Enigma

Enigma


Ricardo

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Ricardo

Me sentía en un estado próximo al embotamiento, que me hacía asemejarme a mis víctimas. Al mirarme en el espejo del cuarto de baño, reconocí exactamente esa ausencia que había observado en los rostros de mis víctimas, como si, para llevársenos, la muerte debiera eliminar durante unos segundos todas las huellas que impregnan nuestra mente. Había una auténtica belleza en aquellos rostros enfrentados a los últimos segundos de su vida. Un abandono de todo cuanto había constituido la tensión, un desierto, un espacio virgen.

¿Por qué se reflejaba esa misma expresión en mi rostro? Me hallaba lejos de la muerte, de la mía en cualquier caso. Tal vez una suerte de mimetismo. Si mis víctimas debían atravesar ese estado antes de morir, yo debía unirme a ellas en esa tierra de nadie antes de matarlas.

Era la cosa más misteriosa del mundo. Nunca le había hablado de ello a Chucho. Estaba comprendiendo que ese hallarse en suspenso, ese estado, merecía una profunda investigación. No podía ya hacer «como si» y pasar a la lectura de mis poetas favoritos y correr a una terraza con mi libreta y estampar un poema en el papel.

Veía claramente que debía atravesar ese paisaje, que quizá era el sentido de ese tiempo muerto lo que se me brindaba. Una travesía, un desnudamiento, una apertura a ese momento en que la mente acoge el infinito.

Mi cuerpo no reaccionaba ya como antes. Esa vitalidad que me impulsaba al descubrimiento exterior me i destruía. Pero, cuando el corazón y el alma se agotan, ¿qué puede hacerse ya? Nada, quizá. Esperar. Olfatear. Mirar.

Puede resultar absurdo, pero en ese instante me invadió un sentimiento que, a falta de algo mejor, llamaré místico. Recuerdo hasta qué punto me rebelé y luché contra mi familia, contra generaciones de mojigatos monárquicos primero, franquistas después. Me incitaron al odio. Su religión fría y altanera parecía no alimentarse más que de sangre, sangre de África, sangre de México, que hicieron correr a raudales en las temibles conquistas. Nuestra cultura se compone de estratos de oro y de sangre.

Recordaré siempre una visita que hice al Prado, en el momento álgido de mi rebeldía, a los diecisiete años. Un malestar cada vez más profundo se apoderó de mí al descubrir todas aquellas escenas de tortura, de crucifixión, f aquella luz macilenta y culpable, aquel olor a carnicería religiosa me asfixiaron, me puse a vomitar y tuvieron que sacarme del museo aprisa y corriendo so pena de verme morir. Desde aquel día, no puedo entrar en una iglesia sin que se repitan los síntomas.

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