Enigma

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Ricardo

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Ricardo

Circulaba por las carreterillas sinuosas y me acercaba a Cadaqués, mirando espejear el mar, sin prisa por verme con Chucho. Había decidido contarle la verdad. Como sabía que enviarían a otro, había avisado a la víctima de que debía desaparecer, inmediatamente y para siempre. Irse muy lejos, cambiar de identidad y romper todo tipo de vínculo con sus allegados. El haberla salvado no habría tenido ningún sentido si sólo hubiera servido para retrasar su muerte un día.

Descendí hacia el mar y encontré fácilmente la casa. Discreta, oculta entre la vegetación, con una gran terraza abierta al mar. Entré en el jardín, lo llamé. Estaba desescamando una soberbia dorada.

—¡Ricardo! De haberme avisado, habría puesto a enfriar una botella de cava. Siéntate.

—Olvídate del cava.

—¿Qué te sucede! ¡Vaya cara que traes!

—No he podido hacerlo.

—Pues esta noche o mañana, no pasa nada.

—Sí que fui. La vi y me marché.

—¿Estás tomándome el pelo?

—No.

Soltó el raspador, su rostro enrojeció.

—¿Cuál es el problema?

—La poesía.

—Me parece que vamos mal, Ricardo.

—Tengo que decirte una cosa... Trabajo siempre eligiendo un poema. Eso me ayuda a concentrarme. Un poema que encaja con el rostro del contrato.

—Es una pequeña gilipollez, pero cada cual tiene sus manías.

—Llego, digo el poema, disparo. Fin.

—¿Y?

—Normalmente, les entra pánico, no me eternizo, no les da tiempo a hacerme preguntas. Esta vez, ha sido distinto. Ni durante un segundo ha pensado en su propia muerte. Ni pizca de miedo. Totalmente inmersa en el poema.

—¿De quién?

—Machado.

—Es un gran poeta.

—Hubiera podido disparar en ese momento pero se ha levantado tan tranquila, ha ido a la librería, ha cogido un libro de Clara Janés y se ha puesto a leer ella. Eso es lo que me ha hecho renunciar.

—Bueno, escucha, llevamos mucho tiempo trabajando juntos. Te lo he enseñado todo. La has cagado de verdad. A mí también me pasó una vez y, como ves, no estoy muerto. De modo que vamos a arreglar la pifia. Iré yo esta noche. Acabaré el trabajo y me llevaré la pasta, peor para ti.

—Se ha marchado.

—¿La has avisado?

—Sí.

—Entonces, te has cargado mi reputación. Tendremos problemas gordos con el tío.

—¿Es un pez gordo?

—Por suerte no, si no, tendrías los días contados. Un industrial celoso. Está bien. Te cubriré. Arreglaré el asunto pero ha de ser la última vez. Si se repite, habrá que pagar, y pagar en nuestro curro significa morir. No puedes cometer ya ningún error. ¡Nunca más!

—Ten, te he traído el dinero.

—Has de añadirle mi comisión.

—Conforme.

—¿Te quedas a cenar?

—Si me cuentas la vez en que te rajaste.

—Era un crío. Un asunto de herencia. No pude.

—Ya.

—¿Lo olvidamos todo durante dos horas y nos relajamos?

—¿Qué piensas hacer?

—Con un cliente serio, hubiera vuelto a casa de ella y habría cumplido el contrato. En este caso, le diré que la chica se había largado antes de llegar yo y le devolveré la pasta.

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