Enigma

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Zoe

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Zoe

Asientos bajos y cojines de colores recibían los cuerpos elegantes e indolentes de los asiduos del Pimiento, el bar donde yo trabajaba. Me gustaba ver las formas relajarse, acercarse, entrar en una intimidad que las sillas no hubieran permitido. Las mujeres eran guapas, a los hombres se les veía tentados y un poco tensos ante la belleza de las formas. Los cócteles contribuían a los acercamientos. Había dos olas de clientes, los que llegaban sobre las diez a tomar el aperitivo y los que aparecían después de cenar, sobre las doce o la una. Se quedaban hasta la hora de cerrar, a las cuatro de la mañana.

Era un momento mágico. Tras ordenar y cerrar el bar, me marchaba sola, recorría la playa, subía por las tranquilas callejas hasta mi habitación, en un edificio bastante destartalado de Ciutat Vella. Me pagaban muy mal pero las propinas eran excelentes: siempre tenía pequeñas atenciones con mis clientes, que pertenecían a la juventud dorada catalana. Trabajar en verano me permitía encarrilar mis finanzas e iniciar el curso universitario sin demasiadas angustias, y sobre todo, podía leer. Me levantaba a eso de la una, desayunaba fruta y cereales acompañados de café, me quedaba un buen rato en la ducha y por fin, fresca y lozana, comenzaba a leer, a tomar notas, a imaginar lo que sería mi futura novela.

Tenía confianza. Sabía que era imposible que semejante pasión por la escritura no se transformase algún día en literatura. Conocía ya el goce de sentir emerger líneas puras de todo mi ser. Conocía también la amargura, la tensión, la frustración cuando nada quería salir. La lectura era para mí una costumbre sencilla que me ligaba a las palabras liberándome de la frustración. Era una escritora en ciernes. Contemplaba cada instante de mi vida como una preparación para ese momento. Imploraba al universo, le gritaba: estoy lista, que lluevan las palabras, que fluyan las ideas por mi cuerpo, estoy abierta a todo, no me importa pasearme desnuda por la ciudad si las palabras llueven sobre la ciudad, no me importa entrar en la Sagrada Familia si el fantasma de Gaudí está ahí apresado. No me importa abrir mi cuerpo a un hombre misterioso que me haya encontrado en la playa, al amanecer, si su esperma contiene la simiente del lenguaje. Estoy dispuesta a todo. Emborronar miles de hojas para nada. Intentar mil veces rozar el misterio de las cosas. Describir lo más ínfimo. Ejercitar mi mirada para penetrar bajo la piel de las cosas, hasta tocar los nervios, la sangre, el corazón.

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