Enigma

Enigma


Naoki

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Naoki

Aquella noche el Ónix había elegido como local un sótano, en las afueras de la ciudad. A la entrada, comprobaban escrupulosamente la identidad de cada uno. El fisonomista era capaz de reconocer a personas a quienes había rechazado incluso años atrás. Una vez salvado el cedazo de seguridad, teníamos la garantía de hallarnos entre nosotros, de saber que no se había colado ningún curioso. El silencio era de rigor. Reinaba entre los participantes una solemnidad y una concentración que me recordaba la de los monjes zen de mi infancia. Andares silenciosos, blanco y negro, lentitud.

El silencio es también espacio. Cada cual estaba allí para sumergirse en lo más profundo de sí mismo, cada cual aceptaba que la noche podía revelar los más ocultos recovecos del alma. Cada cual exponía su vida al cruzar el umbral del Ónix, por poco que tuviese el valor de exponerse totalmente. El negro era de rigor. Los rostros graves, a veces inquietos. La escalera interminable y oscura conducía a una amplia sala con colgaduras negras, una especie de estuche para la desnudez del alma. Las miradas se cruzaban con total aceptación, con un reconocimiento del valor que habíamos necesitado para acudir a ese lugar. Nunca he visto una intensidad tan inmediata entre desconocidos.

En medio se erguía un estrado. Una vela iluminaba el escenario. El roce de las telas, el sonido de los pasos, el suave rumor de las articulaciones era casi perceptible, tan profundo era el silencio. En cada sesión, se efectuaba un sorteo. Se admitía una sola persona en el podio y, aquella noche, había echado mi nombre en la urna, como hacía cada vez, pero la mano inocente de la muchacha desnuda de pelo rojizo, que aparecía y desaparecía tras extraer y leer un nombre a la asistencia, no quiso elegirme.

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