Enigma

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Ricardo

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Ricardo

Chucho, mi mentor, me había enseñado el oficio con precisión, me había expuesto los principios básicos: vestir pulcramente, mostrarme servicial, no mantener relaciones amorosas, no depender afectivamente de nadie, no hacer nunca preguntas, no dudar, no tener reacciones temperamentales, mantener siempre la calma y seguir escribiendo incansablemente. El trabajo me lo facilitaba él. Se quedaba con un veinticinco por ciento de comisión, lo que me dejaba unos setenta y cinco mil euros libres de impuestos al año. La perfección.

Había rebasado la sesentena, era un hombre de gran vivacidad, más profesional que efusivo. Había aplicado esos principios durante más de cuarenta años y quería acabar su carrera profesional en una casita que había comprado cerca de Cadaqués, en medio de las viñas, frente al mar. Pensaba retirarse del todo y salir a pescar. Gozaba de una reputación intachable y el que me hubiese cobrado afecto se debía tan sólo a que compartíamos la misma pasión por la escritura. «Esa pasión nos da derecho a vivir totalmente al margen de las normas sociales», me dijo un día.

Gracias a él, yo disfrutaba de una libertad absoluta y los contados vínculos que mantenía con los humanos me permitían profesar una devoción única a la poesía. Al principio, durante los dos primeros años, experimenté ciertos remordimientos, y sufrí dos o tres pesadillas, pero se me pasó muy pronto. Para alcanzar esa paz interior, había desarrollado una suerte de ritual. En función de la misión, elegía un poema y, durante los tres días de preparación, lo recitaba sin cesar, en voz alta o interiormente, según el lugar y las circunstancias. En el momento final, le hacía leer el poema a mi víctima o lo recitaba yo con cierta intensidad, pues estaba imbuido de él.

Aquella noche, recibí una llamada de Chucho. Me citó en un parque. Me reuní con él y me entregó los detalles de mi misión. Tenía que memorizarlos. Retener un rostro y a continuación destruir fotos y documentos.

Al regresar a casa, esparcí el contenido del sobre encima de mi mesa baja. Contemplé las fotos, memoricé la dirección y lo quemé todo en la chimenea. A continuación me acerqué a la biblioteca y elegí un libro de Machado. Se me había impuesto su nombre en cuanto descubrí su rostro. Me aprendí el poema antes de acostarme.

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