Enigma

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Joaquim

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Joaquim

Esa noche infinita, ese fuego galáctico, vaga en mí a cada instante. He tocado la belleza. No había ya hombre ni mujer, sólo el ser en su absoluta libertad. Las semanas siguientes, nos vimos casi todas las noches. A veces pasaba la noche solo con Ricardo, o incluso con Naoki. Zoe me iluminaba también con su irradiación. La total fluidez de nuestras relaciones se extendía, ya disueltos todos los celos. Y cada cual podía quedarse solo sin sentirse abandonado, sin tener la impresión de perderse un momento único, pues cada instante se trocaba en una esfera dorada.

La policía se había cansado muy pronto de las quejas de los escritores. Tenían otros asuntos que atender. Nuestros libros se convirtieron en una suerte de angustiosa fatalidad, y muy pronto los mejores cronistas y críticos se sorprendieron de que sólo dedicáramos nuestros libros a los grandes escritores.

Enrique Vila-Matas pasó por la librería, de improviso. Yo estaba solo. Zoe había salido a comer. Decidimos irnos también a comer un buen pescado en una terraza y conversar, como ya nadie lo hace actualmente.

Tras pedir vino y un rodaballo, Enrique me examinó con su ojo de lince. Me gustaba ese hombre, su exigencia y la indomable energía de su cuerpo que parecía estar en las antípodas de la sutileza de su mente. Tenía la suerte de poder cubrir todo el espectro de las posibilidades. Había también en él una pasión ineludible por el juego de los posibles o una tendencia a la multiplicidad. Era uno de esos seres a quienes se hubiera podido atribuir mil vidas y sin duda es lo que lo hacía tan singular como escritor.

—Enrique, cuando escribes, ¿quién escribe?

—«Él»... Es el nombre que se le da a un volcán de una pequeña isla volcánica del Mediterráneo, Stromboli.

—¿Nunca «tu» presencia?

—Si eso sucede, me preocupo, salgo de viaje, me olvido de mí hasta el momento en que «Él» recobra el derecho de ciudadanía. Entonces, me pongo de nuevo a escribir.

—Ésa es la diferencia que existe entre los realistas objetivos y los realistas que comunican con algo más vasto que sí mismos.

—Sí, no soy más que el escriba del magma que me rodea.

—Así me lo parecía.

El vino estaba delicioso, el pescado no tardó en llegar. Enrique me miraba con una intrigante sonrisa. Aguardaba el momento.

—Me gusta mucho «tu» final de El hombre vertical. Sé que lo has hecho tú. A mí también me gustaría reescribir algunos finales.

No me sorprendió. Sabía que lo sabía. Quería saber cómo. Se lo pregunté.

—No lo sé. Al venir a la librería, sentía los libros vivos, como ansiosos de cambiar de sitio, de flirtear con otros, de copular gozosamente en la mesa como se hacía en los tiempos heroicos de la literatura, o al menos tal como yo me lo imagino. Comprendí que para ti los libros no eran objetos sino espacio. Conozco a mucha gente en Barcelona y no veía a quién se le podía haber ocurrido semejante idea. Además todos los que te rodean tienen un halo de conspiradores. Tus amigos están en el ajo, ¿no?

Asentí sonriendo y dejé que prosiguiera.

—Quiero ser uno de los vuestros.

—Ya lo eras desde el principio, es como si nos hubieras creado.

—¿Sabes?, hay una cosa de la que hay que desconfiar y en la que quizá no has pensado...

—¿Ah, sí? Dime...

—En la fuerza de la propia literatura. Al parecer habéis tomado todas las precauciones frente a las fuerzas externas visibles. Nadie consigue dar con vosotros y todo está magníficamente montado, pero hay una fuerza que se sustrae a toda planificación y en eso es suprema: la creatividad.

—¿Qué quieres decir?

Enrique marcó una larga pausa, como para enlazar con el misterio del que hablaba. El camarero nos presentó el rodaballo, lo preparó, nos sirvió y nos llenó las copas. Pasaba un barco rojo.

—¿Qué es más real, ese barco o una novela?

—Yo diría que no hay más que un plano donde todo es real.

—Exactamente. Un barco surca el océano con su roda y se dirige a su puerto de origen. ¿Y cuál es el puerto de origen de una novela?

—El espacio, la matriz del lenguaje.

—Entonces estás conmigo, ese espacio se halla en constante transformación, y en él no puede perfilarse voluntad alguna. Estoy dispuesto a escribir finales por el placer de ver cómo el pánico literario alcanza la histeria total. El mundo de las letras lo necesita, pero también estoy dispuesto a pagar un precio por ello.

—Hasta ahí te sigo, pero no veo qué precio tendríamos que pagar. ¿El de la ley?

—Me importa un pepino la ley, te hablo de algo que lo trasciende todo, que escapa por completo a todo control humano, algo que hace que toda vida se deslice sin cesar hacia lo desconocido y alcance la esfera de lo inesperado.

—¿Cómo te lo imaginas?

—No me imagino nada. Estoy dispuesto a la sorpresa. Soy como un peregrino que, desde hace años, avanza hacia la sorpresa. Mi extrañeza no deja de crecer.

—¿Quieres decir que todo lo que ha sido desordenado podría recobrar su armonía inicial?

—Todos somos personajes de ficción, pero nadie se percata de ello. Somos ficciones creadas por nuestro ego. ¿Te has preguntado alguna vez por qué nos morimos, cuan do los personajes de novelas no mueren nunca de verdad?

—No...

—Ahí esta el quid. Para pretender ser, se necesitan unos gramos de eternidad. Imagínate a Achab, seguirá vivo mucho después de que las ballenas hayan desparecido de los océanos.

—Entonces, tanto da que un héroe muera o no.

—De todas formas, es eterno. Él ostenta el poder absoluto. Tú te mueres. Yo también. ¡Él, no!

—¿Nuestro trabajo es absurdo?

—No, precisamente, porque entra dentro de esa libertad soberana, pero necesitamos saber que nuestros finales toquen el infinito en cierto modo.

—¿Quieres decir todos los finales?

—Sí. Habría que arrancar la última página de todos los libros. Eso sí que sería grandioso.

—Se puede hacer. Imprimirlos sin final.

—Sería grandioso, y quizá evitaríamos la venganza de los dioses del lenguaje, los anatemas de Nimrod.

Tras tomarnos un café, regresamos hacia la librería, embargados por una extraña levedad.

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