Enigma

Enigma


Joaquim

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Joaquim

A veces, cuando había bebido, repetía el nombre de Fulvia como para hacer aparecer a Zoe. Era una repetición interior pero en ocasiones, tras determinada dosis de alcohol, oía el sonido de mi voz y veía volverse rostros hacia mí.

Seguía un recorrido. Empezaba siempre en la iglesia de Santa María del Mar, donde había un excelente bar de vinos, La Viña del Señor. Me tomaba una botella entera, y tapas, me encantaban las finas rodajas de pulpo con aceite de oliva y limón, con un vino blanco bien fresco. Me pasaba allí por lo menos dos horas, la mirada atenta, al acecho, esperando ver aparecer a Fulvia en la plaza y venir a mezclar la fluidez de su cuerpo con la de mi voz. Los estudiantes me decían que mi voz los obligaba a oír, que sus modulaciones penetraban en la mente como un río por el que navegan los conceptos. Se me temía pero se me respetaba. Me traían sin cuidado los códigos específicos de la universidad, donde resulta de buen tono adoptar una actitud de docta neutralidad. Yo montaba en cólera, «entraba a degüello», según una expresión que siempre me ha gustado. Mis elogios eran escasos y apasionados, pero, sobre todo, abría pasadizos misteriosos entre las obras, las palabras se transformaban en Sésamos, grutas donde los piratas de la literatura habían depositado las pepitas, los rubíes, las esmeraldas, el oro y los diamantes. Un tesoro que se infiltraba en el lenguaje, que salpicaba con sus refulgencias hasta el punto de revelar a ciertos seres predispuestos cómo brota el misterio de un estilo, de una imagen, de un silencio marcado o de una elipsis.

¿Por qué coexistía esa capacidad con un profundo odio a ciertas formas de belleza? Era la paradoja de mi mal, el enigma incesante de mi comportamiento, el meollo de mi soledad y de mi sufrimiento. Esa amarga soledad me tenía atrapado como un tigre que cierra la mandíbula sobre su presa, y el alcohol mitigaba la mordedura. En ocasiones cobraba conciencia de que todavía era joven, acababa de cumplir cuarenta y dos años, y pensaba que podría vivir, liberarme de la mórbida obsesión que me ligaba a la literatura.

En mis primeros años de universidad, admiré con locura a un gran filósofo catalán y asistí a sus clases; hice todos los esfuerzos posibles para ser admitido en su círculo. Primero había que agradar a los raros elegidos, la flor de la joven intelligentsia catalana que constituía su escolta. Luego había que descollar con sus escritos y con el sentido de la abnegación para entrar en la comunidad del gran hombre.

Pasaron largos años, obtuve el doctorado pero el areópago me miraba con cierto desprecio. Había escrito tres veces al filósofo. Nunca se había dignado contestar. Cuando se lo consulté a uno de sus jóvenes discípulos, éste me dijo: «Hasta la cuarta carta deslumbrante no contesta. Así que, ¡ánimo!»

Di muestras de infinita paciencia. Rompí decenas de cartas. Incluso publiqué en una revista «respetada» un artículo brillante dedicado a su última obra, pero sobre todo intenté crear y cultivar vínculos con algunas personas de su cenáculo, en particular Magdalena, la única mujer admitida. Supe por ella que mi artículo había sido leído pero no había causado efecto alguno en el maestro. Lo cual a ella le parecía muy positivo.

Un día, a través de ella, y probablemente gracias a su mediación, recibí una invitación para «presentarme». Las reuniones se celebraban en casa del filósofo los jueves por la noche y los aspirantes al círculo debían exponer sus puntos de vista durante una charla libre a la que todos asistían. Era la prueba definitiva. El trámite obligado para un espaldarazo que no se adquiría ad vitam aeternam. Nada garantizaba la salvación de la caída en desgracia. Podía uno ser expulsado en cualquier momento, por capricho o por necesidad, pues sólo las mentes privilegiadas podían frecuentar al maestro de manera continua. Era menester demostrar una profunda comprensión de sus conceptos y desarrollar una teoría audaz de la que el maestro se nutría y que en ocasiones nutría sus libros. Pero para los alumnos, ser pirateado parecía ser el acto de reconocimiento por excelencia, y por lo demás nunca se había quejado nadie.

El jueves siguiente me presente en casa del filósofo. No se admitían notas. Estaba allí todo el mundo. Había botellas de agua en una mesa baja. Nueve personas a las que yo conocía se habían acomodado en las butacas y en los sofás. Algunos me saludaron. Mi amiga me besó cordialmente, lo que me levantó un poco los ánimos y, como esperaba de pie, uno de los jóvenes filósofos me señaló una silla, donde me senté.

—Comienza —me dijo uno de ellos con voz imperiosa.

—Pero...

—Al maestro no le gustan los preámbulos. Ya aparecerá llegado el momento.

En el centro del semicírculo, había un sillón rojo con los brazos gastados, que seguramente era el suyo. Yo temblaba con todo mi cuerpo, tenía la boca seca y la mente paralizada ante las miradas de aquellos lobos. Magdalena me trajo un vaso de agua al tiempo que me susurraba:

—Respira, cálmate...

Hice unos intentos para recobrar el aliento y me embarqué en una introducción caótica, demasiado feliz de que no estuviera allí el maestro. En el momento en que iba a pasar a desarrollar mis ideas, apareció, el cigarrillo encajado en un rictus amargo, el rostro bastante pálido, grandes labios muy sonrosados, ojos oscuros y melancólicos brillando con un destello indefinible. Se sentó, y mientras yo hablaba, se miraba las uñas, inspeccionándolas con vivo interés. Transcurrida una hora, me disponía a pasar al desarrollo del tercer punto cuando me interrumpió:

—¡Es suficiente!

El cenáculo asentía en silencio. Algunos sonreían. Se me saltaron las lágrimas. Me entraron impulsos asesinos que él debió de advertir y, como para mejor humillarme, dijo:

—¡Tampoco haga una montaña de esto!

Magdalena quiso hablar, pero la hizo callar con un ademán.

Me encontré en la calle, caminando como una hiena herida; totalmente incapaz de caminar, me desplomé junto a un contenedor de vidrio y permanecí allí más de una hora.

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