Enigma

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Zoe

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Zoe

En el frescor de mi habitación, leí con delicia una breve novela de Tabucchi, saboreé unas tapas a modo de cena y dejé mi mochila en la barra antes de salir a nadar mar adentro, mientras comenzaba a vaciarse la playa. Cuando tenía unos doce años tomé clases de natación y, desde entonces, ya no me asusta aventurarme lejos de la orilla, rebasar las boyas amarillas, la mirada fija en la curva del horizonte, como si pudiera sustraerme del mundo de las líneas rectas.

Nadar es penetrar en un universo sutil y fluido, donde todo son curvas y goces. Tan pronto me alejo, me quito las dos piezas de mi bañador, me las enrollo en torno a las muñecas y, desnuda, me dejo llevar por el agua, por las corrientes a ratos más cálidas, por la olas, por la espuma, y más de una vez me invade un placer orgásmico dejándome flotar, abandonada, los párpados cerrados a pleno sol, el cuerpo dúctil. A veces, cuando me vuelvo, la costa está tan lejos, los bañistas se ven tan pequeños, tan irrisorios, los edificios como cajas de cerillas, que me asalta la idea de no regresar, de continuar allí hasta el agotamiento, hasta que el mar me lleve consigo a un eterno olvido.

Incluso un día, vino a socorrerme el helicóptero de los guardacostas. Creyeron que me había arrastrado alguna corriente. Ahora me conocen. A veces me los encuentro en el bar. Son amigos del dueño. Me llaman «la Sirena Loca».

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