físico.

La muchachita llamada West había encontrado algo, algo inmenso, largo, negro, afilado, voraz, horripilante. Lanzó contra aquello al capitán Wow.

Hunderhill trataba de mantener su propia mente despejada.

—¡Vigilad! —disparaba telepáticamente a los otros, mientras trataba de dirigir a la señora May.

En una esquina de la batalla sintió la ardorosa cólera del capitán Wow mientras el basto gato persa disparaba luces contra la barrera de polvo que amenazaba a la nave y a sus tripulantes.

Las luces iban registrando las bajas.

El polvo se aplastaba, cambiando de la forma de un rayo en zigzag a la forma de una lanza.

Aún no habían transcurrido tres milisegundos.

El tío Moontree estaba hablando con palabras humanas y diciendo con una voz que se movía como melaza cayendo de un pesado jarro:

—C-a-p-i-t-á-n.

Hunderhill sabía que la frase iba a ser: «¡Capitán, muévete aprisa!»

La batalla iba a reñirse y acabarse antes de que el tío Moontree acabara de hablar.

Ahora, fracciones de un milisegundo más tarde, la señora May estaba directamente en línea.

Allí era donde se ponían de manifiesto la habilidad y velocidad de los Compañeros. Ella sabía reaccionar más aprisa que él. Ella podía ver la amenaza como una rata inmensa que se le abalanzara.

Podía disparar las bombas lumínicas con una precisión que él no tendría nunca.

Él estaba conectado con la mente de la gata, pero no podía seguirla.

Su conciencia estaba absorbida por la desgarradora herida que le había infligido el enemigo desconocido. No era como ninguna herida de la Tierra, un dolor crudo y loco que empezaba como una quemadura en el ombligo. Empezó a retorcerse en su butaca.

Ya no le quedaba tiempo para mover un músculo cuando la señora May acometió al enemigo.

Cinco bombas fotonucleares bien espaciadas destellaron a cientos de miles de kilómetros.

El dolor en su mente y en su cuerpo desapareció.

Percibió un segundo de feroz, terrible y rechinante entusiasmo pasando por la mente de la señora May cuando ésta terminó su matanza. Siempre era desalentador para los gatos descubrir que los enemigos a los que detectaban como gigantescas ratas espaciales desaparecían en el momento mismo de la destrucción.

Luego observó que estaba ofendida, y el dolor y el miedo que soplaban sobre ambos mientras la batalla, en menos de un abrir y cerrar de ojos, había empezado y terminado. En el mismo instante llegó el bamboleo agudo y ácido de la planización.

Una vez más, la nave brincó.

Pudo oír como Woodley pensaba en él: «No te preocupes demasiado. Este matón y yo nos encargaremos de la cosa».

Otras dos veces el bamboleo, el brinco.

No tenía la menor idea de dónde estaba mientras no vio las luces del cosmódromo de Caledonia brillando abajo.

Con un cansancio mucho más intenso de lo concebible por el ser humano, volvió a poner su mente en contacto con el aparato y colocó el proyectil de la señora May, suave y limpiamente en el tubo de lanzamiento.

La pobre estaba medio muerta de fatiga, pero él pudo percibir el latido de su corazón, pudo escuchar su jadeo y captar la forma borrosa de unas «gracias» que salían de la mente de la gata hacia la suya.

EL TANTEO

Le llevaron al hospital de Caledonia.

El doctor se mostró amistoso, pero firme.

—En realidad llegó usted a ser alcanzado por aquel Dragón. Es el salvamento más por pelos que baya visto en mi vida. Todo es tan rápido, que transcurrirá mucho tiempo antes de que sepamos científicamente qué es lo que ha sucedido, pero supongo que estaría usted maduro para el manicomio si el contacto hubiese durado unas décimas de milisegundo más. ¿Qué clase de gato llevaba al frente?

Hunderhill notó cómo las palabras le iban saliendo con lentitud. ¡Las palabras eran siempre una lata comparadas con la velocidad y el goce del pensamiento, rápido, rotundo y claro, de mente a mente! Pero la gente ordinaria, como este; doctor, no disponía de otro medio que las palabras.

La boca se le movió lentamente al articular los vocablos.

—No llame usted gatos a nuestros Compañeros. La forma justa de llamarlos es Compañeros. Luchan por nosotros formando un equipo. Usted debería saber que los llamamos Compañeros, no gatos. ¿Cómo está el mío?

—No sé —contestó el doctor, con aire contrito—. Ya lo averiguaremos y le tendremos a usted al corriente. Mientras tanto, muchacho, lo mejor será que no se excite mucho. Lo único que puede sentarle bien es el descanso. ¿Puede usted dormir o prefiere que le demos un sedante?

—Puedo dormir —dijo Hunderhill—. Pero necesito saber cómo está la señora May.

Se incorporó la enfermera. Se mostraba un poquitín hostil:

—¿No necesita usted saber cómo están los demás?

—Están muy bien —dijo Hunderhill—. Eso yo ya lo sabía antes de llegar aquí.

Estiró los brazos, suspiró y les hizo una mueca. Notaba que ya estaban relajándose y que empezaban a tratarle como a una persona en lugar de corso a un paciente.

—Estoy muy bien —dijo—. Lo único que quiero saber es cuándo podré ver a mi Compañero.

Se le ocurrió una nueva idea. Miró airadamente al doctor.

—No la habrán vuelto a mandar con la nave, ¿verdad?

—Ya me enteraré de eso —dijo el doctor.

Le dio a Hunderhill una palmadita tranquilizadora en el hombro y salió de la habitación.

La enfermera sacó un servilletero de una fuente que contenía platitos de fruta en almíbar.

Hunderhill trató de sonreírle. En la muchacha parecía haber algo que no funcionaba bien. A él le habría gustado que se fuera. Al principio empezó mostrándose amistosa y ahora otra vez se distanciaba. Es una lata esto de ser telépata, pensó Hunderhill. Uno se entera de cosas aunque no quiera establecer contacto.

De pronto ella se puso a dar vueltas a su alrededor.

—¡So agujadores! ¡Vosotros y vuestros malditos gatos!

En el momento mismo en que ella salía dando un portazo, se le coló él en la mente. Se vio a sí mismo como un héroe radiante, vestido con su flexible uniforme de gamuza, la corona del alfiletero brillando como antiguas joyas regias en torno a su cabeza. Vio su propio rostro, hermoso y viril, saliendo resplandeciente de la conciencia femenina. Se vio a sí mismo muy lejos y se vio a sí mismo tal como ella le odiaba.

Le odiaba en lo más secreto de su mente de mujer. Lo odiaba porque era —pensaba ella— orgulloso y extraño y rico, mejor y más bello que la gente como ella.

Apartó la vista de la mente de la enfermera y, cuando hundió el rostro en la almohada, captó una imagen de la señora May.

«Es una gata», pensó. «No es más que eso, ¡una gata!»

Pero así no era como la veía en su mente: rápida más allá de todas las fantasías de velocidad, decidida, lista, increíblemente graciosa, bella, muda y sin exigencias.

¿Dónde iba a encontrar jamás a una mujer que pudiera comparársele?

FIN

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