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I Culturas y civilizaciones del pasado » ¿Cómo era el país de Punt?

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¿Cómo era el país de Punt?

Para los antiguos egipcios, Punt era la tierra donde había nacido la raza humana.

Un reino mítico y a la vez conocido, una zona lejana pero accesible, un lugar misterioso pero lleno de riquezas sin límite, hasta tal punto que diversos faraones organizaron viajes en dirección al país de Punt para aprovisionarse de toda clase de objetos exóticos y de animales. Este nombre, Punt, nos sitúa en una zona geográfica imprecisa, muy probablemente en la costa oriental de África, cerca del extremo sur del mar Rojo.

El primer testimonio de las actividades de exploración egipcia se encuentra en la famosa Piedra de Palermo —documento perteneciente a la V dinastía—, que es también el primer registro de la expedición al país de Punt. En los anales del Imperio Antiguo (en la sección del reinado del faraón Sahure) se le denominaba «las terrazas del incienso» (khetiu anti), y también «el país del dios» (Ta-neter). Durante la XI dinastía, el explorador egipcio Henenu, mayordomo jefe del faraón Mentuhotep III, dirigió una expedición de tres mil hombres que abriría la ruta, utilizada posteriormente durante el Imperio Medio y el Nuevo, siendo una de las más conocidas la organizada por el faraón Sesostris III (XII dinastía), que planea un viaje desde la ciudad de Coptos para traer incienso. Estos dos países parecen haberse llevado bien desde siempre.

Mucho se ha especulado sobre la ubicación de este país y de sus habitantes, los famosos «hijos de Punt». Ha habido teorías fantásticas, propias de los autores que las han esgrimido, como Robert Charroux, que afirmó que el dios mexica Quetzalcoatl era el jefe de Punt. Otros han querido identificar este país con la tierra de Ofir, aunque hoy la mayoría de los egiptólogos están de acuerdo en considerar que estas expediciones egipcias iban hacia la actual costa de Somalia, cerca de Eritrea.

Fue la reina Hatshepsut (que reina durante veintidós años, de 1490 a 1468 a. C.), también llamada Ma’atkara, hija del faraón Tutmosis I y de la reina Ahmose, quien organizó la expedición más famosa y fastuosa hacia el país de Punt y, según las crónicas, la que mayor éxito tuvo. Lo sabemos, principalmente, por los relieves que aparecen en su templo funerario de Deir el Bahari: «Contemplarlo —afirmaban los egipcios— es lo más grande del mundo». Hatshepsut se hará representar como hombre en las imágenes oficiales.

Se encuentran referencias a Punt en los cuentos y poemas amorosos de Egipto y siempre como un lugar lejano y exótico. Los egipcios exportaban a los puntitas cerveza, vino, carne y fruta a cambio de marfil, pieles de leopardo, babuinos y mirra. En algunos de estos relatos se hace referencia a este reino como el «país del incienso».

Hatshepsut construyó uno de los templos más espectaculares y originales, ubicado en un acantilado de la montaña tebana de Deir el Bahari, con tres plantas a las que se accede por dos rampas. Presenta una particularidad única en la arquitectura egipcia: una calzada que sube una suave pendiente hacia el templo, compuesta de terrazas superpuestas. Gracias a los relieves de Deir el Bahari, situados en la terraza intermedia del templo, sabemos los episodios esenciales de este viaje que la reina consideraba como uno de los grandes momentos de su pacífico reinado y que marca el apogeo de su política exterior.

En los prolegómenos de la expedición a Punt está el origen de la construcción de un templo dedicado al dios Amón. Los textos afirman que habría sido este mismo dios quien encargó a la reina el viaje, ya que la pretensión de Hatshepsut fue construirlo a modo de «Jardín de las Delicias del dios Amón». Según la leyenda, el propio dios fue el que manifestó su deseo de «establecer para él el Punt en su (propia) casa», para lo cual necesitaba que las terrazas del templo estuvieran cubiertas con mirra e incienso traídos del remoto país de Punt.

Hatshepsut ordenó una expedición a esta misteriosa tierra para que trajeran cosas que no había en Egipto: árboles de mirra, marfil, ébano, maderas olorosas, canela, panteras, babuinos, plata, oro y, sobre todo, incienso, mucho incienso. Aprovisionarse de esta olorosa especia era el fin último para honrar debidamente al todopoderoso dios Amón, el Oculto.

En el llamado «pórtico de Punt» podemos «ver» como la flota egipcia constaba de cinco grandes barcos de treinta remeros cada uno. Hay que señalar que los barcos estaban protegidos por ritos y símbolos mágicos, con la proa y la popa adornadas con el ankh o «llave de la vida» y el Ojo de Horus, respectivamente.

La ruta que debieron de seguir los barcos egipcios fue la de descender el río Nilo hasta el delta y allí tomar el canal de Wadi Tumilat y alcanzar así el mar Rojo. Tras varios meses de navegación, llegaron a la tierra de Punt, donde fueron recibidos por el rey de este país, llamado Perehu (se le describe como un hombre bajito con la pierna derecha cubierta de aros de bronce), junto a su deforme esposa y sus tres hijos.

Siguiendo la secuencia de hechos que aparecen en los relieves, los egiptólogos han reconstruido las peripecias del viaje y sus resultados comerciales. Tras la travesía, los marinos del faraón deben remontar un río donde crecían toda clase de árboles. Al llegar, desembalan muchos regalos mientras el jefe de la expedición, protegido por una escolta militar, saluda al rey y a la reina de Punt. Nos ha llegado un curioso retrato de esta reina, de pequeña estatura, obesa y de anatomía deforme, gracias al cual los expertos han diagnosticado, basándose en la hinchazón de brazos y piernas, que padecía una elefantiasis aguda, una enfermedad caracterizada por una hipertrofia, un crecimiento desmesurado de ciertas partes del cuerpo, como consecuencia de la obstrucción de los canales linfáticos.

En la reunión que mantienen los dos pueblos se distribuyen perlas, collares y armas. Las personalidades de Punt se inclinan y rinden homenaje a Amón-Ra. Los indígenas viven en medio de palmeras, en chamizos y chozas redondas a las que se accede mediante escaleras. Llevan los mismos vestidos que en la época de Keops, dando la impresión de que en este lejano reino la moda no varía mucho: llevan trenzas en el pelo y la barba cortada en punta.

Tras los regateos y discusiones de rigor, los egipcios se llevarán madera de ébano, oro, colmillos de elefante, monos, pieles de leopardo y fieras vivas. Tratan con mucha delicadeza los árboles de incienso, cuyas raíces envuelven en esteras, y todo es cargado en los barcos exclusivamente por los marinos egipcios, sin permitir subir a bordo a los pequeños hombres de Punt.

El fin de los negocios comerciales se celebra con un banquete donde abunda el pan, la fruta, la carne, el vino y la cerveza, productos proporcionados por los egipcios. Los textos oficiales no hablan de trueques ni de compraventas, sino de un tributo pagado por Punt a la reina Hatshepsut. Por otra parte, la expedición no es solamente comercial, sino religiosa. Tiene también como objetivo hacer una ofrenda a la diosa Hathor, soberana del país de Punt. A las orillas de este país, la rema manda construir una estatua que la representa en compañía del dios Amón.

En los grabados de Deir el Bahari se incluyen también las escenas del regreso, donde unos monos suben por las cuerdas de uno de los barcos. El hecho de que estén en libertad se debe a que estaban destinados a ser los animales domésticos de los nobles. La llegada a Tebas es triunfal. Los marinos están de pie en las cubiertas con los mástiles bajados, las velas cargadas y los remos levantados, alzando las manos aclamando al faraón. Todo ha sido un éxito. La reina preside la ceremonia de recibimiento de la expedición en los jardines del templo de Deir el Bahari, donde se han plantado los árboles de incienso.

Las jarras y vasijas vienen repletas con las maravillas de Punt y en uno de los textos que nos han llegado, se asegura que traían:

… maderas aromáticas de la tierra del dios, montones de resina de los frescos árboles de la mirra, con ébano y marfil puro, con el oro verde de Emú, con árboles de cinamio, con incienso, cosméticos para los ojos, babuinos, monos, perros, con pieles de panteras del sur, con nativos y sus hijos. Nunca ningún rey anterior desde el comienzo (de la historia de Egipto) había traído bienes tan espléndidos.

Se pesa el oro y los demás metales bajo la atenta mirada y control de la propia Hatshepsut. Cuando el dios Amón en persona llega al templo, se alegra de que el incienso que se le ofrenda sea fresco y puro porque, al fin y al cabo, ésta era la principal razón de que Hatshepsut ordenara una expedición al reino de Punt.

Así terminan estos relieves casi cinematográficos, como si de un cuento se tratara, si no supiéramos que, en realidad, con la salvedad del dios, están haciendo referencia a un viaje histórico.

Cuando murió Hatshepsut, el vengativo Tutmosis III, nada más subir al trono, proscribió su memoria, haciendo raspar y borrar los cartuchos con su nombre en las antiguas listas reales. Se trata de la damnatio memoriae de los egipcios, expresión de origen latino que viene a significar «condena de la memoria», o sea, la supresión del recuerdo público de un personaje concreto al resultar éste persona non grata (igual suerte correría unos años después el faraón hereje Amenofis IV Akhenaton). Se intentó destruir totalmente su templo, pero por suerte el recuerdo de esta rema-faraón de la dinastía XVIII aún permanece. Aunque no fue la única mujer que gobernó este poderoso imperio, sí fue la más insigne y sobresaliente de todas (más que Cleopatra), la que más empeño puso en ir y representar al país de Punt, cuya flora y fauna parecen más propias de Eritrea que de Somalia.

Pero tan sólo es una opinión.

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